6

— Miles, querido — le saludó su abuela, pellizcándole la mejilla como una norma de bienvenida —, llegas bastante tarde, ¿problemas en la aduana otra vez? ¿Estás cansado por el viaje?

— Ni un poquito.

Rebotó sobre sus talones, echando de menos la gravedad cero y el movimiento libre. Se sentía como para correr cincuenta kilómetros o como para ir a bailar o algo por el estilo. Los Bothari, en cambio, parecían cansados y el oficial piloto Mayhew estaba casi verde. El oficial, tras la breve presentación, fue enviado al cuarto de servicio a lavarse, elegir entre un par de pijamas demasiado pequeños o demasiado grandes y caer inconsciente a lo largo de la cama como si le hubieran aporreado con una maceta.

La abuela de Miles sirvió la cena para los supervivientes y, como esperaba Miles, parecía encantada con Elena. Elena estaba teniendo un ataque de timidez ante la presencia de la madre de la admirada condesa Vorkosigan, pero Miles estaba completamente seguro de que la anciana mujer pronto la aliviaría del mismo. Elena podría incluso adquirir un poco de la indiferencia betana de la abuela para con las distinciones de clase de Barrayar. ¿Podría eso itigar la opresiva represión que parecía haber crecido entre él y Elena desde que dejaron de ser niños? Era el maldito traje de Vor que usaba, pensó Miles. Había días en que lo sentía como una armadura; arcaico, ruidoso, incrustado y atornillado. Incómodo de usar, imposible para abrazar. Que den a Elena un abrelatas y la dejen ver qué blanda y miserable babosa encierra esta vaina vistosa — no, eso, no, cualquier cosa no tan repelente —; sus pensamientos se enterraban en la oscura cascada del cabello de Elena. Suspiró. Notó entonces que su abuela le hablaba.

— Perdóname, ¿decías…?

— Yo decía — repitió la abuela pacientemente entre mordiscos — que uno de mis vecinos… tú lo recuerdas, el señor Hathaway, el que trabaja en el centro de reciclaje; sé que le conociste cuando estuviste aquí por la escuela…

— Oh, sí, desde luego.

— Tiene un pequeño problema que nosotros pensamos que tú, quizá, podrías ayudarle a resolver, siendo barrayano. Se lo ha estado reservando, desde que supimos que venías. Él ha pensado, si es que no estáis demasiado cansados, que tal vez podríais ir a verle esta noche, ya que el problema está empezando a ser bastante molesto…


— Realmente, no puedo decirle gran cosa de él — dijo Hathaway, contemplando el vastgo solar que estaba especialmente a su cargo. Miles se preguntaba cuánto llevaría acostumbrarse al olor —, excepto que dice que es de Barrayar. Desaparece de tanto en tanto, pero siempre vuelve. Traté de persuadirle para que fuera a un Refugio, al final, pero la idea no pareció gustarle. Últimamente no he podido acercarme a él. Jamás trató de dañar a nadie ni nada, pero uno nunca sabe, siendo barryano y… Oh, perdón.

Hathaway, Miles y Bothari se abrieron paso por entre el accidentado y traicionero camino, cuidando dónde pisar. Los raros objetos apilados tendían a girar inesperadamente, haciendo tropezar a los incautos. Todo el detrito de la alta tecnología, esperando la apoteosis como el siguiente paso de la ingenuidad betana, brillaba en medio de la más banal y universal basura humana.

— Oh, maldita sea — gritó de repente Hathaway —, ha vuelto a encender fuego otra vez. — Una pequeña voluta de humo gris se alzaba a un centenar de metros —. Espero que no haya estado quemando madera en esta ocasión. Me resulta imposible convencerle de lo valiosa… Bueno, servirá al menos para guiarnos hasta él.

