3

Miles fue despertado en una luz gris opaca por un sirviente que, con temor, le llamaba tocándole el hombro.

— ¿Lord Vorkosigan? ¿Lord Vorkosigan? — murmuraba el hombre.

Miles espió entreabriendo los ojos; sintiéndose pesado por el sueño, como si se moviera bajo el agua. ¿Qué hora era, y por qué estaba ese idiota llamándole erróneamente por el título de su padre? ¿Era nuevo el sirviente? No…

Una fría consciencia le bañó y se le hizo un nudo en el estómago, a medida que el significado completo de las palabras del hombre le penetraba. Se sentó; su cabeza nadaba, su corazón se hundía.

— ¿Qué?

— El… v… vuestro padre pide que se vista y le vea abajo inmediatamente. — El hablar trastabillado del hombre confirmó su temor.

Faltaba una hora para el alba. Las lámparas amarillas formaban pequeños charcos cálidos en la biblioteca cuando Miles entró. Las ventanas eran rectángulos transparentes de un frío gris azulado, balanceadas en la cúspide de la noche, sin transmitir la luz del exterior ni reflejar la luz de la sala. Su padre estaba de pie, semivestido con los pantalones de su uniforme, camisa y pantuflas, hablando en tono grave con dos hombres; su médico personal y un asistente vestido con el uniforme de la Residencia Imperial. Su padre, ¿el conde Vorkosigan?, le miró a los ojos.

— ¿El abuelo, señor? — preguntó quedamente Miles.

El nuevo conde asintió con la cabeza.

— Muy tranquilamente, mientras dormía, hace unas dos horas. No sufrió, creo.

La voz de su padre era clara y baja, sin temblor, pero su cara parecía más marcada que de costumbre, casi arrugada. Endurecido, sin expresión: el comandante resuelto. Situación bajo control. Únicamente sus ojos, y sólo de vez en cuando, en un desliz aal pasar, conservaban la mirada de un niño herido y desorientado. Los ojos asustaban a Miles mucho más que la boca austera.

La propia visión de Miles se empañó, y se secó con la mano las necias lágrimas de sus ojos, en un arrebato brusco y furioso.

— Maldita sea — dijo, ahogándose en un sollozo. Nunca se había sentido tan pequeño.

Su padre se dirigió a él, indeciso.

— Yo… — empezó a decir —. Estuvo pendiendo de un hilo durante tres meses, tú lo sabes…

Y yo corté ese hilo ayer, pensó Miles con tristeza. Lo siento… Pero dijo solamente:

— Sí, señor.


El funeral del viejo héroe fue casi un acontecimiento nacional. Tres días de panoplia y pantomima, pensó cansado Miles: ¿para qué todo eso? La ropa apropiada se confeccionó apresuradamente en un adecuado negro sombrío. La Casa Vorkosigan se convirtió en una caótica plataforma de espera para incursiones en representaciones teatrales públicas preestablecidas. La ceremonia, en el Castillo Vorhartung, donde se reunió el Consejo de Condes. Los elogios. La procesión, que fue casi un desfile, gracias al préstamo, hecho por Gregor Vorbarra, de una banda militar de uniforme y de un contingente de la puramente dcorativa caballería. El entierro.

Miles había pensado que su abuelo era el último de su generación. No tanto, parecía, viendo el atroz grupo de ancianos rechinando martinetes y sus mujeres marchitas, de negro, como cuervos aleteando, que venían arrastrándose desde las maderas labradas entre las que habían estado ocultos. Miles, austeramente cortés, soportaba sus miradas emocionadas y compasivas cuando era presentado como el nieto de Piotr Vorkosigan, así como sus recuerdos interminables de personas de las que nunca había oído hablar, que habían muerto antes de que él naciera, y de quienes, esperaba sinceramente, no volvería a oír jamás.

Incluso después de haber sido aplastada la última palada de tierra, la cosa no había terminado. Esa tarde y esa noche, la Casa Vorkosigan fue invadida por una horda de amigos, conocidos, militares, hombres públicos, sus esposas, los corteses, los curiosos y más parientes de los que le importaban. Uno no podría llamarlos personas que le desearan buenos augurios, reflexionó.

