9

Elena y Mayhew aguardaban de pie, mirándole expectantes. Miles se dio cuenta de pronto de que no había visto a Baz Jesek durante la pelea… espera, ahí estaba, clavado en la pared más lejana. Los ojos oscuros parecían agujeros en la cara lechosa, la respiración era entrecortada.

— ¿Estás herido, Baz? — gritó Miles, preocupado. EI maquinista sacudió la cabeza, pero no dijo palabra. Sus miradas se cruzaron, y Jesek desvió los ojos. Miles supo entonces por qué no le había visto.

Estamos en desventaja de dos o tres a uno, penso Miles. No puedo permitirme el lujo de que un combatiente entrenado se ande con miedo. Tengo que hacer algo ahora mismo…

— Elena, Arde, id al pasillo y cerrad la puerta hasta que os llame. — Obedecieron, confundidos.

Miles se acercó a Jesek. ¿Cómo hago un trasplante de corazón en la oscuridad, al tacto, sin anestesia?, se preguntó. Se humedeció los labios y habló con calma.

— No tenemos opción, debemos capturar su nave ahora. La mejor jugada es llevárnosla y hacerles creer que es su propia gente que regresa. Eso sólo puede hacerse en los próximos minutos. La única posibilidad de escapar, para cualquiera de nosotros, es atraparlos antes de que puedan dar la alarma. Voy a asignar al sargento y a Daum para que tomen la sala de navegación y comunicaciones y, de este modo, lo impidan.

La siguiente sección vital es el cuarto de máquinas, con las supresiones que hagan falta.

Jesek volvió la cara a un lado, como un hombre dolorido o afligido. Miles continuó implacablemente:

— Tú eres el hombre para eso, claramente. Así que te asigno a ti y a… — Miles tomó aliento — Elena.

El maquinista miró entonces a Miles, más consumido que antes, si es que eso era posible.

— Oh, no…

— Mayhew y yo rondaremos, inmovilizando todo lo que se mueva. De aquí a treinta minutos, todo habrá terminado, a favor o en contra.

Jesek sacudió la cabeza.

— No puedo — murmuró.

— Mira, no eres el único que está aterrado; yo estoy loco de miedo.

Jesek hizo un gesto con la boca.

— Tú no pareces asustado. Ni siquiera re asustaste cuando ese mercenario cerdo te desafió.

— Eso es porque tengo un impulso natural hacia delante. No hay ninguna virtud en ello, es sólo un acto de equilibrio. No me atrevo a detenerme.

El maquinista volvió a sacudir la cabeza, desesperanzado, y habló en voz baja:

— No puedo. Lo he intentado.

Miles apenas logró evitar un gesto de frustración. Feroces amenazas le pasaron por la mente… No, eso no era conveniente. Seguramente, la cura para el miedo no sería provocar más miedo.

— Te recluto — anunció de repente Miles.

— ¿Qué?

— Te reclamo. Te… te confisco. Me apodero de tu propiedad, de tu adiestramiento, eso es, por exigencias de la guerra. Esto es absolutamente ilegal, pero ya que, de todas maneras, estás bajo sentencia de muerte, ¿qué importa? Arrodíllate y pon tus manos entre las mías.

Jesek se quedó boquiabierto.

— No puedes… yo no soy… Nadie, sino un oficial designado por el emperador puede tomar juramento a un vasallo y yo ya le presté juramento a él cuando obtuve mi nombramiento… y lo rompí cuando… — se interrumpió.

— O un conde o el heredero de un conde — observó Miles —. Admito tanto el hecho de que estés bajo juramento previo con Gregor, como el que un oficial introduzca en él una innovación. Sólo tendremos que cambiar un poco la fórmula.

— Tú no eres… -Jesek le miró —. ¿Qué diablos eres tú? ¿Quién eres?

— De eso no quiero hablar siquiera. Pero soy realmente vasallo secundus de Gregor Vorbarra y puedo tomarte como vasallo y voy a hacerlo ahora mismo, porque estoy endiabladamente apurado y podemos arreglar los detalles luego.

— ¡Tú eres un lunático! ¿Qué carajo crees que va a conseguir eso?

Distraerte, pensó Miles… y ya está funcionando.

— Puede ser, pero soy un Vor lunático. ¡Abajo!

El maquinista se arrodilló, mirando incrédulamente. Miles le agarró las manos y comenzó.

