14

Los pelianos atacaron por la eclíptica, en dirección opuesta al sol, aprovechando la protección que brindaba el cinturón de asteroides. Llegaron desacelerando, telegrafiando su intención de capturar sin destruir; y llegaron solos, sin sus empleados oseranos.

Miles sonreía encantado mientras cojeaba entre el revuelo de hombres y equipos en los pasillos de la estación de desembarco. Los pelianos difícilmente hubieran seguido más cerca de su guión favorito de haber dado las órdenes él mismo. Había habido algunas discusiones cuando inisitió en instalar los piquetes de guardia y las armas principales, desplegándolos sobre el lado de la refinería que daba al cinturón y no sobre el que daba al planeta. Pero fue inevitable. Impedir la evasión, una táctica actualmente agotada, era la única esperanza de los pelianos de poder sorprenderlos. Una semana antes podría haberles dado resultado.

Miles esquivó a algunas de sus tropas que corrían a sus puestos. Rogó a Dios no tener que hallarse nunca en un refugio; antes prefería ser voluntario en la retaguardia, a salvo de quedar atrapado entre sus propias fuerza y las del enemigo.

Se arrojó por el tubo flexible adentro del Triumph. El soldado que estaba esperando cerró la compuerta de inmediato y soltó rápidamente las conexiones del tubo. Como había imaginado, era el último en abordar la nave. Mientras el acorazado maniobraba para alejarse de la refinería se encaminó hacia la sala de tácticas.

La sala de tácticas del Triumph era notablemente más grande que la del Ariel. Miles se acobardó ante el número de sillas giratorias vacías. Una mitad de la tripulación de Auson, incluso aumentada por algunos voluntarios — técnicos de la refinería —, apenas alcanzaban a conformar un esqueleto de tripulación para la nueva nave.

Exhibidores holográficos operaban en toda su brillante confusión. Auson estaba tratando de coordinar el control de deos estaciones al mismo tiempo. Miró con alivio a Miles.

— Me alegra ver que lo lograra, mi señor.

Miles se sentó en una silla de comando.

— Yo también. Pero, por favor…, sólo «señor Naismith», no «mi señor».

Auson pareció confundido.

— Los otros le llaman así.

— Sí, pero… no es por cortesía nada más. Denota una relación legal específica. Usted no me llamaría «esposo mío» aunque escuchara a mi mujer hacerlo, ¿no? Bueno, ¿qué tenemos ahí fuera?

— Parecen quizás unas diez naves pequeñas… todas basura local peliana. — Auson estudió las lecturas de su pantalla; la preocupación le marcaba arrugas en su ancho rostro —. No sé dónde están nuestros muchachos. Este tipo de cosas sería justo su estilo.

Miles interpretó, correctamente, que «nuestros muchachos» significaba para Auson sus antiguos camaradas, los oseranos. El desliz no le molestó; ahora Auson estaba comisionado. Miles le miró de soslayo y creyó saber exactamente por qué los pelianos no habían traído a sus pistoleros alquilados. Hasta donde los pelianos sabían, por el contrario, una nave oserana se les había vuelto en contra. Los ojos de Miles brillaban ante la idea del desmayo y la desconfianza que debería estar reverberando en este momento entre el alto mando peliano.

El Triumph describió un gran arco hacia la posición de los atacantes. Miles se comunicó con la sala de navegación.

— ¿Estás bien, Arde?

— Para volar ciego, sordo, mudo y paralítico, no está mal — respondió Mayhew —. El piloto manual es un castigo, es como si la máquina me operara a mí. Es terrible.

— Sigue haciendo bien tu trabajo — dijo Miles animadamente —. Recuerda, nos interesa más conducirlos hasta que estén al alcance de nuestras armas que golpearlos nosotros mismos para derribarlos.

Miles se reclinó y miró las pantallas.

— No creo que se imaginen realmente cuánta artillería ha traído Daum. Están repitiendo la misma táctica que usaron la última vez, según informaron los oficiales felicianos. Por supuesto, funcionó una vez…

Las naves de la vanguardia peliana acababan de entrar en el alcance de la refinería. Miles contuvo el aliento como si con ello pudiese forzar a sus hombres a contener el fuego. Estaban ahí fuera, solitarios, escasos y nerviosos. Había más armas desplegadas que personal para manejarlas, aun con fuego controlado por ordenador; en particular, porque los sistemas de control habían presentado problemas durante la instalación, y algunos aún no estaban del todo resueltos. Baz había trabajado hasta el último momento — seguía trabajando, por lo que Miles sabía —, y junto a él estaba Elena. Miles deseó haber tenido alguna excusa para mantenerla, en cambio, a su lado.

La nave líder de los pelianos vomitó un centelleante rosario de bombas de diente de león, que formaron un arco en dirección a los colectores solares. Otra vez no, gruñó para sí Miles, contemplando las repareciones de dos semanas a punto de ser arruinadas. Las bombas se abrieron en sus cientos de agujas. El espacio fue de repente bordado por hilos de fuego a medida que el armamento defensivo tejió sus disparos para interceptarlas. La propia nave peliana estalló en pedazos, como una erupción de piedras, cuando alguien junto a Miles anotó un tiro directo; quizá de suerte. Una porción de los restos continuó con su antigua dirección y velocidad, casi tan peligrosa en su inercia como un arma inteligentemente guiada.

