21

Miles realizó un lento y recatado sobrevuelo en torno del Castillo Vorhartung, resistiéndose al vigoroso impulso de aterrizar la aeronave directamente en el patio del edificio. El hielo, en el río que serpenteaba por la ciudad capital de Vorbarr Sultana, se habí resquebrajado y el cauce mostraba ahora el agua que enviaban las niveves al derretirse allá en el sur, en las montañas Dendarii.

La moderna ciudad que se levantaba varios kilómetros alrededor del viejo castillo se mostraba ruidosa y actva con el tráfico matinal. Las áreas de estacionamiento próximas al lugar estaban atestadas de vehículos de todo tipo, así como de corrillos de hombres en medio centenar de diferentes libreas. Al lado de Miles, Ivan contaba las banderas que ondeaban en las murallas almenadas, agitadas por la fría brisa primaveral.

— Es una sesión del Consejo al completo — comentó —. No creo que falte ningún estandarte; está incluso el del conde Vortala, que durante años no ha asistido a una sola reunión. Deben de haberle traído a la fuerza. ¡Dios mío, Miles!, ahí está el estandarte del emperador… Gregor debe de estar dentro.

— Podrías haberlo deducido por todos los hombres que hay en la azotea con la librea imperial y armas de plasma antiaéreas — observó Miles.

En su interior se sintió acobardado. Una de aquellas armas se movía en ese preciso momento, siguiendo el vuelo de la aeronave como un ojo suspicaz.

Lenta y cuidadosamente, hizo descender el vehículo en un círculo pintado fuera de los muros del castillo.

— ¿Sabes? — dijo Ivan pensativo —, vamos a parecer un par de tontos si llega a resultar que están debatiendo sobre derechos marítimos o algo por el estilo.

— Sí, se me cruzó por la mente — admitió Miles —. Lo de llegar en secreto era un riesgo calculado. Bueno, ambos hemos sido tontos ya antes, no habrá nada novedoso ni sorprendente en ello.

Consultó la hora y aguardó un momento en el asiento de mando, respirando cautelosamente y con la cabeza gacha.

— ¿Te sientes mal? — preguntó Ivan, alarmado —. No tienes buen aspecto.

Miles movió la cabeza negativamente, mintiendo, y pidió perdón en su corazón por todas las cosas desagradables que alguna vez había pensado de Baz Jesek. Conque ésa era la cosa, así, el miedo paralizante. Él no era más valiente que Baz, después de todo. Nunca había estado tan asustado.

Deseaba haberse quedado con los Dendarii, haciendo algo sencillo, como desactivar bombas diente de león.

— Ruego a Dios que esto funcione — murmuró.

Ivan parecía más alarmado aún.

— Has estado incitándome a este plan-sorpresa durante las últimas dos semanas. De acuerdo, finalmente me convenciste. ¡Es demasiado tarde para cambiar de opinión!

— Yo no he cambiado de opinión. — Miles se quitó los círculos plateados de la frente y de las sienes, y fijó la vista en el gran muro gris del castillo.

— Los guardias van a fijarse en nosotros si nos quedamos sentados aquí — agregó Ivan después de un momento —. Por no mencionar el infierno que probablemente se esté desatando en el puerto de lanzaderas en este preciso momento.

— Tienes razón — convino Miles.

Se columpió entonces en el extremo de una larga cadena de razonamientos que se balanceaban a los vientos de la duda. Era tiempo de pisar tierra firme.

— Después de ti — dijo Ivan cortésmente.

— Está bien.

— Cuando gustes — añadió Ivan.

El vértigo de la caída libre… Abrió las puertas y descendió hasta el pavimento.

Avanzaron hacia un cuarteto de guardias armados, vestidos con la librea imperial, que custodiaban la puerta del castillo. Al verlos acercarse, uno de ellos, pegando la mano al cuerpo, formó cuernos con los dedos; tenía el rostro de campesino. Miles suspiró para sí. Bienvenido a casa. Inclinó incisivamente la cabeza, a manera de saludo.

— Buenos días, señores. Soy lord Vorkosigan. Tengo entendido que el emperador me ha ordenado presentarme aquí.

— Maldito bromista — dijo uno de los guardias, desatando su porra.

Un segundo guardia le aferró el brazo, mirando impresionado a Miles.

— ¡No, Dub… realmente lo es!

Soportaron un nuevo registro en el vestíbulo de la gran cámara. Ivan seguía tratando de espiar por la puerta, ante el fastidio del guardia encargado de realizar el control final para impedir cualquier arma ante la presencia del emperador. Algunas voces llegaban de la cámara a los oídos de Miles, quien se esforzaba por distinguirlas. Reconoció la del conde Vordrozda, de sostenida nasalidad, rítmica en las cadencias del debate.

— ¿Cuánto hace que vienen reuniéndose? — le preguntó Miles a un guardia.

— Hace una semana. Hoy debía ser el último día. En este momento están presentando los alegatos. Llega justo a tiempo, mi señor. — El guardia le dirigió a Miles un gesto de aliento.

— ¿Estás seguro de que no preferirías estar en terapia en Colonia Beta? — murmuró Ivan.

Miles sonrió sombríamente.

— Ahora es demasiado tarde. ¿No sería divertido que llegáramos justo para la sentencia?

— Histérico. Morirás riendo, sin duda — gruñó Ivan.

Ivan, con el visto bueno del guardia, se encaminó hacia la puerta. Miles le detuvo.

— ¡Shh, espera! Escucha.

Otra voz identificable: el almirante Hessman.

— ¿Qué está haciendo él aquí? — preguntó Ivan en voz baja —. Creí que este sitio era reservado para los condes solamente.

— Testigo, te apuesto; exactamente igual que tú. ¡Shh!

— … Si nuestro ilustre primer ministro no sabía nada de esta conjura, entonces permítasele presentarnos a ese sobrino «perdido» — la voz de Vordrozda estaba cargada de sarcasmo —. Dice que no puede. ¿Y por qué no? Yo me permito opinar que no puede porque lord Vorpatril fue avisado con algún mensaje secreto. ¿Qué mensaje? Obviamente, alguna variante de «¡sálvese quien pueda, se descubrió todo!». Y yo les pregunto, ¿es razonable que un complot de esta magnitud pueda haber sido llevado tan lejos por un hijo sin que su padre lo supiera? ¿Adónde fueron esos 275.000 marcos desaparecidos, cuyo destino tan firmemente se niega a revelar, sino a financiar secretamente la operación? Esas repetidas demandas de postergación son sencillamente una pantalla de humo. Si lord Vorkosigan es tan inocente, ¿por qué no está aquí? — Vordrozda se interrumpió con estudiado dramatismo.

Ivan tiró de la manga de Miles.

— Vamos. Nunca tendrás mejor línea de entrada que ésta, aunque esperes todo el día.

— Tienes razón. Vamos.

Ventanas de vidrios coloreados en la pared que daba al este salpicaban el piso de roble de la cámara con manchas de luz. Vordrozda estaba de pie en el círculo de los oradores. Detrás de él, en el banco de testigos, estaba sentado el almirante Hessman. La galería superior, con sus barandas finamente labradas, estaba, por cierto, vacía; pero las filas de simples bancos de madera y los pupitres que rodeaban la sala estaban atestados de hombres.

Libreas de etiqueta en una estrafalaria variedad de matices se dejaban ver bajo sus togas de oficio, rojas y plata, con la excepción de algunos hombres diseminados, sin toga, que llevaban el uniforme de gala rojo y azul de servicio imperial activo. El emperador Gregor, en su estrado elevado a la izquierda del salón, vestía también el uniforme del servicio imperial. Miles sofocó un espasmo agudo de miedo a entrar en escena. Deseó haber pasado por la residencia Vorkosigan para cambiarse; todavía llevaba la camisa lisa oscura, los pantalones y las botas que tenía puestos al dejar Tau Verde. Estimó la distancia al centro de la cámara en, aproximadamente, un año luz.

Su padre estaba sentado detrás de su escritorio en la primera fila, no lejos de Vordrozda, y con la misma apariencia que en casa, con sus colores rojo y azul. El conde Vorkosigan estaba reclinado hacia atrás, con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, los brazos plegados en el respaldo, pero tan indiferente como un tigre acechando a su presa. Su rostro estaba irritado, con aire asesino, concentrado en Vordrozda; Miles se preguntó si el antiguo apodo infamante de «El Carnicero de Komarr», que alguna vez se le asignó a su padre, no tendría cierta base real, después de todo.

Vordrozda, en el círculo de oradores, era el único que enfrentaba directamente el oscurecido arco de la entrada. Fue el primero en ver a Miles y a Ivan. Acababa de abrir la boca para continuar; se quedó así, con la mandíbula floja.

— Ésa es exactamente la pregunta que propongo que usted responda, conde Vordrozda…, y usted, almirante Hessman — gritó Miles.

Dos años luz, pensó, y cojeó hacia adelante.

La cámara se agitó con murmullos y gritos de perplejidad. De todas las reacciones, Miles quería ver una sola en especial.

El conde Vorkosigan giró de golpe la cabeza y vio a Miles. Tomó aire y recogió los brazos y las piernas. Se sentó por un instante con los codos sobre el pupitre, ocultando la cara entre las manos. Se frotó el rostro, con fuerza; cuando volvió a levantarlo, estaba enrojecido y arrugado, pestañeaba.

¿Cuándo comenzó a parecer tan viejo?, se preguntó Miles con dolor. ¿Era así de gris su cabello? ¿Ha cambiado tanto, o soy yo? ¿O ambos?

La mirada del conde Vorkosigan recayó sobre Ivan, y su rostro se aclaró hasta la exasperación.

— ¡Ivan, idiota!, ¿dónde has estado?

Ivan miró a Miles y aprovechó la ocasión, haciendo una reverencia hacia el banco de teestigos.

— El almirante Hessman me envió para que encontrara a Miles, señor. Lo hice. Aunque, por ciertos motivos, no creo que fuera eso lo que el almirante tenía planeado, en realidad.

Vordrozda giró en círculo para echarle una furiosa mirada a Hessman, quien había abierto enormemente los ojos al ver a Ivan.