El conde y la condesa Vorkosigan estaban atrapados escaleras abajo. El deber social fue siempre, para su padre, un yugo asociado al deber político, por lo que era doblemente irremediable. Pero cuando su primo Ivan Vorpatril llegó a remolque de su madre, lady Vorpatril, Miles resolvió escapar al único reducto no ocupado por fuerzas enemigas. Ivan había aprobado sus exámenes como aspirante, según había oído Miles; no creyó poder tolerar los detalles. Arrancó un par de vistosos retoños al pasar frente a una ofrenda floral y subió en el ascensor hasta el útimo piso, a refugiarse.

Miles golpeó la puerta labrada.

— ¿Quién es? — sonó débilmente la voz de Elena. Probó el picaporte esmaltado, vio que la puerta estaba sin llave y asomó una mano ondeando las flores por la puerta. La voz de ella agregó —: Oh, pasa, Miles.

Entró, delgado y de negro, y sonrió indeciso. Elena estaba sentada en una silla antigua, junto a la ventana.

— ¿Cómo sabías que era yo? — preguntó Miles.

— Bueno, o eras tú o… nadie me trae flores de rodillas. — Miró un momento al picaporte, revelando inconscientemente la escala de altura que había empleado para su deducción.

Miles cayó rápidamente de rodillas y marchó así por la alfombra para presentarle su obsequio con un ademán teatral.

Voilà! — gritó, provocándole una risa inesperada. Sus piernas protestaron por este abuso, produciéndole un calambre doloroso —. Ah… — Se aclaró la voz y agregó en un tono mucho más bajo —: ¿Crees que podrás ayudarme? Estas malditas muletas…

— Oh, querido. — Elena le ayudó a llegar hasta la cama, le hizo estirar las piernas y volvió a su silla.

Miles miró el pequeño dormitorio.

— ¿Este cuchitril es lo mejor que podemos ofrecerte?

— A mí me agrada. Me gusta la ventana a la calle, es más grande que el cuarto de mi padre — le aseguró ella. Luego olió las flores, un tanto rancias. Miles se lamentó de inmediato por no haber escogido otras más perfumadas. Elena le miró de repente con suspicacia —. Miles, ¿dónde las conseguiste?

Se sonrojó un poco, sintiéndose culpable.

— Las tomé prestadas del abuelo. Créeme, nunca lo notarán. Ahí abajo hay una selva.

Elena sacudió la cabeza como sin esperanza.

— Eres incorregible. — Pero sonrió.

— ¿No te importa? — preguntó ansioso Miles —. Pensé que te darían más placer a ti que a él, a estas alturas.

— ¡Con tal que nadie piense que yo misma las robé!

— Mándamelos a mí — dijo Miles con cierta pompa. Ella miraba ahora la delicada estructura de las flores de un modo más sombrío —. ¿Qué estás pensando? ¿Cosas tristes?

— Sinceramente, mi cara bien podría ser una ventana.

— En absoluto. Tu cara es más como…, como el agua. Toda reflejos y luces cambiantes; nunca sé qué se oculta en lo más profundo. — Al final de la frase bajó la voz, para indicar el misterio de las profundidades.

Elena sonrió burlonamente y luego se puso más seria.

— Sólo pensaba que… nunca puse flores en la tumba de mi madre.

Él se iluminó ante la perspectiva de un proyecto.

— ¿Quieres hacerlo? Podríamos ir y cargar una o dos carretillas, nadie lo notaría.

— ¡Por cierto que no! — respondió indignada —. Eso está bastante mal por tu parte. — Miró las flores a la luz de la ventana, una luz plateada por lass nubes heladas de otoño —. De todas maneras, no sé dónde está.

— Qué extraño. Con la fijación que el sargento tiene con tun madre, hubiera pensado que es de los que hacen peregrinajes; aunque quizá no le guste recordar su muerte.

— Tienes razón en eso. Una vez le pedí que me llevara a ver dónde estaba enterrada y demás, y fue como hablarle a un muro. Sabes cómo puede llegar a ser.

— Sí, muy como un muro; particularmente cuando se trata de una persona. — Un destello de maquinación le iluminó la mirada —. Tal vez sea un sentimiento de culpa. Tal vez tu madre fue una de esas mujeres que muere en el parto… Murió en la época en que tú naciste, ¿no?

— Me dijo que fue un accidente de aviación.

— Ah.

— Pero, en otra ocasión dijo que se había ahogado.

— ¿Eh? — El destello se convirtió en una intensa llama —. Si el vehículo se hubiera caído en un río o algo parecido, ambas cosas podrían ser ciertas. O si él lo hundió…

Elena se estremeció. Miles se dio cuenta y se censuró a sí mismo en su interior por ser necio e insensible.

— Lo lamento, no quise decir eso… estoy de un humoer terrible hoy, me temo — se disculpó —. Es este maldito luto. — Aleteó con los codos imitando un ave de carroña.

Se quedó un momento callado, ensimismado, meditando sobre las ceremonias fúnebres. Elena le acompañó en silencio, mirando melancólicamente el gentío sombríamente reluciente de la clase alta de Barrayar, entrando y saliendo de la mansión, cuatro pisos debajo de su ventana.

— ¡Podríamos resolverlo! — dijo Miles de repente, sacándola de su ensoñación.

— ¿Qué?

— Averiguar el lugar donde está enterrada tu madre. Y ni siquiera tendríamos que preguntárselo a nadie.

— ¿Cómo?

Miles sonrió, incorporándose de golpe.

— No voy a decírtelo. Estarías temblando como aquella vez que fuimos a explorar cavernas allá en Vorkosigan Surleau y descubrimos aquel viejo arsenal guerrillero. No volverás a tener la oportunidad de manejar uno de esos tanques nuevamente.

Elena se mostró desconfiada. Aparentemente, su recuerdo del incidente era vívido y tremendo, aun cuando había evitado quedar atrapada en el derrumbre. Pero le siguió.


Entraron cautelosamente en la oscura biblioteca. Miles se detuvo y tomó del brazo al guardia de servicio, alejándole un poco. Con una afectada sonrisa, bajó confidencialmente la voz para decirle:

— Supongo que podría golpear la puerta si viene alguien, ¿no cabo? No quisiéramos ninguna… interrupción por sorpresa.

El guardia de servicio devolvió una sonrisa de entendimiento.

— Por supuesto, lord, mi… lord Vorkosigan. — Miró a Elena con fría especulación, enarcando una ceja.

— ¡Miles! — susurró furiosa Elena cuando la puerta se cerró, sofocando el continuo murmullo de voces, el tintineo de vasos y cubiertos, las suaves pisadas que llegaban de los cuartos vecinos por el velatorio de Piotr Vorkosigan —, ¿te das cuenta realmente de lo que va a pensar?

— El mal a quien piensa mal — contestó alegremente Miles —. Con tal que no piense en esto… — Palmeó la cubierta del ordenador de comunicaciones, con sus enlaces de doble cable a la Residencia Imperial y a los cuarteles generales de los distintos ejércitos, que estaba incongruentemente delante de la chimenea de mármol labrado. Elena abrió la boca asombrada al ver descorrerse la cubierta. Unas cuantas pasadas de manos de Miles dieron vida a la pantalla holográfica.

— ¡Creí que era máxima seguridad! — dijo Elena.

— Lo es. Pero el capitán Koudelka estuvo dándome un poco de instrucción al respecto, antes, cuando yo estaba… — una sonrisa amarga, el puño crispado — estudiando. Solía intervenir los ordenadores de guerra, los reales, en el cuartel general, y me ejercitaba con programas de simulación. Tal vez no se acordó de desprogramarme… — Estaba semiabsorto, introduciendo un desfile de complejas órdenes.

— ¿Qué estás haciendo? — preguntó nerviosamente Elena.

— Introduzco el código de acceso del capitán Koudelka, para obtener informes militares.

— ¡Por Dios, Miles!

— No te preocupes. Estamos aquí besuqueándonos, ¿recuerdas? Probablemente no venga nadie aquí esta noche, salvo el capitán Koudelka, y eso a él no le importará. No podemos fallar. Creo que empezaré por el registro del Servicio de tu padre. Ah, ahí… — La pantalla holográfica formó una proyección plana y comenzó a exhibir resgistros escritos —. Seguro que habrá algo sobre tu madre, que podremos usar para desvelar — hizo una pausa y se reclinó hacia atrás enigmático — el misterio… — Hizo desfilar varias pantallas.