— Repite esto: «Yo, Bazil Jesek, declaro bajo juramento que soy, soy, soy un vasallo militar renegado de Gregor Vorbarra; pero de todas formas tomo servicio bajo… bajo… (Bothari va a enardecerse como el demonio si quebranto la seguridad), bajo este lunático que está frente a mi», mejor dicho, «este Vor lunático como simple hombre de armas, y le respetaré como mi señor y comandante hasta que mi muerte o la suya me libere».

Jesek, como hipnotizado, repitió el juramento palabra por palabra.

Miles prosiguió.

— «Yo… » (mejor me salto esa parte), «yo, vasallo secundus del emperador Gregor Vorbarra, acepto tu juramento y prometo protegerte como tu señor y comandante; por mi palabra de… bueno, por mi palabra». Ya está. Ahora tienes el dudoso privilegio de seguir mis órdenes al pie de la letra y de dirigirte a mi como «mi señor», sólo que mejor no lo hagas delante de Bothari hasta que tenga oportunidad de darle despacio la noticia. Ah, y algo más…

El maquinista le miraba perplejo.

— Estás en casa. Por lo que pueda valer.

— ¿Eso fue de verdad?

— Bueno… es un poco irregular; pero, por lo que he leído de nuestra historia, no puedo evitar pensar que se acerca más al original que la versión oficial.


Llamaron a la puerta. Daum y Bothari tenían un prisionero, las manos atadas por detrás de la espalda. Era el piloto, a juzgar por los círculos plateados en la frente y en las sienes. Miles supuso que por eso le había escogido Bothari; tenía que conocer todos los códigos de reconocimiento. La pose desafiante del mercenario le causó a Miles una fastidiosa premomción de problemas.

— Baz, que Elena y el mayor te ayuden a llevar a estos tipos a la bodega 4, la que está vacía. Podrían despertarse y ponerse ingeniosos, así que suelda la cerradura cuando estén encerrados. Luego abre nuestro arsenal, trae los inmovilizadores y los arcos de plasma, y revisa la lanzadera de los mercenarios. Nos encontraremos allí contigo en unos minutos.

Cuando Elena arrastró el último cuerpo inconsciente sujetándole por los tobillos — era el capitán mercenario, y ella no se preocupó mucho de contra qué golpeaba su cabeza por el camino —, Miles cerró la puerta y se volvió hacia el prisionero, al que sostenían Mayhew y Bothari.

— Ya sabes — se dirigió al hombre, en tono de disculpa —, apreciaría mucho que pudiéramos evitar los preliminares e ir directamente a tus códigos. Ahorraría un montón de molestias.

— Seguro que lo haría… para ti. ¿No tienes la droga de la verdad, no? Qué mal, enano, estás de mala suerte.

Bothari se tensó, los ojos extrañamente iluminados; Miles le detuvo con un leve ademán.

— Todavía no, sargento.

Miles suspiró.

— Es cierto, no tenemos ninguna droga, lo siento. Pero, no obstante, debemos obtener tu cooperación — le dijo al piloto mercenario, apuntándole con el dedo.

El hombre sonrió despectivamente.

— Métete el dedo en el culo, enano.

— No tenemos intención de matar a tus amigos — agregó esperanzado Miles —, sólo inmovilizarlos.

El mercenario alzó orgullosamente la cabeza.

— El tiempo está de mi lado. Lo que podáis hacerme, puedo aguantarlo. Si me matáis, tampoco puedo hablar.

Miles llevó a Bothari aparte.

— Ésta es tu área, sargento — le dijo en voz baja —. Me parece que él tiene razón. ¿Qué piensas al respecto de abordarlos a ciegas, sin códigos? ¿Acaso podría ser peor que si nos diera uno falso? Podríamos omitir esto… — Un nervioso ademán de su mano indicó al piloto mercenario.

— Sería mejor con los códigos — declaró el sargento, inflexible —. Más seguro.

— No veo cómo podemos obtenerlos.

— Yo puedo obtenerlos. Siempre se puede destrozar a un piloto. Si me diera vía libre, mi señor…

La expresión del rostro de Bothari perturbó a Miles. La seguridad estaba bien, era el aire de placer anticipado lo que le provocó un nudo en las entrañas.

— Debe decidirse ahora, mi señor.

Pensó en Elena, Mayhew, Daum y Jesek, que le habían seguido hasta este lugar; y quienes no estarían allí de no ser por él…

— Adelante, sargento.

— Tal vez prefiera esperar en el pasillo.

Miles negó con la cabeza, sintiéndose descompuesto.

— No. Yo lo he ordenado, y estaré presente.

Bothari hizo un gesto de asentimiento.

