2

El viejo estaba levantado, afeitado y sobriamente vestido para la ocasión. Sentado en una silla, miraba pensativamente a través de la ventana, contemplando el jardín situado detrás de la casa. Levantó la vista con desaprobación al ser interrumpido en sus meditaciones, vio que era Miles y una ancha sonrisa se le dibujó en el rostro.

— Ah, pasa, muchacho… — Hizo un gesto hacia la silla que Miles supuso que acababa de abandonar Elena. La sonrisa de viejo se tiñó de perplejidad —. Por Dios, ¿he perdido un día en algún lado? Creí que éste era el día en que estabas marchando esos cien kilómetros de acá para allá en monte Sencele.

— No señor, no ha perdido ningún día.

Miles se acomodó en la silla. Bothari puso otra delante y señaló los pie del joven. Miles comenzó a levantarlos, pero el esfuerzo fue saboteado por una punzada de dolor particularmente feroz.

— Sí… ponlo tú, sargento — consintió Miles cansadamente.

Bothari le ayudó a colocar los pies en el ángulo médicamente correcto y se retiró — estratégicamente, pensó Miles — a hacer guardia junto a la puerta. El viejo conde observó este acto; la comprensión asomó dolorosamente en su rostro.

— ¿Qué has hecho, muchacho? — suspiró.

Hagámoslo rápido y sin dolor, como una decapitación…

— Salté de una pared ayer en la carrera de obstáculos y me rompí ambas piernas. Arruiné completamente, yo solo, los exámenes físicos. Los otros…, bueno, no importan ahora.

— Así que volviste a casa.

— Así que volví a casa.

— Ah. — El viejo hizo tamborilear una sola vez sus largos dedos nudosos sobre el brazo de la silla —. Ah.

Se giró incómodamente en el asiento y apretó los labios contemplando por la ventana, sin mirar a Miles. Sus dedos tamborilearon nuevamente.

— Todo es culpa de ese maldito democratismo rastrero — estalló quejosamente —. Un montón de disparates importados de otro planeta. Tu padre no le hizo ningún favor a Barrayar al alentarlo. Tuvo una excelente oportunidad de extirparlo cuando fue regente, y la malgastó totalmente, según puedo ver… — prosiguió —. Enamorado de ideas de otro planeta, de mujeres de otro planeta — agregó para sí más lánguidamente —. Culpé a tu madre, ya lo sabes, siempre fomentando esa basura igualitaria.

— Oh, vamos — se sintió empujado a objetar Miles —. Madre es tan apolítica como se puede ser, estando cerca y siendo consciente.

— Gracias a Dios, o estaría dirigiendo Barrayar hoy en día. Jamás he visto a tu padre contrariarla todavía. Biem, bien, podría haber sido peor. — El viejo volvió a girarse, retorciéndose en el dolor de su espíritu como Miles lo hacía en el dolor de su cuerpo.

Miles descansaba en su silla, sin hacer ningún esfuerzo por defender el tema ni por defenderse a sí mismo. El conde podría discutir consigo mismo en poco tiempo, asumiendo ambas partes.

— Debemos someternos a los tiempos, supongo. Todos debemos someternos a los tiempos. Hijos de tenderos son ahora grandes soldados. Dios sabe que, en mis tiempos, no comandé a muchos. ¿Te he contado alguna vez lo de aquel camarada, cuando estábamos peleando contra los cetagandanos allá en las montañas Dendarii, detrás de Vorkosigan Surleau? El mejor teniente de guerrilla que nunca he tenido. Yo no era mucho mayot que tú, en ese entonces. Mató a más cetagandanos ese año… Su padre había sido sastre. Un sastre, en la época en que todo se cortaba y se cosía a mano, encorvándose sobre cada pequeño detalle. — Soltó un suspiro por el irrecuperable pasado —. ¿Cuál eral el nombre del sujeto…?

— Tesslev — señaló Miles. Miró burlonamente sus propios pies: quizá me haga sastre, entonces, estoy preparado para ello; aunque ahora están tan obsoletos como los condes.

— Tesslev, sí, ése era. Murió horriblemente cuando atraparon a su patrulla. Un hombre valiente, un hombre valiente… — El silencio cayó entre ellos por un momento.

El viejo conde eligió una panita de la silla y la apretó.

— ¿El examen lo dirigieron con justicia? Uno nunca se sabe, en esta época; un plebeyo con un hacha que afilar en su poder…

Miles sacudió la cabeza y se apresuró a derribar esa fantasía antes de que pudiera florecer.

— Fue muy justo. Fui yo. Me confundí yo solo, no presté atención a lo que estaba haciendo. Fracasé porque no fui lo suficientemente bueno. Punto final.

