15

Las tres naves tejieron y desplegaron un intrincado modelo de evasión. Otras veinte, a su alrededor, se lanzaron como un montón de halcones a la caza. Las tres naves destellaron, azul, rojo, amarillo, y luego se disolvieron en un brillante resplandor arco iris.

Miles se reclinó en su silla de mando en la sala de tacticas del Triumph y se frotó los ojos fatigados. Al diablo con la idea. Soltó un largo suspiro. Si no podía ser un soldado, quizá tuviese futuro como diseñador de fuegos artificiales.

Elena entró mascando una barra de alimento.

— Eso parecía bonito, ¿qué era?

Miles levantó un dedo didáctico.

— Acabo de descubrir la vigésima tercera forma de hacer que me maten. — Señaló la pantalla —. Eso era.

Elena miró a su padre, aparentemente dormido sobre una rugosa esterilla.

— ¿Dónde están todos?

— Durmiendo. Me alegro de no tener auditorio mientras trato de enseñarme a mí mismo tácticas de primer año. Podrían empezar a dudar de mi genio.

Elena le miró fijamente.

— Miles… ¿cómo de serio eres con lo de romper el bloqueo?

Miles miró por las ventanas exteriores, que mostraban la misma aburrida vista de lo que podría llamarse la parte trasera de la refinería, donde la nave se había estacionado después del contraataque. El Triumph era apodado ahora la nave capitana de Miles. Con la llegada de tropas felicianas, que ocuparon todos los cuartos disponibles de la refinería, Miles había huido — secretamente aliviado — del sórdido lujo de la suite ejecutiva, a la más tranquila austeridad de los antiguos aposentos de Tung.

— No sé. Hace dos semanas que los felicianos nos prometieron ese expreso veloz para marcharnos de aquí y todavía no hay nada. Vamos a tener que abrirnos paso por ese bloqueo… — Se apresuró a borrar la preocupación en el rostro de Elena —. Al menos, esto me da algo que hacer mientras esperamos; en cualquier caso, esta máquina es más entretenida que el ajedrez…

Se incorporó y con una cortés reverencia la invitó a sentarse en la silla de mando de al lado.

— Mira, te enseñaré cómo se opera. Te mostraré uno o dos juegos, resultará fácil.

— Bueno…

Le explicó un par de modelos tácticos elementales, desmitificándolos al llamarlos «juegos».

— El capitán Koudelka y yo solíamos jugar a algo parecido a esto.

Elena enseguida lo comprendió. Debía de ser alguna clase de criminal injusticia el que Ivan Vorpatril estuviese, en ese mismo momento, profundamente ocupado en el adiestramiento de oficiales, para el que ella no sería ni tan siquiera considerada.

Continuó automáticamente con la mitad de los modelos que conocía, mientras su mente daba vueltas en torno a su dilema militar de la vida real. Ésta era exactamente la clase de cosas que hubiera aprendido en la Academia del Servicio Imperial, pensó con un suspiro. Probablemente hubiera un libro acerca de esto. Deseó poder tener un ejemplar; estaba ya mortalmente cansado de tener que reinventar la rueda cada quince minutos. Aunque también era posible que no hubiese ninguna manera de que tres pequeñas naves de guerra y un carguero estropeado burlaran a toda una flota mercenaria. Los felicianos no podían ofrecer mucha ayuda, más allá del uso de la refinería como base.

Miró a Elena, y borró entonces de su mente aquellas inoportunas preocupaciones estratégicas. En esos días, la fuerza y la inteligencia de la joven florecían frente a nuevos desafíos. Al parecer, todo lo que ella había necesitado era una oportunidad. Baz no debería salirse con la suya. Miró para ver si Bothari estaba realmente dormido, y se dio ánimos. La sala de tácticas, con sus sillas giratorias, no era el mejor sitio para zalamerías, pero lo iba a intentar. Se levantó y se inclinó sobre el hombro de Elena, pretextando alguna instrucción de utilidad.

— ¿Señor Miles? — sonó el intercomunicador. Era el capitán Auson, llamando desde la sala de navegación —. Conecte los canales exteriores, voy para allí.

Miles emergió de su bruma, maldiciendo en silencio.

— ¿Qué pasa?

— Ha vuelto Tung.

— Uh, oh. Mejor alerte a todo el mundo.

— Eso hago.

— ¿Qué trae? ¿Lo sabe usted?

— Sí, es extraño. Está ahí parado, justo fuera de alcance, en lo que parece una nave peliana del sistema interior, tal vez un pequeño transporte de tropas o algo así, diciendo que quiere hablar con usted. Probablemente es una trampa.

Miles arrugó la frente, desconcertado.

— Bien, pásemelo, entonces. Pero siga alerta.

En instantes, el familiar rostro del euroasiático apareció en la pantalla, más grande que en la realidad. Bothari estaba ahora levantado, en su habitual puesto junto a la puerta, silencioso como siempre; Elena y él no habían hablado mucho desde el incidente en el sector de la prisión. No habían vuelto a hablar, en realidad.