— Como quiera. Necesito el cuchillo. — Señaló la daga que Miles había recuperado del capitán mercenario y que colgaba de su cinturón. Miles, de mala gana, la sacó y se la entregó al sargento. La cara de Bothari se iluminó ante la belleza de la hoja, su templada flexibilidad y el increíble filo —. Ya no las hacen como ésta — murmuró.

¿Qué planea hacer con ella, sargento?, se preguntó Miles; pero no se animó a preguntarlo. Si le dices que se baje los pantalones, detendré la sesión ahora mismo, con códigos o sin códigos…

El prisionero estaba tranquilo, incluso un poco desafiante. Miles probó una vez más.

— Será mejor que cooperes. — El hombre sonrió.

— No puedes comprarme, enano, no le temo a un poco de dolor.

Yo si lo temo, pensó Miles. Se hizo a un lado.

— Es suyo, sargento.

— Sujétenlo firme — dijo Bothari. Miles aferró el brazo derecho del prisionero; Mayhew, perplejo, sujetó el izquierdo.

El mercenario se dio cuenta de la cara de Bothari y su sonrisa desapareció. Un lado de la boca del sargento se alzó en una sonrisa que Miles jamás había visto antes y que, inmediatamente, esperó no volver a ver otra vez. El mercenario tragó saliva.

Bothari puso la punta de la daga contra el borde del glóbulo de metal plateado en la sien derecha del hombre y movió un poco la hoja para encajar la punta haciendo palanca. El mercenario miró con los ojos desorbitados hacia su propia sien.

— No te atreverás… — susurró. Una gota de sangre formó un aro en torno al circulo.

El mercenario inhaló ásperamente y dijo:

— ¡Espere…!

Bothari retorció un poco más la daga, sujetó el botón entre el índice y el pulgar de su mano libre y pegó un tirón. Un chillido ululante salió de la garganta del mercenario. Se libró convulsivamente de la sujeción de Miles y de Mayhew y cayó de rodillas, con la boca abierta y los ojos agigantados por la conmoción.

Bothari bamboleó el injerto delante de los ojos del prisionero. Alambres delgados como cabellos colgaban del botón como patas de arañas. Lo giró. Un destello brillante y una mancha de sangre: miles de dólares betanos en circuitos y microcirugía convertidos instantáneamente en basura.

Mayhew se puso del color de la avena ante ese increíble vandalismo. El aliento se le escapó del cuerpo en un apagado gemido. Se dio la vuelta y fue a apoyarse contra la pared del rincón; poco después se inclinó, ahogado por el vómito.

Hubiera deseado que no presenciase esto, penso Miles. Hubiera deseado que estuviese Daum en su lugar. Hubiera…

Bothari se agachó hasta poner su cara al nivel de la cara de la víctima. Alzó nuevamente la daga. El piloto mercenario retrocedió hasta golpearse contra la pared y se quedó encogido, sentado, incapaz de alejarse más. Bothari se le acercó y puso la punta del arma contra el botón de la frente.

— El dolor no es lo importante — susurró con voz ronca. Hizo una pausa; luego, agregó, en voz más baja todavía —: Habla.

El hombre soltó la lengua de repente, vertiendo traición en su terror. Miles consideró que no había ningún indicio de subterfugio en la información que manaba frenéticamente de la boca del hombre. Se sobrepuso a su propio malestar para escuchar atentamente, de modo que nada se le pasara; seria insoportable que este sacrificio fuera malgastado.

Cuando el hombre empezó a repetirse, Bothari le arrastró hasta el pasillo de la lanzadera; el prisionero iba encogido, marchando a salto de rana. Elena y los otros miraron al mercenario con incertidumbre — un hilo de sangre bajaba de su sien —, pero no hicieron ninguna pregunta. A la más leve insinuación de Bothari, el piloto capturado explicó el plano interno del crucero. Bothari le empujó a bordo de la lanzadera y le amarró a un asiento, donde se desplomó y entró en convulsiones. Los demás, incómodos, desviaron la mirada del prisionero y eligieron sentarse lo más lejos posible.

Mayhew se sentó cautamente frente a los controles manuales de la nave y flexionó los dedos.

Miles fue a su lado.

— ¿Serás capaz de manejar esta cosa?

— Sí, mi señor.

Miles advirtió el perfil vacilante de Mayhew.

— ¿Estarás bien?

— Sí, mi señor. — Los motores de la lanzadera cobraron vida y la nave se separó de la RG 132 —. ¿Sabías que iba a hacer eso? — preguntó súbitamente Mayhew en voz baja. Miró por encima del hombro a Bothari y su prisionero.