— ¿Qué? — preguntó inquieta Elena.

— Creo que voy a espiar por la época en que naciste; me parece que tu padre abandonó el Servicio justo antes, ¿no?

— Es verdad.

— ¿Alguna vez te dijo que le dieron la baja médica contra su voluntad?

— No… — dijo ella, mirando por encima del hombro de Miles —. Es extraño, no dice por qué.

— Te diré qué es más extraño. Casi todo su registro del año anterior está sellado. Tu época. Y el código es muy reciente. No puedo descifrarlo sin realizar una doble verificación, lo que terminaría… Sí, es la marca personal del capitán Illyan. Decididamente, no quiero hablar con él. — Se estremeció ante la idea de llamar accidentalmente la atención del Jefe de Seguridad Imperial de Barrayar.

— Decididamente — repitió Elena, mirándole fascinada.

— Bien, pues, viajaremos un poco por el tiempo — dijo Miles —. Atrás, atrás… Tu padre no parece haberse llevado muy bien con este comodoro Vorrutyer.

Elena preguntó con interés:

— ¿Es el mismo almirante Vorrutyer al que mataron en Escobar?

— Hmm… Sí, Ges Vorrutyer, hmm…

Bothari había estado al servicio del comodoro durante varios años, al parecer. Miles estaba soprendido. Había tenido la vaga impresión de que Bothari había servido a su padre como combatiente de infantería desde el comienzo de los tiempos. El servicio de Bothari con Vorrutyer terminaba en una constelación de reprimendas, malas calificaciones, llamadas disciplinarias e informes médicos sellados. Miles, consciente de que Elena espiaba por encime de su hombro, pasó rápidamente esto último. Extrañamente incoherente. Algunas faltas, llamativamente menores, estaban marcadas con castigos feroces. Otras, asombrosamente serias — ¿realmente Bothari había mantenido dieciséis horas en un lavabo a un ingeniero técnico y, por Dios, por qué? — se perdían entre informes médicos y no resultaban en sanción alguna.

Yendo más atrás en el pasado, el registro se afianzaba. Un montón de combates en su juventud. Recomendaciones, menciones por heridas honrosas, más recomendaciones. Notas excelentes en el entrenamiebto básico. Informes del reclutamiento.

— El reclutamiento era mucho más sencillo en esos días — dijo Miles con envidia.

— Oh, ¿están ahí mis abuelos? — preguntó ansiosa Elena —. Tampoco me habla nunca de ellos. Deduzco que su madre murió cuando él era niño, jamás me dijo siquiera su nombre.

— Marusia — respondió Miles mirando la pantalla. Una borrosa fotocopia.

— Es bonito — opinó Elena complacida —. ¿Y el de su padre?

Diablos, pensó Miles. La fotocopia no estaba tan borrosa como para no ver el grosero «desconocido», escrito en cursiva por la mano de algún olvidado oficinista. Miles se dio cuenta al fin de por qué un determinado insulto parecía metérsele a Bothari debajo de la piel, mientra dejaba resbalar cualquier otro, pacientemente desdeñoso.

— Quizás yo pueda distinguirlo — dijo Elena, malinterpretando la demora.

La pantalla se blanqueó de inmediato, a una maniobra de Miles.

— Konstantine — declaró sin vacilar —, igual que él. Pero sus padres estaban muertos para cuando entró en el Servicio.

— Konstantine Bothari, junior, hmm.

Miles miró la pantalla y reprimió un grito de frustración. Otra maldita cuña social artificial metida entre Elena y él. Un padre bastardo estaba tan lejos de ser lo «justo y apropiado» para una joven virgen barrayana como cualquier otra cosa que pudiera ocurrírsele.

Y, obviamente, no era un secreto, su padre debía de saberlo, y quién sabe cuántas personas más también. Era igualmente obvio que Elena no lo sabía. Estaba legítimamente orgullosa de su padre, de su servicio de elite, de su puesto de alta confianza. Miles sabía cuán dolorosamente se esforzaba a ella a veces para obtener una expresión aprobadora por parte de aquella vieja piedra labrada. Qué extraño darse cuenta de que ese dolor podía quizás unir sus caminos; ¿temía entonces Bothari la pérdida de esa admiración apenas confesada? Bien, pues, el secreto a medias del sargento estaba a salvo con él.