Entre las pilas, una especie de pozo hacía la ilusión de un refugio. Un hombre delgado, de pelo oscuro, poco menos de treinta años, se agazapaba hoscamente sobre un diminuto fuego, cuidadosamente encendido en el fondo del plato de una antena parabólica poco profunda. Un sustituto de mesa que había visto la luz como consola de un ordenador era ahora evidentemente la cocina del hombre, donde guardaba algunas piezas planas de plástico y de metal que hacían las veces de platos y enseres. Una enorme carpa, con sus escamas brillando rojas y doradas, esperaba destripada, lista para ser cocinada.

Unos ojos oscuros, con negras ojeras de cansancio, se alzaron de pronto ante el ruido que provocaron Miles y los otros al aproximarse. El hombre se agachó, aferrando lo que parecía ser un cuchillo de fabricación casera; Miles no podría decir de qué estaba hecho, pero, ciertamente, era un buen cuchillo, a juzgar por el trabajo hecho en la carpa. La mano de Bothari comprobó automáticamente su inmovilizador.

— Creo que es un barrayano — le señaló Miles a Bothari —. Mira la manera en que se mueve.

Bothari asintió con la cabeza. El hombre sostenía el cuchillo con propiedad, como un soldado, con la mano izquierda protegiendo la derecha, listo para bloquear un ataque o para abrirle camino al arma. No parecía consciente de su postura.

Hathaway alzó la voz.

— ¡Eh, Baz! Traigo unas visitas, ¿de acuerdo?

— No.

— Eh, oye — dijo Hathaway, deslizándose un poco por una pila de escombros; acercándose, pero no demasiado —. No te he molestado, ¿no? Te he dejado vagar por aquí durante días, no hay problema en tanto no te lleves nada… Eso no es madera, ¿no? Oh, está bien…, lo dejaré pasar por esta vez, pero quiero que hables con esta gente. Creo que me lo debes. ¿De acuerdo? De todas maneras, son de Barrayar.

Baz los miró fijamente; en su expresión, había una extraña mezcla de hambre y desaliento. Sus labios formaban una muda palabra. Miles la leyó: hogar. Estoy medio oculto, pensó Miles, bajemos donde pueda verme mejor. Caminó cuidadosamente hasta alcanzar a Hathaway.

Baz le miró detenidamente.

— Tú no eres barrayano — dijo de plano.

— Soy la mitad betano — replicó Miles, sin ganas de entrar en su historia médica justo ahora —, pero fui criado en Barrayar. Es mi hogar.

— Hogar — susurró el hombre, apenas audiblemente.

— Estás bastante lejos de casa. — Miles acomodó una caja de plástico de la que colgaban algunos cables, dándole el triste aspecto de algo destripado, y se sentó encima. Bothari tomó posición más arriba, entre los escombros, a la distancia de un salto cómodo —. ¿Te has quedado varado aquí, o algo así? ¿Necesitas alguna ayuda para volver a casa?

— No.

El hombre desvió la mirada, molesto. El fuego casi se había apagado. Puso una parrilla metálica de un acondicionador de aire sobre las brasas y colocó el pescado en ella.

Hathaway miraba fascinado el procedimiento.

— ¿Qué vas a hacer con ese pescado?

— Comérmelo.

Hathaway pareció repugnado.

— Mira, oye, todo lo que tienes que hacer es presentarte en un Refugio y conseguirte una tarjeta; y podrás tener todas las tajadas de proteínas que quieras, de cualquier sabor, limpias y frescas, de los depósitos. Nadie necesita realmente comer un animal muerto en este planeta. ¿De dónde lo has sacado, ya que estamos?

Baz contestó esquivamente.

— De un estanque.

Hathaway quedó boquiabierto por el horror.

— ¡Esas muestras pertenecen al Zoo de Silica! ¡No puede comerse un animal exhibido!

— Había un montón, pensé que nadie echaría en falta uno. No lo robé, lo pesqué.