Las naves que venían detrás comenzaron a virar y a desviarse, sacudidas de su complaciente línea en «V». Auson y Thorne, en sus naves respectivas, las acosaban ahora cada una desde un lado, como un par de perrosm ovejeros enloquecidos que atacan a su rebaño. Miles golpeó el puño contra el panel que tenía delante, en un paroxismo de gozo ante la belleza de la formación. Si tuviera tan sólo una tercera nave de guera para encerrar completamente sus flancos, ninguno de los pelianos tendría escapatoria posible. Como estaban las cosas, los mantenían comprimidos en na franja cuidadosamente calculada, para que ofrecieran el máximo blanco a las defensas de la refinería.

A su laso, Auson compartía su entusiasmo.

— ¡Míralos! ¡Míralos! Derechito a las fauces, como aseguraste que harían… Y Gamad juraba que estabas loco al desproteger el flanco solar… ¡Bajito, eres un tío genial!

La emoción de Miles fue mitigada por la sobria reflexión de qué nombres se hubiera ganado de haberse equivocado. El alivio le hizo casi desvanecerse. Se recostó en la silla de mando y dejó escapar un largo, largo suspiro.

Una segunda nave peliana estalló en el olvido, y una tercera. Un guarismo, en un atestado rincón de la pantalla de Miles, subió velozmente de una cifra menor a una mayor.

— ¡Ajá! — señaló Miles —. ¡Ya los tenemos! Están empezando a acelerar otra vez. Están desistiendo del ataque.

El impulso que traían los pelianos no les daba más alternativa que atravesar el área de la refinería, pero toda su atención estaba puesta ahora en hacerlo tan rápido como fuera posible. Thorne y Auson los acosaron desde atrás para apresurarlos en su camino.

Una nave peliana hizo un tirabuzón al pasar por la instalación y disparó…, ¿qué? Los ordenadores de Miles no presentaron interpretación del… ¿rayo? No era plasma, ni láser, ni masa impulsada, para los cuales la factoría podía generar algún escudo, dejando necesariamente que los colectores solares se valieran solos. No resultó de inmediato evidente el daño que aquello había causado, ni siquiera si había hecho impacto. Extraño…

Miles cerró su mano suavemente alrededor de la representación holográfica de la nave peliana, como si así pudiera operar magia simpatética.

— Capitán Auson, intentemos atrapar esa nave.

— ¿Por qué molestarse? Se está yendo a casa con sus camaradas, a todo trapo…

Miles bajó el tono de su voz hasta el susurro.

— Es una orden.

Auson asintió vigorosamente.

— ¡Sí, señor!

Bien, a veces funciona, reflexionó Miles.

El oficial de comunicaciones obtuvo un ruidosa y confusa línea con el Ariel, y el nuevo objetivo fue transmitido. Auson, gruñendo entusiasmado, reía ante la posibilidad de probar los límites de su nueva nave. El emisor de parásitos, confundiendo al enemigo con múltiples blancos falsos, resultó particularmente útil; mediante el mismo averiguaron el alcance del misterioso rayo y la extraña demora entre los disparos. ¿Recarga, tal vez? Cargaron entonces rápidamente hacia la nave fugitiva.

— ¿Cuál es el texto, señor Naismith? — preguntó Auson —. ¿Deténgase-o-los-haremos-pedazos?

Miles se mordió el labio pensativamente.

— No creo que eso resulte. Me parece que nuestro problema, más probablemente, será evitar que se autodestruyan cuando nos acerquemos. Las amenazas no surtirían efecto, me temo; no son mercenarios.

— Hm. — Auson se aclaró la garganta y se ocupó de observar sus pantallas.

Miles reprimió una sonrisa sardónica, con cierto tacto, y se dedicó a leer la información de sus propios paneles. Los ordenadores le adelantaron con clarividentes cálculos su acercamietno y el alcance a la nave peliana; luego se detuvieron, esperando respetuosamente más inspiración meramente humana. Miles trató de pensar lo que haría si estuviera en la piel del capitán peliano. Sopesó la demora, el trayecto y la velocidad con la cual podrían cercar a los pelianos si emplearan al límite la máxima aceleración.

— Está cerca — dio mientras miraba el holograma del resultado. La máquina suministró un vívido y escalofriante cuadro de lo que podría pasar si se equivocara al coordinar los elementos.

Auson espió los fuegos artificiales en miniatura y murmuró algo sobre un «… condenado suicidio… » que Miles prefirió ignorar.

— Quiero a toda nuestra gente de máquinas preparada y lista para el abordaje — dijo Miles al fin —. Ellos saben que no tienen velocidad para escaparse de nosotros; mi suposición es que dejarán preparada alguna clase de bomba de tiempo, subirán a su lanzadera salvavidas y tratarán de volar su nave en nuestras narices. Pero si no perdemos tiempo con la lanzadera y somos suficientemente rápidos para entrar por la puerta trasera mientras ellos salen por el costado, podríamos desactivar la bomba y tomar intacta esa arma, lo que quiera que sea.

Auson frunció los labios desaprobando el plan.