En rápido avance, pasó por la vida de Bothari.

— Aún no hay signos de tu madre — le dijo a Elena —. Debe de estar bajo ese sello. Maldita sea, y yo que pensé que iba a ser fácil. — Miró pensativamente al vacío —. Quizás en los registros de hospitales. Muertes, nacimientos; ¿estás segura de que naciste en Vorbarr Sultana?

— Hasta donde yo sé…

Varios minutos de tediosa búsqueda produjeron informes de un buen número de Botharis, ninguno relacionado en absoluto con el sargento o con Elena.

— ¡Ajá! — estalló de repente Miles —. Ya sé lo que no he intentado, ¡el Hospital Imperial!

— Ahí no tienen departamento de obstetricia — dijo Elena, poniendo en duda la idea.

— Pero si un accidente, la esposa de un soldado y todo eso, fue lo que pasó, tal vez fue llevada de urgencia adonde quedara más cerca, y puede que fuera el Hospita Militar Imperial… — Canturreó sobre la máquina —. Buscando, buscando… ¿Eh?

— ¿Me encontraste? — preguntó ella, emocionada.

— No, me encontré a mí. — Una tras otra, hizo pasar pantallas de documentación —. Qué ardua tarea debió de ser sanear la investigación militar después de lo que ellos mismos produjeron. Por suerte para mí, importaron esos reproductores uterinos…, sí, ahí están… Nunca podrían haber realizado algunos de aquellos tratamientos a lo vivo, hubieran matado a mi madre. Ahí está el buen doctor Vaagen… ¡Ajá!, así que antes estaba en investigación militar. Tiene sentido, supongo que era su experto en venenos. Me hubiera gustado saber más de esto cuando era niño, podría haber armado alboroto para festejar dos cumpleaños; uno, cuando mi madre tuvo la cesárea y otro, cuando por fin me sacaron del reproductor.

— ¿Cuál eligieron?

— El día de la cesárea. Me alegra. Me hace sólo seis meses más joven que tú. De otro modo, serías casi un año mayor, y me han advertido acerca de las mujeres mayores…

Esta broma provocó al fin una sonrisa y Miles se tranquilizó un poco. Hizo una pausa, mirando la pantalla con un ojo semicerrado, y, luego, introdujo otra pregunta.

— Es raro — murmuró.

— ¿Qué?

— Un proyecto médico militar secreto, con mi padre como director, nada menos.

— Nunca oí que él también anduviera en investigación — dijo Elena, enormemente impresionada —. Seguro que era un experto.

— Eso es lo curioso, él era estratega de Estado Mayor. Jamás tuvo nada que ver con investigación, que yo sepa. — Un código, ya para entonces familiar, apareció tras la siguiente pregunta —. ¡Maldita sea, otro sello! Haces una simple pregunta y obtienes una simple pared de ladrillos… Ahí está el doctor Vaagen con guantes de goma en las manos, junto a mi padre. Vaagen debió de hacer el trabajo verdadero, entonces. Eso explica lo otro. Quiero ver debajo de ese sello, maldición… — Miles silbó una melodía muda, mirando al vacío y haciendo tamborilear los dedos.

Elena empezaba a parecer desalentada.

— Estás adquiriendo ese aire de mula terca — observó con nerviosismo —. Quizá deberíamos dejar todo esto. Realmente, ahora ya no importa.

— La marca de Illyan no está en ésta. Podría ser suficiente…

Elena se mordió el labio.

— Mira, Miles, realmente no es… — Pero Miles ya estaba lanzado —. ¿Qué estás haciendo?

— Probando uno de los viejos códigos de acceso de mi padre. Estoy bastante seguro de él, excepto por unos pocos dígitos.

Elena tragó saliva.

— ¡Bingo! — gritó Miles bajando la voz, al ver la pantalla que comenzaba a vomitar datos. Leyó ávidamente —. ¡Así que de ahí es de donde provenían esos reproductores uterinos! Los trajeron al volver de Escobar, después de que fracasara la invasión. Por Dios, los despojos de guerra. Diecisiete de ellos, cargados y funcionando. Debieron de parecer realmente alta tecnología en su momento. Me pregunto si los habremos saqueado.