— ¿Cómo está usted, capitán Tung? Nos volvemos a encontrar, según veo.

— Ciertamente que sí. — Tung sonrió, rudo y feroz —. ¿Todavía sigue en pie esa oferta de trabajo, hijo?


Las dos lanzaderas se juntaron como un sándwich en el espacio intermedio entre ambas naves madres. Allí los dos hombres se reunieron cara a cara y en privado, con la excepción de Bothari, tenso y discreto, fuera del alcance del oído, y del piloto de Tung, quien permaneció igualmente discreto a bordo de su lanzadera.

— Mi gente me es leal — dijo Tung —. Puedo ponerla toda a sus servicio.

— Se dará usted cuenta — observó delicadamente Miles — de que, si su intención fuera recapturar su nave, ésa sería una estratagema ideal; mezclar sus fuerzas con las mías y luego atacar a voluntad. ¿Puede probar que lo suyo no es un caballo de Troya?

Tung suspiró como aceptando.

— Sólo como usted probó que ese memorable almuerzo no estaba drogado: comiendo.

— Mm. — Miles se apoltronó en su asiento de la ingrávida lanzadera, como si así pudiera imponer orientación al cuerpo y a la mente. Ofreció una botella de jugo de fruta a Tung, quien aceptó sin dudar. Ambos bebieron, aunque Miles con reticencia; su estómago ya empezaba a protestar por la falta de gravedad —. También se dará cuenta de que no puedo devolverle su nave. Todo lo que puedo ofrecerle, por el momento, es una pequeña nave peliana capturada y, quizás, el título de oficial de Estado Mayor.

— Sí, lo comprendo.

— Tendrá que trabajar con Auson y Thorne, sin incurrir en… fricciones del pasado.

Tung pareció muy poco entusiasmado, pero respondió.

— Si tengo que hacerlo, incluso eso haré. — Atrapó un chorro de la bebida en el aire. Práctica, pensó con envidia Miles.

— La paga, por el momento, es íntegramente en mili-pfennigs felicianos. ¿Conoce los… mili-pfennigs?

— No, pero a juzgar por la situación estratégica de los felicianos, me imagino que serán papel higiénico vistoso.

— Eso es bastante acertado. — Miles arrugó la frente —. Capitán Tung, después de pasar por un montón de problemas para escapar hace dos semanas, ha pasado por lo que parece ser una cantidad similar de problemas para unirse a lo que sólo se puede describir como el lado perdedor. Sabe que no puede recuperar su nave, sabe que su paga es, en el mejor de los casos, problemática… No puedo creer que todo esto sea por mi encanto natural. ¿Por qué lo hace?

— No hubo tanto problema. Esa deliciosa joven, recuérdeme que le bese la mano, me dejó salir — observó Tung.

— Para usted, señor, esa «deliciosa joven» es la comandante Bothari y, considerando lo que le debe, bien puede limitarse a saludarla — saltó Miles, sorprendido él mismo ante su reacción. Tragó un sorbo del jugo de fruta para disimular su confusión.

Tung alzó las cejas y sonrió.

— Ya veo.

Miles volvió al presente.

— Insisto, ¿por qué?

El rostro de Tung se endureció.

— Porque usted es la única fuerza del espacio local con alguna posibilidad de meterle a Oser un palo por el culo.

— Y ¿cuándo adquirió esta motivación?

Endurecido, sí, y ensimismado.

— Violó nuestro contrato. En caso de perder mi nave en combate, tenía el deber de darme otro comando.

Miles adelantó la barbilla, invitando a Tung a continuar. La voz de Tung se hizo más baja.

— Tenía derecho a reprenderme, sí, por mis errores… pero no tenía derecho a humillarme delante de mis hombres… — Sus manos estaban apretadas contra los antebrazos de su asiento; la botella de bebida flotaba lejos, olvidada.

La imaginación de Miles completó el cuadro. El almirante Oser, colérico y conmocionado ante esta súbita derrota después de un año entero de fáciles victorias, había perdido el temple y manejó mal el ardiente y herido orgullo de Tung. Una tontería, cuando habría sido tan fácil hacer que ese orgullo se redoblara sirviendo en su beneficio. Sí, podía ser verdad.

— Y entonces viene usted a mí. Ah… ¿con todos sus oficiales, dice? ¿Su oficial piloto?

Huir, ¿otra vez era posible la huida en la nave de Tung? Huir de los pelianos y de los oseranos, pensó seriamente Miles; era huir de los dendarii lo que empezaba a parecer difícil.

— Todos. Todos excepto mi oficial de comunicaciones, por supuesto.

— ¿Por qué por supuesto?

— Oh, es cierto, usted no sabe lo de su doble vida.Es un agente militar, asignado por su gobierno para mantener bajo vigilancia a la flota oserana. Creo que quería venir, pues hemos llegado a conocernos bastante bien en los últimos seis años, pero tenía que cumplir con sus órdenes primitivas. Se disculpó.

Miles pestañeó.

— ¿Ese tipo de cosas es algo usual?

— Oh, siempre hay algunos diseminados en todas las organizaciones mercenarias. — Tung miró agudamente a Miles —. ¿Nunca ha tenido ninguno? La mayoría de los capitanes los echan tan pronto como los reconocen, pero a mí me gustan. Generalmente están muy bien entrenados, y son más dignos de confianza que la mayoría, siempre que uno no esté combatiendo con nadie a quien ellos conozcan. Si yo hubiera tenido que pelear con los barrayaranos, Dios no me lo permita, o con cualquiera de sus aliados, aunque lo cierto es que los barrayaranos no se preocupan particularmente por sus alianzas, me hubiera asegurado de deshacerme de él primero.

— B… — se atragantó Miles, y se guardó el resto.

Por Dios, ¿había sido reconocido? Si el tipo era uno de los agentes del capitán Illyan, casi con toda seguridad. ¿Y qué diablos habría informado de los últimos acontecimientos, enfocados desde el punto de vista oserano? En ese caso, Miles podía ir diciéndole adiós a cualquier esperanza de mantener sus últimas aventuras en secreto ante su padre.

El jugo de fruta parecía pegársele, viscoso y desagradable, en el techo de su estómago. Maldita ingravidez. Lo mejor sería terminar con aquello; un almirante mercenario no debía sumar el mareo espacial a sus más obvias incapacidades, en beneficio de su reputación. Miles se preguntó de pasada cuántas decisiones clave en la historia habrían sido resueltas con la apremiante urgencia de alguna necesidad biológica.

Alargó la mano.

— Capitán Tung, acepto sus servicios.

— Almirante Naismith… Ahora es almirante Naismith, tengo entendido. — Tung estrechó la mano tendida.

— Eso parece — sonrió Miles.

Una semirreprimida sonrisa se dibujó en la boca de Tung.

— Ya veo. Estaré encantado de servirte, hijo.

Cuando se marchó, Miles se quedó sentado un momento, mirando la botella de jugo. La estrujó y un chorro de líquido rojo le salpicó las cejas, el mentón y la pechera de la guerrera. Maldijo en voz baja y flotó en busca de una toalla.


El Ariel se estaba retrasando. Thorne, junto con Arde y Baz, supuestamente debían haber escoltado las armas betanas a través del espacio controlado por Felice, y tenían que estar trayendo de regreso ese expreso veloz capacitado para dar saltos. Y se estaban retrasando. Le llevó dos días a Miles persuadir al general Halify para que dejara salir de sus celdas a la antigua tripulación de Tung; después de aquello, no había nada que hacer sino vigilar, esperar y preocuparse.

Cinco días después de lo estipulado, ambas naves aparecieron en los monitores. Miles se comunicó de inmediato con Thorne y le preguntó, con voz nerviosa, la razón de la demora.

— Es una sorpresa. Le gustará. ¿Puede esperarnos en el desembarcadero? — sonrió Thorne.

Una sorpresa. Dios, ¿cuál? Miles empezaba finalmente a simpatizar con el declarado gusto de Bothari por estar aburrido. Se encaminó al desembarcadero; en su mente flotaban nebulosos planes de acogotar a sus subordinados tardones.

Arde se topó con él, sonriente y rebotando sobre sus talones.

— Quédese ahí, mi señor. — Alzó la voz —. ¡Adelante, Baz!

— ¡Hop, hop, hop!

Llegó un gran ruido de pasos por el tubo flexible. Apareció marchando una harapienta cadena de hombres y mujeres. Algunos vestían uniformes de tipo militar o civil en una salvaje mezcolanza que denotaba las diferentes modas de diversos planetas. Mayhew los iba formando en pelotón, manteniendo más o menos algo parecido a una posición de firmes.

Había un grupo de alrededor de una docena, vestidos con el uniforme negro de los mercenarios del Imperio Kshatryan, que formaron su propia y cerrada isla en aquel mar de color; viéndolos más de cerca, sus uniformes, aunque limpios y remendados, no estaban todos en regla. Botones sueltos, talones de botas gastados, traseros y codos lustrosos por el uso… estaban lejos, lejos de su distante hogar, al parecer. La momentánea fascinación que le produjeron a Miles se vio interrumpida ante la aparición de dos docenas de cetagandanos, diversamente vestidos, pero todos con la pintura facial de ceremonia recientemetne aplicada; parecían un escuadrón de los demonios que adornan los templos chinos. Bothari maldijo, y aferró su arco de plasma al verlos. Miles le hizo un gesto de que mantener la calma.

Uniformes de personal de líneas de carga y de pasajeros, un hombre de piel y cabello blanco con un arco emplumado — Miles, advirtiendo la brillante bandolera y el rifle de plasma que llevaba, no se sintió inclinado a reír —; una mujer de cabello oscuro, de unos treinta y tantos años y sobrenaturalmente hermosa, ocupada en dirigir un equipo de cuatro técnicos, le miró y le contempló abiertamente luego, con una expresión muy extraña en su rostro. Miles se irguió un poco. No soy un mutante, señora, pensó irritado. Cuando el tubo se vació finalmente, delante de él había un centenar de personas esperando órdenes en el desembarcadero. A Miles la cabeza le daba vueltas.

Thorne, Baz y Arde se pusieron a su lado, inmensamente complacidos consigo mismos.

— Baz… — Miles abrió sus manos en desamparada súplica —, ¿qué es esto?

— ¡Reclutas Dendarii, mi señor! — Jesek se irguió.

— ¿Te pedí que reclutaras gente? — No había estado nunca tan borracho, le pareció…

— Usted dijo que ni teníamos personal suficiente para manejar nuestro equipo, así que apliqué un poco de lógica al problema y… ahí lo tiene.

— ¿Dónde diablos los encontraste?

— En Felice. Debe de haber unos dos mil galácticos atrapados allí por el bloqueo. Personal de naves mercantes, de pasajeros, gente de negocios, técnicos, un poco de todo. Incluso soldados. Éstos no son soldados, por supuesto. No todavía.

— Ah. — Miles se aclaró la garganta —. ¿Seleccionados?

— Bueno… — Baz se miró las botas, como si buscara señales de desgaste —. Les he dado algunas armas para desmontar y rearmar. Si no trataban de encajar el cartucho del arco de plasma en el mando del inhibidor nervioso, los contrataba.

Miles paseó la vista por las filas, confundido.

— Ya veo. Muy ingenioso. Dudo que hubiera podido hacerlo mejor yo mismo. — Señaló con un gesto a los kshastryanos —. ¿Adónde iban?

— Es una historia muy interesante — dijo Mayhew —. No fueron exactamente atrapados por el bloqueo. Parece que algún magnate feliciano de la… economía negra, los había contratado hace unos años como guardaespaldas. Hace unos seis meses fallaron en su trabajo, con lo que se quedaron ellos mismos desempleados. Harán cualquier cosa con tal de salir de aquí. Los encontré yo — agregó con orgullo.

— Comprendo. Ah, Baz… ¿cetagandanos? — Bothari no había quitado los ojos de sus vistosos y feroces rostros desde que habían salido por el tubo.

Jesek separó las manos abriendo las palmas hacia arriba.

— Están… entrenados.

— ¿Te das cuenta de que algunos Dendarii son barrataranos?

— Ellos saben que yo lo soy, y con un nombre como Dendarii, cualquier cetagandano hubiera establecido la conexión. Esa cadena de montañas dejó una impresión en ellos durante la Gran Guerra. Pero también quieren irse de aquí. Fue parte del contrato, ya lo ve, mantener el precio bajo… casi todo el mundo quiere que le despachen fuera del espacio local feliciano.

— También yo — murmuró Miles. La nave rápida feliciana flotaba fuera de la estación de desembarco. Miles quería echarle una mirada más de cerca —. Bien… vete a ver al capitán Tung y disponed cuarteles para todos ellos. Y… horarios de adiestramiento…

Mantenerlos ocupados mientras él… ¿desaparecía?

— ¿El capitán Tung? — preguntó Thorne.

— Sí, él es Dendarii ahora. Yo también he estado haciendo algunos reclutamientos. Debería ser como una reconciliación familiar para usted… Bel — miró al betano con severidad —, ustedes son ahora camaradas de armas. Como Dendarii, espero que lo recuerde.

— Tung… — Thorne parecía más asombrado que celoso —. Oser estará echando espuma.


Miles se pasó la tarde examinando los expedientes de sus nuevos reclutas en los ordenadores del Triumph, uno por uno, él mismo y por propia decisión; la mejor forma de familiarizarse con el contenido de aquel robo humano. De hecho, estaban bien elegidos; la mayoría tenía experiencia militar previa, y el resto, invariablemente, poseía alguna especialidad técnica valiosa y misteriosa.

Algunas, ciertamente misteriosas. Detuvo el monitor para estudiar el rostro de la mujer extraordinariamente hermosa que le había estado mirando en el desembarcadero. ¿Qué demonios tuvo en cuenta Baz al contratar a una especialista en sistemas de comunicación bancarios de seguridad como mercenario? Seguramente, ella había querido a toda costa dejar el planeta… No importaba. Su expediente explicaba el misterio; alguna vez había tenido el rango de subteniente en las fuerzas espaciales de Escobar. Le habían dado una honorable baja médica tras la guerra con Barrayar, diecinueve años atrás. Las bajas médicas debían de estar de moda por entonces, pensó Miles, relacionando el hecho con lo que le ocurrió a Bothari. Su humor se congeló, y sintió que se le ponía la carne de gallina. Grandes ojos oscuros, la línea del mentón nítidamente encuadrada… su apellido era Visconti, típico de Escobar. Su primer nombre, Elena.

— No — se susurró a sí mismo Miles, con firmeza —, no es posible. — Languideció —. En cualquier caso, no es verosímil…

Leyó el expediente una vez más, cuidadosamente. La mujer había venido a Tau Verde IV un año atrás, a instalar un sistema de comunicaciones que su compañía había vendido a un banco feliciano. Debía de haber llegado sólo unos días antes de que la guerra empezara. Se registró en Felice como soltera, sin personas a su cargo. Miles giró su silla dándole la espalda a la pantalla; luego se encontró espiando otra vez aquel rostro. Hubiera sido inusualmente joven para ser una oficial durante la guerra Escobar-Barrayar… alguna especie de talento precoz, quizá. Miles se juzgó a sí mismo con ironía, preguntándose cuándo había empezado a sentirse tan maduro en edad.

Pero si fuera, sólo por conjeturar, la madre de su Elena, ¿cómo se había mezclado con el sargento Bothari? Bothari rondaba los cuarenta en ese entonces, y era mucho más parecido a como ahora se le veía, a juzgar por los vídeos que Miles conocía de los primeros años de matrimonio de sus padres. El gusto no era la explicación, quizá.

En su imaginación afloró un reencuentro fantástico, espontáneo, galopando antes de cualquier evidencia. Llevar a Elena no ante una tumba, sino ante su tan ansiada madre en persona, para saciar por fin aquel hambre secreta, más acuciante que una espina, que la había acompañado toda su vida; un hambre gemela a la que él mismo sentía de complacer a su padre… Eso sería una hazaña por la que valía la pena esforzarse. Mejor que cubrirla con los más fabulosos regalos materiales… Miles se deshacía, imaginando la alegría de Elena.

Y sin embargo, sin embargo… era sólo una hipótesis. Comprobarla podía resultar difícil. Se había dado cuenta de que el sargento no había sido del todo veraz cuando dijo no recordar nada de Escobar, pero pudo haber sido en parte. Y esta mujer podía ser alguna otra persona totalmente ajena. Lo comprobaría de forma confidencial, entonces, reservadamente. Si estaba equivocado, no haría ningún daño.


Miles tuvo su primera reuión completa de oficiales al día siguiente; en parte para conocer a sus nuevos secuaces, pero, más que nada, para dar lugar a ideas al respecto de cómo romper el bloqueo. Con tanto talento militar y ex militar a su alrededor, tenía que haber alguien que supiera qué hacer. Se distribuyeron más copias del «Reglamento Dendarii», y finalmente Miles se retiró a la cabina, que se había apropiado en su nave capitana, para examinar en el ordenador una vez más los parámetros de la nave correo feliciana.

Había aumentado la capacidad de pasajeros estimada en esa nave para un viaje de dos semanas a Colonia Beta, de cuatro personas apiñadas, a cinco estrujadas, eliminando casi todo el equipaje y falsificando tanto como se atrevió las cifras de los sistemas de seguridad; seguramente, debía de haber una forma de elevar la tripulación a siete. También trató con esfuerzo de no pensar en los mercenarios, que esperarían ansiosamente su regreso con los refuerzos. Y esperarían. Y esperarían.

No debían demorarse más tiempo allí. El simulador de tácticas del Triumph había demostrado que, pensar que se podía vencer a los oseranos con sólo doscientos hombres era pura megalomanía. Sin embargo… No. Se obligó a sí mismo a pensar razonablemente.

La persona lógica a quien dejar allí era Elli Quinn, la de la cara deshecha. No era sirviente suya, en realidad. Luego, un cara o cruz entre Baz y Arde. Llevar a Baz de vuelta a Colonia Beta sería exponerle al arresto y la extradición; dejarle aquí, en cambio, sería por su propio bien, sí señor. No importaba que Jesek hubiera estado semanas consintiendodesinteresadamente cada capricho militar de Miles. No importaba lo que los oseranos habrían de hacer con los desertores y con cada uno de sus colaboradores cuando finalmente los atrapasen, como inevitablemente sucedería. No importaba que eso, además, fuera a desunir muy convenientemente el romance de Baz con Elena… Y ¿no era eso, con toda seguridad, la verdadera razón?

La lógica, resolvió Miles, le daba dolor de estómago.

De todas maneras, no era fácil mantener la mente en el trabajo justo ahora. Miró el cronómetro de su muñeca. Sólo unos minutos más. Se preguntaba si habría sido tonto proveerse de esa botella de pésimo vino feliciano, oculta por el momento con cuatro vasos en su armario. Sólo debía sacarla si, si, si…

Suspiró, se reclinó y sonrió cuando llegó Elena, quien se sentó en silencio sobre la cama, hojeando un manual de ejercicios de armamento. El sargento Bothari se sentó en una pequeña mesa plegable, a limpiar y recargar su armamento personal. Elena sonrió.

— ¿Ya tienes resuelto el programa de entrenamiento físico para nuestros… nuevos reclutas? — le preguntó Miles —. Algunos de ellos parece que hace mucho que no realizan ejercicio regularmente.

— Todo listo — le aseguró ella —. Lo primero que haré el próximo ciclo diurno será comenzar con un grupo bastante numeroso. El general Halify va a prestarme el gimnasio de la refinería. — Hizo una pausa y luego agregó —: Hablando de falta de entrenamiento… ¿no crees que sería mejor que tú también vinieras?

— Uh…

— Buena idea — opinó el sargento, sin levantar la vista de su trabajo.

— Mi estómago…

— Sería un buen ejemplo para tus tropas — añadió Elena, parpadeando con sus ojos castaños en fingida, Miles estaba seguro, inocencia.