El viejo retorció los labios con una malhumorada negativa. Sus manos se apretaron coléricamente y se abrieron sin esperanza.

— En otros tiempos nadie hubiera cuestionado tu derecho…

— En otros tiempos el precio de mi incompetencia hubiera sido pagado con la vida de otros hombres. Esto es más productivo, creo yo. — La voz de Miles era apagada.

— Bien… — El viejo miraba sin ver a través de la ventana —. Bien, los tiempos cambian. Barrayar ha cambiado. Soportó todo un mundo de cambios entre la época en que yo tenía diez años y la época en que tuve veinte. Y otro entre el momento en que tuve veinte y cuarenta años. Nada era lo mismo… Y un nuevo mundo de cambios entre los cuarenta y los ochenta que tengo ahora. Esta generación débil, degenerada…, incluso sus pecados están agudos. Los viejos piratas del tiempo del tiempo de mi padre podrían habérselos comido a todos en el desayuno y digiriendo sus huesos antes del almuerzo. ¿Sabes?, seré el primer conde Vorkosigan en nueve generaciones que morirá en el lecho. — Hizo una pausa, aún fija la mirada, y susurró un poco para sí —. Dios, me he cansado de los nuevos cambios. La sola idea de aguantar otro mundo nuevo me desanima. Me desanima.

— Señor — dijo Miles con ternura.

El viejo levantó la vista rápidamente.

— No es culpa tuya, muchacho, no es culpa tuya. Fuiste atrapado por las ruedas del cambio y de la fortuna, igual que todos nosotros. Fue un puro azar que el asesino eligiera ese veneno en particular para tratar de matar a tu padre, ni siquiera apuntaba a tu madre. Te has desenvuelto bien a pesar de ello. Nosotros…, nosotros esperábamos demasiado de ti, eso e todo; que nadie diga que no lo has hecho bien.

— Gracias, señor.

El silencio se extendió de un modo insoportable. El cuarto estaba poniéndose caluroso.

A Miles le dolía la cabeza por la falta de sueño y sentía náuseas debido a la combinación del hambre y de los medicamentos. Se encaramó torpemente sobre sus pies.

— Si usted me excusa, señor…

El viejo movió una mano a manera de despedida.

— Sí, debes de tener cosas que hacer… — Hizo una pausa nuevamente y miró a Miles con curiosidad —. ¿Qué vas a hacer ahora? Es muy extraño para mí; siempre hemos sido los Vor, los guerreros, aun cuando la guerra cambió el resto de las cosas…

Parecía muy disminuido, ahí en su silla. Miles se recompuso para dar una apariencia de jovialidad.

— Bueno, ya se sabe, siempre está la otra línea aristocrática a la que recurrir; si no puedo ser un militar gruñón seré un bufón popular. Tengo pensado ser un famoso epicúreo y amante de mujeres, siempre es más divertido que ser soldado.

El abuelo se unió a la broma.

— Sí, yo siempre he endiviado la casta; adelante con ello, muchacho. — Sonrió, pero Miles sintió que era algo tan forzado como lo suyo. De todas maneras, era mentira: «holgazán» significaba un insulto en el vocabulario del viejo. Miles recogió a Bothari y realizó su propia fuga.


Miles estaba sentado, encorvado en una desmantelada silla de brazos, en un pequeño salón que daba a la calle lateral de la vieja mansión, con los pies levantados y los ojos entrecerrados. Era un cuarto privado que rara vez se usaba; una buena oportunidad para estar solo y cavilar en paz. Jamás había llegado a una interrupción tan completa, un entumecimiento absoluto y vacío, parecido al dolor. Tanta pasión gastada para nada; una vida de nada, alargándose interminablemente hacia el futuro, por culpa de una fracción de segundo de estúpida y colérica vergüenza…

Oyó el ruido de una garganta que se aclaraba detrás de él y luego una voz tímida.

— Hola Miles.

Sus ojos se abrieron parpadeando y, de pronto, se sintió poco menos que un animal herido ocultándose en su cueva.

— ¡Elena! Deduje que habías vuelto con madre anoche desde Vorkosigan Surleau. Pasa.

Ella se apoyó sobre el brazo de otra silla, cerca de él.

— Sí, ella sabe lo que me gusta ir a la capital. A veces, siento que es casi mi madre.

— Díselo. Le agradará.

— ¿Lo crees de verdad? — preguntó ella con timidez.

— Absolutamente. — Se sacudió, espabilándose. Quizás un futuro no del todo vacío…

Ella se mordió suavemente el labio inferior, sus grandes ojos absorbían el rostro de él.

— Pareces totalmente abatido.

No se desangraría delante de Elena. Desterró su negrura, mofándose de sí mismo, reclinándose efusivamente hacia atrás y sonriendo.

— Literalmente. Demasiado cierto. