5

— Bueno, bueno, bueno — dijo el artero agente de aduana betano, simulando sarcásticamente alegría —, pero si es el sargento Bothari de Barrayar. ¿Y qué me trae esta vez, sargento? ¿Algunas minas nucleares antipersonales, olvidadas en el bolsillo trasero? ¿Uno o dos cañones maser, mezclados por accidente en sus enseres de afeitarse? ¿Un implosivo gravitatorio, metido por error en una bota?

El sargento respondió a la broma con algo que estaba entre un gruñido y un bufido.

Miles sonrió, al tiempo que escarbaba en su memoria para recordar el nombre del agente.

— Buenas tardes, agente Timmons. ¿Todavía en el frente? Estaba seguro de que, a estas alturas, estaría en la administración.

El agente saludó a Miles un poco más cortésmente.

— Buenas tardes, lord Vorkosigan. Bueno, el servicio civil, usted sabe… — Revisó los documentos y conectó un disco de datos en el visor —. Los permisos de sus inmovilizadores están en orden. Ahora, si son tan amables de pasar por el detector…

El sargento Bothari frunció el ceño a la máquina y resopló con desdén. Miles trató de seguirl la mirada, pero Bothari trataba estudiadamente de hallar algo de interés en el ambiente. Ante la vacilación, Miles dijo:

— Elena y yo primero, me parece.

Elena pasó tiesa, con una sonrisa insegura, como alguien que espera demasiado de una fotografía y, después, siguió mirando ansiosamente a su alrededor. Aun cuando fuera solamente un yermo puerto subterráneo de entrada, era otro planeta. Miles esperaba que Colonia Beta pudiera compensar el decepcionante fracaso de la parada en Escobar.

Dos días de buscar registros y de caminar bajo la lluvia por olvidados cementerios militares, simulando ante Bothari una pasión por los detalles históricos, no habían revelado ninguna tumba o monumento materno. Elena parecía más aliviada que decepcionada por el fracaso de aquella investigación encubierta.

— ¿Ves? — le había susurrado a Miles —. Mi padre no me mintió. Tú tienes una superimaginación.

La misma reacción desganada del sargento ante la visita reforzaba aquel argumento. Miles lo reconoció. Y, sin embargo…

Era su superimaginación, quizá. Cuanto menos escontraban, más fastidioso se ponía Miles. ¿Estarían buscando en el cementerio equivocado? La propia madre de Miles había intercambiado alianzas al volver a Barrayar con su padre; quizás el romanca de Bothari no había tenido un resultado tan próspero. Pero, si fuera así, ¿acaso deberían estar investigando en los cementerios? Tal vez debiera buscar a la madre de Elena en la guía telefónica… Ni siquiera se animó a sugerirlo.

Deseó no haber estado tan intimidado por la conspiración en torno al nacimiento de Elena, lo cual le abstuvo de sonsacarle información a la condesa Vorkosigan. Bien, cuando volvieran a casa, juntaría coraje y le preguntaría a ella la verdad y dejaría que su prudencia le guiase en lo referente a qué cosas contarle a la hija de Bothari.

De momento, Miles pasaba por el dispositivo detrás de Elena, disfrutando de verla maravillada y esperando, como un mago, sacar a Colonia Beta de un sombrero para deletite de ella.

El sargento pasó por la máquina. Sonó una brusca alarma.

El agente Timmons sacudió la cabeza y suspiró.

— Nunca se rinde, ¿no, sargento?

— Eh… ¿puedo interrumpir? — dijo Miles —. La señorita y yo estamos libres, ¿no? — Recibió un gesto afirmativo y recuperó la documentación —. Le mostraré a Elena los alrededores del puerto de lanzamiento, entonces, mientras ustedes dos discuten sus… diferencias. Puede traer el equipaje cuando lo hayan revisado, sargento. Le veré en el vestíbulo principal.

— Tú no vas a… — comenzó a decir Bothari.

— Estaremos perfectamente bien — le aseguró Miles con aire ligero. Tomó a Elena del brazo y se la llevó, antes de que su guardaespaldas pudiera hacer más objeciones.

Elena miró atrás por encima de su hombro.

— ¿Realmente mi padre está tratando de pasar de contrabando un arma ilegal?

— Armas. Supongo que sí — dijo Miles en tono de excusa —. Yo no autorizo eso, y nunca funciona, pero imagino que se siente desnudo sin armamento mortal. Si los betanos son tan buenos para revisar los enseres de los demás como los son para revisar los nuestros, no tenemos nada de qué preocuparnos, realmente.

La miró, de costado, cuando entraron en el vestíbulo principal, y tuvo la satisfacción de verla contener el aliento. Una luz dorada, brillante y confortable al mismo tiempo, bajaba de una enorme bóveda sobre un gran jardín tropical, sombreado de follaje, rico en pájaros y flores, y ornamentado con el murmullo de fuentes.

— Es como entrar en un terrario gigante — dijo ella —. Me siento como un pequeño saltamontes.

— Exactamente — respondió Miles —. El Zoo de Sílica lo mantiene. Uno de sus hábitats ampliados.

Caminaron hasta un área concedida a pequeños negocios. Guiaba a Elena con sumo cuidado, tratando de escoger las cosas que podrían gustarle y evitando choques culturales catastróficos. El sex-shop, por ejemplo; probablemente fuera demasiado para su primera hora en el planeta, no importa lo atractivo que le quedaba el rosa cuando se sonrojaba. En cambio, pasaron unos minutos muy agradables en una tienda de animales de lo más extraordinaria. Su buen sentido por poco no alcanzó para evitar regalarle un incómodo obsequio: un enorme lagarto Tau Cetano, moteado y de cuello plegado, brillante como una joya, que le llamó la atención. Tenía requerimientos alimenticios bastante estrictos y, además, Miles no estaba muy seguro de que la bestia de cincuenta kilos pudiera ser educada para vivir en una casa. Pasearon por un balcón con vistas al inmenso jardín y, en su lugar, Miles compró helados para ambos. Se sentaron a tomarlos en un banco junto a la baranda.

— Todo parece tan libre aquí — dijo Elena, mientras se chupaba los dedos y miraba alrededor con ojos brillantes —. No se ven soldados ni guardias por todas partes. Una mujer… una mujer podría ser cualquier cosa aquí.

