EPÍLOGO

El ejercicio de acoplamiento de emergencia al muelle fue convocado en medio del ciclo nocturno, naturalmente. Proablemente él lo habría dispuesto del mismo modo, pensó Miles mientras se apresuraba con sus camaradas cadetes por los pasillos de la plataforma de armas orbitales. Para su grupo, las cuatro semanas de dentrenamiento orbital debían terminar mañana.

Llegó al pasillo de la lanzadera que tenía asignada al mismo tiempo que su correcluta y que el instructor. La cara del instructor era una máscara de neutralidad. El cadete Kostolitz examinó a Miles con acritud.

— ¿Todavía llevas ese venablo para cerdor, eh? — dijo Kostolitz, con un irritado gesto dirigido a la daga que Miles llevaba en la cintura.

— Tengo permiso — respondió Miles tranquilamente.

— ¿Duermes con eso?

Una breve, suave sonrisa.

— Sí.

Miles consideró el problema de Kostolitz. Los accidentes de la historia barrayarana garantizaban que tendría que habérselas con la conciencia de clase de sus oficiales a todo lo largo de su carrera en el Servicio Imperial, agresiva como la de Kostolitz o en formas más sutiles. Debía aprender a soportar el asunto no solamente bien, sino de un modo constructivo si quería que sus oficiales le brindaran lo mejor de sí mismos.

Tuvo la misteriosa sensación de ser capaz de ver a través de Kostolitz, del mismo modo en que un médico ve a través de un cuerpo con sus instrumentos de diagnóstico. Cada giro y desgarro y desgaste emocional, cada incipiente cáncer de resentimiento generado por estos hechos, le parecía subrayado en rojo en el ojo de su mente. Paciencia. El problema se mostraba a sí mismo con creciente claridad. La solución llegaría a su tiempo, oportunamente. Kostolitz podía enseñarle mucho. Este ejercicio de entrada en el muelle podía resultar interesante, después de todo.

Kostolitz había adquirido un delgado brazalete verde desde la última vez que los habían puesto juntos, advirtió Miles. Se preguntó a qué talento, de entre los instructores, se le había ocurrido esa idea. Los brazaletes eran, más bien, como obtener una estrella dorada en un escrito, pero al revés: el verde representaba herida en los ejercicios de instrucción; el amarillo, muerte, a juicio de cualquier instructor que estuviese arbitrando la catástrofe simulada. Muy pocos cadetes se las arreglaban para escapar de estos ciclos de entrenamiento sin una colección de brazaletes. Miles se había encontrado el día anterior con Ivan Vorpatril, quien exhibía dos verdes y uno amarillo, no tan mal como el desafortunado camarada que había visto la noche pasada en el comedor, quien lucía cinco amarillos.

La manga no condecorada de Miles estaba llamando la atención de los instructores, últimamente, un poco más de lo que él deseaba realmente. La notoriedad tenía un lado agradable; algunos de los más vivos entre sus colegas cadetes rivalizaban silenciosamente por tener a Miles en su grupo, como repelente contra brazaletes. Por supuesto, los verdaderamente vivos le evitaban ahora como la plaga, al darse cuenta de que estaba empezando a atraer el fuego. Miles se sonreía a sí mismo, en alegre presentimiento de algo realmente solapado y bajo cuerda próximo a suceder. Cada célula de su cuerpo parecía estar alerta y cantando.

Kostolitz, con un sofocado bostezo y un último gruñido a la aristocrática daga decorativa de Miles, comenzó a comprobar la banda de estribor de la lanzadera. Miles hizo lo propio con la banda de babor. El instructor flotaba entre ellos, mirando atentamente por encima de sus hombros. Había sacado algo bueno de sus aventuras con los Mercenarios Dendarii, reflexionó Miles; su náusea por el vacío había desaparecido, un inesperado beneficio colateral del trabajo que el cirujano de Tung había hecho con su estómago. Pequeños privilegios.