Miles se frotó la barbilla pensativo, sacudió ligeramente la cabeza y extrajo la botella verde del piloto Mayhew, que había guardado en su chaqueta en un impulso de último momento. Baz observó el movimiento y luego se tranquilizó al ver que no era un arma. Según la etiqueta de Barrayar, Miles tomó un trago primero — dio un sorbo pequeño esta vez —, secó el borde de la botella con la manga y le ofreció la bebida al hombre delgado.

— ¿Un trago con la cena? Es bueno, te hace tener menos hambre y seca los mocos además. Sabe a pis de caballo y miel.

Baz frunció el ceño, pero tomó la botella.

— Gracias. — Dio un trago y agregó con un suspiro estrangulado —: ¡Gracias! — Se sirvió la cena en algo parecido a un plato y se sentó con las piernas cruzadas en medio de la basura —. ¿Alguien quiere…?

— No, gracias, acabo de cenar.

— ¡Dios santo, ni pensarlo! — gritó Hathaway.

— Ah — dijo Miles —. He cambiado de opinión, lo probaré.

Baz le ofreció un bocado con la punta de su cuchillo; las manos de Bothari se crisparon. Miles lo sujetó con la boca, a la manera de campaña, y lo masticó, sonriéndole sarcásticamente a Hathaway. Baz alargó el brazo con la botella, señalando a Bothari.

— Tal vez su amigo…

— No puede — le excusó Miles —. Está de servicio.

— Guardaespaldas — susurró Baz. Volvió a mirar a Miles con esa extraña expresión de temor y algo más —. ¿Qué diablos eres?

— Nada a lo que debas temer. De lo que sea que te estás ocultando, no soy yo. Tienes mi palabra al respecto, si quieres.

— Vor — dijo Baz, soplando suavemente —. Tú eres Vor.

— Bueno, sí. ¿Y qué diablos eres tú?

— Nadie. — Limpió su pescado en un minuto. Miles se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde su última comida.

— Es duro ser nadie en un sitio como éste — observó Miles —. Todo el mundo tiene un número, todo el mundo tiene un lugar asignado; no hay muchos intersicios para ser nadie. Debe de requerir mucho esfuerzo e ingenio.

— Tú lo has dicho — contestó Baz con la boca llena de carpa —. Éste es el peor lugar que jamás he visto, uno tiene que estar mudándose todo el tiempo.

— Ciertamente sabrás — dijo Miles con indecisión — que la Embajada de Barrayar te ayudará a volver a casa, si así lo quieres. Por supuesto, tendrás que pagar el viaje después, y son sumamente estrictos en cuanto al cobro, no están en el negocio de brindarles paseos gratis a los autoestopistas; pero si realmente estás en problemas…

— ¡No! — Fue casi un grito que provocó un débil eco por todo el enorme solar. Baz bajó la voz, avergonzado —. No, no quiero volver a casa. Tarde o temprano conseguiré algún trabajo en el puerto de transbordadores y me embarcaré a un sitio mejor. Tiene que aparecer algo pronto.

— Si quieres trabajo — dijo Hathaway ansiosamente —, todo lo que tienes que hacer es registrarte en…

— Conseguiré algo por mis propios medios — le interrumpió ásperamente Baz.

Las piezas estaban poniéndose en su lugar.

— Baz no desea registrarse en ningún lado — le explicó Miles a Hathaway con un tono fríamente didáctico —. Hasta el momento, Baz es algo que creí imposible en Colonia Beta. Es un hombre que no está aquí. Pasó los radares cruzó la red de información sin una sola señal de presencia. Nunca llegó, nunca pasó por la aduana y apuesto a que utilizó un truco endiabladamente hábil; en lo que concierne a los ordenadores, no ha comido, dormido o comprado nada ni está registrado ni tiene crédito… y preferiría morirse de hambre antes que arreglar su situación.

— Por el amor de Dios, ¿por qué? — preguntó Hathaway.