— Depende de lo que se entienda por libre — respondió Miles —. Ellos soportan reglas que nosotros jamás toleraríamos en casa. Deberías ver a todo el mundo en fila durante un ejercicio de adiestramiento forzoso o en una alarma de tormenta de arena. No tienen margen para… no sé cómo decirlo, ¿fracasos sociales?

Elena le devolvió una sonrisa desconcertada, sin comprender.

— Pero todo el mundo decide su propio matrimonio.

— Pero, ¿sabías que tienes que pedir un permiso para tener un hijo aquí? El primero es a voluntad, pero después…

— Eso es absurdo — observó ella con aire absorto —. ¿Cómo harían para imponer eso? — Evidentemente sintió que su pregunta era bastante audaz, porque miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que el sargento no estuviera cerca.

Miles imitó su gesto.

— Injertos anticonceptivos permanentes, para las mujeres y los hermafroditas. Necesitas el permiso para que te lo quiten. Es la costumbre; en la pubertad… a una chica le hacen su injerto y le perforan las orejas y su… — Miles descubrió que tampoco él era inmune al rubor; cotinuó apresurado —, su himen, también su himen, todo en una misma visita al doctor. Generalmente hay una fiesta familiar, una especie de rito de iniciación. Así es como se puede saber si una chica está disponible, las orejas…

Tenía ahora toda la atención de Elena. La joven llevó furtivamente las manos hasta sus aros y no sólo se puso rosa, sino colorada.

— ¡Miles!, ¿van a pensar que yo estoy…?

— Bueno, es sólo que…, si alguien te molesta, quiero decir, si ni tu padre ni yo estamos cerca, no temas decirle que se vaya; lo hará, no lo toman como un insulto aquí. Pero me pareció mejor avisarte. — Se mordió un nudillo y entornó los ojos —. Ya sabes, si intentas ir las próximas seir semanas con las manos en las orejas…

Elena se puso rápidamente las manos en su regazo otra vez y le miró enardecida.

— Puede parecer terriblemente peculiar, lo sé — dijo Miles en tono de disculpa. Un abrasador recuerdo de cuán peculiar le turbó un momento.

Tenía quince años cuando hizo su visita escolar de un año a la Colonia Beta, y se encontraba por primera vez en su vida ante lo que parecían ilimitadas posibilidades para la intimidad sexual. Esta ilusión se cortó y se extinguió pronto, al ver que las jóvenes más fascinantes ya estaban comprometidas. El resto parecía dividirse, a partes iguales, entre buenas samaritanas, caprichosas/curiosas, hermafroditas y muchachos.

No le importaba ser objeto de caridad, y encontraba que era demasiado barrayano para las dos últimas categorías, aunque suficientemente betano para no incomodarse por las otras. Una breve aventura con una chica de la categoría caprichosas/curiosas resultó ser suficiente. La fascinación de la chica por las peculiaridades de su cuerpo le hizo, finalemente, avergonzarse más que ante la más abierta repulsión que hubiera experimentado en Barrayar, donde había un feroz prejuicio contra la deformidad. De todas maneras, después de descubrir que sus órganos sexuales eran decepcionantemente normales, la chica se había largado.

La aventura había terminado, para Miles, en una terrible depresión que se ahondó durante semanas, culminando al fin en una noche en la tercera y sumamente secreta vez que el sargento Bothari le había salvado la vida. Había cortados dos veces a Bothari en su muda lucha por el cuchillo, ejerciendo una histérica fuerza contra la asustada preocupación del sargento por no romperle los huesos. El hombre logró finalmente sujetarle, y le sujetó hasta que Miles se rindió por fin, llorando su odio hacia sí mismo contra el pecho ensangrentado del sargento hasta que el agotamiento le calmó. El hombre que le había llevado en brazos de pequeño, antes de que él caminara a los cuatro años por primera vez, le alzó entonces como a un niño y le llevó a la cama. Bothari se curó sus propias heridas y jamás volvió a mencionar el incidente.

Los quince no fueron un buen año, Miles estaba decidido a no repetirlo. Sus manos se aferraron a la baranda del balcón, en un estado de resolución sin objeto. Sin objeto, como él mismo; por lo tanto, inútil. Se enfrascó en el pozo en el pozo ciego de sus pensamientos y, por un momento, incluso el resplandor de la Colonia Beta le pareció gris y opaco.


Cerca de ellos, cuatro betanos discutían acaloradamente en voz baja. Miles se volvió para ver mejor a los hombres. Elena empezó a decir algo sobre lo abstraído que estaba Miles, quien alzó una mano pidiéndole silencio. Ella obedeció, mirándole con curiosidad.

— Maldita sea — estaba diciendo un hombre corpulento, vestido con un sarong verde —, no me importa cómo lo haga, pero quiero que saquen a ese lunático de mi nave. ¿No pueden atacar y sacarle a la fuerza?

La mujer con uniforme de Seguridad de Beta movió la cabeza.

— Mire, Calhoun, ¿por qué debería arriesgar la vida de mi gente por una nave que ya, de todas maneras, es prácticamente chatarra? No es como si él tuviera rehenes o algo así.

— Tengo reunido un equipo de recuperación esperando, que cobra jornada y media por el tiempo extra. El hombre ha estado ahí tres días; tiene que dormir alguna vez, o mear, o hacer algo — dijo el civil.

— Si está tan loco como usted afirma, probablemente no haya nada mejor que atacarle para que vuele la nave. Espere a que salga. — La mujer de Seguridad se dirigió a un hombre con el uniforme gris y negro de una de las principales líneas espaciales comerciales. El pelo plateado en los laterales hacía juego con los triples círculos plateados de la frente y de las sienes, por los injertos neurológicos de piloto —. O háblele usted para que salga. Usted le conoce, es miembro de su sindicato, ¿no puede hacer algo con él?

— Oh, no — objetó el oficial piloto —, no me va a encajar esto a mí. Además, no quiere hablar conmigo, lo dejó bien claro.

— Está usted en la Junta este año, debe de tener alguna autoridad sobre él… Amenácele con revocarle la licencia de piloto, o algo así.

