11

Una semana después, Miles seguía al mando.

Tomó como guarida la cabina de control de la nave mercenaria cuando comenzaron a acercarse a su destino. La cita de Daum era en una refinería de metales raros, en el cinturón de asteroides del sistema. La factoría era un móvil de estructuras caóticas, unidas mediante vigas, brazos metálicos y satélites de fuerza, flanqueado por vastos colectores solares; arte con desechos. Unas pocas luces titilaban, iluminando algunas partes y dejando el resto en piadosa oscuridad.

Muy pocas luces, comprobó Miles cuando se aproximaron. El sitio parecía cerrado. ¿Un turno libre? No era muy probable; aquello representaba una inversión demasiado grande para permanecer parada por la biología de sus encargados. Propiamente, las fundiciones deberían operar todo el tiempo para alimentar esfuerzo de la guerra. Debería haber remolcadores con minerales maniobrando para atracar, los cargueros salientes deberían estar alejándose con sus escoltas militares en un minué de tráfico espacial…

— ¿Siguen respondiendo correctamente a nuestros códigos de reconocimiento? — le preguntó Miles a Daum. Apenas lograba mantenerse quieto.

— Sí —. Pero Daum parecía nervioso.

Tampoco le gusta la apariencia de esto, pensó Miles.

— ¿Una instalación estratégica tan importante como ésta no debería estar más activamente resguardada? Seguramente, los pelianos y los oseranos habrán intentado ponerla fuera de combate alguna vez. ¿Dónde están las naves de vigilancia?

— No lo sé. — Daum se humedeció los labios y miró la pantalla.

— Tenemos una transmisión en directo en este momento, señor — informó el oficial de comunicaciones mercenario.

Un coronel feliciano apareció en la pantalla.

— ¡Fehun! ¡Gracias a Dios! — gritó Daum. La tensión de su rostro se evaporó.

Miles soltó el aliento. Por un horrible momento, había estado aterrado por una visión: no poder descargar sus prisioneros junto con el cargamento de Daum, ¿qué haría entonces? Estaba tan agotado al cabo de una semana como lo había vaticinado Bothari, y vislumbró ansiosamente, con un estremecimiento de alivio, el fin de aquello.

El teniente Thorne, al entrar, sonrió y le dirigió a Miles un pulcro saludo. Miles imaginó la cara de Thorne cuando la mascarada fuera revelada al fin. Se le revolvió el estómago. Contestó al saludo y ocultó su malestar prestando atención a la conversación de Daum. Tal vez pudiera arreglárselas para estar en otra parte cuando la trampa saltara.

— … lo hicimos — decía Daum —. ¿Dónde están todos? Este lugar parece desierto.

Hubo un destello de estática, y la figura militar se encogió en la pantalla.

— Hace unas pocas semanas rechazamos un ataque de los pelianos. Los colectores solares fueron dañados. Estamos esperando a las cuadrillas de reparación en este momento.

— ¿Cómo están las cosas en casa? ¿Ya hemos liberado a Barinth?

Otro destello de estática El coronel, sentado tras su escritorio, asintió con un gesto y dijo:

— La guerra está yendo bien.

El coronel tenía una diminuta escultura en su escritorio, observó Miles. Un caballo hábilmente formado por una variedad de fragmentos de componentes electrónicos soldados in duda por algún técnico de la refinería en sus horas de descanso. Miles pensó en su abuelo, y se preguntó qué tipo de caballos tenían en Felice. ¿Habían retrocedido tecnológicamente lo suficiente alguna vez como para haber usado un cuerpo de caballería?

— ¡Excelente! — dijo Daum, mirando con avidez el rostro de su camarada feliciano —. He estado mucho tiempo en Beta, temía que… ¡Así que aún estamos en carrera! Te invitaré a un trago cuando llegue ahí, vieja víbora, y brindaremos juntos por el primer ministro. ¿Cómo está Miram?

Estática.

— La familia está bien — dijo gravemente el coronel. Estática —. Aguarda instrucciones para desembarcar.

Miles dejó de respirar. El caballito, que había estado junto a la mano derecha del coronel, estaba ahora junto a su mano izquierda.

— Sí — acordó Daum con alegría —, y podremos continuar sin toda esta basura en el canal. ¿Eres tú quien hace ese ruido?

Hubo otra ráfaga de estática.

— Nuestro equipo de comunicaciones resultó dañado en un ataque de los pelianos hace algunas semanas. — El caballo estaba ahora otra vez a la derecha. Zumbido en la pantalla —. Aguarda instrucciones para desembarcar. — Ahora, a la izquierda. Miles tuvo ganas de gritar.

En vez de eso, le indicó al oficial de comunicaciones que cerrara el canal.

— Es una trampa — dijo Miles en el mismo instante en que se cortó la transmisión.

— ¿Qué? — Daum le miró —. ¡Fehun Benar es uno de mis más viejos amigos! Él no traicionaría…

— Usted no ha estado hablando con el coronel Benar, ha tenido una conversación sintetizada con un ordenador.

— Pero su voz…

— Oh, es que realmente era Benar… pregrabado. En su escritorio había algo que se movía entre cada ráfaga de estática. Esas ráfagas fueron transmitidas deliberadamente para disimular la discontinuidad… casi. Negligencia de alguien. Probablemente las respuestas fueron grabadas en más de una sesión.

— Pelianos — gruñó Thorne —. No pueden hacer nada bien…

La oscura piel de Daum palideció.

— Él no traicionaría…

— Probablemente, tuvieron bastante tiempo para preparar esto. Hay… — Miles tomó aliento —, hay muchas maneras de quebrantar a un hombre. Apuesto a que hubo un ataque peliano hace unas semanas, sólo que no fue rechazado.

Entonces, todo estaba acabado, la rendición era inevitable. La RG 132 y su cargamento serían confiscados; Daum hecho prisionero de guerra; y Miles y sus vasallos internados, si no ejecutados en el acto. La seguridad de Barrayar le rescataría eventualmente, suponía Miles, con todo el escándalo debido. Además, el betano, Calhoun, con sus Dios-sabe-qué cargos civiles y, luego, el hogar para explicarlo todo delante del último tribunal: su padre. Miles se preguntó si podía renunciar a su inmunidad diplomática Clase III en Colonia Beta, tal vez podría ser encerrado allí; pero no, los betanos no encarcelaban a sus delincuentes, los curaban.

Los ojos de Daum estaban agigantados; su boca, tensa.

— Sí — susurró, convencido —. ¿Qué haremos, señor?

¿Me preguntas a mí?, pensó Miles, furioso. Socorro, socorro, socorro… Observó las caras a su alrededor: Daum, Elena, Baz, los técnicos mercenarios, Thorne y Auson. Le miraban a su vez con interesada confianza, como si fuera una gallina a punto de poner un huevo de oro. Bothari se apoyaba contra la pared; por una vez, su mirada estaba desprovista de sugerencias.

— Están preguntando por qué se interrumpió nuestra transmisión — informó el oficial de comunicaciones.

Miles tragó saliva y produjo su primer basilisco.

— Ponles alguna música pegadiza — ordenó — y mándales una señal de «dificultades técnicas; por favor manténgase en línea» por el vídeo.

El oficial de comunicaciones sonrió y se apresuró a obedecer.

Bueno, eso cubría los siguientes noventa segundos…

Auson, con los brazos inmovilizados, parecía tan enfermo como Miles se sentía. Sin duda no le agradaba la perspectiva de tener que explicarle a su almirante la humillante captura que había sufrido. Thorne contenía la excitación. El teniente está a punto de conseguir vengarse por esta semana, se dijo Miles miserablemente, y lo sabe.

Thorne preguntó, en posición de firmes:

— ¿Órdenes, señor?

Dios mío, ¿no se dan cuenta de que están libres?, pensó Miles. Y entonces consideró, con nueva y más desatinada esperanza: me siguieron a casa, papá; ¿puedo quedarme con ellos?

Thorne, experimentado, conocía la nave, los soldados y el equipo muy íntimamente, no superficialmente, sino en profundidad; más importante aún, Thorne tenía también una inercia hacia adelante, dispuesto siempre a avanzar. Miles se irguió cuanto pudo y ladró:

— Así que crees que estás preparado para comandar una nave de guerra, ¿no, recluta Thorne?