— No exactamente.

Mayhew apretó los labios.

— Loco bastardo.

— Mira, Arde, mejor mantén esto en rumbo — murmuró Miles —. Lo que Bothari hace bajo mis órdenes es responsabilidad mía, no suya.

— Al diablo con eso. Yo vi la mirada en su rostro. Él lo disfrutó; tú, no.

Miles vaciló. Luego, se repitió, con un énfasis diferente, esperando que Mayhew comprendiera.

— Lo que Bothari hace es responsabilidad mía; hace tiempo que sé eso, así que no me excuso.

— Entonces, él es un psicópata — susurró Mayhew.

— Se controla bien. Pero entiéndeme, si tienes un problema con él, dirígete a mí.

Mayhew maldijo en voz baja.

— Está bien, sois una buena pareja.

Miles estudió la embarcación mercenaria a medida que se iban aproximando. Por lo que se veía en la pantalla, era una veloz y potente nave de guerra, bien armada y de tamaño menor. Sus líneas tenían un aire desafiante que sugería fabricación illyriana; llevaba escrito convenientemente el nombre de Ariel. No había duda de que la pesada RG 132 no hubiera tenido posibilidad alguna de escapársele. Miles sintió una punzada de envidia ante su mortal belleza; entonces cayó en la cuenta de que, si las cosas marchaban como planeaba, iba a adueñarse de esa nave o, al menos, iba a poseerla. Pero la ambigüedad de los métodos emponzoñó su alegría, dejándole sólo un seco y frío nerviosismo.

Llegaron sin problemas ni incidentes a la escotilla de lanzaderas de la Ariel, y Miles fue hasta la popa para ayudar a Jesek en el acoplamiento. Bothari ciñó al prisionero más firmemente a su asiento y apareció junto a Miles; éste decidió no perder tiempo discutiendo con él acerca de la prioridad.

— Está bien — concedió Miles ante la muda demanda de Bothari —, tú primero; pero yo soy el siguiente.

— Mi tiempo de reacción será más rápido si mi atención no está dividida, mi señor.

Miles resopló con exasperación.

— Oh, muy bien. Tú; luego, D…, no; luego, Baz — la mirada del maquinista se topó con la suya —; luego, Daum, yo, Elena y Mayhew.

Bothari aprobó este orden con un leve movimiento de cabeza. La escotilla de lanzaderas rechinó al abrirse y Bothari se deslizó en su interior. Jesek tomó aliento v le siguió.

Miles se detuvo sólo para susurrarle a Elena:

— Mantén a Baz avanzando tan rápido como puedas. No dejes que se detenga.

Escuchó una exclamación que provenía de más adelante — «¿ quién diablos…?» — y el sordo zumbido del inmovilizador de Bothari. Entonces, se deslizó él también por el pasillo.

— ¿Sólo uno? — le preguntó a Bothari, mirando la figura gris y blanca desvanecida en el suelo.

— Hasta ahora — contestó el sargento —. Parece que todavía contamos con el factor sorpresa.

— Bien, mantengámoslo. Dividámonos y actuemos.

Bothari y Daum desaparecieron por el primer corredor. Jesek y Elena se encaminaron en dirección opuesta. Elena lanzó una mirada hacia atrás; Jesek, no. Excelente, pensó Miles. Mayhew y él tomaron la tercera dirección y se detuvieron ante la primera puerta que encontraron cerrada. Mayhew dio un paso adelante, con una especie de indecisa agresividad.

— Yo primero, mi señor.

Dios, es contagioso, se dijo Miles.

— Adelante.

Mayhew tragó saliva, y preparó el arco de plasma.

— Eh, espera un segundo, Arde. — Miles presionó el picaporte. La puerta se abrió suavemente. Le comentó a Mayhew —: Si no está cerrada y empleas el arco, corres el riesgo de soldarla…

— Ah — dijo Mayhew. Cobro ánimos y se lanzó por la apertura con una especie de grito de guerra, apuntando su inmovilizador en todas direcciones. Se detuvo. Era un área de almacenamiento, vacía, excepto por unas cestas de plástico apiladas por ahí.

Ningún signo del enemigo.

Miles echó una mirada por el sitio y volvió hacia la puerta.

— ¿Sabes? — le dijo a Mayhew mientras continuaban avanzando por el pasillo —, sería mejor si no gritamos al entrar; asusta. Va a ser mucho más fácil derribar gente si no salta y se esconde detrás de las cosas.