— Tú… — le susurró Vordrozda, con la voz envenenada por la ira. Casi instantáneamente refrenó el impulso de saltarle encima y relajó sus manos haciendo que, de rastrillos con garras, volvieran a parecer elegantemente combadas otra vez.

Miles hizo una reverencia a los presentes, inclinándose sobre una rodilla en dirección al emperador.

— Mi señor, mis lores. Habría llegado antes aquí, pero mi invitación se perdió en el correo. Para dar fe de ello, quisiera llamar a lord Vorpatril como mi testigo.

El joven rostro de Gregor le observó, rígido, los ojos oscuros afligidos y distantes. La mirada del emperador se volvió con perplejidad hacia su nuevo consejero, de pie en el círculo de los oradores. Su antiguo consejero, el conde Vorkosigan, parecía milagrosamente renacido; sus labios se estiraban hacia atrás en una sonrisa felina.

También Miles miró a Vordrozda por el rabillo del ojo. Ahora, pensó, es el momento de atropellar, en este instante. Para cuando el Lord Guardián del Círculo admita a Ivan con toda la ceremonia debida, se habrán recuperado. Dales sesenta segundos para conferenciar en el banco y habrán fraguado nuevas mentiras de lo más razonable, poniendo su palabra contra la nuestra en el espantoso juego de un voto que ya ha sido condicionado. Hessman, sí, era a Hessman a quien debía atacar; Vordrozda era demasiado ágil para huir asustado. Golpea ahora, y parte por la mitad la conspiración. Tragó saliva, se aclaró la garganta y declaró de golpe.

— Acuso al almirante Hessman, aquí delante vuestro, lores, con los cargos de sabotaje, asesinato e intento de asesinato. Puedo probar que él ordenó el sabotaje del correo imperial del capitán Dimir, que resultó con la horrible muerte de todos sus tripulantes; puedo probar su intento de que mi primo Ivan estuviera entre ellos.

— Usted está fuera de orden — gritó el conde Vordrozda —. Esos cargos descabellados no incumben al Consejo de Condes. Debe llevarlos a una corte militar si quiere formularlos, traidor.

— Donde el almirante Hessman, más convenientemente, debe afrontarlos solo, dado que usted, conde Vordrozda, no puede ser sometido a juicio allí — dijo Miles de inmediato.

El conde Vorkosigan golpeaba suavemente el puño contra su pupitre, inclinándose impulsivamente hacia Miles; sus labios formaban una silenciosa letanía: sí, sigue, sigue…

Miles, alentado, alzó la voz.

— Los afrontará solo y morirá solo, ya que él tiene únicamente su propia palabra, sin testigos, para acreditar que los crímenes se cometieron por orden suya, conde Vordrozda. No hubo testigos, ¿verdad que no, almirante Hessman? ¿Cree usted realmente que el conde Vordrozda se sentirá tan afectado por sentimientos de lealtad como para respaldar sus palabras?

Hessman estaba pálido como un muerto, respiraba con esfuerzo y miraba alternativamente a Miles y a Ivan. Miles podía ver el pánico asomando en sus ojos.

Vordrozda, inquieto en el círculo, hizo un gesto espasmódico hacia Miles.

— Mis lores, ésta no es una defensa. Solamente espera camuflar su culpabilidad mediante esas descabelladas acusaciones, ¡y totalmente fuera de orden al respecto! ¡Mi Lord Guardián, le exhorto a restablecer el orden!

El Lord Guardián del Círculo comenzó a incorporarse; se detuvo, traspasado por una penetrante mirada del conde Vorkosigan. Se hundió débilmente en su banco.

— Esto, ciertamente, es muy irregular… — dijo, y se calló. El conde Vorkosigan sonrió aprobadoramente.

— No ha contestado a mi pregunta, almirante. — Miles continuó —: Vordrozda, ¿hablará usted en favor del almirante Hessman?

— Los subordinados han cometido excesos no autorizados a lo largo de toda la historia… — comenzó a decir Vordrozda.

Da vueltas, rodeos, va a escabullirse… ¡No!, también yo puedo dar giros.

— Oh, ¿admite usted que él es su subordinado?

— No es nada de eso — estalló Vordrozda —. No tenemos ninguna conexión salvo nuestro interés común en el bien del Imperio.

— Ninguna conexión, almirante Hessman, ¿lo ha oído? ¿Cómo se siente uno al ser apuñalado por la espalda con tanta suavidad, eximia suavidad? Apuesto a que apenas puede sentir el puñal atravesándole. Será exactamente igual hasta el final, ¿sabe?

Los ojos de Hessman se inflamaron. Se incorporó de un salto.

— ¡No, no lo será! — refunfuñó —. Usted empezó esto, Vordrozda. ¡Si yo voy a hundirme, le arrastraré conmigo! — Señaló a Vordrozda —. Vino a mí en la Feria Invernal, pidiéndome que le pasara los últimos datos de Seguridad Imperial acerca del hijo de Vorkosigan…

— ¡Cállese! — gritó desesperadamente Vordrozda, con la furia quemándole la vista al ser tan innecesariamente atacado por la espalda —. ¡Cállese!