Thorne se enderezó más todavía, con la barbilla ansiosamente pronunciada.

— ¿Señor?

— Nos encontramos con un problema táctico de lo más interesante. — Ésa era l frase que su padre había empleado al describir la conquista de Komarr —. Voy a darle una oportunidad al respecto. Podemos hacer esperar a los pelianos un minuto más, aproximadamente. Como comandante, ¿cómo manejaría esto?

Miles cruzó los brazos y ladeó la cabeza, a la manera de un supervisor particularmente intimidatorio que había tenido en sus exámenes de aspirante.

— Caballo de Troya . dijo Thorne inmediatamente —. Emboscar su emboscada, y tomar la estación desde dentro… Usted desea capturarla intacta, ¿no?

— Ah — respondió Miles vagamente —, eso estaría bien. — Recorrió rápidamente su memoria en busca de algunos tonos que sonaran a consejero militar —. Pero deben de tener algunas naves ocultas por alguna parte, aquí alrededor. ¿Qué propones hacer a ese respecto, una vez que te has propuesto defender una base inmóvil? ¿Acaso la refinería está armada?

— Puede estarlo en pocas horas — señaló Daum — con los interceptores máser que tenemos en la bodega de la RG 132. Aprovechar partes de los satélites de fuerza, e, incluso, reparar los colectores solares, si hay tiempo, para cargarlos…

— ¿Interceptores máser? — murmuró Auson —. Creí que habían dicho que el contrabando era de consejeros militares…

Miles alzó rápidamente su voz para invalidar esto.

— Recuerda que estamos escasos de personal y que, decididamente, no podemos despilfarrarlo justo ahora. — Particularmente, a los oficiales dendarii… Thorne puso una mirada de abatimiento; Miles estaba momentáneamente aterrado por haberse excedido en las objeciones, provocando que Thorne le devolviera la iniciativa ante el problema —. Convénceme, entonces, recluta Thorne, de que tomar la base no es tácticamente prematuro. — Miles se apresuró a hacer la invitación.

— Sí, señor. Bien, las naves de defensa por las que debemos preocuparnos son, casi seguro, oseranas. La capacidad de la ingeniería peliana está muy por debajo del promedio; no tienen en absoluto la biotecnología para fabricar naves de saltos. Y nosotros tenemos todos los códigos y procedimientos oseranos, pero ellos no conocen nada de nuestros códigos y procedimentos dendarii. Creo que yo… nosotros podemos tomarlos.

¿Nuestros códigos dendarii?, se repitió Miles para sí.

— Muy bien, recluta Thorne. Adelante — le ordenó en voz alta y resuelta —. No intervendré a menos que sea necesario. — Se metió las manos en los bolsillos a manera de símbolo de énfasis, y también para evitar morderse las uñas.

— Llévennos al desembarcadero, entonces, sin levantar sospechas — dijo Thorne —. Yo prepararé la partida de asalto… ¿Puedo llevar al comandante Jesek y a la comandante Bohari?

Miles asintió con un gesto; el sargento Bothari contuvo el aliento, pero no dijo nada, cubriéndole la espalda a Miles, como siempre. Thorne resplandecía con visiones de capitanazgo; salió, seguido por los «consejeros» reclutados. La cara de Elena brillaba de excitación. Baz hizo girar entre sus labios un cigarro, más bien empapado, y salió detrás de ella, su mirada brillaba indescifrablemente. Había color en su rostro, observó Miles.

Auson permaneció de pie, cabizbajo, con el rostro surcado por la ira, la vergüenza y la sospecha. Hay un motín en ciernes, pensó Miles. Bajó la voz para que sólo el ex capitán lo oyera.

— Debo señalarte que todavía sigues en la lista de heridos, recluta Auson.

Auson meneó los brazos.

— Hace dos días que me podrían haber quitado esto, maldita sea.

— Debo señalarte también que, si bien le he prometido la recluta Thorne un mando, no le he dicho de qué nave. Un oficial debe ser capaz de obedecer tanto como de mandar. A cada uno, su propia prueba; a cada uno, su propia recompensa. Estaré observándote a ti también.