— ¿Quién va a advertirles de que no me partan por la mitad?

— Te dejaré simular que los estás instruyendo. — Los ojos de Elena brillaron.

— La ropa de gimnasia — dijo el sargento, mientras soplaba una pizca de polvo del inhibidor nervioso y hacía un gesto hacia la izquierda con su cabeza — está en el último cajón de aquel compartimento.

— Oh, está bien — suspiró Miles derrotado. Miró nuevamente su cronómetro. En cualquier momento a partir de ahora.

La puerta de la cabina se abrió; era la mujer de Escobar, puntual.

— Buenos días, técnica Visconti — comenzó a decir alegremente Miles, pero sus palabras murieron en sus labios cuando la mujer levantó una pistola de agujas y la sostuvo con ambas manos, apuntando.

— ¡Que nadie se mueva! — gritó.

— Una orden innecesaria; Miles, al menos, estaba helado por la impresión, con la boca abierta.

— Así que — dijo por fin la mujer; odio, dolor y fatiga le hacían temblar la voz — eras tú. No estaba segura al principio. Tú…

Se dirigía a Bothari, supuso Miles al ver el arma apuntando contra el pecho del sargento. Las manos de la mujer temblaban, pero el punto de mira del arma no vaciló en ningún momento.

El sargento había agarrado su arco de plasma al abrirse la puerta. Ahora, increíblemente, su mano colgaba a su lado, sosteniendo el arma. Se enderezó ligeramente, junto a la pared, lejos de su habitual postura semiagazapada que empleaba para disparar.

Elena estaba sentada con las piernas cruzadas, una posición incómoda para saltar.

La mujer desvió un instante la vista hacia Miles y la volvió luego a su blanco.

— Creo que será mejor que sepa, almirante Naismith, lo que ha contratado como guardaespaldas.

— Esto… ¿Por qué no me da su arma, se sienta y hablamos de ello…?

Alargó una mano abierta, a modo de invitación. Los estremecimientos calientes que habían comenzado en la boca de su estómago irradiaban ahora hacia fuera; la mano le temblaba enloquecidamente. No era ésta la forma en la que se había imaginado el encuentro. La mujer siseó y apuntó el arma a Miles, quien retrocedió El arma volvió de inmediato a Bothari.

— Ése — dijo la mujer señalando al sargento con un gesto — es un ex soldado barrayarano. No es ninguna sorpresa, supongo, que terminara en alguna oscura flota mercenaria; pero era el torturador jefe del almirante Vorrutyer cuando los barrayaranos trataron de invadir Escobar. Aunque, quizás usted ya sepa eso… — Sus ojos parecieron despellejar a Miles, como cuchillos, por un instante. Un instante era un tiempo bastante largo, a la relativa velocidad con que Miles se sintió caer en ese momento.

— Yo… Yo… — balbuceó.

Miró a Elena; tenía los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso para saltar.

— El almirante nunca violaba él mismo a sus víctimas, prefería mirar. Vorrutyer era el sodomita del príncipe Serg. Quizás el príncipe fuera celoso, aunque, por su parte, aplicaba torturas más inventivas. El príncipe esperaba, ya que su particular obsesión eran las mujeres embarazadas; que el grupo de Vorrutyer tenía la obligación de suministrar, supongo…

La mente de Miles gritaba en medio de un centenar de conexiones indeseadas, no, no, no… Entoncs, existía aquello del conocimiento latente. ¿Cuánto tiempo habá sabido que no debía hacer preguntas cuya respuesta no querría conocer? El rostro de Elena reflejaba un total ultraje y descreimiento. Que Dios le ayudara a mantener de ese modo la conciencia de la joven.

Su inmovilizador estaba en la mesa de Bothari, a través de la línea de fuego; ¿tenía alguna posibilidad de alcanzarlo?

— Tenía dieciocho años cuando caí en sus manos. Recién graduada, no amaba la guerra, pero deseaba servir y defender mi hogar… Aquello no era guerra, ahí fuera, lo que había era un infierno particular, que se hacía vil entre las autoridades no controladas del alto mando barrayarano…

Estaba próxima a la histeria, como si viejos y fríos terrores estuvieran haciendo erupción en un enjambre más abrumador que el que ella misma pudiera haber previsto. Tenía que callarla de alguna manera.

— Y áquel — su dedo estaba tenso sobre el gatillo del arma —, áquel era su instrumento, su mejor creador de espectáculos, su favorito. Los barrayaranos se negaron a entregar a sus criminales de guerra, y mi propio gobierno vendió barata la justicia que me correspondía, en consideración a los convenios de paz. Y es así que ha gozado de libertad para convertirse en mi pesadilla durante las dos últimas décadas. Pero las flotas mercenarias dispensan su propia justicia. Almirante Naismith, ¡exijo el arresto de este hombre!

— Yo no… No es… — vaciló Miles. Se volvió hacia Bothari, sus ojos imploraban un desmentido… Di que no es verdad… —. ¿Sargento?