Su mano se escurrió bajo su toga escarlata y emergió con un destello. Apuntó la pistola de agujas hacia el balbuceante almirante. Se detuvo. Vordrozda miró entonces el arma en su mano como si ésta fuera un escorpión.

— ¿Quién está fuera de orden ahora? — se burló entonces Miles.

La aristocracia de Barrayar todavía conservaba su carácter militar. Ver extraer un arma letal en presencia del emperador provocó un fuerte reflejo. Veinte o treinta hombres saltaron de sus bancos.

Sólo en Barrayar, pensó Miles, un arma cargada podía provocar una estampida hacia alguien que la esgrimiera. Otros corrieron a interponerse entre Vordrozda y el estrado del emperador. Vordrozda se olvidó de Hessman y giró para apuntar a su verdadero tormento, mientras alzaba el arma. Miles se quedó completamente rígido, traspasado por el oscuro ojo de la pistola. Era fascinante que el pozo del infierno tuviera una entrada tan estrecha…

Vordrozda quedó enterrado en una avalancha de cuerpos que le derribaron, sus rojas togas flameando. Ivan tuvo el honor de ser el primero, al sujetarle las rodillas.


Miles estaba de pie delante de su emperador. La cámara se había calmado, sus anteriores acusadores habían sido llevados detenidos. Ahora se enfrentaba a su verdadero tribunal.

Gregor suspiró incómodo y llamó a su lado al Lord Guardián del Círculo. Consultaron un instante.

— Le emperador solicita y demanda una hora de receso, para examinar el nuevo testimonio. Como testigos, conde Vorvolk, conde Vorhalas.

Entraron en la cámara privada que estaba detrás del estrado; Gregor, el conde Vorkosigan, Miles, Ivan y los testigos curiosamente elegidos por Gregor.

Henri Vorvolk era uno de los pocos condes de edad similar a la de Gregor, y amigo personal del mismo. El núcleo de una nueva generación de compinches. No sorprendía que Gregor deseara su apoyo. El conde Vorhalas…

Vorhalas era el más antiguo y el más implacable enemigo del conde Vorkosigan, desde la muerte de sus dos hijos en el bando equivocado, dieciocho años atrás, con ocasión de la Pretensión de Vordarian. Miles le miró y sintió náuseas. El hijo y heredero del conde había sido quien arrojó una noche la granada de gas soltoxin por la ventana de la Casa Vorkosigan, en un confuso intento de vengar la muerte de su hermano menor, ejecutado a su vez por traición. ¿Veía el conde Vorhalas en la conspiración de Vordrozda una oportunidad de completar el trabajo, una venganza en perfecta simetría, un hijo por un hijo?

Sin embargo, Vorhalas era conocido como un hombre justo y honesto… Miles muy fácilmente podía imaginárselo unido a su padre en el desprecio por el complot arribista urdido por Vordrozda. Los dos habían sido enemigos tanto tiempo y sobrevivido a tantos amigos y adversarios, que su enemistad había alcanzado casi una especie de armonía. Con todo, nadie osaría acusar a Vorhalas de favoritismo por el antiguo regente. Los dos hombres intercambiaron un seco saludo, como un par de esgrimistas en guardia, y tomaron asientos enfrentados.

— Bien — dijo e conde Vorkosigan, poniéndose serio — ¿Qué es lo que pasó realmente allí, Miles? He recibido informes de Illyan hasta no hace mucho; pero en cierta medida parecían generar más interrogantes de los que ayudaban a responder.

Miles pareció divertido un instante.

— ¿No sigue enviando informes su agente? Lo juro, no he interferido en sus deberes…

— El capitán Illyan está en prisión.

— ¿Qué?

— Esperando juicio. Fue incluido en tus cargos de conspiración.

— ¡Eso es absurdo!

— En absoluto, es de lo más lógico. ¿Quién, al actuar en contra mía, no tomaría primero la precaución de quitarme los ojos y los oídos si pudiera?

— El conde Vorhalas hizo un gesto de acuerdo y aprobación tácita; como si dijera: Exactamente como yo lo hubiera hecho.

Los ojos del padre de Miles se achicaron con incisivo humor.

— Es una instructiva experiencia para él estar un tiempo en el otro extremo del proceso de la justicia. No hace daño. Aunque admito que está un poquito molesto conmigo en este momento.

— La cuestión — dijo Gregor con tono distante — era si el capitán me servía a mí o a mi primer ministro. — Una amarga incertidumbre aún se notaba en sus ojos.

— Todo el que me sirve, te sirve, por medio de mí — declaró el conde Vorkosigan —. Es el sistema Vor en pleno funcionamiento: afluentes de experiencia, todos fluyendo juntos, combinados por fin en un río de enorme fuerza; tuya es la confluencia final. — Era lo más próximo a una adulación que jamás había escuchado en boca de su padre, una medida que le disgustaba —. Cometes una injusticia contra Simon Illyan al sospechar de él. Te ha servido toda tu vida, y a tu abuelo antes que a ti.

Miles se preguntó qué clase de afluente constituía ál ahora; los Dendarii eran unas fuentes muy extrañas, ciertamente.

— ¿Qué pasó? Bien, señor…

Se detuvo, buscó a tientas en la cadena de eventos algún punto inicial. En verdad, todo comenzó en un muro a menos de 100 kilómetros de Vorbarr Sultana. Pero comenzó su relato narrando el encuentro con Arde Mayhew en Colonia Beta. Se trabó, vacilando temerosamente, tomó aliento, y continuó con una honesta y exacta descripción de su encuentro con Baz Jesek. Su padre pegó un respingo al oír el nombre. El bloqueo, el abordaje, las batallas… Se olvidó de sí mismo durante su entusiasta descripción de las mismas; hubo un momento en que alzó la vista para darse cuenta de que tenía al emperador haciendo la parte de la flota oserana, a Henri Vorvolk como el capitán Tung y a su padre como el alto mando peliano. La muerte de Bothari. El rostro de su padre se contrajo y pareció ensimismado ante la noticia.

— Bueno — dijo después de un momento —, se ha librado de un gran peso. Que pueda hallar la paz al fin.

Miles miró al emperador y evitó mencionar las acusaciones de Elena Visconti con respecto al príncipe Serg. Por la aguda y agradecida mirada que le dirigió el conde Vorkosigan, dedujo que había hecho lo correcto. Ciertas verdades resultan un torrente demasiado violento para que algunas estructuras lo resistan, y Miles no tenía la deseos de presenciar otra devastación como la de Elena Bothari.

Para cuando le llegó el momento de relatar cómo había roto al fin el bloqueo, los labios de Gregor estaban abiertos por la fascinación y los ojos del conde Vorkosigan brillaban apreciando la estrategia de su hijo. La llegada de Ivan y las deducciones que Miles hizo de la misma… Se acordó la hora que se cumplía y echó mano a la petaca que tenía en su cintura.

— ¿Qué es eso? — preguntó su padre alarmado.

— Antiácido. ¿Quieres un poco? — le ofreció cortesmente.

— Gracias — dijo el conde Vorkosigan — ¿No te importa si lo pruebo?

Dio un trago solemne, con la cara tan tiesa que incluso Miles no estaba seguro de si su padre se estaba riendo.

Miles brindó un breve y escueto relato de los motivos que le habían llevado a decidir volver en secreto para intentar sorprender a Vordrozda y a Hessman. Ivan respaldó todo lo que había podido testimoniar personalmente, desmintiendo a Hessman. Gregor parecía perturbado al haberse revertido tan bruscamente las suposiciones que tenía acerca de sus nuevos amigos. Despierta, Gregor, pensó Miles. Tú, entre todos los hombres, no puedes darte el lujo de cómodas ilusiones. No, por cierto, no tengo ningún deseo de cambiar mi sitio por el tuyo.

Para cuando Miles hubo terminado, Gregor estaba abatido. El conde Vorkosigan se sentó a la diestra de Gregor, reclinado, como de costumbre, en una silla, y miró a su hijo con pensativo anhelo.

— ¿Por qué, entonces? — preguntó Gregor —. ¿Qué querías hacer de ti, cuando erigiste semejante fuerza, sino un emperador; si no de Barrayar, quizá de algún otro lugar?

— Mi señor. — Miles bajó la voz —. Cuando jugábamos juntos aquellos inviernos en la Residencia Imperial, ¿cuándo pedí alguna vez otro papel que no fuera el de Vorthalia, el leal? Tú me conoces, ¿cómo podías dudar? Los Mercenarios Dendarii fueron un accidente. Yo no los planeé, sucedieron, en el transcurso de querer salir de un lío para meterme en otro. Sólo quería servir a Barrayar, como mi padre antes que yo. Cuando no pude servir a Barrayar, quise… quise servir para algo. Para… — alzó los ojos hacia su padre, impelido a una honesta y dolorosa confesión —, para hacer de mi vida una ofrenda digna que poner a sus pies. — Se encogió de hombros —. Volví a fallar.

— Arcilla, muchacho. — La voz del conde Vorkosigan era ronca pero clara —. Sólo arcilla. Indigno de recibir un sacrificio tan precioso. — Su voz se quebró.

Por un momento, Miles se olvidó de preocuparse por el inminente juicio. Parpadeó, y almacenó tranquilidad en los huecos más recónditos de su corazón, para que le reconfortara y le deleitara en alguna hora oscura y desesperada de su futuro. Gregor, huérfano, tragó saliva y miró hacia otro lado, como avergonzado. El conde Vorhalas miraba desconcertado al suelo, como un hombre presenciando accidentalmente alguna escena privada y delicada.

La diestra de Gregor se movió vacilante para tocar el hombro de su primer y más leal protector.

— Yo sirvo a Barrayar — dijo —. Mi deber es la justicia. Nunca me propuse dispensar injusticia.

— Te viste cercado, muchacho — le murmuró al oído el conde Vorkosigan —. Te enredaron. No importa. Pero aprende de ello.

Gregor suspiró.

— Cuando jugábamos juntos, Miles, siempre me derrotabas en los juegos de estrategia. Fue porque te conocía por lo que tuve dudas.

Miles se arrodilló, inclinó la cabeza y abrió los brazos.

— Tu voluntad, mi señor.

Gregor sacudió la cabeza.