— En los vídeos lo hacen así — se excusó Mayhew.

Miles, quien originalmente había planeado su primera acometida de un modo muy similar a la que acababa de presenciar, y por la misma razón, se aclaró la voz.

— Supongo que no parece muy heroico andar a escondidas detrás de alguien y dispararle por la espalda; aunque no puedo evitar pensar que sería lo más eficaz.

Subieron por un ascensor y llegaron a otra puerta. Miles volvió a probar el picaporte y nuevamente la puerta se abrió, revelando una cámara en penumbras. Un dormitorio con cuatro literas, tres de ellas ocupadas. Miles y Mayhew entraron sigilosamente Y tomaron posiciones desde donde no podrían fallar. Miles hizo una señal y ambos dispararon a la vez. Volvió a disparar cuando la tercera figura comenzaba a sacudirse entre las mantas buscando un arma colgada junto a su litera.

— ¡Uf! — exclamó Mayhew —. ¡Mujeres! Ese capitán era un cerdo.

— No creo que fueran prisioneras — dijo Miles, encendiendo la luz para una rápida confirmación —. Mira los uniformes. Son parte de la tripulación.

Se fueron del cuarto; Miles iba muy serio. Quizás Elena no hubiera corrido tanto peligro como el capitán mercenario los había llevado a pensar. Demasiado tarde, ahora…

Una voz grave llegó de un recodo:

— Maldita sea, le advertí a ese estúpido hijo de puta…

A la voz siguió el ruido de pisadas rápidas, un ligero galope; venía con el semblante enojado, abrochándose una pistolera, y se topó con ellos.

El oficial mercenario reaccionó instantáneamente, transformando la colisión accidental en una acometida. Mayhew recibió una patada en el vientre. Miles fue empujado contra la pared y se encontró en una confusa y reñida pelea por la posesión de su propia arma.

— ¡Inmovilízalo, Arde! — gritó, sofocado por un codo que le apretaba los dientes.

Mayhew se arrastró hasta el inmovilizador, giró y disparó. El mercenario se desplomó, y el resplandor del rayo hizo caer a Miles de rodillas, aturdido.

— Definitivamente, es mejor pillarlos dormidos — balbuceó Miles —. Me pregunto si hay más como él… ella…

— Ello — resolvió Mayhew resueltamente, volteando al hermafrodita para revelar los rasgos engañosos de lo que podría ser un joven apuesto o una mujer de rostro firme. El cabello oscuro le enmarcaba la cara y le cubría la frente —. Betano, por el acento.

— Tiene sentido — opinó Miles, mientras se incorporaba con esfuerzo —. Creo… — Se aferró a la pared, se golpeó la cabeza contra la misma sin poder evitarlo y luces de extraños colores le nublaron la visión: ser inmovilizado no era tan indoloro como parecía —. Mejor sigamos andando… — Se apoyó agradecido en el brazo que Mayhew le ofreció como sostén.

Revisaron una docena mas de cámaras sin más inconvenientes. Finalmente, llegaron a la sala de navegación, donde se toparon con dos cuerpos apilados junto a la puerta; Bothari y Daum parecían tranquilos.

— Ingeniería informa: misión cumplida — dijo Bothari nada más los vio entrar —. Cuatro inmovilizados, lo que hace un total de siete.

— Nosotros tenemos cuatro — dijo Miles —. ¿Podéis ver si el ordenador tiene algún registro, para controlar si ya tenemos el total?

— Ya está hecho, mi señor — respondió Bothari, relajándose un poco —. Están todos, al parecer.

— Bien.

Miles se tambaleó un poco hasta una silla, frotándose la boca dos veces golpeada. El sargento entrecerró los ojos.

— ¿Está usted bien, mi señor?

— Me alcanzó el destello del inmovilizador. Estaré bien. — Hizo un esfuerzo para concentrarse. ¿Qué seguía ahora? —. Supongo que será mejor que encerremos a estos tipos antes de que despierten.

La cara de Bothari se convirtió en una mascara.

— Nos sobrepasan tres a uno y están técnicamente adiestrados. Tratar de mantenerlos a todos prisioneros es sumamente peligroso.

Miles le miró con dureza y le aguantó la mirada.

— Ya pensaré algo — dijo, pronunciando enfáticamente cada palabra.

Mayhew resopló.

— ¿Qué otra cosa se puede hacer? ¿Empujarlos afuera por la cámara de compresión? — El silencio que recibió la broma le hizo cambiar la expresión hasta asustarle.

Miles se incorporó de golpe.