Kostolitz estaba trabajando rápidamente, según vio Miles por el rabillo del ojo. Les estaban controlando el tiempo. Kostolitz contó las máscaras de aire de emergencia por el plexiglás de su estuche y continuó deprisa. Miles estuvo a punto de hacerle una sugerencia, pero apretó la mandíbula; no sería apreciada. Paciencia. Artículo. Artículo…, equipo de primeros auxilios, correctamente, en su sitio. Automáticamente sospechoso, Miles lo abrió y lo comprobó para ver que todo su contenido estuviera ciertamente intacto. Cinta adhesiva, torniquetes, venda de plástico, medicinas, oxígeno de emergencia… no había sorpresas ocultas allí. Deslizó una mano hasta el fondo de la caja y contuvo el aliento… ¿Explosivo plástico? No, solamente una pelota de goma de mascar.

Kostolitz había terminado y esperaba impacientemente cuando Miles llegó a la parte de delante.

— Eres lento, Vorkosigan.

Kostolitz apretó su tablilla de informes en la ranura de lectura y se deslizó en el asiento del piloto.

Miles advirtió un interesante bulto en el bolsillo del pecho del instructor. Se palpó sus propios bolsillos y ensayó una sonrisa de contrariedad.

— Oh, señor — le dijo amablemente al instructor —. Me parece que he perdido mi lápiz óptico. ¿Puedo pedirle prestado el suyo?

El instructor se lo arrojó de mala gana. Miles parpadeó. Además del lápiz óptico, el bolsillo del instructor contenía tres máscaras de respiración de emergencia, plegadas. Un número interesante, tres. Cualquiera en una estación espacial podría llevar una máscara en el bolsillo como cosa habitual, pero ¿tres? Sin embargo, había una docena de máscaras de respiración listas, al alcance de la mano. Kostolitz acababa de comprobarlas… No, Kostolitz acababa de contarlas tan sólo.

— Los lápices ópticos son un problema habitual — dijo el instructor con frialdad —, se supone que debéis llevarlo encima. Vosotros los negligentes vais a hacer que la Oficina de Contabilidad nos caiga encima a nosotros uno de estos días.

— Sí, señor. Gracias, señor. — Miles firmó su nombre con una rúbrica, se llevó el lápiz al bolsillo y sacó dos entonces —. Oh, aquí está el mío. Lo siento, señor.

Entró su tablilla de informes y se acomodó en el asiento del copiloto. Con el asiento al límite de su ajuste hacia adelante, alcanzaba justo a los pedales de control. El equipamiento imperial no era tan flexible como lo había sido el de los mercenarios. No importaba. Se aleccionó a sí mismo para prestar estricta atención. Aún era torpe en el manejo de los controles de lanzadera, pero un poco más de práctica y nunca más volvería a estar a merced de un piloto de lanzaderas para transportarse.

No obstante, ahora era el turno de Kostolitz. Miles quedó comprimido en su asiento acolchado por la aceleración, cuando la lanzadera se libró de su ajuste y empezó a impulsarse hacia la estación asignada. Máscaras de aire. Listas de control. Suposiciones. Kostolitz el pendenciero. Suposiciones… Los nervios de Miles se extendieron solos, con paciencia de araña, investigando. Los minutos se arrastraban.

Un agudo estallido y un silbido llegaron desde el fondo de la cabina. El corazón de Miles daba bandazos y comenzó a latir violentamente, a pesar de su previsión. Se dio la vuelta y lo comprendió de un vistazo, como cuando el resplandor de un relámpago revela los secretos de la oscuridad. Kostolitz maldijo violentamente. Miles susurró.

— ¡Ja!

Un agujero dentado en el panel de estribor de la lanzadera estaba dejando salir un espeso gas verde; una tubería de refrigeración había estallado, como por el impacto de un meteoro. El «meteoro» había sido indudablemente explosivo plástico, ya que emanaba hacia dentro y no hacia afuera de la cabina. Por otra parte, el instructor estaba sentado todavía, observándolos. Kostolitz pegó un salto en busca del estuche de las máscaras respiratorias de emergencia.