La explosión de palabras había regado a Bothari como ácido. Su rostro estaba surcado de dolor, la frente arrugada por un esfuerzo de… ¿memoria? Su mirada fue de su hija a Miles y luego a la mujer, y dejó escapar un suspiro. Un hombre que descendiese al infierno y a quien le concedieran entrever el paraíso, tendría quizás esa expresión en el rostro.

— Señora… — susurró — sigue siendo usted hermosa.

¡No la incites, sargento!, gritó en su interior Miles.

El rostro de la mujer de Escobar se retorció de rabia y temor. Se dio a sí misma coraje. Una corriente, como de minúsculas gotas de lluvia plateadas, zumbó del arma temblorosa. Las agujas estallaron contra la pared, alrededor de Bothari, en un chubasco de fragmentos que saltaron filosos como navajas. El arma se atascó. La mujer maldijo y la sacudió. Bothari, apoyado contra la pared, murmuró:

— Descansar ya. — Miles no estaba seguro de a quién estaban dirigidas aquellas palabras.

Se abalanzó en busca de su inmovilizador, al tiempo que Elena saltaba sobre la mujer. Elena ya había desarmado y sujetado por detrás a la mujer, retorciéndole los brazos a la espalda con la fuerza del terror y la rabia, para cuando Miles apuntó con el inmovilizador. Pero la mujer no ofrecía resistencia, como agotada. Miles advirtió por qué cuando se volvió hacia el sargento.

Bothari cayó como una pared que se derrumba, como si fuera por partes. Su camisa mostraba solamente cuatro o cinco minúsculas gotas de sangre; pero, de pronto, fueron borradas por un súbito diluvio rojo salido de su boca, mientras se convulsionaba, sofocado. Se retorció una vez en el suelo, vomitando una segunda marea escarlata sobre las manos, el regazo y la camisa de Miles, quien había corrido a postrarse junto a su guardaespaldas.

— ¿Sargento?

Bothari yacía quieto; los ojos vigilantes, paralizados y abiertos; la cabeza, caída a un lado; la sangre, fluyendo por su boca. Parecía un animal muerto, atropellado por un vehículo. Miles pasó la mano frenéticamente por el pecho de Bothari, pero no pudo siquiera encontrar los pinchazos de entrada de las heridas. Cinco impactos… La cavidad torácica de Bothari, el abdomen, los órganos, debían de estar destrozados y revueltos…

— ¿Por qué no disparó? — preguntó en un gemido Elena. Sacudió a la mujer de Escobar —. ¿No estaba cargado?

Miles miró el arco de plasma en la mano rígida de sargento. Estaba recién cargado, Bothari acababa de hacerlo.

Elena echó una mirada desesperada al cuerpo de su padre y pasó una mano alrededor del cuello de la mujer, aferrando su guerrera El brazo apretaba la tráquea de la agresora.

Miles giró sobre sus rodillas, con la camisa, los pantalones y las manos bañados en sangre.

— ¡No, Elena! ¡No la mates!

— ¿Por qué no? ¿Por qué no? — Las lágrimas corrían por su cara desencajada.

— Creo que es tu madre.

Oh, Dios, no debía haber dicho eso…

— ¿Tú crees esas horribles cosas…? — le preguntó con furia —, ¿esas mentiras increíbles…? — Pero aflojó su presa —. Miles… ni siquiera sé qué significan algunas de esas palabras…

La mujer de Escobar tosió, y giró la cabeza para mirar por encima de su hombro, con asombro y consternación.

— ¿Esto es fruto de él? — le preguntó a Miles.

— Su hija.

Los ojos de la mujer estudiaron atentamente los rasgos de Elena. Miles lo hizo también; a él le pareció que la fuente secreta del cabello, los ojos y la elegante estructura del rostro de Elena estaban ante él.

— Te pareces a él. — Los grandes ojos castaños de la mujer conservaban una fina capa de desagrado sobre un pantano de horror —. Oí que los barrayaranos usaron los fetos para investigación militar. — Miró a Miles en confundida especulación —. ¿Es usted otro? Pero no, no podrías ser…

Elena la soltó y permaneció atrás, de pie. Un vez, veraneando en Vorkosigan Surleau, Miles había presenciado cómo un caballo quedó atrapado en el incendio de un establo hasta morir, y nadie pudo acercarse a liberarle por el calor. Había pensado que ningún sonido podía ser más acongojante que los relinchos agónicos de aquel caballo. El silencio de Elena lo era. Ella no estaba llorando ahora.

Miles se incorporó con dignidad.

— No señora. El almirante Vorkosigan cuidó de que todos fueran entregados a salvo a un orfanato, creo. Todos excepto…

Los labios de Elena formaron la palabra «mentiras», pero ya no había convicción en ella. Sus ojos sorbían a la mujer de Escobar con un hambre que aterrorizó a Miles.

La puerta de la estancia volvió a abrirse. Arde Mayhew entró.

— Mi señor, ¿quiere que esas asignaciones…? ¡Dios mío! — Estuvo a punto de tropezarse —. ¡Traeré a la técnica médica, esperen! — Y salió a la carrera.