— Tan pronto como los hayamos asegurado, será mejor que pongamos ambas naves en marcha para la reunión. Los oseranos muy pronto empezarán a buscar la nave que falta, aun si no reciben una señal de emergencia. Quizá la gente del mayor Daum pueda encargarse, por nosotros, de estos sujetos, ¿no?

Hizo un gesto hacia Daum, quien se encogió de hombros y respondió:

— ¿Cómo puedo saberlo?

Miles salió hacia la sala de máquinas, con el andar todavía inseguro.


Lo primero que Miles advirtió al entrar en la sala de máquinas fue que el botiquín de primeros auxilios no estaba en su lugar. Tuvo una oleada de aprehensión y comenzó a buscar a Elena. Seguramente, Bothari hubiera informado acerca de heridos… Espera, ahí estaba; poniendo vendas, no siendo vendada.

Jesek estaba desplomado en una silla y Elena le estaba aplicando algo a una quemadura en el brazo. El maquinista le sonreía con una expresión (muy tonta, pensó Miles) de gratitud.

La sonrisa se acentuó al ver a Miles. Se levantó — para sorpresa de Elena, que estaba tratando de ajustar el vendaje en ese momento — y presentó a Miles el vivo saludo del Servicio barrayarano.

— Sala de máquinas asegurada, mi señor — entonó, y luego tragó una risita.

Histeria sofocada, se dijo Miles. Elena volvió a sentarle, exasperadamente, en la silla, donde otra risita ahogada se le escapó. Miles miró a Elena.

— ¿Cómo te fue en tu primera experiencia de combate, eh? — indicó con la cabeza el brazo de Jesek.


— No nos cruzamos con nadie en el camino. Suerte, supongo — explicó la joven —. Los pillamos por sorpresa; entramos de golpe y allí mismo inmovilizamos a dos. Un tercero, que tenia un arco de plasma, se escondió detrás de aquellas tuberías. Entonces esta mujer me saltó encima… — un ademán indicó una figura inconsciente, de blanco y gris, que yacía en la cubierta —; lo cual, probablemente, me salvó la vida, porque el del arco de plasma no podía disparar mientras estábamos peleando por mi inmovilizador. — Miró a Jesek, sonriendo con admiración —. Baz cargó contra él y le puso fuera de combate. Yo estaba medio sofocada por mi rival ya, pero Baz la inmovilizó y todo terminó. Hay que ser audaz para cargar contra un arco de plasma con un inmovilizador. El mercenario sólo llegó a disparar una vez; eso es lo que le pasó a Baz en el brazo. Yo no me hubiera animado a hacer eso, ¿tú lo habrías hecho?

Durante el relato, Miles estuvo caminando por el cuarto, reconstruyendo mentalmente la acción. Empujándolo con la bota, giró el cuerpo inerte del que había usado el arco, y pensó en su propio recuento del día: un borracho tambaleante y dos mujeres dormidas. Los celos le punzaban. Aclaró, pensativo, su garganta y alzó la vista.

— No, yo probablemente hubiera echado mano de mi propio arco de plasma y hubiese intentado fundir los sostenes de esa barra que está ahí para que le cayera encima. Luego, le habría atrapado, tras recibir el golpe, o le habría inmovilizado cuando tratara de salir de ahí abajo.

— Oh — dijo Elena.

La sonrisa de Jesek se evaporó ligeramente.

— No pensé en eso.

Miles se pateó a sí mismo mentalmente. Burro…, ¿qué clase de jefe trata de sacarle puntos de ventaja a un hombre que necesita confianza? Un cretino de miras cortas, obviamente. Este lío estaba sólo empezando. Se enmendó inmediatamente.

— Aunque, quizá, tampoco habría hecho eso, bajo el fuego. Es engañosamente fácil hacer una segunda suposición sobre algo o alguien cuando uno no está en el fragor de la lucha. Lo hiciste extremadamente bien, Jesek.

El rostro de Jesek se puso serio. La sonrisa histérica desapareció, pero dejó un residuo de rigidez en su postura.

— Gracias, mi señor.

Elena salió para examinar a uno de los mercenarios inconscientes, y Baz aprovechó para preguntarle en voz baja a Miles:

— ¿Cómo lo supo? ¿Cómo supo que yo podría…? Diablos, yo mismo no lo sabía. Pensé que jamás podría enfrentarme otra vez al fuego. — Miró vorazmente a Miles, como si fuera una especie de oráculo místico, o un talismán.