Elena empalideció.

— Miles, ¿no estarían haciendo experimentos humanos o… algo como eso, no? Seguramente tu padre no lo hubiera aprobado, ¿no?

— No lo sé. El doctor Vaagen puede ser muy, hmm, obsesivo con su investigación… — El alivio aflojó su voz —. Oh, estoy viendo lo que pasó. Mira aquí… — La pantalla holográfica comenzó a desplegar otra lista en el aire —. Todos fueron enviados al Orfanato del Servicio Imperial. Deben de haber sido niños de nuestros hombres muertos en Escobar.

La voz de Elena se puso tensa.

— ¿Niños de hombres muertos en Escobar? Pero ¿dónde están sus madres?

Se miraron el uno al otro.

Pero, si nunca hubo mujeres en el Servicio, salvo unas pocas médicas y técnicas civiles — dijo Miles.

Los largos dedos de Elena se cerraron fuertemente sobre el hombro de Miles.

— Mira los datos.

Volvió a proyectar la lista.

— ¡Miles!

— Sí, lo veo. — Detuvo la pantalla —. Criatura femenina entregada a la custodia del almirante Aral Vorkosigan. No enviada al orfanato con el resto.

— ¡La fecha, Miles, es mi cumpleaños!

Miles se libró de los dedos de Elena.

— Sí, lo sé. Por favor, no me rompas el cuello.

— ¿Podría ser yo? ¿Soy yo? — Su rostro se puso tenso de esperanza y de temor.

— Yo… Son todo números, ¿ves? — dijo prudentemente Miles —. Pero hay mucha identificación médica: huellas de los pies, retina, grupo sanguíneo… Pon tu pie aquí encima.

Elena saltó a la pata coja, quitándose los zapatos y las medias. Miles la ayudó a colocar el pie derecho sobre la placa holográfica. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimirse y no dejar correr una mano por ese increíble muslo sedoso que asomaba por la falda arremangada. Piel como un pétalo de orquídea. Se mordió el labio; dolor, el dolor le ayudaría a concentrarse en el pie. De todas maneras, malditos pantalones ajustados. Esperaba que ella no lo hubiera notado…

Fijó la óptica láser. Una titilante luz roja apareció unos segundos bajo el pie de Elena. Miles indicó a la máquina que comparase contornos y huellas.

— Teniendo en cuenta los cambios desde la infancia hasta la edad adulta… ¡Dios mío, Elena, eres tú! — Se felicitó a sí mismo. Si no podía ser soldado, tal vez tuviera futuro como detective…

La sombría mirada de Elena le atravesó.

— Pero ¿qué significa? — Su cara se congeló de repente —. ¿No tengo… era… soy algún tipo de clon o de invento? — Se puso a llorar entonces y su voz temblaba —. ¿No tengo una madre? No tengo madre, y eso era todo…

El éxito de su identificación positiva se le escurrió al ver la angustia de Elena. ¡Idiota! Ahora, él convertiría a la madre soñada de Elena en una pesadilla… No, era la propia imaginación de Elena la que estaba haciendo esto.

— ¡Eh, no, por cierto que no! ¡Tengo otra idea! Obviamente, eres la hija de tu padre, y no te estoy insultando; todo esto sólo significa que a tu madre la mataron en Escobar, no aquí. Y, más aún — se incorporó para expresarlo dramáticamente —, ¡esto te convierte en la hermana que perdí hace mucho!

— ¿Eh? — dijo Elena, perpleja.

— ¡Seguro! O… de todas maneras, hay un diecisieteavo de probabilidades de que provengamos del mismo reproductor — Dio vueltas alrededor de ella, conjurando la farsa contra los terrores de la joven —. ¡Mi diecisieteava hermana gemela! ¡Debe de ser el Quinto Acto! ¡Ánimo, esto significa que en la próxima escena te casarás con el príncipe!

Elena rió por entre las lágrimas. De pronto, en la puerta sonaron golpes amenazantes. Fuera, el cabo gritó con voz innecesariamente alta:

— ¡Buenas noches, señor!