— Hay sólo una nave.

— Estás lleno de suposiciones. Un mal hábito.

— Usted está lleno de… — Auson cerró la boca con un chasquido, y le dirigió a Miles una larga, pensativa mirada.

— Dígales que estamos listos para las instrucciones de desembarco — le ordenó Miles a Daum.


Miles ansiaba ser parte de la pelea, pero descubrió, para desánimo suyo, que los mercenarios no tenían armaduras espaciales tan pequeñas como para su tamaño.

Bothari gruñó aliviado. Miles pensó entonces en acompañarlos con un simple traje de presión; si no al frente de la acometida, en la retaguardia al menos.

Bothari casi se atragantó con la sugerencia.

— Juro que le golpearé y me sentaré encima suyo si se acerca a esos trajes — gruñó.

— Insubordinación, sargento — le susurró Miles como respuesta.

Bothari miró de reojo primero a los mercenarios reunidos en el depósito de armaduras para asegurarse de no ser escuchado.

— Yo no voy a acarrear su cuerpo sin vida de vuelta a Barrayar para descargarlo a los pies de mi señor conde como algo que atrapó el gato, maldita sea. — El sargento devolvió una fuerte mirada a cambio del aire irritado con que Miles le miraba.

Miles, en pobre reconocimiento de un hombre empujado al límite, insistió hoscamente.

— ¿Qué harías si yo hubiera pasado mis exámenes de entrenamiento de oficiales? — preguntó —. No podrías haberme detenido en esta clase de asunto, entonces.

— Me hubiera retirado — murmuró Bothari —, aunque seguiría manteniendo mi palabra.

Miles sonrió involuntariamente y se consoló a sí mismo comprobando el equipo y las armas de los que iban a ir. La semana de vigorosas reparaciones y retoques había pagado evidentemente dividendos inesperados; el grupo de combate parecía brillar con perversa eficiencia. Ahora, pensó Miles, veremos si toda esta belleza es algo más que la mera piel.

Controló con especial cuidado la armadura de Elena. Bothari revisó personalmente las correas del traje de su hija antes de colocarle el yelmo, un asunto innecesario que ocultó las más necesarias instrucciones, susurradas rápidamente, para indicarle cómo manejarse con ese equipo que le era sólo a medias familiar.

— Por el amor de Dios, manténte atrás — la reconvino Miles —. Se supone que estás observando la eficacia de cada uno y que me mantienes informado, lo cual no podrás hacer si estás… — se tragó el resto de la frase: horrorosas visiones de todas las maneras en que una hermosa mujer podía ser mutilada en combate le atravesaron el cerebro —, si estás al frente — sustituyó. Seguramente debía de estar fuera de sí mismo cuando permitió que Thorne la reclamara.

Sus rasgos quedaron enmarcados por el yelmo; el cabello, echado hacia atrás y escondido, de tal modo que la fuerte estructura de su rostro resaltaba, mitad caballero, mitad una monja. Sus pómulos estaban acentuados por las aletas del yelmo y la piel de marfil brillaba con las minúsculas luces coloreadas del mismo. Sus labios estaban entreabiertos por el entusiasmo.

— Sí, mi señor. — Su mirada era brillante y sin temor —. Gracias. — Y más quedamente, apretándole el brazo con su mano enguantada para remarcarlo —: Gracias, Miles… por el honor.

Ella no dominaba aún muy bien el toque de los servos, y le trituró la carne hasta el hueso. Miles, quien no se hubiera movido, por no estropear el momento, aunque le hubiese desgarrado el brazo, sonrió con apenas un destello de dolor. Dios, ¿qué he hecho?, pensó. Parece una valquiria…

Se alejó para hablar rápidamente con Baz.

— Hazme un favor, comandante Jesek, pégate a Elena y asegúrate de que mantenga la cabeza baja. Ella está, hm… un poco excitada.

— Entendido, mi señor — Jesek asintió enfáticamente —. La seguiré a todas partes.

— Hm — dijo Miles. No era exactamente eso lo que había querido expresar.

— Mi Señor — agregó Baz; vaciló luego y bajó la voz —, este asunto, eh…, de que mande él… No hablas de un ascenso verdadero, ¿no? Era para impresionar, ¿verdad? — Señalo con la cabeza a los mercenarios, dispuestos ahora por Thorne en grupos de asalto.

— Es tan real como los mercenarios Dendarii — respondió Miles, incapaz de mentirle descaradamente a su vasallo.

Baz alzó las cejas.

— ¿Y eso qué significa?

— Bueno… mi pa… una persona que conocí una vez decía que el significado es lo que uno le pone a las cosas, no lo que uno toma de ellas. Hablaba del Vor, de paso. — Miles hizo una pausa y, luego, añadió —: Adelante, comandante Jesek.

La mirada de Baz reflejaba contento. Se puso firme y devolvió a Miles un irónico, deliberado saludo.

— Sí, almirante Naismith.


Miles, acosado por Bothari, retornó a la sala de tácticas de los mercenarios para ver por el monitor los canales de batalla junto a Auson y el oficial de comunicaciones. Daum permaneció apostado en el cuarto de control, con el técnico maquinista que sustituía al piloto muerto, para guiarlos a la estación de desembarco. Ahora realmente Miles se mordía las uñas. Auson golpeteaba los inmovilizadores plásticos de sus brazos en un nervioso redoble, al límite de su movilidad. Se encontraron el uno al otro mirando a los lados simultáneamente.

— ¿Qué darías por estar ahí fuera, bajito?

Miles no se había dado cuenta de que su angustia fuera tan transparente. Ni siquiera se molestó en ofenderse por el sobrenombre.

— Unos quince centímetros más de altura, capitán Auson — le respondió, melancólicamente sincero.

El hálito de una genuina risa escapó de labios del oficial mercenario, como contra su voluntad.

— Sí… — Su boca se retorció en un gesto de afirmación —. Oh, sí…

Miles observaba, fascinado, a medida que el oficial de comunicaciones comenzó a componer la visión telemétrica desde las corazas del grupo de asalto. La pantalla de holovídeo, preparada para exhibir dieciséis lecturas individuales al mismo tiempo, era una colorida confusión. Miles esbozó una prudente observación, esperando obtener mayor información sin revelar su propia ignorancia.

— Muy bonito. Se puede ver y oír lo que está viendo y oyendo cada uno de los hombres. — Miles se preguntaba cuáles serían los bits de información clave. Una persona entrenada podría decirlo con sólo un vistazo, estaba seguro —. ¿Dónde han fabricado este equipo? No había visto antes, eh… este modelo en particular.

— Illyrica — contestó Miles orgullosamente Auson —. El sistema viene con la nave, uno de los mejores que hay.

— Ah… ¿Cuál corresponde a la comandante Bothari?

— ¿Cuál era el número de su traje?

— El seis.

— Está en la parte superior derecha de la pantalla. Allí está el número de traje, claves para vídeo, audio, canales de batalla traje-atraje, canales de batalla nave-a-traje… Podemos incluso controlar desde aquó los servos de cualquier traje.

Miles y Bothari estudiaron atentamente la pantalla.

— ¿No sería eso un poco desconcertante para el individuo, ser súbitamente invalidado? — preguntó Miles.

— Bueno, no se hace eso muy a menudo. Se supone que es para casos como manejar el botiquín, transportar heridos… A decir verdad, no estoy muy convencido de esa función. La única vez que la empleé y traté de retirar a un herido, su armadura estaba tan dañada por la explosión que le afectó, que apenas funcionaba. Perdí casi toda la telemetría… Descubrí por qué cuando al final vencimos. Le habían volado la cabeza. Perdí veinte condenados minutos acarreando un cadáver de vuelta por las cámaras de presión.

— ¿Con qué frecuencia se ha empleado el sistema? — preguntó Miles.

Auson se aclaró la voz.

— Bueno, dos veces en realidad — Bothari gruñó; Miles alzó una ceja —. Estuvimos en ese maldito bloqueo tanto tiempo… — se apresuró a decir Auson a modo de explicación —. A todo el mundo le gusta un poco de trabajo fácil, seguro, pero… quizás en eso se nos fue un poco la mano.

— Ésa fue también mi impresión — convino delicadamente Miles.

Auson desvió la mirada, incómodo, y volvió su atención a la pantalla.

Estaban a punto de atracar. Los grupos de asalto estaban listos. La RG 132 se encontraba maniobrando en una dársena paralela, rezagada atrás; los pelianos, astutamente, habían hecho que la nave de guerra entrara primero en el muelle, planeando sin duda dejar para después al carguero, que no estaba armado. Miles deseó desesperadamente haber establecido algún código preconvenido con el cual poder advertir a Mayhew lo que estaba ocurriendo. Pero, sin canales especiales o códigos en clave, corría el riesgo de alertar a los pelianos, que seguramente estarían escuchando. Cons suerte, el ataque sorpresa de Thorne atraería a las tropas que pudieran estar esperando a la RG 132.

El silencio del momento pareció estirarse insoportablemente. Miles logró finalmente poner en pantalla las lecturas médicas de su gente. El pulso de Elena era de unos moderados 80 latidos por minuto. Junto a ella, Jesek tenía un pulso de 110 latidos. Miles se preguntó cuál sería el suyo propio. Algo astronómico, por lo que podía sentir.

— ¿La oposición tiene algo parecido a esto? — preguntó repentinamente Miles señalando el equipo, con una idea empezando a hervir en su mente. Quizá pudiera ser más que un simple observador impotente…

— Los pelianos, no. Algunas de las naves más avanzadas de nues… de la flota oserana lo tienen. Ese acorazado de bolsillo del capitán Tung, por ejemplo. Fabricación betana. — Auson emitió un suspiro de envidia —. Él tiene de todo.

Miles se volvió hacia el oficial de comunicaciones.

— ¿Estás recibiendo algo com esto del otro lado? ¿Alguien esperando en el muelle en armadura de combate?

— Está mezclado — respondió el oficial —, pero calculo que el comité de recepción llega a unos treinta individuos. — El mentón de Bothari se tensó ante la noticia.

— ¿Thorne está al tanto? — preguntó Miles.

— Por supuesto.

— ¿Ellos están recibiendo imágenes nuestras?

— Sólo si se esperan algo y hacen lo que estamos haciendo nosotros — dijo el oficial de comunicaciones —. No deberían tener por qué.

— Dos a uno — murmuró Auson preocupado —. Fea desventaja.

— Tratemos de emparejarla — dijo Miles. Se dirigió al oficial de comunicaciones —. ¿Puedes entrar en sus códigos y obtener su telemetría? Tienes los códigos oseranos, ¿no?

El oficial pareció de pronto pensativo.

— No funciona exactamente de ese modo, pero… — Su frase se desvaneció mientras se abocó absorto a operar con su equipo.

La mirada de Auson se iluminó.

— ¿Está pensando en manipular sus trajes, hacer que se choquen contra las paredes, que se disparen entre ellos…? — La luz se apagó —. Ah, diablos… todos tienen anuladores manuales. En cuanto se imaginen lo que está pasando, nos cortarán el control. Fue una bonita idea, sin embargo.

Miles sonrió.

— No dejaremos que se lo imaginen, entonces. Seremos sutiles. Piensas mucho en términos de fuerza bruta, recluta Auson. Ahora bien, la fuerza bruta jamás fue mi fuerte…

— ¡Lo tengo! — gritó el oficial de comunicaciones. El holovídeo arrojó una segunda pantalla junto a la primera —. Hay diez de ellos con armaduras de retroalimentación completa; el resto parecen ser pelianos, sus armaduras sólo tienen enlaces de comunicación. Pero ahí están esos diez.

— Ah, ¡hermoso! Aquí, sargento, controle nuestros monitores. — Miles se trasladó a su nuevo puesto y estiró los dedos, como un concertista de piano a punto de tocar —. Ahora os mostraré lo que quiero decir. Lo que deseamos hacer es simular algunas leves, minúsculas disfunciones de los trajes… — Ajustó la mira sobre un soldado. Telemetría médica… apoyo fisiológico… ahí —. Mirad.