— Siempre lo he sabido — mintió alegremente Miles —, desde el momento en que te conocí. Está en la sangre, ya sabes. Hay algo más en ser Vor que el mero derecho de usar una sílaba graciosa delante del nombre.

— Siempre creí que era un cargamento de estiércol — dijo Jesek con toda franqueza —. Ahora… — Sacudió la cabeza con asombro.

Miles se encogió de hombros, ocultando que, secretamente, compartía esa opinión.

— Bien, ahora llevas mi pala, tenlo por seguro. Y, hablando de trabajo…, vamos a amontonar a estos hombres en su propio calabozo, hasta que decidamos cómo disponer de ellos. ¿Esa herida te incapacita, o podrás pronto hacer andar esta nave?

Jesek miró a su alrededor.

— Tienen algunos sistemas bastante avanzados… — dijo con vacilación. Su mirada se encontró con la de Miles, que se mantenía frente a él tan erguido como sus limitaciones le permitían, y su voz se afianzó —. Sí, mi señor, puedo.

Miles, sintiéndose maniáticamente hipócrita, le dirigió al maquinista un firme gesto de jefe, copiado de observar a su padre en los discursos ante el Estado Mayor y en la mesa de su casa a la hora de cenar. Pareció funcionar bastante bien, porque Jesek se tranquilizó y empezó a examinar los sistemas de la sala.

Miles se detuvo al salir, para repetirle a Elena las instrucciones de confinar a los prisioneros. Cuando terminó de hablar, Elena le miró y le preguntó, con suave crueldad:

— ¿Y cómo fue tu primera experiencia de combate?

Miles sonrió involuntariamente.

— Educativa, muy educativa. Ah… ¿por casualidad gritasteis cuando irrumpisteis por la puerta?

Elena parpadeó.

— Claro, ¿por qué?

— Es sólo una teoría que estoy elaborando… — Le dedicó una graciosa reverencia y salió.

El corredor de la lanzadera estaba desierto y silencioso, salvo por el suave susurro de la circulación de aire y de algunos otros sistemas de mantenimiento. Miles se zambulló por el oscuro tubo de lanzamiento y, libre del campo artificial de gravedad que había en la cubierta, flotó hacia adelante. El piloto mercenario seguía amarrado donde le habían dejado, con la cabeza y las piernas colgando por el extraño efecto que la gravedad cero provocaba. Miles se estremeció ante la idea de tener que explicar la herida de aquel hombre.

Los cálculos sobre cómo mantener al hombre bajo control, al llevarle a la celda, se pulverizaron al verle de cerca la cara: los ojos del piloto estaban en blanco; la mandíbula, floja; la frente y el rostro, moteados y sonrojados, y abrasadoramente calientes cuando Miles le tocó de forma vacilante; las manos, como de cera y heladas; las uñas, enrojecidas; el pulso, bajo y errático.

Horrorizado, Miles trató de desatar los nudos que le amarraban y los cortó después con su daga. Le palmeó el rostro, en la mejilla opuesta a la de la seca huella de sangre, pero no pudo despertarle. El cuerpo del mercenario se puso rígido de repente y comenzó a sacudirse y a temblar. Miles se inclinó hacia el hombre y maldijo, pero su voz se volvió sólo un chillido y no pudo articular su mandíbula. Enfermería, entonces, hay que llevarle a la enfermería, traer a la asistente médica y tratar de revivirle; o, si eso fallaba, llamar a Bothari, que estaba más experimentado en primeros auxilios…

Miles cargó al piloto mercenario por el corredor de lanzamiento. Cuando llegó desde la gravedad cero hasta el campo de gravedad, descubrió de golpe lo pesado que era el hombre. Trató primero de acomodarle para llevarlo a la espalda, con el inminente riesgo para su propia estructura ósea. Dio unos pocos pasos con mucho esfuerzo e intentó después arrastrarle por los hombros. El mercenario comenzó a convulsionarse nuevamente. Miles desistió y corrió a buscar la enfermería y una camilla antigravitatoria, maldiciendo durante todo el camino, con voz asustada y lágrimas de frustración en sus ojos.

Llevó tiempo llegar a la enfermería, y llevó tiempo encontrar la camilla. Llevó tiempo localizar a Bothari por el intercomunicador de la nave y ordenarle, con voz furiosa y entrecortada, que se presentara en la enfermería con la asistente médica. Llevó tiempo correr otra vez por la nave vacía con la camilla hasta el pasillo de la lanzadera.

Cuando llegó, el piloto había dejado de respirar. Su rostro era tan de cera como sus manos, los labios estaban violáceos como las uñas y la sangre reseca de la sien parecía un trazo de tiza de color, oscuro y opaco.