— ¿Llevar a todos mis ingenieros? Podríamos destruir la lanzadera en sus abrazaderas si nos acercáramos lo suficiente… y atraparlos a todos a bordo…

— ¿Y luego tratar de abordar una nave tripulada los cuatro maquinistas y yo? — le interrumpió Miles —. No, gracias. Por otra parte, arrinconarlos podría activar la clase de suicidio espectacular que quiero evitar.

— ¿Y yo qué haré si usted no es suficientemente rápido al desactivar su caza-bobos?

Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Miles.

— Improvisar.

Los pelianos, al parecer, no eran de un escuadrón tan suicida como para despreciar la leve posibilidad de vida que les brindaba su lanzadera. Miles y sus técnicos se deslizaron, con el estrecho margen de tiempo con el que contaban, abriéndose camino, ruda pero rápidamente, a través de la esclusa de aire controlada por código.

Miles maldijo la incomodidad de su traje de presión, demasiado grande para él. Su piel rozaba y patinaba en lugares vacíos. Descubrió que «sudor frío» era una expresión con significado literal. Miró los pasillos de la oscura y desconocida nave. Los técnicos se separaron, cada uno hacia su cuadrante asignado.

Miles tomó una quinta y menos definida dirección, para realizar una rápida comprobación de la sala de tácticas, del puente y de los camarotes de la tripulación en busca de artefactos destructivos y de cualquier material de inteligencia que fuera de utilidad, abandonado en la huida. Se encontró por todas partes con paneles de control destruidos y con almacenes de datos fundidos. Controló el tiempo; en cinco minutos escasos, los pelianos en la lanzadera estarían a salvo lejos del alcance de, por ejemplo, la radiación de los motores explosionados.

Un graznido triunfante le perforó los oídos por el auricular del traje.

— ¡Lo hice! ¡Lo hice! — gritó un técnico de máquinas —. ¡Tenían preparada una explosión! Reacción en cadena interrumpida… Estoy desactivándola ahora.

Los vítores se hicieron eco en el auricular. Miles se desplomó en una silla de mando del puente, con el corazón en la boca, palpitando; luego, pareció detenerse. Transmitió un mensaje general a todo volumen, por encima de las demás voces.

— No creo que podamos dar por sentado que sólo dejaron una caza-bobos, ¿no? Sigan buscando por lo menos diez minutos más.

Preocupados gruñidos reconocieron la orden. En los siguientes tres minutos se oyó únicamente el respirar rabioso de los hombres por los auriculares de comunicación. Miles, al pasar por la cocina en busca de la cabina del capitán, aspiró con fuerza. Un horno de microondas, con su panel de control destrozado apresuradamente y el contador del tiempo funcionando aún, tenía dentro un envase de oxígeno de alta presión. La contribución del personal técnico de nutrición al esfuerzo de la guerra, aparentemente. En dos minutos más eso habría hecho volar la cocina y la mayoría de las cámaras adyacentes. Miles retiró el oxígeno y continuó el recorrido.

Una voz al borde del llanto siseó por el auricular.

— ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!

— ¿Dónde está usted, Kat?

— En la armería. ¡Son demasiadas! ¡No puedo con todas! ¡Oh, mierda!

— ¡Siga trabajando! Vamos para allí.

Miles ordenó al resto de la partida dirigirse a la armería y echó a correr. Una verdadera luz, que hacía innecesario el dispositivo infrarrojo de su casco, le guió al llegar. Se lanzó hacia una cámara de depósito y encontró a la técnica frente a una silla de relucientes pertrechos.

— ¡Cada una de estas bombas diente de león está a punto de explotar! — gritó la mujer, echándole una mirada.

Su voz estaba conmocionada, pero sus manos no dejaron en ningún momento de trabajar desactivando los códigos. Miles, con los labios separados por la concentración, miró cómo operaba la técnica y comenzó a imitar los movimientos en la fila siguiente. La gran desventaja de llorar de miedo en un traje espacial, descubrió Miles, era que uno no podía secarse la cara ni la nariz; si bien los limpiadores sónicos del interior, en la placa frontal del casco, preservaban de posibles estornudos esa valiosa superficie informativa. Aspiró subrepticiamente por la nariz. Su estómago liberó un eructo ácido que le quemó la garganta. Sentía sus dedos como salchichas. Podría estar en Colonia Beta en este momento… podría estar en casa, en mi cama… podría estar en casa, debajo de mi cama…

Otro técnico se les unió, según pudo ver Miles, desviando apenas un ojo. Nadie perdió en tiempo en charlas sociales; trabajaban juntos en un silencio, quebrado sólo por el desigual ritmo de la hiperventilación. El traje de Miles redujo su flujo de oxígeno en avara desaprobación de su estado mental. Bothari jamás le hubiera permitido unirse a la partida de abordaje… quizás no debió haberle ordenado quedarse a cargo de la refinería. A por la siguiente bomba… y la siguiente y la… No había una siguiente. Habían terminado. Kat se irguió y señaló una de las bombas.

— ¡Tres segundos! Tres segundos y… — Estalló en un llanto descontrolado y se echó sobre Miles, quien le palmeó torpemente el hombro.

— Eso es, eso es… llore cuanto quiera. Se lo ha ganado…

Cortó momentáneamente la línea de su intercomunicador y aspiró fuertemente por la nariz.