— Arde Mayhew todavía puede estar en la Hermandad, pero está atrasado dos años con sus cuotas, su licencia está en un terreno inestable ya y, francamente, creo que este episodio va a terminar de cocinarle. Todo el tema de este lío es que, en primer lugar, una vez que la última nave RG vaya para la chatarra — el oficial miró al voluminoso civil —, él no volverá a pilotar. Fue rechazado médicamente para otro injerto…, no le haría ningún bien aunque tuviese el dinero, y sé muy bien que no lo tiene. Trató de pedirme prestado el importe del alquiler la semana pasada. Al menos, dijo que era para el alquiler; más probable es que fuera para esa basura que bebe.

— ¿Se lo dio? — preguntó la mujer con uniforme azul de la administración del aeropuerto.

— Bueno… sí — contestó de mal humor el oficial —. Pero le dije que era la última vez, definitivamente. De todos modos… — miró sus botas como enojado y entonces estalló —, ¡preferiría verle morir en un resplandor de gloria que verle morir por estar encallado. Sé lo que yo sentiría si supiera que no voy a pilotar un viaje otra vez… — Apretó los labios, a la defensiva y agresivo, mirando a la administradora.

— Todos los pilotos están locos — murmuró la mujer de Seguridad —, porque les perforan el cerebro.

Miles escuchó todo con disimulo, desvergonzadamente fascinado. El hombre del que hablaban era un tipo raro, al parecer, un perdedor con problemas. Un piloto de saltos por túneles de agujeros de gusano, con un sistema de conexiones obsoleto en su cerebro, muy cercano a estar tecnológicamente desempleado, atrincherado en su vieja nave, resistiéndose al naufragio… ¿Cómo?, se preguntaba Miles.

— Un resplandor de obstáculos para el tráfico, querrá decir — se quejó la administradora —. Si cumple sus amenazas, habrá basura por todas las órbitas internas durante días, tendríamos que cerrar para limpiarlo todo… — Se volvió hacia el civil, completando el círculo —. ¡Y mejor no crea usted que le cargarán eso a mi departamento! Veré que su compañía reciba la factura si tengo que llevar las cosas al Departamento de Justicia.

El operario de recuperación y propietario de la nave se puso pálido y luego enrojeció.

— En primer lugar, fue su departamento el que le permitió a ese loco de mierda entrar en mi nave — gruñó.

— Dijo que se había dejado algunos efectos personales — se defendió la mujer —. No sabíamos que planeara algo como esto.

Miles imaginó al hombre, metido en su opaco nicho, sin aliados, como el último superviviente de un asedio sin esperanza. Apretó el puño inconscientemente. Su antepasado, el general conde Selig Vorkosigan, había levantado el famoso sitio de Vorkosigan Surleau con no más de un puñado de sirvientes escogidos, y estrategia, se decía.

— Elena — le susurró furiosamente, calmando su inquietud —, sigue mis indicaciones y no digas nada.

— ¿Hm? — murmuró ella, sobresaltada.

— Ah, buenas, señorita Bothari, está usted aquí — dijo en voz alta, como si acabara de llegar. La tomó del brazo y caminó hacia el grupo.

Sabía que confundía a los desconocidos en cuanto a su edad; a primera vista, su altura los llevaba a subestimarla; a una segunda, la cara, ligeramente oscurecida por una tendencia a tener una espesa barba, a pesar de haberse afeitado, y prematuramente endurecida por una larga intimidad con el dolor, los llevaba a sobrestimarla. Había descubierto que podía volcar el equilibrio en cualquier dirección, a voluntad, por medio de un simple cambio de maneras. Convocó a diez generaciones de guerreros a sus espaldas y produjo su más austera sonrisa.

— Buenas tardes, caballeros — saludó. Cuatro miradas le saludaron, distintamente perplejas. Su cortesía casi se desplomó ante la hostilidad, pero mantuvo el tono —. Se me ha dicho que uno de ustedes podría indicarme dónde encontrar al oficial piloto Arde Mayhew.

— ¿Quién diablos es usted? — gruñó el operario de recuperación haciéndose aparentemente eco del pensamiento de todos.

Miles se inclinó suavemente, reprimiéndose apenas de desenvolver una capa imaginaria.

— Lord Miles Vorkosigan, de Barrayar, a su servicio. Ésta es mi asociada, la señorita Bothari. No he podido evitar oír… Creo que podría ser de utilidad para todos ustedes, sin me permitieran… — A su lado, Elena alzó las cejas perpleja, ante su nuevo, si bien vago, status oficial.

— Mira, chico — empezó a decir la administradora del puerto. Miles la miró bajando las cejas, disparándole su mejor imitación de la mirada militar del general conde Piotr Vorkosigan —, señor — se corrigió la mujer —, ehm…, ¿qué quiere exactamente del oficial piloto Arde Mayhew?

Miles alzó el mentón con un ligero movimiento.

— He sido comisionado para saldar una deuda con él. — Autocomisionado, unos diez segundos atrás…

— ¿Alguien le debe dinero a Arde? — preguntó asombrado el operario de recuperación.

Miles se irguió, aparentando una ofensa.

— No es diner — gruñó, como si él jamás tocara la sórdida materia —, es una deuda de honor.

La administradora pareció cautamente impresionada; el oficial piloto, complacido. La mujer de Seguridad parecía dudar. El propietario parecía dudar mucho.

— ¿Cómo me ayuda a mí eso? — preguntó hoscamente.

— Puedo hablar con el oficial piloto Mayhew para que abandone la nave — contestó Miles, viendo que se le abría camino — si me proporcionan los medios para encontrarme con él cara a cara. — Elena tragó saliva; él la tranquilizó con una imperceptible mirada.

Los cuatro betanos se miraban unos a otros, como si la responsabilidd pudiera barajarse y repartirse por contacto visual. Finalmente, el oficial piloto dijo:

— Bueno, qué demonios, ¿alguien tiene una idea mejor?


En la silla de control del transbordador personal, el oficial piloto superior de pelo cano habló — una vez más — por la consola de comunicación.

— ¿Arde? Arde, soy Van. Respóndeme, por favor. He traído a alguien para que solucione las cosas contigo. Va a subir a bordo. ¿Todo bien, Arde? No vas a hacer ninguna locura ahora, ¿no?