La frenética precipitación hizo que los dedos de Miles parecieran gruesos y torpes mientras colocaba la camilla junto al mercenario; se negaba a pensar en aquello como «el cuerpo del mercenario». Y lo transportó nuevamente por el corredor. Bothari llegó a la enfermería en el momento en que Miles ponía al mercenario sobre una mesa de observación.

— ¿Qué le pasa a este hombre, sargento? — preguntó Miles con urgencia.

Bothari miró la figura tiesa del piloto.

— Está muerto — respondió llanamente, dándose la vuelta.

— ¡Todavía no, maldita sea! — gritó Miles —. ¡Tenemos que poder hacer algo para revivirle! ¡Estimulantes, o masaje cardíaco…, congelamiento… ¿Ha encontrado a la asistente?

— Sí, pero estaba demasiado fuertemente inmovilizada para despertarla.

Miles volvió a maldecir y empezó a revolver cajones, buscando medicamentos reconocibles y equipo.

Estaban desordenados; las etiquetas externas, aparentemente, no tenían relación con el contenido de los frascos.

— No servirá de nada, mi señor — dijo Bothari, mirándole impasible — Necesitaría un cirujano. Apoplejía.

Miles se tambaleó sobre sus talones, comprendiendo al fin lo que estaba presenciando. Imaginó los alambres del injerto, arrancados del cerebro, rozando contra una arteria importante y abriendo en ella un surco delgado. Entonces, la debilidad era mayor con cada pulso, hasta que el catastrófico decaimiento llenara los tejidos finalmente con la hemorragia fatal.

¿Tendría esta pequeña enfermería una cámara de congelamiento criógena? Miles se lanzó por la sala, y por la sala contigua, buscando. El proceso de congelación debería comenzarse inmediatamente o la muerte cerebral habría avanzado demasiado para ser reversible… No importaba que apenas tuviera una vaga idea de cómo se preparaba a los pacientes para el tratamiento o de cómo operar el equipo o…

¡Ahí estaba! Una reluciente cámara portátil de metal sobre una camilla flotante. Miles tenia el corazón en la boca. La batería de energía estaba vacía; los tubos de combustible, completamente descargados, y los controles de computación, abiertos como un espécimen biológico cruelmente disecado. Inservible. Bothari seguía de pie, esperando órdenes.

— ¿Necesita alguna otra cosa, mi señor? Me sentiría mejor si pudiera supervisar la búsqueda del armamento mercenario personalmente. — Miró el cadáver con indiferencia.

— Sí… no… — Miles caminó en torno a la mesa de observación a cierta distancia. Su mirada era atraída hacia el oscuro coágulo en la sien derecha del hombre —. ¿Qué hiciste con el injerto?

Bothari pareció un poco sorprendido y revisó sus bolsillos.

— Aún lo tengo, mi señor.

Miles alargó la mano hacia el plateado y comprimido injerto. No pesaba más que el botón que parecía ser; su suave superficie ocultaba su complejidad de kilómetros de circuitería viral encerrados ahí dentro. Bothari frunció un poco el ceño, mirando a Miles.

— En una operación de esta naturaleza, una baja no está tan mal, mi señor. Su vida ha salvado muchas otras, y no sólo en nuestro lado.

— Ah — dijo Miles fríamente —, tendré eso en cuenta cuando deba explicarle a mi padre cómo es que torturamos a un prisionero hasta matarle.

El sargento se quedó callado. Tras un silencio, reiteró su interés en la búsqueda de armas que estaban llevando a cabo, y Miles le liberó con un ademán cansado:

— Iré enseguida.

Miles caminó nerviosamente por la enfermería unos minutos más, evitando mirar a la mesa. Por último, movido por un oscuro impulso, buscó una jofaina, agua y un paño, y lavó la sangre reseca de la sien del piloto.

Así que esto es el terror, se dijo, que causa esas insensatas masacres de testigos de las que uno lee. Ahora lo entiendo; me gustaba más cuando no lo entendía.

Extrajo su daga, recortó los alambres que pendían del botón plateado y volvió a poner cuidadosamente el implante en la sien del oficial. Después, hasta que Daum vino a solicitar nuevas órdenes, estuvo meditando sobre los rasgos mudos y cerosos de lo que habían hecho. Pero la razón parecía retroceder, las conclusiones se hundían en premisas y las premisas en el silencio; hasta que, al final, sólo el silencio y el objeto inexplicable permanecieron.

Загрузка...