Miles salió tambaleándose de la nueva nave capturada hacia el desembarcadero de la refinería, aferrando una inesperada adquisición: una armadura de combate peliana casi tan pequeña como para él. La armadura era, por supuesto, de mujer, pero Baz seguramente podría transformarla. Distinguió a Elena entre su comité de recepción y alzó su botín orgullosamente.

— ¡Mira lo que he encontrado!

Elena torció la nariz con asombro.

— ¿Has capturado una nave entera para conseguir una armadura espacial?

— ¡No, no! Lo otro. El… el arma, sea lo que sea. Ésta es la nave cuyo disparo penetró vuestro escudo. ¿Hizo algún daño? ¿Qué ha hecho?

Uno de los oficiales felianos miró con furia… a Elena.

— Abrió un agujero. Bueno, no un agujero, en el sector de la prisión. Estaba perdiendo aire y ella los dejó salir a todos.

Su gente, advirtió Miles, se movilizaba en grupos de tres o más.

— No hemos podido reunirlos del todo todavía — se lamentó el feliciano —, se ocultan por toda la estación.

Elena parecía angustiada.

— Lo siento, mi señor.

Miles se frotó las sienes.

— Uh, me parece que será mejor que el sargento me guarde las espaldas un tiempo, entonces.

— Cuando despierte.

— ¿Qué?

Elena bajó la vista a sus botas.

— Estaba custodiando él solo el sector de la prisión, durante el ataque… intentó detenerme y evitar que los liberara.

— ¿Lo intentó? ¿Y no tuvo éxito?

— Le disparé con mi inmovilizador. Me temo que va a estar bastante enojado… ¿No hay problema si me quedo contigo un rato?

Miles frunció los labios en un mudo e involuntario silbido.

— Por supuesto. ¿Algún prisionero…? No, espera. — Alzó la voz —. Comandante Bothari, alabo su iniciativa. Hizo lo que era correcto. Estamos aquí para lograr un objetivo táctico específico, no para perpretar una insensata matanza. — Miles clavó la vista en el joven oficial feliciano, ¿cuál era su nombre?, Gamad, quien se encogió ante la mirada. Continuó en voz baja, dirigiéndose a Elena —. ¿Algún prisionero resultó muerto?

— Dos, cuyas celdas fueron literalmente penetradas por el confusor orbital de electrones…

— ¿Por el qué?

— Baz lo llamó confusor orbital de electrones. Y… once asfixiados para los que no pude llegar a tiempo. — El dolor en su rostro fue para Miles como una cuchillada.

— ¿Cuántos hubieran muerto si no los hubieras liberado?

— Perdimos aire en todo el sector-

— ¿El capitán Tung…?

— Elena extendió las manos.

— Está por ahí, en algún lado, supongo. No estaba entre los trece. Ah… uno de sus pilotos sí estaba, sin embargo; y aún no hemos encontrado al otro. ¿Eso es importante?

El corazón se le hundió a Miles en el estómago revuelto. Le indicó al mercenario que estaba más cerca:

— Pase esta orden inmediatamente: los prisioneros deben ser capturados vivos, con el menor daño posible. — El hombre salió presto a obedecer —. Si Tung anda suelto, será mejor que te quedes conmigo — le dijo Miles a Elena —. Dios mío. Bien, creo que mejor será que le eche una mirada a ese agujero que no es un agujero, entonces. ¿De dónde sacó Baz ese nombre impronunciable?

— Dice que es un descubrimiento betano de hace unos pocos años. Parece que no convenció mucho porque, para defenderse de eso, basta con cambiar la fase del escudo de masa. Me indicó que te dijera que está trabajando en ello y que tendría loa escudos reprogramados para esta noche.

— Ah.

Miles quedó en silencio, anonadado. Lo suficiente para fantasear su regreso a Barrayar llevando el misterioso rayo, tenderlo a los pies del emperador, y el capitán Illyan, que observaría con viva curiosidad, y su padre, que estaría asombrado… Se lo imaginó como un espléndido ofrecimiento, prueba de su valor y de su proeza militar. Aunque, más probablemente — de acuerdo a la simple realidad —, le correrían a escobazos, como al gato que mortifica a un saltamontes. Suspiró. Ahora, al menos, tenía una armadura espacial.

Miles, Elena, Gamad y un técnico se dirigieron al sector afectado, varias estructuras más abajo en la cadena eslabonada de la refinería. Elena se puso a su lado.

— Pareces cansado. ¿Por qué no mejor, uh…, tomas una ducha y descansas un poco?

— Ah, sí, el hedor reseco del terror, bien entibiado en el traje de presión. — Le dirigió una sonrisa y apretó con firmeza su casco bajo el brazo, como un espectro decapitado —. Espera a oír mi jornada. ¿Qué dice el mayor Daum de nuestras defensas? Será mejor que le pida un informe completo… al menos él parece ser directo al hablar… — Miró fascinado la espalda del teniente que iba delante.

El teniente Gamad, cuyo oído evidentemente era más agudo de lo que Miles había supuesto, volvió la cabeza.

— El mayor Daum está muerto, señor. Él y un técnico estaban conectando un puesto de armas y fueron alcanzados por escombros a alta velocidad… No quedó nada. ¿No se lo dijeron?

Miles se detuvo en seco.

— Ahora soy el oficial de mayor grado — agregó el feliciano.