— Desertor — dijo lacónicamente Bothari desde lo alto —. He visto antes esa pinta.

Miles asintió.

— Creo que ha dado en el clavo, sargento.

Baz se levantó de un salto.

— ¡Eres del Servicio de Seguridad! ¡Bastardo retordico…!

— Siéntate — le invalidó Miles, sin perturbarse —. Yo no soy nadie, ni siquiera soy tan bueno en eso como tú.

Baz vaciló. Miles le estudió con gesto serio; todo el placer de la excursión se diluyó en un baño de fría ambigüedad, de golpe.

— No me imagino… ¿Asistente?, no. ¿Teniente?

— Sí — contestó hoscamente el hombre.

— Un oficial. Sí. — Miles se mordió el labio, turbado ahora —. ¿Fue en plena batalla?

Baz hizo una mueca y contestó esquivo:

— Técnicamente.

— Hm.

Un desertor. Extraño, más allá de toda comprensión, el que un hombre cambiase el envidiado esplendor del Servicio por el gusano del miedo, instalado en su vientre como un parásito. ¿Escapaba de un acto de cobardía?, ¿de algún otro delito?, ¿o de un error, de alguna horrible, fatal equivocación? Técnicamente, Miles tenía el deber de ayudar al Servicio de Seguridad en la captura del sujeto; pero no había venido aquí esta noche para ayudar al hombre, no para destruirle…

— No entiendo — dijo Hathaway —. ¿Cometió algún delito?

— Sí, uno muy grave: deserción en el fragor de la batalla — contestó Miles —. Si le extraditan, la pena será de confinamiento.

— No parece tan terrible — comentó Hathaway, encogiendo los hombros —. Ha estado en mi centro de reciclaje durante dos meses. Difícilmente sería peor…

— No sería para encerrarle — continuó Miles —, sino para descuartizarle. Cortarle en cuatro.

Hathaway le miró azorado.

— ¡Pero eso le mataría! — Miró a su alrededor y languideció ante la exasperada y unificada mirada de los tres barrayanos.

— Betanos — dijo Baz con disgusto —. No aguanto a los betanos.

Hathaway murmuró algo en voz baja; Miles alcanzó a oír «bárbaros sedientos de sangre».

— Entonces, si no sois del Servicio de Seguridad — concluyó Baz, sentándose nuevamente —, bien podéis marcharos. No hay nada que podáis hacer por mí.

— Voy a tener que hacer algo — dijo Miles.

— ¿Por qué?

— Me… me temo que, sin darme cuenta, te he hecho un flaco favor, señor…, señor… Podrías decirme tu nombre, de paso.

— Jesek.

— Señor Jesek. Mira, yo mismo estoy bajo vigilancia de Seguridad; al venir, he puesto tu situación en peligro. Lo siento.

Jesek palideció.

— ¿Por qué te vigila a ti el Servicio de Seguridad?

— No es el Servicio de Seguridad Imperial, me temo.

El desertor perdió el aliento; su rostro se agotó completamente. Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas, como para contrarrestar el desvanecimiento. Un sordo susurro:

— Por Dios… — Miró a Miles —. ¿Qué has hecho tú, muchacho?

Miles dijo ásperamente:

— ¡No le he hecho a usted esa pregunta, señor Jesek!

El desertor masculló una disculpa. No puedo dejar que sepa quién soy, pensó Miles, o se irá disparado y correrá directo a mi supuesta red de Seguridad; incluso, tal como es, el teniente Croye o sus serviles del equipo de Seguridad de la Embajada van a empezar a investigar a este hombre. Se pondrán locos cuando descubran que es el hombre invisible. A más tardar mañana, si le practican el control de rutina. Habré matado a este hombre; ¡no!

— ¿Qué hacías antes en el Servicio? — tanteó Miles para ganar tiempo y pensar.

— Era asistente de un ingeniero.

— ¿Construcciones? ¿Sistemas de armamento?

La voz del hombre se afianzó.