— Ojalá siempre soporte traiciones como ésta. — Alzó la voz para los testigos —. ¿Bien, mis lores? ¿Estáis de acuerdo en que la esencia de la acusación de Vordrozda, el intento de usurpación del Imperio, es falsa y maliciosa? ¿Y querréis testificarlo ante vuestros pares?

— Por completo — dijo Henri Vorvolk con entusiasmo.

Miles estimó que el cadete de segundo año se había enamorado de él aproximadamente hacia la mitad de su relato sobre las aventuras con los Mercenarios Dendarii.

El conde Vorhalas permanacía frío y pensativo.

— El cargo de usurpación ciertamente aparece como falso — convino — y, por mi honor, así lo testificaré. Pero hay otra traición aquí. Por su propia admisión, lord Vorkosigan estuvo, y de hecho sigue estando, en violación de la ley de Vorloupulous, traición por su propio derecho.

— Ningún cargo semejante ha sido presentado en el Consejo de Condes — dijo fríamente el conde Vorkosigan.

Henri Vorvolk sonrió.

— ¿Quién se atrevería, después de esto?

— Un hombre de probada lealtad al Imperio, con un interés teórico en la justicia perfecta, podría atreverse — respondió desapasionadamente el conde Vorkosigan —. Un hombre sin nada que perder podría atreverse … mucho. ¿No?

— Suplica por ello, Vorkosigan — susurró Vorhalas perdiendo su frialdad —. Implora clemencia, como yo hice. — Cerró los ojos y se estremeció.

El conde Vorkosigan le miró en silencio durante un momento; luego, dijo:

— Como quieras. — Se levantó y se hincó sobre una rodilla delante de su enemigo —. Déjalo pasar, y veré que el muchacho no agite esas aguas nunca más.

— Demasiado terco, todavía.

— Por favor, entonces.

— Di: «Te lo suplico.»

— Te lo suplico — repitió obedientemente el conde Vorkosigan.

Miles buscó signos de ira en su padre. No encontró nada: esto era algo viejo, más viejo que él mismo, entre los dos hombres, algo laberíntico, él apenas podía penetrar en los sitios recónditos de ese laberinto. Gregor parecía enfermo; Henri Vorvolk, perplejo; Ivan, aterrado.

La firme calma de Vorhalas parecía orlada con una especie de éxtasis. Se inclinó, acercándose al oído del padre de Miles.

— Más fuerte, Vorkosigan — susurró. El conde Vorkosigan bajó la cabeza y apretó las manos.

Me ve, si es que acaso me ve, como un instrumento para manejar a mi padre… Es hora de llamarle la atención.

— Conde Vorhalas — dijo Miles, rompiendo el silencio —. Considérese satisfecho. Porque si sigue adelante con esto, en algún momento tendrá usted que mirarle a mi madre a los ojos y repetírselo todo a ella. ¿Se atreve?

Vorhalas pareció ligeramente acobardado. Se dirigió a Miles, frunciendo el ceño.

— ¿Puede mirarte tu madre y no comprender el deseo de venganza? — Hizo un ademán por el atrofiado y enclenque aspecto de Miles.

— Mi madre llama a esto mi gran don. Las pruebas son un don, dice, y las grandes pruebas son grandes dones. Por supuesto — agregó precavidamente —, es muy sabido que mi madre es un poco extraña… — Miró fijamente a Vorhalas —. ¿Qué se propone hacer usted con su don, conde Vorhalas?

— Diablos — murmuró Vorhalas tras un breve e interminable silencio, y dirigiéndose no a Miles, sino al conde Vorkosigan —. Tiene los ojos de su madre.

— Lo he notado — murmuró a su vez en respuesta el conde Vorkosigan.

Vorhalas lo miró con exasperación.

— No soy un maldito santo — declaró entonces Vorhalas al aire en general.

— Nadie le está pidiendo que lo sea — dijo Gregor, consolándolo ansiosamente —. Pero usted es mi siervo, y no me vale para nada que mis nervios se estén destrozando entre sí en vez de hacerlo con mis enemigos.

Vorhalas resopló y se encogió de hombros gruñosamente.

— Es verdad, mi señor. — Sus manos se fueron abriendo, dedo por dedo, como librándose de alguna invisible posesión —. Oh, levántate — agregó impaciente, mirando al conde Vorkosigan.

El antiguo regente se levantó, relajado otra vez. Vorhalas miró a Miles.

— Y exactamente, ¿cómo te propones, Aral, mantener a este dotado joven maníaco y a su accidental ejército bajo control?

El conde Vorkosigan midió sus palabras lentamente, gota a gota, como si buscara una delicada dosificación.

— Los Mercenarios Dendarii son un verdadero acertijo. — Desvió la mirada hacia Gregor —. ¿Cuál es tu voluntad, mi señor?

Gregor dio un respingo al ser sacado de su calidad de espectador. Miró, más bien implorante, a Miles.

— Las organizaciones crecen y mueren. ¿Hay alguna posibilidad de que ellos sencillamente se desvanezcan?

Miles se mordió el labio.

— Esa esperanza se me cruzó por la mente, pero… parecían terriblemente saludables cuando los dejé. Seguían creciendo.

Gregor sonrió.