Llevó tres días capturar de nuevo a los prisioneros que se habían escapado y diseminado por todos los rincones de la refinería. Los comandos de Tung fueron los peores. Miles recurrió finalmente a clausurar los sectores y a soltar gas adormecedor. Ignoró la irritada sugerencia de Bothari respecto a que el vacío resultaría más eficaz y menos costoso. La carga de la tarea recayó naturalmente, si no injustamente, en el sargento; quien estaba tenso como una cuerda de arco con el deber asignado.

Cuando fue hecho el recuento final, resultó que faltaban Tung y siete de sus hombres, incluido su otro oficial piloto. También faltaba una lanzadera de la estación.

Miles gimió en su interior. Ahora no había alternativa, sino la de esperar que los perezosos felicianos viniesen a reclamar su cargamento. Comenzó a dudar que la lanzadera, despachada para intentar contacto con Tau Verde antes del contraataque, hubiera logrado atravesar el espacio controlado por los oseranos. Quizá debería enviar otra. Esta vez con un recluta, no un voluntario; Miles ya tenía elegido el candidato.

El teniente Gamad, engreído con la reciente jerarquía heredada, se sentía inclinado a desafiar la autoridad de Miles en la refinería; técnicamente — era cierto — de propiedad feliciana. A Miles no le caía demasiado simpático, en contraste con la calma y solícita actitud de Daum. Gamad debió reprimirse al oír a un mercenario dirigirse a Miles como «almirante Naismith». Y Miles quedó tan complacido por el efecto que semejante título causó en el teniente, que no corrigió el nombramiento. Desafortunadamente, el hecho se extendió; se encontró incapaz de conservar la cautelosa neutralidad de «señor Naismith» de allí en adelante.

Gamad se salvó cuando, al octavo día después del contraataque, un crucero local feliciano apareció finalmente en los monitores. Los mercenarios de Miles, sensibles y suspicaces tras repetidas emboscadas, estaban tentados de destruirlo primero y examinar luego los restos para una identificación positiva, pero Miles logró al fin establecer un margen de confianza y los felicianos arribaron mansamente a la dársena.


Dos grandes maletines de plástico en una carretilla flotante llamaron la atención de Miles cuando los oficiales felicianos entraron en la sala de reuniones de la refinería. Los maletines tenían un agradable parecido, al menos en tamaño, con los viejos arcones de tesoros de los piratas. Miles se perdió en una breve fantasía de brillantes diademas, monedas de oro y bolsas de perlas. ¡Ay, esas vistosas fruslerías ya no eran tesoros codiciados! Microcircuitos virales cristalizados, discos de datos, empalmes de DNA, descoloridos bosquejos de importantes proyectos de agricultura y minería planetaria: ésa era la tibia riqueza que los hombres tramaban en estas épocas degradadas. Por supuesto, todavía había artesanía. Miles palpó la daga en su cinto y se sintió reconfortado.

El demacrado y atormantado pagador feliciano estaba hablando:

— … debo tener primero el manifiesto del mayor Daum y controlar cada uno de los artículos para verificar si ha habido daño durante el transporte.

El capitán del crucero feliciano asintió cansinamente.

— Vea a mi jefe de máquinas y que le consiga todos los hombres que necesite para la inspección, pero hágalo rápido. — El capitán dirigió su irritada y rojiza mirada a Gamad, preguntando obsequiosamente —: ¿No ha encontrado todavía ese manifiesto? ¿O los papeles personales de Daum?

— Me temo que tal vez los tuviera consigo cuando fue alcanzado, señor.

El capitán gruñó y se dirigió entonces a Miles.

— ¿Así que usted es ese galáctico mutante loco del que he oído hablar?

Miles se irguió.

— ¡Yo no soy un mutante!, capitán. — Arrastró la última palabra al más sarcástico estilo de su padrey luego recuperó la apostura. Evidentemente, el feliciano no había dormido mucho en los últimos días —. Creo que usted tiene algunos asuntos que tratar.

— Sí, hay que pagar a los mercenarios, supongo — suspiró el capitán.

— Y comprobar físicamente cada artículo por posibles daños en el transporte — le aguijoneó Miles sugiriendo con un gesto las cajas.

— Encárguese de él, cajero — ordenó el capitán, incorporándose para salir —. Está bien, Gamad, veamos esa gran estrategia suya…

Baz echaba humo por los ojos.

— Excúseme, mi señor, pero creo que es mejor que vaya con ellos.

— Iré contigo — dijo Arde. Hizo sonar sus dientes como si fuera a morder una yugular.

— Adelante — invitó entonces Miles al pagador, quien suspiró, al tiempo que espiaba el nombre de Miles en la pantalla a la cabecera de la mesa.

— Ahora… ¿Señor Naismith?, ¿es correcto así? ¿Puedo ver su copia del contrato, por favor?

Miles frunció el ceño en un gesto de disgusto.

— El mayor Daum y yo teníamos un acuerdo verbal. Cuarenta mil dólares betanos contra la entrega a salvo de esta carga a Felice. Esta refinería es ahora territorio feliciano.

El contador le miró, atónito.

— ¿Un acuerdo verbal? ¡Un acuerdo verbal no es un contrato!

Miles se levantó.

— ¡Un acuerdo verbal es el más fuerte de los contratos! El alma de uno está en el aliento y, por lo tanto, en la palabra. Una vez empeñada debe ser cumplida.