El silencio fue la única respuesta.

— ¿Lo está recibiendo? — preguntó Miles.

— Su consola de comunicación, sí. Si ha bajado el volumen, si está ahí, si está despierto, si… está vivo, nadie lo sabe.

— Estoy vivo — gruñó una voz confusa de repente por el altavoz, sobresaltándolos. No había vídeo —. Pero tú no lo estarás, Van, si intentas abordar mi nave, traidor hijo de puta.

— No lo intentaré — prometió el oficial piloto superior —, sino el señor… lord Vorkosigan; está aquí.

Hubo un silencio ruidoso, si es que el silbido de la estática puede describirse como tal.

— ¿No trabaja para ese chupasangre de Calhoun? — preguntó suspicazmente Mayhew.

— No trabaja para nadie — respondió Van.

— ¿Ni para el Consejo de Salud Mental? Nadie va a acercarse a mí con una maldita pistola de dardos; volaremos todos antes…

— Ni siquiera es betano, es de Barrayar. Dice que ha estado buscándote.

Otro silencio. Luego, una voz insegura, dudosa.

— No le debo nada a ningún barrayano, no creo… Ni siquiera conozcon a ningún barrayano.

Hubo una rara sensación de presión y un leve golpecito del exterior del casco, al entrar en contacto con el viejo carguero. El piloto movió un dedo a manera de señal para Miles, y éste aseguró la conexión de la escotilla.

— Listo — dijo.

— ¿Está seguro de que quiere hacer esto? — preguntó el oficial.

Miles asintió con un gesto. Escapar de la protección de Bothari ya había sido un milagro menor. Humedeció los labios y sonrió, disfrutando la excitación de la ingravidez y el temor. Confiaba en que Elena podría prevenir cualquier alarma innecesaria en tierra.

Miles abrió la escotilla. Hubo una ráfaga de aire al igualarse la presión dentro de las dos naves. Miró por un túnel oscuro como el alquitrán.

— ¿Tiene una linerna?

— Ahí en la percha — señaló el oficial.

Abastecido, Miles flotó cautelosamente en el tubo. La oscuridad marchaba delante de él, escondiéndose en los rincones y pasillos transversales y agolpándose tras él a medida que avanzaba. Hilvanó su paso al Cuarto de Navegación y Comunicaciones, donde presumiblemente estaría oculta su presa. La distancia era corta en realidad — los cuartos de la tripulación eran pequeños, la mayor parte de la nave estaba destinada a la carga —, pero el silencio absoluto daba al viaje una extensión subjetiva. La gravedad cero estaba produciendo ahora su efecto habitual, haciendo que Miles se lamentara de la última cosa que había comido. Vainilla, pensó. Debería haber tomado helado de vainilla.

Había una luz tenue por delante, que entraba en el corredor desde una escotilla abierta. Miles se aclaró ruidosamente la voz al aproximarse. Tal vez fuera mejor no sobresaltar al hombre, considerando las cosas.

— ¿Oficial Mayhew? — llamó con suavidad, y empujó la puerta —. Mi nombre es Miles Vorkosigan y estoy buscando… buscando… — ¿Qué diablos estaba buscando? Oh, bueno, dilo pronto —. Estoy buscando hombres temerarios — concluyó con estilo.

El oficial piloto Mayhew estaba sentado, amarrado con correas a su silla de mando, en medio de un lamentable revoltijo. En el regazo tenía su receptor, una botella de litro llena por la mitad de un líquido borboteante, de un verde brillante y ponzoñoso, y una caja, conectada apresuradamente por una masa de cables a un panel de control medio destripado y coronada con una palanca de contacto. Tan fascinante como la caja detonante era una oscura, delgada y pequeña pistola de agujas, muy ilegal además para la ley betana. Mayhew miró con ojos parpadeantes y enrojecidos a la aparición en su puerta y se frotó con una mano, sosteniendo todavía el arma letal, la barba de tres días.

— ¿Ah, sí? — replicó vagamente.

Por el momento, Miles estaba distraído con la pistola de agujas.

— ¿Cómo pasó eso por la aduana de Beta? — preguntó con tono de genuina admiración —. Yo nunca he podido pasar más que un tirachinas.

Mayhew miró el arma en su mano como si ahora la descubriera, como una verruga inadvertida.

— La compré hace tiempo en Jackson´s. Jamás traté de sacarle de la nave. Supongo que me la hubieran quitado de haberlo intentado. Le quitan a uno todo ahí abajo.

Miles se acomodó, cruzando las piernas en el aire, en lo que esperaba fuera una suerte de simpática y no amenazante postura para escuchar.

— ¿Cómo se metió en este aprieto? — preguntó, haciendo con la cabeza un gesto que incluía la nave, la situación y el regazo de Mayhew, lleno de objetos.

Mayhew se encogió de hombros.

— Suerte podrida. Siempre tuve una suerte podrida. Ese accidente con la RG 88… Fue la humedad de esos tubos rotos que mojó los sacos, que se hincharon y rajaron el tabique y desataron todo el asunto. El perito en cargas del puerto ni siquiera echó una mirada. ¡Maldita sea, lo que yo llevara o no llevara para beber no hubiera hecho la más mínima diferencia!

Aspiró por la nariz y se pasó la manga por la cara enrojecida; parecía alarmantemente a punto de llorar. Era algo muy perturbador de ver en un hombre que andaba, estimó Miles, por los cuarenta años. En vez de eso, Mayhew tomó un gran trago de su botella y, luego, con un resto de cortesía, se la ofreció a Miles.

Miles sonrió amablemente y la aceptó. ¿Debería aprovechar esa oportunidad para vaciarla, a fin de que Mayhew no siguiera emborrachándose? En gravedad cero, había inconvenientes para tal idea. Tendría que vaciarla en algun otro lado, si no quería pasarse toda la entrevista esquivando burbujas voladoras o lo que quiera que fuese. Era difícil hacerlo parecer un accidente. Mientras meditaba, probó el contenido, en interés de la investigación científica.