— Difícilmente podré hacer marchar mi ejército contra ellos y disolverlos, como lo hizo el viejo Dorca; definitivamente es un paseo demasiado largo.

— Ellos son personalmente inocentes de toda maldad y equivocación — se apresuró a señalar Miles —, nunca supieron quién era yo… la mayoría de ellos ni siquiera son barrayaranos.

Gregor miró con idecisión al conde Vorkosigan, quien se estudiaba las botas como diciendo: «Tú eres quien deseaba ardientemente tomar sus propias decisiones, muchacho.» Aunque lo que dijo en voz alta fue:

— Tú eres tan emperador como lo fue Dorca, Gregor. Haz tu voluntad.

La mirada de Gregor volvió a recaer en Miles durante un largo rato.

— No podías romper el bloqueo dentro de ese contexto militar, así que cambiaste el contexto.

— Sí, señor.

— Yo no puedo cambiar la ley de Dorca… — dijo Gregor lentamente. El conde Vorkosigan, que había empezado a sentirse inquieto, se tranquilizó otra vez —. Salvó a Barrayar.

El emperador hizo una pausa durante un largo rato, con la frustración a flor de piel. Miles sabía exactamente cómo se sentía. Le dejó achicharrarse un momento más, hasta que el silencio se puso tenso por la expectación y Gregor empezó a adquirir ese aire desesperado que Miles reconocía de sus exámenes orales, un hombre atrapado sin la respuesta. Ahora.

— Los Mercenarios Particulares del Emperador — dijo Miles a modo de sugerencia.

— ¿Qué?

— ¿Por qué no? — Miles se irguió y abrió las palmas hacia el cielo —. Estaría encantado de ofrecértelos. Declaradlos «Escuadrón de la Corona». Se ha hecho antes.

— ¡Con tropas de caballería! — dijo el conde Vorkosigan. Pero su rostro estaba de repente mucho más vivo.

— Cualquier cosa que haga con ellos será una ficción legal, de todas maneras, dado que están más allá de su alcance — indicó Miles, y se volvió hacia Gregor para hacerle una reverencia a modo de disculpa —. Puede arreglarlo perfectamente según su máxima conveniencia.

— ¿La máxima conveniencia de quién? — preguntó fríamente el conde Vorhalas.

— Estabas pensando en esto en el sentido de que fuese una declaración privada, espero — añadió el conde Vorkosigan.

— Bueno, sí. Me temo que la mayoría de los mercenarios se sentirían… perturbados al escuchar que han sido reclutados para el Servicio Imperial de Barrayar. Pero, ¿por qué no ponerlos en el departamento del capitán Illyan? — le preguntó a Gregor —. La situación de los mercenarios tendría que permanecer en secreto, entonces. Permítele imaginar algo útil que hacer con ellos. Una flota mercenaria libre que pase a pertenecer en secreto a la Seguridad Imperial Barrayarana.

Gregor pareció de pronto más dispuesto; de hecho, intrigado.

— Eso podría ser práctico…

El conde Vorkosigan reprimió de inmediato una sonrisa que se le asomó entre los dientes.

— Simon se pondrá loco de alegría — murmuró.

— ¿De veras? — preguntó Gregor con tono dubitativo.

— Tienes mi garantía. — El conde Vorkosigan esbozó una reverencia mientras se sentaba.

Vorhalas resopló y miró agudamente a Miles.

— Eres malditamente astuto para tu propio bien, ¿sabes, muchacho?

— Exactamente, señor — dijo Miles complaciente, con un moderado ataque de histeria por el alivio, y sintiéndose más ligero en unos tres mil soldados y Dios sabe cuántas toneladas de equipo. Lo había hecho; la última pieza encajada en su lugar…

— … osas tomarme por tonto — murmuraba Vorhalas. Alzó la voz al conde Vorkosigan —. Eso sólo contesta la mitad de mi pregunta, Aral.

El conde Vorkosigan se estudió las uñas, con los ojos iluminados.

— Es verdad, no podemos dejarle andar suelto por ahí. También yo me estremezco al pensar en los accidentes que podría cometer a continuación. Sin duda, debería ser confinado en alguna institución, donde pudieran obligarle a trabajar todo el día bajo atenta vigilancia. — Hizo una pausa, pensativo —. ¿Puedo sugerir la Academia del Servicio Imperial?

Miles alzó la vista, con la boca abierta en un idiotismo de súbita esperanza. Todos sus cálculos se habían concentrado en ver el modo de escabullirse al peso de la ley de Vorloupulous. Apenas se hubiera atrevido siquiera a soñar en su vida futura, y mucho menos aún a imaginar semejante recompensa…

Su padre bajó la voz dirigiéndose a él.

— Asumiendo que eso no sea indigno de ti… almirante Naismith. No he tenido todavía la ocasión de felicitarte por tu ascenso.

Miles se sonrojó.

— Era todo únicamente una farsa, señor. Usted lo sabe.

— ¿Todo?

— Bueno… en su mayor parte.

— Ah, te has vuelto sutil, incluso conmigo… Pero has saboreado el mando. ¿Puedes volver a ser un subordinado? Las degradaciones son un bocado amargo de digerir. — Una antigua ironía jugueteaba en su boca.