— El misticismono tiene lugar…

— ¡Esto no es misticismo! ¡Es una teoría legal reconocida! — En Barrayar, pensó Miles.

— Es la primera vez que la oigo.

— El mayor Daum la conocía perfectamente bien.

— El mayor Daum estaba en Inteligencia; él se especializaba en galácticos. Yo sólo soy de la Oficina de Contabilidad…

— ¿Se niega a cumplir la palabra de su camarada muerto? Pero usted es un funcionario, no un mercenario…

El cajero sacudió la cabeza.

— No tengo ni idea de lo que me está hablando, pero si el cargamento está en orden, se le pagará. Esto no es Jackson´s.

Miles se tranquilizó un poco.

— Muy bien. — El cajero no era un Vor, ni nada parecido; contar su paga delante de él, probablemente, no sería tomado como un insulto mortal —. Veamos.

El cajero hizo un gesto a su asistente, quien descodificó las cerraduras de los maletines. Miles contuvo el aliento, imaginando con felicidad el dinero que vería en un instante, más del que jamás había visto junto en su vida. Las tapas se alzaron para revelar montones y montones de muy apretados y coloridos fajos de papel. Hubo una larga pausa.

Miles deslizó su puntero por la mesa de reuniones y atrajo un fajo hacia sí. Contenía quizás un centenar de idénticas y brillantemente grabadas composiciones de dibujos, números y letras en un extraño alfabeto cursivo. El papel era resbaladizo, casi de mala calidad. Sostuvo uno a la luz.

— ¿Qué es esto? — preguntó por fin.

El cajero alzó las cejas.

— Papel moneda. Se usa comúnmente como moneda en la mayoría de los planetas…

— ¡Ya sé eso! ¿Qué moneda es?

— Mili-pfennings felicianos.

— Mili pfennings. — Sonaba un poco como una palabrota —. ¿Cuál es su valor en moneda real? Dólares betanos o, digamos, marcos barrayaranos.

— ¿Quién usa marcos barrayaranos? — preguntó, murmurando perplejo, el asistente del cajero.

Éste se aclaró la garganta.

— Según el último listado anual, los mili pfennings se pagaban a 150 por dólar betano en la Bolsa de Colonia Beta — recitó rápidamente.

— ¿Eso no fue hace casi un año? ¿Cuál es su precio ahora?

En cajero encontró algo que mirar a través de los ventanales.

— El bloqueo oserano nos ha impedido saber el actual índice de cambio.

— ¿Sí? Bien, ¿cuál fue la última cifra que tuvieron, entonces?

El cajero volvió a aclararse la voz; el tono se volvió notoriamente bajo.

— A causa del bloqueo, usted comprende, casi toda la información acerca de la guerra ha sido enviada por los pelianos.

— El índice, por favor.

— No lo sabemos.

— El último índice — susurró Miles.

El cajero se sobresaltó.

— Realmente no lo sabemos, señor. Lo último que hemos oído es que la moneda había sido, eh… — su voz se hizo casi inaudible —, retirada de la Bolsa.

Miles tamborileó sobre su daga.

— Y exactamente, ¿cuál es…? — Resolvió que debía experimentar para encontrar el grado justo de malignidad al pronunciar lo que seguía —. ¿Cuál es el respaldo de estos… mili-pfenings?

El cajero alzó con orgullo la frente.

— ¡El gobierno de Felice!

— El que está perdiendo esta guerra, ¿cierto?

El cajero murmuró algo.

— Están perdiendo esta guerra, ¿no?

— Perder las órbitas superiores fue sólo un revés — explicó desesperadamente el cajero —, todavía controlamos nuestro propio espacio aéreo.

— Mili-pfennings- resopló Miles —. Mili-pfennings… Bien, ¡yo quiero dólares betanos! — Clavó la vista en el hombre.

El cajero replicó como alguien aguijoneado, con orgullo y casi ladrando:

— ¡No hay dólares betanos! Cada céntimo de ellos, sí, cada pizca de otras monedas galácticas que pudimos juntar fueron enviados con el mayor Daum para comprar este cargamento…

— Por el cual he arriesgado mi vida para entregárselo a ustedes…

— ¡Por el cual él murió para entregárnoslo!

Miles suspiró, reconociendo un argumento al que no podía ganar. Ni su más frenética reclamación le aportaría dólares betanos de un gobierno que no tenía ni uno.

— Mili-pfennings — murmuró.

— Tengo que irme — dijo el cajero —, he de firmar el inventario…

Miles asintió con un gesto de su mano.

— Sí, vaya.

El cajero y su asistente se fueron, dejándole solo en la hermosa sala de reuniones con dos maletines llenos de dinero; que el contador ni siquiera se molestara en dejar un guardia, reclamar un recibo o, simplemente, ver que se contara el dinero le confirmó la falta de valor del mismo.

Miles apiló una pirámide de aquellos fajos delante de él, encima de la mesa, y descansó junto a ella su cabeza, apoyada en los brazos. Mili-pfennings. Por un momento se distrajo calculando la superficie cuadrada que cubrían los billetes, uno junto a otro. Ciertamente, podría empapelar no sólo las paredes, sino también el techo de su cuarto en su casa e, incluso, casi todo el resto de la casa Vorkosigan. Su madre probablemente no estaría de acuerdo.