Apenas pudo evitar arrojarlo en caída libre, pulverizado. Espeso, con aroma a hierbas, dulce como jarabe — casi vomitó por la dulzura — y tal vez un 60 % etanol puro. ¿Pero qué era el resto? Le quemó el esófago, haciéndolo parecer como una representación animada del sistema digestivo, con todas sus partes destacadas en colores luminosos. Respetuosamente, secó el borde con la manga y devolvió la botella a su dueño, quien la apretó otra vez bajo su brazo.

— Gracias — jadeó Miles. Mayhew contestó con una inclinación —. Entonces, ¿cómo…? — aspiró y aclaró la voz hasta un tono más normal —. ¿Qué planea hacer a continuación? ¿Cuáles son sus exigencias?

— ¿Exigencias? — dijo Mayhew —. ¿A continuación? Yo no… Es sólo que no voy a dejar que ese caníbal de Calhoun asesine mi nave. No hay… no hay ningún texto. — Meció la caja detonante en su regazo, una madonna desdichada —. ¿Alguna vez fue rojo?, — preguntó de golpe.

Miles tuvo una confusa visión de antiguos partidos políticos terráqueos.

— No, soy un Vor — respondió, no muy seguro de que fuera la contestación adecuada. Pero no pareció importar, Mayhew hablaba consigo mismo.

— Rojo. El color rojo. Pura luz fui yo una vez, en un viaje a un pequeño agujero de un sitio llamado Hespari II. No hay en la vida experiencia como un viaje. Si uno nunca ha llevado las luces en su cerebro, colores a los que nadie jamás puso nombre , no hay palabras para describirlo. Mejor que los sueños o las pesadillas… mejor que una mujer… mejor que la comida o la bebida, o que dormir o respirar… ¡y nos pagan por ello! Pobres tontos engañados, con nada bajo sus cráneos, salvo protoplasma… — Miró confuso a Miles —. Oh, perdón. Nada personal, usted no es piloto. Nunca más llevé un cargamento a Hespari —. Enfocó un poco más nítidamente a Miles —. Diga, usted es un desastre, ¿no?

— No tanto como usted — replicó Miles abiertamente irritado.

— Mmm — asintió el piloto. Le pasó otra vez la botella.

Curioso mejunje, pensó Miles. Lo que fuera que contuviese, parecía estar contrarrestando el efecto habitual que el alcohol le producía: hacerle dormir. Se sentía acalorado y con energía, como si ésta fluyera hasta sus manos y pies. Probablemente era así como Mayhew se había mantenido despierto tres días en esta lata desierta.

— Así, pues — continuó desdeñosamente Miles —, no tienes un plan de lucha. No has pedido un millón de dólares betanos en billetes pequeños, ni has amenazado con estrellar la nave contra el puerto de transbordadores, ni has tomado rehenes, ni… ni nada constructivo en absoluto. Sólo te sientas aquí, matando el tiempo y tu botella, y desperdiciando tus oportunidades, por falta de un poco de resolución o imaginación o alguna otra cosa.

Mayhew parpadeó ante este inesperado punto de vista.

— Por Dios, por una vez Van ha dicho la verdad, no eres del Consejo de Salud Mental… Podría tomarte de rehén — dijo con placidez, apuntando la pistola hacia Miles.

— No, no hagas eso — se apresuró Miles —. No puedo explicarte, pero… reaccionarían con todo allá abajo. Es una mala idea.

— Oh. — La pistola dejó de apuntar a Miles —. Pero, de todas maneras, ¿no ves que no pueden darme lo que quiero? — Palmeó su receptor de cabeza, tratando de explicar —. Quiero hacer saltos. Y no puedo, ya no puedo.

— Solamente en esta nave, deduzco.

— Esta nave va para la chatarra — su desesperanza era completa, inesperadamente racional —, tan pronto como yo ya no pueda mantenerme despierto.

— Ésa es una actitud inútil — dijo críticamente Miles —. Aplica un poco de lógica al problema, por lo menos. Quiero decir esto: tú quieres ser piloto de saltos, sólo puedes serlo de saltos para una nave RG y ésta es la última nave RG; ergo, lo que necesitas es esta nave. Así que adquiérela. Sé un piloto-propietario. Haz tus propias cargas. Simple, ¿ves? ¿Me das un poco más de ese mejunje, por favor? — Miles comprobó que uno se acostumbraba muy rápido al gusto horrible.

Mayhew sacudió la cabeza, aferrando sus desesperanza y su caja como un niño abraza un juguete familiar y consolador.

— Lo intenté, lo he intentado todo. Pensé que obtendría un préstamo. Fracasó y, de todas maneras, Calhoun ofreció más que yo.

— Oh. — Miles le devolvió la botella, sintiéndose mareado. Miró al piloto, respecto del cual él flotaba ahora en ángulos rectos —. Bueno, todo loque sé es que uno no puede rendirse. La rran…, la rendición mancha el honor de los Vor. — Comenzó a canturrear un trozo de una balada infantil que recordaba a medias: El sitio de Silver Moon: Había un Vor en ella, y una hermosa mujer hechicera que montaba un mágico mortero volador; machacaban en él los huesos de los enemigos al final —. Dame otro trago, quiero pensar. «Si juramento quisieras prestar ante mí, tu legítimo dueño seré para ti…»

— ¿Eh?

Miles se dio cuenta de que había cantado en voz audible, a pesar de lo baja.

— Nada, perdón. — Flotó en silencio unos minutos más —. Ése es el problema con el sistema betano — dijo tras un momento —, nadie asume responsabilidad personal por nadie. Todo son entidades corporativas ficticias y sin rostro… un gobierno de fantasmas. Lo que necesitas es un señor, un dueño legítimo que espada en mano destroce todas las ataduras oficiales. Como Vorthalia el Audaz y el Matorral de Espinos.

— Lo que necesito es un trago — dijo hoscamente Mayhew.

— ¿Hm? Oh, discúlpame. — Miles le devolvió la botella. En el fondo de su mente estaba formándose una idea, como una nebulosa que empezaba a condersarse. Un poco más de masa y comenzaría a incandescer, una protoestrella… —. ¡Lo tengo! — gritó, enderezándose de golpe y dando accidentalmente una voltereta involuntaria.

Mayhew se reclinó, casi disparando la pistola contra el suelo. Miró indeciso el lico bajo su brazo.