Elena Visconti se acercó al cuerpo de Bothari con la precaución que uno emplearía al acercarse a un reptil venenoso recién muerto. Su mirada se encontró con la de Miles, desde el lado opuesto del obstáculo.

— Almirante Naismith, me disculpo por los inconvenientes que le he causado; pero esto no fue un asesinato, fue la justa ejecución de un criminal de guerra. Fue justo — insistió, con la voz nerviosa de pasión —. Lo fue. — La voz se apagó.

No fue un asesinato, fue un suicidio, pensó Miles. Podía haberte disparado ahí donde estabas, en cualquier momento, así de rápido era.

— No…

— ¿Usted también me llama mentirosa? ¿O va a decirme que lo disfruté? — Los labios de la mujer se tensaron con desesperación.

— No… — La miró a través de un vasto abisom de un metro de anchi —. No me burlo de usted. Pero… hasta que tuve cuatro, casi cinco años de edad, yo no podía andar, sólo gateaba. Me pasé mucho tiempo mirando las rodillas de la gente. Pero si en alguna ocasión había un desfile, o algo que ver, tenía la mejor situación de todos, porque miraba desde los hombros del sargento.

Por toda respuesta, la mujer escupió al cuerpo de Bothari. Un espasmo de furia oscureció la visión de Miles. Se vio salvado de una posibla acción desastrosa por el regreso de Mayhew con la técnica médica.

La técnica corrió hacia él.

— ¡Almirante! ¿Dónde le hirieron?

La miró un instante, estúpidamente, se miró luego a sí mismo y advirtió entonces la roja razón de su preocupación.

— No soy yo, es el sargento. — Se sacudió ineficazmente la fría viscosidad.

La técnica se arrollidó junto a Bothari.

— ¿Qué ocurrió? ¿Fue un accidente?

Miles miró hacia donde estaba Elena, parada, con los brazos envolviéndose el cuerpo como si tuviera frío. Sólo sus ojos se movían, mirando alternativamente al sargento y a la mujer de Escobar. Una y otra vez, sin desanso.

La boca de Miles estaba endurecida, hizo un esfuerzo para hablar.

— Un accidente, estaba limpiando las armas. El revólver de agujas estaba puesto en automático. — Dos afirmaciones verdaderas de tres.

La mujer de Escobar tuvo un gesto silencioso de triunfo y alivio. Ella cree que respaldo su justicia, pensó Miles. Perdóname…

La técnica médica sacudió la cabeza, al pasar un examinador de mano por el pecho de Bothari.

— ¡Uf! Está destrozado.

Una súbita esperanza se le ocurrió a Miles.

— Las cámara de congelamiento… ¿cómo están?

— Todas llenas, señor, después del contraataque.

— Cuando se asignan, ¿qué… qué criterio se utiliza?

— Los menos destrozados tienen mayor probabilidad de revivir. Son los primeros que se seleccionan. Los enemigos, los últimos, a menos que Inteligencia pida otra cosa.

— ¿Cómo evaluaría a este herido?

— Pero que todos los otros que tengo congelados ahora, excepto dos.

— ¿Quiénes son esos dos?

— Un par de hombres del capitán Tung. ¿Quiere que desaloje a uno?

Miles se detuvo, buscando el rostro de Elena. Ella miraba el cuerpo de Bothari como si fuera el de un extraño, con la cara de su padre, súbitamente desenmascarado. Los ojos oscuros de Elena eran como profundas cavernas; como tumbas; una para Bothari; otra para ella misma.

— Él odiaba el frío — murmuró Miles —, sólo consiga un envoltorio del depósito de cadáveres.

— Sí, señor. — La técnica salió, sin prisas.

Mayhew balbuceó, contemplando aturdido y perplejo el rostro de la muerte:

— Lo siento, mi señor, estaba empezando a agradarme, de un modo misterioso.

— Sí. Gracias. Vete. — Mile alzó la vista hacia la mujer de Escobar —. Váyase — susurró.

Elena daba vueltas y vueltas entre el cadáver y los vivos, como una criatura recién enjaulada que descubre que el frío acero quema la carne.

— ¿Madre? — dijo al fin, con una voz empequeñecida, en absoluto como la suya.

— Tú eléjate de mí — gruñó la mujer, en voz baja, pálida —. Muy lejos. — Le echó una mirada de aversión, desdeñosa como una bofetada, y se marchó.

— Esto… — dijo Arde —. Tal vez deberías salir y sentarte un rato en alguna otra parte, Elena. Te traeré un vaso de agua o algo. — La tomó del brazo, inquieto —. Vamos, sé buena chica.

Aceptó con dolor ser llevada y miró por última vez por encima del hombro al salir. Su rostro le recordó a Miles una ciudad bombardeada.

Miles esperó a la técnica médica, velando a su primer servidor, su vasallo, con miedo, con miedo creciente, además, desacostumbrado. Siempre había tenido al sargento para que se preocupara por él. Tocó el rostro de Bothari: el mentón afeitado era áspero al tacto.

— ¿Qué hago ahora, sargento?

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