— No, motores de naves de salto. Algunos sistemas de armamentos. Intento conseguir un trabajo técnico en cargueros privados, pero la mayor parte del equipamiento en el que estoy entrenado es obsoleto en este sector. Motores de impulso armónico, por color Necklin; difícil de obtener. Tengo que alejarme de los principales centros económicos.

Un sonoro «¡Hm!» escapó de los labios de Miles.

— ¿Entiendes algo de cargueros RG?

— Seguro. Trabajé en un par de ellos, pero ahora ya no quedan.

— No exactamente. — Una disonante agitación estremeció a Miles —. Conozco uno. Estará realizando un vuelo pronto, si puedo conseguir cargamento y tripulación.

Jesek le miró suspicazmente.

— ¿Vas a algún lugar que no tenga tratado de extradición con Barrayar?

— Tal vez.

— Mi Señor — la voz de Bothari temblaba de agitación —, no estará considerando asilar a este desertor, ¿no?

— Bueno… — La voz de Miles era suave —. Técnicamente, yo no sé que él es un desertor; sólo he oído algunos argumentos.

— Él lo ha admitido.

— Una bravata, quizás. Esnobismo a la inversa.

— ¿Quiere convertirse en otro lord Vorloupulous? — preguntó fríamente Bothari.

Miles se rió y suspiró; Baz torció la boca. Hathaway pidió que le aclarasen la broma.

— Es otra vez la ley barrayana — explicó Miles —. Nuestra justicia no tiene muy buena disposición con quienes respetan la letra de la ley y violan su espíritu. El clásico precedente fue el caso de lord Vorloupulous y sus dos mil cocineros.

— ¿Dirigía una cadena de restaurantes? — preguntó Hathaway, trastabillado —. No me digan que eso también es ilegal en Barrayar…

— Oh, no. Fue al final de la Época del Aislamiento, hace casi un siglo. El Emperador Dorca Vorbarra estaba centralizando el gobierno y desmantelando el poder de los condes como entidades de gobierno separadas; hubo una guerra civil a causa de ello. Una de las principales medidas que tomó fue eliminar los ejércitos privados, lo que en la antigua Tierra solían llamar librea y mantenimiento. A cada conde se le permitió un máximo de veinte partidarios armados; apenas una escolta.

» Pues bien, lord Vorloupulous tenía una vieja contienda con algunos vecinos, por lo que encontró esta asignación bastante inadecuada; así que empleó a dos mil “cocineros”, según los llamó, y los mandó a cortar en rebanadas a sus enemigos. Fue muy ingenioso para armarlos, con cuchillos de carnicero en vez de espadas cortas y demás. Había montones de veteranos recientemente desempleados buscando trabajo en ese momento; los cuales no eran tan orgullosos como para no emplearse de cocineros…

Los ojos de Miles destellaron divertidos.

— El emperador, naturalmente, no lo vio de ese modo. Dorca marchó con su ejército regular, para entonces el único de Barrayar, sobre Vorloupulous y le arrestó bajo el cargo de traición, cuya sentencia era, y sigue siendo, exposición pública y muerte por inanición. Así el hombre con dos mil cocineros fue condenado a consumirse en la Gran Plaza de Vorbarr Sultana. Y pensar que siempre decían que Dorca no tenía sentido del humor…

Bothari sonrió siniestramente y Baz rió entre dientes; la risa de Hathaway fue más falsa.

— Encantador — murmuró.

— Pero tuvo un final feliz — continuó Miles. Hathaway se animó —. En ese momento, nos invadieron los cetagandanos y lord Vorloupulous fue liberado.

— ¿Por los cetagandanos? Qué suerte — comentó Hathaway.

— No, por el emperador Dorca, para pelear contra los cetagandanos. No sé si me explico, no fue perdonado; la sentencia fue solamente demorada. Cuando acabara la Primera Guerra Cetagandana, se esperaba que se presentara a completar la sentencia, así que tuvo una muerte honorable, después de todo.