— No, lo tengo yo — corrigió.

Miles se recompuso de la voltereta.

— Mejor hagamos esto desde aquí. Primer principio de la estrategia, nunca conceder una ventaja. ¿Puedo usar la consola de comunicación?

— ¿Para qué?

— Yo — dijo Miles con grandilocuencia — voy a comprar esta nave. Y luego te emplearé a ti para pilotarla.

Mayhew le miró perplejo, desviando la vista de Miles a la botella, alternativamente.

— ¿Tienes tanto dinero?

— Mmm…, bueno, tengo bienes…


Tras unos minutos de operar en la consola, la cara de Calhoun apareció en la pantalla. Miles le transmitió sucintamente su proposición. La expresión de Clahoun pasó de la incredulidad al ultraje.

— ¿Llama a eso un arreglo? — gritó —. ¡A precio de coste! — y añadió —: ¡Yo no soy un maldito agente de bienes raíces!

— Señor Calhoun — dijo con suavidad Miles —, me permito señalarle que la elección no es entre mi pagaré y esta nave, la elección es entre mi pagaré y una lluvia de escombros ardientes.

— Si descubro que está usted confabulando con ese…

— Jamás le había visto hasta hoy — se descargó Miles.

— ¿Qué inconveniente hay con ese terrano? — preguntó suspicazmente Calhoun —, aparte de estar en Barrayar, quiero decir.

— Es tierra parecida a una hacienda fértil — respondió Miles, no muy directamente —. Arbolado, cien centímetros de lluvia al año — eso tenía que atraer a un betano —, a escasos trescientos kilómetros de la capital — en la dirección del viento, afortunadamente para la capital — y me pertenece absolutamente. Acabo de heredarla recientemente de mi abuelo. Vaya y compruébelo con la Embajada de Barrayar. Constate las cartas climáticas.

— Esa lluvia… no cae toda en el mismo día o algo así, ¿no?

— Por supuesto que no — replicó Miles, irguiéndose indignadamente. No era fácil con gravedad cero —. Es tierra ancestral, ha pertenecido a mi familia durante diez generaciones. Puede estar seguro de que haré cuanto sea necesario para cubrir ese pagaré antes de permitir que mi tierra se me escape de las manos…

Calhoun se frotó la barbilla.

— El coste más el veinticinco por ciento.

— Diez por ciento.

— Veinte.

— Diez, o le dejo que trate directamente con el oficial Mayhew.

— Está bien — gruñó Calhoun —, el diez por ciento.

— ¡Hecho!

No era tan sencillo, por supuesto. Pero, gracias a la eficiencia de la red betana de información planetaria, una transacción, que en Barrayar hubiera llevado días, pudo cerrarse en menos de una hora desde la cabina de control de Mayhew. Astutamente, Miles se negó a abandonar la ventaja táctica, útil para negociar, que les daba la posesión de la caja explosiva. Mayhew, tras su asombro inicial, se quedó en silencio, rehusando salir.

— Mira, chico — dijo de pronto, en medio de la complicada transacción —, aprecio lo que estás tratando de hacer, pero… es demasiado tarde. Comprende, cuando baje no van a estar riéndose precisamente. Seguridad va a estar esperando ahí con una patrulla del Consejo de Salud Mental detrás. Me echarán una red de inmediato… En uno o dos meses, me verás pasear sonriendo; uno siempre está sonriendo después que el C.S.M. hace su trabajo… — Sacudió la cabeza con un gesto de desesperanza —. Es demasiado tarde.

— Nunca es demasiado tarde mientras uno respira — sentenció Miles. Hizo el equivalente en gravedad cero de caminar por el cuarto, empujándose desde una pared, girando en el aire y empujándose desde la pared opuesta una docena de veces, pensando —. Tengo una idea — dijo al fin —. Apuesto a que nos dará tiempo, al menos tiempo suficiente, para encontrar algo mejor… El problema es que, como no eres barrayano, no vas a entender lo que haces, y es un asunto serio.

Mayhew le miró completamente desconcertado.

— ¿Eh?

— Es así. — Un porrazo, un giro, enderezarse, otro porrazo —. Si estuvieras dispuesto a jurarme fidelidad como vasallo, en calidad de simple hombre de armas, tomándome por tu señor, que es la más seria de nuestras fórmulas de juramento, yo podría quizás incluirte bajo mi inmunidad diplomática Clase III. Sé que lo haría si fueras un súbdito barrayano. Por supuesto, eres ciudadano de Beta. Pero, en todo caso, estoy bastante seguro de que podríamos armar un lío de abogados y ganar varios días mientras se resuelve qué leyes tienen procedencia. Legalmente, yo estaría obligado a darte cama, comida, ropa, armamento, y supongo que esta nave podría considerarse como tu armamento, protección, en caso de desafío de algún otro vasallo de otro señor, lo que difícilmente tendrá aplicacion aquí en Colonia Beta, y… oh, hay algo con respecto a tu familia. De paso, ¿tienes familia?

Mayhew sacudió negativamente la cabeza.

— Eso simplifica las cosas. — Porrazo, giro, vuelta, enderezamiento, porrazo —. Mientras tanto, ni Seguridad ni el C.S.M. podrían tocarte, pues serías legalmente una parte de mi cuerpo.

Mayhew parpadeó.

— Eso suena retorcido como el demonio. ¿Dónde firmo? ¿Cómo lo registras?

— Todo lo que tienes que hacer es arrodillarte, poner tus manos entre las mías y repetir unas dos frases. Ni siquiera se necesitan testigos, aunque la costumbre es que haya dos.

Mayhew encogió los hombros.

— Está bien. Seguro, chico.

Porrazo, giro, vuelta, enderezamiento, porrazo.

— Está-bien-seguro-chico. Sabía que no lo comprenderías. Lo que he descrito es sólo una minúscula parte de mi mitad del convenio, tus privilegios. El vínculo incluye también tus obligaciones y un montón de derechos que tengo sobre ti. Por ejemplo, sólo por ejemplo, si rehusaras cumplir una orden mía en el fragor de la batalla, yo tendría el derecho de cortarte la cabeza, ahí mismo.

Mayhew abrió la boca.