Ociosamente, puso a prueba cuán inflamables eran prendiéndole fuego a un billete y pensando sostenerlo hasta que le quemara el dedo, para ver si algo podía dolerle más que su estómago. Pero, ante la presencia de humo, las puertas se cerraron de golpe, una ronca alarma sonó y un extintor químico de incendios salió de una pared como una roja y burlona lengua. El fuego era un verdadero terror en las instalaciones espaciales; el paso siguiente, recordó, sería la evacuación del aire de la cámara para sofocar las llamas.Agitó entonces el papel. Mili-pfennings. Se levantó y cruzó el salon para acallar la alarma.

Su pirámide financiera pasó a ser un fuerte con torres en las esquinas y un alcázar interior. El dintel del portón tenía tendencia a desmoronarse ante el menor slopido. Tal vez podría seguir viaje en una línea comercial peliana, pasando por un mutante mentalmente retardado, con Elena como su enfermera y Bothari como guardián. Alguien a quien parientes ricos enviaban a algún hospital — o a algún zoológico — de otro planeta. Podía quitarse las botas y los calcetines y morderse las uñas de los pies durante el control de aduanas… ¿Pero qué papeles les asignaría a Mayhew y a Jesek? ¿Y a Elli Quinn? Juramentada o no, le debía un rostro. Y lo peor: no tenía crédito aquí y, en buena medida, dudaba que el índice de cambio entre la moneda feliciana y la peliana le favoreciera.

La puerta se abrió. Miles derribó rápidamente su fuerte, amontonando los fajos en una pila más al azar, y se sentó erguido en consideración al mercenario que saludó y entró.

Una sonrisa tímida se dibujaba en la expresión ávida del hombre.

— Perdón, señor, he oído el rumor de que ha llegado nuestra paga.

Los labios de Miles se tensaron en una sonrisa incontrolable; se esforzó por mantenerlos sobrios.

— Ya lo ve.

¿Quién, después de todo, podía saber cuál era la cotización del mili-pfennings…? ¿Quién podía contradecir cualquier cifra que él quisiera asignarle? En la medida en que sus mercenarios estuvieran en el espacio, aislados de los mercados, nadie. Por supuesto, cuando lo averiguaran, no habría sufcientes piezas de él para todos, como en el descuartizamiento de Yuri, el Emperador Loco.

La boca del mercenario formó una «o» al ver el tamaño de la pila.

— ¿No debería poner un guardia, señor?

— Exactamente, recluta Nout. Buena idea. Ah… ¿por qué no busca una carretilla flotante y pone a buen resguardo este dinero en… el lugar habitual? Elija dos camaradas de confianza para que le releven por turnos.

— ¿Yo señor? — Los ojos del mercenario se abrieron enormemente —. ¿Confía usted en mí…?

¿Qué podría hacer, acaso? ¿Robarlo e ir a comprar una rebanada de pan?, pensó Miles. En voz alta, contestó:

— Sí, confío. ¿Usted cree que no he estado evaluando su rendimiento en las últimas semanas? — Esperaba no haberse equivocado en el nombre del mercenario.

— ¡Sí, señor! ¡Ahora mismo, señor!

El mercenario le dirigió un saludo perfectamente innecesario y salió, saltando como si tuviera bolillas de goma en las botas.

Miles hundió la cara en la pila de mili-pfennings y se rió desesperadamente, casi al borde de las lágrimas.


Vio cómo se llevaban aquellos papeles aun frío depósito y permaneció en la sala de reuniones. Bothari pronto le estaría buscando, cuando terminara de poner bajo control feliciano al último de los prisioneros.

Al fin le prestaban un poco de atención a la RG 132, flotando fuera, más allá de los ventanales. El casco estaba tomando la apariencia de una colcha a medio remendar. Miles se preguntó si alguna vez se animaría a subirse a ella sin el traje a presión puesto y con el yelmo bajo el brazo.

Jesek y Mayhew le encontraron mirando pensativamente.

— Los pusimos en su sitio — manifestó Baz, plantándose a lado de Miles. Una salvaje alegría había reemplazado la ardiente indignación de su mirada.

— ¿Eh? — Miles se liberó de su melancólico ensueño —. Han puesto en su lugar a quién y respecto de qué.

— A los felicianos y a ese grasiento trepador de Gamad.

— Con el tiempo, alguien tenía que ahcerlo — asintió Miles ausente. Se preguntaba cuánto le pagarían por la RG 132 como carguero de cabotaje. Preferentemente, no en mili-pfennings. O como chatarra… No, no podía hacerle eso a Arde.

— Ahí vienen ahora.

— ¿Eh?

Los felicianos estaban de vuelta: el capitán, el cajero y lo que parecía ser la mayoría de los oficiales de la nave, más alguna clase de comandante de la marina espacial, a quien Miles no había visto antes. De la deferencia que el capitán le dispensó al atravesar la puerta, Miles dedujo que debía ser el oficial de mayor jerarquía. Un coronel, quizás, o un general joven. Gamad estaba notablemente ausente. Thorne y Auson entraron en último término.

Esta vez el capitán se puso en posición de firme y saludó.

— Creo que le debo una disculpa, almirante Naismith. No comprendí cabalmente la situación aquí.