— ¿Eso es un final feliz? — preguntó Hathaway —. Ah, bueno.

Miles notó que Baz se había puesto silencioso y esquivo otra vez. Le sonrió, tentando una respuesta; Baz le devolvió incómodamente la sonrisa, pareciendo más joven al hacerlo. Miles tomó su decisión.

— Señor Jesek, voy a hacerte una proposición, que puedes aceptar o rechazar. Esa nave que mencioné es la RG 132. El piloto se llama Arde Mayhew. Si puedes desaparecer, y quiero decir desaparecer realmente, durante un par de días y, luego, aparecer en el puerto de lanzaderas de Silica, él procurará que tengas una litera en su nave.

— ¿Por qué tendría que ayudarme, señor… lord…?

— Señor Naismith, a fin de cuentas. — Miles se encogió de hombros —. Llámalo una fantasía por ver que la gente tenga una segunda oportunidad; es algo a lo cual no son muy afectos en casa.

Casa. Los ojos de Baz miraron al vacío en silencio otra vez.

— Bueno, fue agradable escuchar el acento nuevamente, durante un rato. Tal vez tenga en cuenta su oferta — se acordó de ser prudente — o tal vez no.

Miles saludó con un gesto, recuperó su botella, caminó hacia Bothari y se alejó. Hilvanaron en silencio el camino de regreso por el centro de reciclaje; sólo algún ocasional ruido metálico lo interrumpía. Cuando Miles miró hacia atrás, Jesek era una sombra, desvaneciéndose en dirección a otra salida.

Miles advirtió entonces el profundo ceño del sargento Bothari. Sonrió con una mueca y pateó una caja de control de un robot industrial desechado, atravesado como un esqueleto sobre un montículo de otros desperdicios.

— ¿Hubieras querido que le entregase? — preguntó suavemente — Eres del Servicio hasta los huesos, supongo que lo harías. También mi padre lo haría, me parece; está tan enérgicamente apegado a la ley, no importa lo horrible que sean las consecuencias…

Bothari permaneció callado.

— No… siempre, mi señor — dijo de pronto. Luego se refugió en un silencio inesperadamente neutral.


— Miles — susurró Elena, desviándose de un viaje nocturno al cuart de baño desde el dormitorio que compartía con la señora Naismith —, ¿no vas a acostarte nunca? Es casi de día.

— No tengo sueño. — Introdujo una pregunta más en la consola de comunicación de su abuela. Era verdad; se sentía fresco todavía y sobrenaturalmente alerta. Y lo que pasaba también era que se había conectado a una red de información comercial enormemente compleja. El noventa por ciento del éxito radicaba en hacer las preguntas adecuadas. Engañoso, pero tras varias horas de trabajo parecía estar cogiéndole el tranquillo —. Por otra parte, con Mayhew en el dormitorio del servicio, estoy condenado al diván.

— Creí que mi padre ocupaba el diván.

— Me lo cedió con una sonrisa de regocijo. Odia el diván. Estuvo durmiendo en él todo el tiempo que pasé estudiando aquí. Le ha echado la culpa de cada dolor, cada punzada y molestia de cintura que ha tenido desde entonces, incluso después de dos años. Seguramente, no podría ser que la vejez estuviera avanzando, no, claro…

Elena sofocó una carcajada. Se inclinó sobre el hombro de Miles para mirar la pantalla. La luz de la misma, que plateaba su perfil y el aroma de su cabello, caído hacia adelante, le aturdió.

— ¿Averiguando algo? — preguntó Elena.

Miles introdujo tres órdenes equivocadas, una tras otra, maldijo y reconcentró su atención.

— Sí; había muchos más factores para tener en cuenta de los que había pensado. Pero creo que encontré algo… — Buscó otra vez los datos defectuosamente obtenidos y señaló la pantalla con el dedo —. Ése es mi primer cargamento.