— ¿Te das cuenta — dijo después — de que el Consejo de Salud Mental también va a echarte una red a ti…?

Miles sonrió sarcásticamente.

— no pueden, porque si lo intentaran, yo podría pegarle un grito a mi señor para que me proteja. Y lo conseguiría, además. Es muy quisquilloso en lo referente a quién le hace qué a sus súbditos. Ah, ésa es otra, si te conviertes en mi vasallo, automáticamente te pones en relación con mi señor; es algo complicado.

— Y con el de él y el de ése y el otro, supongo. Conozco todo sobre las cadenas de mandos — dijo Mayhew.

— Bueno, no, sólo llega hasta mi señor. Yo presté juramento directamente a Gregor Vorbarra, como vasallo secundus. — Miles se dio cuenta de que lo mismo podría haber dicho cualquier otra cosa, por lo que habían significado sus palabras para Mayhew.

— ¿Quién es ese Greg? — preguntó el piloto.

— El emperador de Barrayar — agregó Miles, para asegurarse de que lo entendiera.

— Oh.

Típicamente betano, pensó Miles. No estudian la historia de nadie excepto la propia y la de la Tierra.

— De todas maneras, piénsalo; no es algo en lo que deberías precipitarte.

Cuando la última impresión de voz quedó registrada, Mayhew desconectó cuidadosamente la caja; Miles contuvo el aliento y el oficial piloto senior volvió para llevarlos de vuelta a la base.

El piloto senior se dirigió a él ahora con un tono más respetuoso.

— No tenía ni idea de que perteneciera a una familia tan rica, lord Vorkosigan. Fue una solución al problema que, por cierto, no había previsto, aunque seguramente una nave no es más que una bagatela para para un noble de Barrayar.

— No del todo — contestó Miles —. Voy a tener que hacer algunos chanchullos para cubrir ese pagaré. Mi familia fue muy adinerada, debo admitirlo, pero eso fue en la Época del Aislamiento. Entre los trastornos económicos al final de ese período y la Primera Guerra Cetagandana, quedamos bastante aniquilados, en términos económicos. — Sonrió un poco —. Ustedes los galácticos nos tuvieron de acá para allá. Mi tatarabuelo, por el lado Vorkosigan, cuando los primeros mercaderes galácticos dieron con nosotros, pensó que iba a hacer un gran negocio con las joyas, ya sabe, diamantes, rubíes, esmeraldas, que los galácticos parecían estar vendiendo tan baratas. Invirtió todos sus bienes y valores líquidos y la mitad de sus bienes muebles en ellas. Bueno, por supuesto, eran sintéticas, mejor que las naturales y baratas como el lodo, o la arena; y los fondos pronto se agotaron, y él con ellos. Me contaron que mi tatarabuela jamás le perdonó.

Hizo un vago ademán a Mayhew, quien le pasó la botella con un gesto condicionado. Miles se la ofreció añ piloto, el cual la rechazó con aire de disgusto. Miles se encogió de hombros y tomó un largo trago. Sorprendentemente, un mejunje agradable. Su sistema circulatorio, al igual que el digestivo, parecía ahora estar reluciendo con tintes del arco iris. Sintió que podría estar días sin dormir.

— Desgraciadamente, la mayor parte del terreno que vendió estaba en Vorkosigan Surleau, que es bastante seco, aunque no para los cánones betanos, por supuesto, y el que conservó estaba en Vorkosigan Vashnoi, que era mejor.

— ¿Qué tiene eso de desafortunado? — preguntó Mayhew.

— Bueno, porque era el asiento principal del gobierno de los Vorkosigan, y porque éramos dueños más o menos de cada vara y de cada piedra que había allí (era un centro comercial muy importante) y como los Vorkosigan fueron… prominentes en la Resistencia, los cetagandanos tomaron la ciudad. Es una larga historia, pero, finalmente, destruyeron el lugar. Ahora, es un gran agujero en la tierra. Se puede ver una débil fosforescencia en el cielo, en una noche oscura, a veinte kilómetros de distancia.

El piloto llevó suavemente la pequeña nave hasta su desembarcadero.

— Oye — dijo Mayhew de repente —, ese terreno qe teníais en Vorkosigan no-sé-cuánto…

— Vashnoi. Tenemos. Cientos de kilómetros cuadrador, y la mayor parte en la dirección del viento. ¿Sí?

— ¿Es la misma…? — Su cara se estaba iluminando como si el sol asomara tras una larga y oscura noche —. ¿Es la misma que hipotecaste para…? — Empezó a reír, encantado, sin aliento; ambos desembarcaron —. ¿Es lo que le prometiste a ese arrastrado de Calhoun a cambio de mi nave?

Caveat emptor — sentenció Miles —. Que el comprador se cuide. Él indagó las cartas climáticas; nunca se le ocurrió indagar las cartas de radiactividad. Probablemente, no estudia tampoco la historia de nadie más.

Mayhew se sentó en la bahía de la dársena, riendo tan fuertemente que inclinaba su frente casi hasta el suelo. Su risa tenía más de un extremo histérico; varios días sin dormir, después de todo…

— Chico — gritó —, ¡dame un trago!

— Me propongo pagarle, como comprenderás — explicó Miles —. Las hectáreas que eligió harían un agujero poco estético en el mapa para algún descendiente mío, dentro de unos siglos, cuando la radiactividad haya pasado. Pero si se pone codicioso o pesado para cobrar, obtendrá lo que se merece.

Tres grupos de personas se aproximaban a ellos. Al parecer, Bothari había escapado finalmente de la aduana, porque lideraba el primer grupo. Traía abierto el cuello de la camisa y parecía estar decididamente molesto. Ay, ay, ay, pensó Miles, parece que le desnudaron para revisarle, lo cual garantiza que está de un humor feroz. Le seguía un nuevo agente betano de Seguridad y un civil betano que cojeaba, a quien Miles no había visto nunca antes y que gesticulaba y se quejaba amargamente. El hombre tenía una contusión en la cara y un ojo hinchado y semicerrado. Elena venía detrás, al borde de las lágrimas.