— Usted fue degradado, después de lo de Komarr, señor…

— Descendido a capitán, sí.

Miles torció en una mueca un rincón de su boca.

— Tengo un estómago biónico ahora, que puede digerir cualquier cosa. Puedo aguantarlo.

El conde Vorhalas alzó las cejas, escéptico.

— ¿Qué tipo de galones cree usted que logrará, almirante Vorkosigan?

— Creo que logrará unos galones espantosos — dijo con franqueza el conde Vorkosigan —. Aunque, si puede evitar ser estrangulado por sus superiores por… exceso de iniciativa, me parece que podrá ser un buen oficial del Estado Mayor algún día.

Vorhalas se avino con un gesto renuente. Los ojos de Miles resplandecían como hogueras, reflejando los ojos de su padre.


Tras dos días de testimonios y maniobras entre bastidores, el Consejo votó unánimemente la absolución. Entre otras cosas, Gregor ocupó su lugar por el derecho que le correspondía como conde Vorbarra y emitió un resonante «inocente» cuando se requirió el cuarto voto, en vez de la habitual abstención acostumbrada por el emperador. El resto se alineó mansamente.

Algunos de los más antiguos oponentes políticos del conde Vorkosigan parecieron más bien escupir, pero únicamente el conde Vorhalas votó abstención. El conde Vorhalas jamás había sido del partido de Vordrozda y no tenía manhas de asociación que lavar.

— Cojonudo bastardo — comentó el conde Vorkosigan e intercambió un saludo familiar con su más estrecho enemigo a través del salón —. Ya me gustaría que todos tuvieran su firmeza, si no sus opiniones.

Miles permaneció sentado en silencio, absorbiendo este triunfo tan mitigado. Elena habría estado prudente, después de todo.

Pero no feliz. Los halcones de caza no viven en jaulas, no importa cuánto ambicione un hombre su gracia, no importa cuán doradas sean las barras. Son mucho más hermosos remontándose libres. Desgarradoramente hermosos.

Suspiró, y se levantó para ir a luchar con su destino.


Los viñedos que coronaban las faldas escalonadas del lago, en Vorkosigan Surleau, estaban empañados de un nuevo verdor. La superficie del agua brillaba con un cálido soplo de aire, salpicada de monedas de plata. Alguna vez había sido costumbre poner monedas en los ojos de los muertos, había leído Miles, para su viaje; parecía apropiado. Imaginó las monedas hundidas en el lago, apilándose hasta emerger un formar una nueva isla.

Los terrones estaban fríos y húmedos todavía: el invierno se demoraba aún bajo la superficie del suelo. Pesado. Arrojó por encima del hombro una palada desde el pozo que estaba cavando.

— Tus manos están sangrando — observó su madre —, podías hacer esto en cinco segundos con un arco de plama.

— La sangre — dijo Miles — lava el pecado. El sargento decía eso.

— Ya veo.

No puso más objeciones, sino que se sentó en silencio, acompañándole, con la espalda recostada contra un árbol, mirando al lago. Era su educación betana, suponía Miles; su madre jamás parecía cansarse de contemplar deleitada el agua contra el cielo abierto.

Terminó al fin. La condesa Vorkosigan le ofreció una mano para que saliera del pozo. Miles tomó el control de la camilla flotante y enterró la caja oblonga, que había esperado pacientemente todo ese tiempo por su descanso. Bothari siempre le había esperado pacientemente.

Recubrirla de tierra fue un trabajo más rápido. La piedra que su padre había ordenado no estaba terminada todavía; labrada a mano, como las del resto de la familia. El abuelo de Miles descansaba no lejos de allí, junto a su abuela, a la que Miles no llegó a conocer, muerta décadas atrás durante la guerra civil barrayarana. Su mirada se demoró un momento, de un modo incómodo, en el doble espacio reservdo al lado de su abuelo, sobre la falda, y perpendicular a la tumba del sargento. Pero esa carga todavía estaba por venir.

Puso un plato de cobre sobre un trípode, al pie de la tumba. En él apiló ramitas de enebro de las montañas y un mechón de su propio pelo. Sacó entonces de su bolsillo una chalina de color, la abrió cuidadosamente y puso un bucle de cabello oscuro más fino entre las ramas. Su madre agregó una mecha de corto pelo gris y una gruesa, generosa trenza de su propio cabello rojizo, y se retiró a cierta distancia.

Miles, tras una pausa, puso la chalina junto al cabello.

— Me temo que fui una Baba de lo más inadecuada — susurró disculpándose —. Jamás me propuse mofarme de ti. Pero Baz la ama, cuidará bien de ella… Mi palabra fue muy fácil de dar, muy difícil de mantener. Pero… ¡Vaya, vaya! — Agregó pedacitos de cortezas aromáticas —. Vas a descansar cálido aquí, mirando cómo el lago cambia su rostro, de invierno a primavera, de verano a otoño. Ningún ejército marcha aquí, e incluso las noches más cerradas no son completamente oscuras. Seguramente Dios no te pasará por alto, en un sitio como éste. Habrá gracia y perdón suficientes, viejo lobo, aun para ti. — Encendió la ofrenda —. Te ruego que me guardes un trago de esa copa cuando te hayas saciado.

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