— ¡Los zapatos! ¡Mis zapatos! ¡Devuélveme las medias! — siseó Elena.

Miles le arrojó las cosas, apagó el ordenador y cerró la tapa, todo en un solo frenético y fluido movimiento. Se catapultó al sofá, tomó a Elena por la cintura y la arrastró con él. Ella rió nerviosamente y maldijo, peleando con su segundo zapato. Una lágrima marcaba todavía una huella reluciente en su mejilla.

Miles deslizó una mano por el cabello de Elena y atrajo su rostro hacia el suyo.

— Será mejor que esto parezca bien. No quiero que el capitán Koudelka sospeche nada. — Dudó un instante, y su sonrisa trocó en seriedad. Los labios de Elena se fundieron con los suyos.

Las luces se encendieron; ellos se separaron de un salto. Miles espió por encima del hombro de ella y, por un momento, se olvidó de cómo exhalar.

El capitán Koudelka. El sargento Bothari. Y el conde Vorkosigan.

El capitán Koudelka parecía sonrojado, con un ligero pliegue en un costado de la boca, como si se le fugara una enorme presión interna. Miró de lado a sus acompañantes y se contuvo. Es rostro pétreo del sargento era glacial. El conde estaba enfurenciendo rápidamente.

Miles descubrió por fin qué hacer con todo el aire que había retenido.

— Está bien — dijo en un tono seguro y didáctico —, ahora, después de Concédeme esa gracia, en la siguiente línea dices: Con todo mi corazón; y mucho me alegra también ver que ahora estás tan arrepentido. — Miró de lo más impertinentemente a su padre —. Buenas noches, señor. ¿Estamos ocupando su espacio? Podemos ir a ensayar a otro lado…

— Sí, vamos — dijo Elena con voz aguda, recogiendo con celeridad el pie que Miles le había proporcionado.

Dirigió una sonrisa tonta a los tres adultos, ahora que Miles había resguardado su honor. El capitán Koudelka retribuyó la sonrisa de todo corazón. El conde, de algún modo, se las arregló para sonreír a Elena y fruncir amenazadoramente el ceño a Miles al mismo tiempo. El ceño del sargento era democráticamente universal. El guardia de servicio pasó de sonreír a sofocar una carcajada cuando Miles y Elena huyeron por el corredor.

— Conque no puede fallar, ¿eh? — gruñó Elena cuando tomaron el ascensor.

Él ejecutó un pirueta en el aire, desvergonzadamente.

— Una retirada estratégica, en orden; ¿qué más puedes pedir siendo una desconocida, sin número ni clasificación? Sólo estábamos ensayando esa vieja obra. Muy cultural. ¿Quién podría objetar? Creo que soy un genio.

— Creo que eres un idiota — dijo ella furiosamente —. Mi otra media está colgando de tu hombro.

— Oh. — Giró el cuello y se quitó la prenda adherida. Se la devolvió a Elena con una débil sonrisa de disculpa —. Supongo que eso no habrá quedado muy bien.

Elena le miró.

— Y ahora me van a echar un sermón. Considera a cada hombre que se acerca a mí como un potencial violador; probablemente ahora también me prohíba hablarte. O me envíe otra vez al campo, para siempre… — Llegaron a la puerta —. Y, además de eso, me… me mintió acerca de mi madre.

Se refugió en su dormitorio, golpeando tan fuerte la puerta que estuvo cerca de pillar unos dedos de la mano de Miles que se estaba levantando en protesta. Éste se inclinó contra la puerta y dijo ansiosamente a través de la madera labrada:

— ¡Eso no lo sabes! Sin duda, habrá una explicación absolutamente lógica, y yo voy a encontrarla…

— ¡VETE! — fue el aullido amortiguado que recibió como respuesta.

Vagó indeciso por el pasillo unos minuto más, esperando una segunda oportunidad, pero la puerta permanecía intransigentemente cerrada y silenciosa. Después de un rato, tomó conciencia de la rígida figura del guardia de servicio del piso, al final del corredor. El hombre, cortésmente, no le miraba. El destacamento de seguridad del primer ministro estaba, después de todo, entre los más discretos, así como entre los más eficaces que había a disposición. Miles maldijo por lo bajo y, arrastrando los pies, volvió al ascensor.

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