La pantalla exhibía un largo manifiesto.

— Equipamiento agrícola — leyó Elena —. Con destino a… ¿Qué es Felice?

— Es un país en Tau Verde IV, dondequiera que eso esté. Es un viaje de cuatro semanas; estuve calculando el costo del combustible, suministros y la logística general del recorrido; todo, desde los repuestos hasta el papel higiénico. Aunque no es eso lo interesante. Lo interesante es que, con ese cargamento, puedo pagar el viaje y, además, cancelar mi deuda con Calhoun, totalmente dentro del límite de tiempo de mi pagaré. — Su voz bajó de tono notablemente —. Me temo que… subestimé el tiempo que necesitaría para que la RG 132 realizara suficientes fletes para cubrir mi pagaré. Lo subestimé un poco. Un montón. Bueno, una enormidad. Muy mal. Cuando finalmente empecé a sumar los números reales, advertí que poner la nave en movimiento cuesta más de lo que había calculado. — Señaló una cifra —. Pero eso es lo que ofrecen para transportar, C.O.D. Felice. Y el cargamento está listo para ir de inmediato.

Las cejas de Elena se arquearon con temerosa perplejidad.

— ¿Pagar toda la nave con un solo viaje? ¡Eso es maravilloso! Pero…

Miles sonrió.

— ¿Pero?

— Pero ¿por qué nadie aprovechó la oportunidad de llevar esa carga? Parece haber estado mucho tiempo en el depósito.

— Una chica muy lista — canturreó Miles alentadoramente —. Continúa.

— Veo que sólo pagan contra entrega. Aunque tal vez eso sea lo normal…

— Sí… — esparció la palabra como manteca —. ¿Algo más?

Elena frunció los labios.

— Hay algo raro.

— Ciertamente. — Hizo girar los ojos —. Hay algo, como tú has dicho, raro.

— ¿Tengo que adivinarlo? Porque, si es así, me vuelvo a la cama… — Ahogó un bostezo.

— Oh, bueno, Tau Verde IV está en una zona de guerra en este momento. Parece que hay una guerra planetaria avanzando. Una de las partes tiene bloqueada la salida local del agujero de gusano, pero no por su gente, ya que parece ser un lugr industrialmente atrasado, sino que han contratado a una flota mercenaria. ¿Y por qué este cargamento ha estado pudriéndose en un depósito tanto tiempo? Porque ninguna de las grandes compañías navieras lo va a llevar a una zona de guerra; los seguros no cubren tales casos. Lo que vale también para la mayor parte de los pequeños independientes; pero como yo no estoy asegurado, eso no va conmigo. — Sonrió afectadamente.

Elena parecía indecisa.

— ¿Es peligroso cruzar el bloqueo? Si cooperas cuando te paran y registran…

— En este caso, creo que sí. Sucede que el cargamento está dirigido a la otra parte en pugna.

— ¿Podrían apoderarse de él los mercenarios? Quiero decir, unidades robóticas o lo que sean no podrían ser clasificadas como contrabando; ¿no tienen que atenerse a convenciones interestelares? — Sus dudas se convirtieron en desconfianza.

Miles se estiró, todavía sonriendo.

— Casi lo tienes. ¿Cuál es la exportación más famosa de Colonia Beta?

— Bueno, tecnología de vanguardia, por supuesto. Armas y sistemas de armamentos… — Su desconfianza se convirtió en desaliento —. Oh, Miles…

— «Equipamiento agrícola» — sonrió despectivamente —, ¡apuesto a que sí! De todas formas, está este feliciano que afirma ser el agente de la compañía compradora del equipo; ésa es otra insinuación, que deberían tener un hombre vigilando personalmente el cargamento. Lo primero que haré mañana será ir a verle, tan pronto como el sargento se levante. Y Mayhew; será mejor que lleve a Mayhew también…

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