Miles, en cambio, se lanzó a por los controles. Invirtió de golpe el circuito de ventilación, de reciclaje a salida exterior, y, en un movimiento sin pausa, accionó los impulsores laterales de posición a máxima aceleración. Tras un instante de gemidos, la lanzadera empezó a virar y luego a girar alrededor de un eje que pasaba por el centro de la cabina. Miles, el instructor y Kostolitz fueron arrojados hacia adelante. El gas refrigerante, más pesado que la mezcla atmosférica de la nave, comenzó a juntarse contra la pared posterior de la cabina en oleadas nocivas, por la influencia de esa gravedad artificial de lo más simple.

— ¡Bastardo loco! — grtó Kostolitz, embrollado con una máscara respiratoria —. ¿Qué estás haciendo?

La expresión del instructor fue primero un eco de la de Kostolitz; luego, súbitamente, se iluminó. Se acomodó nuevamente en el asiento, del que había empezado a salir disparado, aferrándose con firmeza y observando, los ojos fruncidos con interés.

Miles estaba demasiado ocupado para responder. Kostolitz se daría cuenta de ello en breve, estaba seguro. Kostolitz se puso la máscara y trató de inhalar. Se la arrancó de la cara y la arrojó a un lado, al tiempo que echaba mano de la segunda de las tres que se había traído. Miles trepó por la pared en busca de la caja de primeros auxilios.

La segunda máscara respiratoria pasó a su lado. Depósitos vacíos, sin duda. Kostolitz había contado las máscaras sin comprobar su estado de funcionamiento. Miles logró abrir la caja y sacó un entubado IV y dos conectores Y. Kostolitz arrojó a un lado la tercera máscara y comenzó a trepar por la pared de estribor para alcanzar más máscaras respiratorias. El gas refrigerante provocaba una acre y ardiente hediondez en la nariz de Miles, pero la nociva concentración del mismo permanecía en el otro extremo de la cabina, por ahora.

Un aullido de rabia y miedo, interumpido por la tos, provino de Kostolitz, mientras manoseaba las máscaras comprobando finalmente su estado de uso. Los labios de Miles se estiraron hacia atrás en una perversa sonrisa. Sacó la daga de su abuelo de la vaina, cortó el entubado IV en cuatro piezas, insertó los conectores Y, los selló con vendaje plástico, conectó el aparato — parecido a una pipa narguile — a la salida del tubo de oxígeno reservado para emergencias médicas y se deslizó hacia el instructor.

— ¿Aire, señor? — Le ofreció al oficial un sibilante extremo del entubado IV —. Le sugiero que aspire por la boca y exhale por la nariz.

— Gracias, cadete Vorkosigan — dijo el instructor con tono fascinado, aceptando el ofrecimiento.

Kostolitz, tosiendo, con los ojos desorbitados por la desesperación, se volvió hacia ellos, apañándoselas apenas para no pisotear el panel de control. Miles le pasó un tubo. Kostolitz pegó su boca al mismo, con los ojos abiertos y lagrimeantes; no sólo — pensó Miles — por los efectos del gas refrigerantes.

Apretando su tubo de aire con los dientes, Miles comenzó a trepar por la pared de estribor. Kostolitz empezó a seguirle y descubrió entonces que tanto él como el instructor habían recibio tubos cortos. Miles desenrolló el tubo detrás de sí; sí, alcanzaría, aunque muy ajustadamente. Kostolitz y el instructor sólo podían mirar, respirando con una cadencia parecida a la del yoga.

Miles invirtió su sujeción cuando pasó el punto medio de la cabina y la fuerza centrífuga empezaba a empujarle hacia el gas verde que lentamente llenaba la lanzadera desde la pared posterior. Calculó los paneles de la pared 4a, 4b, 4c… debía de ser ése. Lo abrió por la fuerza y halló las válvulas interruptoras manuales. ¿Ésa? No, aquella. La quiso girar, resbalaba en su mano sudorosa.