Mile apretó el brazo de Baz y se puso de puntillas para susurrarle al oído urgentemente:

— Baz, ¿qué le estuviste diciendo a esta gente?

— Sólo la verdad — empezó a decir Baz, pero no había tiempo para mayores explicaciones; el oficial superior estaba adelantándose, con la mano extendida.

— ¿Cómo está usted, almirante Naismith? Soy el general Halify. Tengo órdenes de mi alto mando de mantener esta instalación por los medios que sean necesarios.

Se estrecharon las manos y se sentaron. Miles ocupó la cabecera de la mesa, a manera de experimento. El general feliciano se sentó formalmente y sin objeciones a la derecha. Hubo ciertos forcejeos interesantes por el resto de los asientos.

— Dado que nuestra segunda nave se perdió combatiendo con los pelianos cuando veníamos hacia aquí, la mía es la poco envidiable tarea de defender este sitio con doscientos hombres; la mitad de mi dotación — prosiguió Halify.

— Yo lo hice con cuarenta — observó automáticamente Miles. ¿Adónde quería llegar el feliciano?

— También tengo la tarea de retirar el armamento betano que encuentre para enviarlo con el capitán Sahlin, aquí presente, a fin de continuar la guerra en nuestro país, que, desgraciadamente, se ha convertido en el frente.

— Eso lo hará más complicado para usted — convino Miles.

— Hasta que los pelianos trajeron a los galácticos, nuestras respectivas fuerzas estaban bastante equilibradas. Creíamos que estábamos a punto de negociar un acuerdo. Los oseranos volcaron ese equilibrio.

— Eso tengo entendido.

— Lo que los galácticos pueden hacer, los galácticos seguramente pueden deshacer. Queremos contratar a los Mercenarios Dendarii para romper el bloqueo oserano y limpiar el espacio local de toda fuerza extraplanetaria. De los pelianos — el general olisqueó, como con desprecio — podemos encargarnos nosotros.

Voy a dejar que Bothari termine de estrangular a Baz…

— Una valiente declaración, general. Me gustaría poder ayudarle. Pero, como usted debe de saber, la mayor parte de mis fuerzas no están aquí.

El general cruzó sus manos fuertemente sobre la mesa.

— Creo que podemos resistir el tiempo necesario para que usted envíe a por ellas.

Miles miró a Thorne y Auson, reflejados en el plástico sombríamente reluciente de la mesa. Quizá no fuera el mejor momento para explicar lo larga que podría resultar la espera…

— Para hacer eso tendríamos que atravesar el bloqueo y, por otra parte, mis naves de salto no están en condiciones en este momento.

— Felice tiene tres naves comerciales de salto todavía, además de las que quedaron aisladas fuera del bloqueo cuando éste comenzó. Una de ellas es muy veloz. Seguramente, en combinación con sus naves de guerra, podría usted lograrlo.

Miles estaba a punto de replicar bruscamente cuando, de golpe, se iluminó: ahí estaba el escape, en bandeja. Pondría a sus vasallos en la nave de salto, usaría a Thorne y a Auson para atravesar el bloqueo y le volvería la cara a Tau Verde IV y a todos sus habitantes para siempre. Era arriesgado, pero podía hacerse… de hecho, era la mejor idea que había tenido en todo el día… Se levantó, sonriendo suavemente.

— Una interesante propuesta, general. — No debía parecer demasiado ansioso —. Y exactamente, ¿cómo se propone pagar mis servicios? Los dendarii no resultan baratos.

— Estoy autorizado a aceptar los términos que usted imponga. Si son razonables, por supuesto — agregó prudentemente el general.

— Para decirlo lisa y llanamente, general, eso es un montón de… mili-pfennings. Si el mayor Daum no tenía autoridad para contratar fuerzas ajenas, tampoco la tiene usted.

— Ellos dijeron: por los medios que sean necesarios. — El mentón de Halify se puso tieso —. Me respaldarán.

— Quiero un contrato por escrito, firmado por alguien que pueda ser convenientemente exprimido… esto es, hacerse responsable después. Los ingresos de los generales retirados no son famosos por lo abultados.

Un destello de contento brilló brevemente en la mirada de Halify y asintió.

— Lo tendrá.

— Se nos debe pagar en dólares betanos. Tengo entendido que no los tienen.

— Si el bloqueo se rompe, podemos conseguir moneda extranjera nuevamente. Tendrá sus dólares.

Miles apretó fuertemente los labios. No debía estallar en carcajadas. Ahí estaba él, un hombre con una flota imaginaria, negociando sus servicios con un hombre con un presupuesto imaginario. Bien, el precio era ciertamente justo.

El general extendió la mano.

— Almirante Naismith, tiene usted mi palabra al respecto. ¿Puedo tener la suya?

Su humor estalló en millares de fragmentos, que tragó en el frío y vasto vacío que solía ser su vientre.

— ¿Mi palabra?

— Tengo entendido que eso tiene un significado para usted.

Entiende usted demasiado…

— Mi palabra. Ya veo.

Jamás había roto su palabra. Casi dieciocho años, y aún preservaba esa virginidad. Bien, había una primera vez para todo. Aceptó la mano que extendía el general.

— General Halify, haré cuanto esté de mi parte. Tiene mi palabra al respecto.

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