Comprobó el depósito del tubo de orina del hombre, ya lleno hasta la mitad.

— Debe de ser un tipo nervioso… — Invirtió el curso del flujo a máxima potencia y le puso volumen al monitor. Un insulto salvaje llenó el aire, anulado por un gruñido pidiendo silencio —. Ahora hay un soldado distraído, y no va a poder hacer nada hasta que llegue a algún sitio donde pueda quitarse el traje.

Auson, a su lado, se atragantó de risa.

— ¡Pequeño bastardo de mente retorcida! ¡Sí, sí!

Aplaudió con los pies, en lugar de con las manos, y giró hacia su propio tablero. Obtuvo la lectura de otro soldado, manejando lentamente los mandos con la punta de los dedos.

— Recuerda — le advirtió Miles —, sutil.

Auson, riendo todavía, murmuró:

— Está bien. — Se inclinó sobre el panel de controles —. Ahí. Ahí… — Se incorporó, sonriendo —. Un tercio de sus comandos de servo funcionan ahora con medio segundo de retraso y sus armas dispararán diez grados a la derecha de donde apunten.

— Muy bien — le felicitó Miles —. Mejor dejamos el resto hasta que estén en posiciones críticas, no vayamos a levantar sospechas en demasía y excesivamente pronto.

La nave se acercaba cada vez más a la dársena. Las tropas enemigas se preparaban para abordar por los tubos flexibles normales.

De repente, los grupos de asalto de Thorne se lanzaron por las cámaras de presión laterales que daban al muelle. Rápidamente arrojaron minas magnéticas sobre el casco de la estación, donde explotaron como las chispas que queman y agujerean una alfombra. Los mercenarios de Thorne saltaron por las brechas y se diseminaron por el interior. El silencio de la radio enemiga estalló en un caos escandaloso.

Miles se puso a activar las lecturas de su tablero. Una oficial enemiga volvió la cabeza para dar órdenes a su pelotón; inmediatamente, Miles trabó su casco en la posición máxima de torsión, inmovilizando por ende el cuello de la oserana. Escogió luego a otro soldado en un pasillo y accionó a toda potencia el arco de plasma incorporado a su traje; el fuego surgió salvajemente de la mano del hombre, quien retorció por reflejo, sorprendido, y rociando el suelo, el techo y a sus camaradas.

Hizo una pausa para observar la lectura de Elena. Un pasillo pasaba a toda velocidad por la pantalla. La imagen giró locamente cuando la joven usó los reactores del traje para frenar. Evidentemente, la gravedad artificial de la estación de desembarco había sido anulada. Un sello automático de aire bloqueó entonces el corredor. Elena cesó de dar vueltas, apuntó con su arco de plasma y abrió un boquete en el sello. Se impulsó por el mismo, al tiempo que un soldado enemigo hacía lo propio desde el otro lado. Se toparon en una confusa pelea, los servos chirriando por la necesidad de sobrecarga.

Miles buscó frenéticamente la lectura del enemigo entre las diez que había, pero era un peliano. No tenía acceso a su traje. El corazón le martilleaba en los oídos. Hubo otra vista de la lucha entre Elena y el peliano en la pantalla; Miles tuvo la confusa sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo; entonces se dio cuenta de que estaba mirando la escena desde el traje de otro oserano. El oserano estaba levantando el arma para disparar… No podía errar…

Miles accionó entonces el equipo médico del hombre y le inyectó en las venas — de una sola vez — todas las drogas que contenía. El audio transmitió un grito ahogado, tembloroso; la lectura del ritmo cardíaco saltó enloquecida y luego registró fibrilación. Otra figura — ¿Baz? — con la armadura de la Ariel entró por la brecha del sello, disparando mientras volaba. El plasma cubrió al oserano, interrumpiendo la transmisión.

— ¡Hijo de puta! — gritó de repente Auson, dando un codazo a Miles —. ¿De dónde salió?

Miles pensó primero que Auson se refería al soldado de la armadura; entonces acompañó la mirada del ex capitán hasta otra pantalla que enfocaba el espacio opuesto a la estación.

Asomando tras ellos había una gran nave de guerra oserana.

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