El panel de la puerta sobre el que descansaba su peso cedió con un repentino crujido y Miles rodó hasta el gas verde que se desplazaba malignamente. El tubo de oxígeno se le soltó de la boca y aleteó bruscamente quedando fuera de su alcance. Se vio librado de aullar sólo por el hecho de estar reteniendo el aliento. El instructor, delante, se bamboleaba inútilmente, restringido como estaba por su suministro de aire. Para cuando se acordó de buscar a tientas en su bolsillo abierto, Miles ya había tragado, conseguido una sujeción más segura a la pared y recuperado su tubo en una maniobra escalofriante. Lo intentó otra vez. Hizo girar la válvula, firmemente, y el silbido del agujero, a un metro de él, se fue desvaneciendo hasta parecer el gemido de un elfo; y, después, se paró.

La marea de gas verde comenzó a disminuir y a retroceder al fin, a medida que trabajaban los ventiladores de la cabina. Miles, temblando sólo levemente, volvió al extremo frontal de la lanzadera y se aseguró en su asiento de copiloto, sin comentarios. Los comentarios habrían sido torpes, de todas maneras.

El cadete Kostolitz, en su rol de piloto, volvió a los controles. La atmósfera se limpió finalmente. Detuvo el paseo y apuntó la averiada nave de vuelta al muelle, lentamente, prestando estricta y sumisa atención a la lectura indicadora de la temperatura del motor. El instructor parecía extremadamente pensativo, y sólo un poco pálido.

Cuando atracaron, el jefe de instructores en persona los estaba esperando en el corredor de lanzaderas, acompañado por un técnico mecánico. Sonreía alegre, girando distrídamente dos brazaletes amarillos entre sus manos.

El instructor que había ido con ellos suspiró y movió la cabeza con tristeza al ver los brazaletes.

— No.

— ¿No? — inquirió el jefe de instructores. Miles no estaba seguro de si era con sorpresa o desilusión.

— No.

— Eso tengo que verlo.

Los dos instructores entraron en la lanzadera, dejando a Miles y a Kostolitz solos un momento. Kostolitz se aclaró la garganta.

— Esa… daga tuya resultó muy útil, después de todo.

— Sí, hay ocasiones en que el rayo de un arco de plasma no es ni mucho menos tan adecuado para cortar — convino Miles —. Como, por ejemplo, cuando estás en una cámara llena de gas inflamable.

— Oh, diablos. — Kostolitz pareció de repente conmocionado —. Esa sustancia hubiera explotado al mezclarse con el oxígeno. Yo casi… — Se interrumpió y volvió a aclararse la voz —. Tú no te equivocas mucho, ¿no? — Una súbita sospecha asomó en su rostro —. ¿Sabías de antemano lo de ese montaje?

— No exactamente. Pero me imaginé que algo había cuando conté tres máscaras respiratorias en el bolsillo del instructor.

— Tú… — Kostolitz se detuvo, y continuó —: ¿Realmente habías perdido tu lápiz óptico?

— No.

— Diablos — murmuró nuevamente Kostolitz.

Caminó un poco por el corredor, arrastrando los pies, encorvado, rojo, lúgubremente recalcitrante.

Ahora, se dijo Miles.

— Conozco un lugar donde puedes comprar buenas dagas, en Vorbarr Sultana — le dijo con timidez finamente calculada —. Mejores que las que se hacen de material común. Puedes conseguir una verdadera ganga allí, a veces, si sabes lo que buscas.

Kostolitz se detuvo.

— ¿Oh, de veras? — Empezó a enderezarse, como si se viera aliviado de una carga —. Tú, eh… Supongo que no…

— Es una especie de agujero-en-la-pared. Podría llevarte allí alguna vez, durante el permiso, si tienes interés.

— ¿De veras? Tú… tú… Sí, me interesaría. — Kostolitz simuló un aire indiferente —. Seguro. — Pareció de repente mucho más contento.

Miles sonrió.

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