El segundo grupo estaba conducido por la administradora del puerto de transbordadores e incluía ahora a gunos ofciales. El tercer grupo lo encabezaba la mujer de Seguridad. Con ella venían dos corpulentos agentes y cuatro componentes del personal médico. Mayhew miró de derecha a izquierda y se desembriagó de inmediato. Los hombres de Seguridad tenían sus inmovilizadores desenfundados.

— Oh, chico — murmuró. Los de Seguridad movían los inmovilizadores como abanicos. Mayhew se dejó caer de rodillas —. Oh chico…

— Tienes que decidirlo tú, Arde — dijo en voz baja Miles.

— ¡Hazlo!

Los Bothari llegaron. El sargento abrió la boca. Miles, bajando la voz, salió al paso de su incipiente rugido; ¡por cierto que era un truco efectivo!

— Atención, por favor, sargento. Requiero su testimonio. El oficial piloto Mayhew está a punto de prestar juramento.

La boca del sargento quedó como atornillada, pero se dispuso a atender.

— Pon tus manos entre las mías, Arde, así, y repite conmigo: «Yo, Arde Mayhew», ¿es éste tu nombre legal completo?, úsalo, entonces, «declaro bajo juramento que soy un hombre libre, no comprometido con nadie, y que serviré a lord Miles Vorkosigan como simple Hombre de Armas», adelante, di esa parte. — Mayhew lo hizo, moviendo los ojos de un lado a otro —. «Y que será mi señor y comandante hasta que mi muerte o la suya me libere.»

Repetido esto, Miles dijo, más bien rápido, ya que la gente se acercaba:

— «Yo, Miles Naismith Vorkosigan, vasallo secundus del emperador Gregor Vorbarra, acpeto tu juramento y prometo protegerte como tu señor y comandante, por mi palabra como Vorkosigan.» Ya está, ahora puedes levantarte.

Una buena cosa, pensó Miles, es haber distraído completamente al sargento de lo que estaba a punto de decir. Bothari recuperó la voz finalmente.

— Mi señor — susurró —, ¡no puede recibir el juramento de un betano!

— Es lo que he hecho — señaló alegremente Miles.

Pegó un saltito, sintiéndose inusualmente complacido consigo mismo. La mirada del sargento pasó por la botella de Mayhew y volvió a concentrarse en Miles.

— ¿Por qué no estáis dormidos? — preguntó.

El agente de Seguridad indicó a Miles con un gesto.

— ¿Es éste el tipo?

La oficial de Seguridad del grupo original del puerto se acercó. Mayhew había permanecido de rodillas, como tramando escaparse bajo el fuego que pasaba por encima de su cabeza.

— Oficial piloto Mayhew — gritó la mujer —, está usted bajo arresto. Éstos son sus derechos; tiene derecho a…

El civil magullado interrumpió, señalando a Elena.

— ¡Al carajo con él! ¡Esta mujer me atacó! Hay una docena de testigos. Maldita sea, quiero que sea procesada. Es malvada.

Elena tenía las manos en las orejas otra vez; su labio inferior, que sobresalía, temblaba ligeramente. Miles se imaginó la escena.

— ¿Le golpeaste?

Ella asintió.

— Pero es que me dijo cosas horribles…

— Mi señor — dijo Bothari en tono de reproche —, fue un gran error por su parte dejarla sola en este lugar.

La mujer de Seguridad recomenzó:

— Oficial piloto Mayhew, tiene derecho a…

— Creo que me ha sacado el ojo de la órbita — se quejó el hombre golpeado —. Voy a demandar…

Miles le dirigió a Elena una sonrisa especial tranquilizándola.

— No te preocupes, me encargaré de ello.

— Tiene derecho a… — gritó la mujer de Seguridad.

— Perdón, agente Brownell — la interrumpió delicadamente Miles —. El oficial piloto Mayhew es ahora mi vasallo. Como su señor y comandante, todo cargo contra él debe ser dirigido a mí. Será entonces mi deber determinar su validez y dar las órdenes para su adecuado castigo. Él no tiene ningún derecho sino el de aceptar desafío en combate singular ante cierta categoría de calumnias que son un poco complicadas de explicar en este momento… — Obsoleto, esto también, ya que el duelo fue declarado fuera de la ley por edicto Imperial, pero estos betanos no notarían la diferencia —. Así que, a menos que tenga encima dos pares de espadas y esté dispuesta a, digamos, insultar a la madre del oficial piloto Mayhew, deberá simplemente… contenerse.

Oportuna advertencia; la mujer de Seguridad parecía a punto de explotar. Mayhew asentía esperanzadamente con un movimiento de su cabeza, sonriendo débilmente. Bothari se movía incómodo, inventariando con la mirada los hombres y armas del gentío. Calma, pensó Miles; tomemos esto con tranquilidad.

— Levántate, Arde…

Hizo falta un poco de persuasión, pero la agente de Seguridad consultó finalmente con sus superiores sobre la estrafalaria defensa que Miles esgrimía del oficial Mayhew. A esas alturas, como Miles había esperado y previsto, los procedimientos cayeron en una maraña de hipótesis legales interplanetarias no comprobadas, que amenazaban absorber un número cada vez mayor de personal de la Embajada de Barrayar y del Departamento de Estado betano.

El caso de Elena era más simple. El betano ultrajado fue a llevar su caso directamente a la Embajada, en persona. Allí, sabía Miles, el caso sería tragado por una infinita cinta de Moebius de archivos, formularios e informes, especialmente atendidos en esas ocasiones por un equipo altamente competente. Los formularios incluían algunos particularmente creativos, que tenían que hacer el viaje de seis semanas a Barrayar y que, con toda seguridad, serían enviados de vuelta varias veces por mínimos errores de ejecución.

— Tranquilízate — le susurró Miles a Elena en un aparte —. Enterrarán a ese tipo en archivos tan profundos que jamás volverás a verle. Funciona de maravillas con los betanos, se ponen contentos porque todo el tiempo piensan que te están haciendo algo. Lo único, no mates a nadie. Mi inmunidad diplomática no llega tan lejos.

El agotado Mayhew se balanceaba sobre sus pies para cuando los betanos cedieron. Miles, sintiéndose como un viejo pirata de mar después de un saqueo triunfal, se lo llevó a rastras.

— Dos horas — masculló Bothari —, sólo hemos estado en este maldito lugar dos malditas horas…

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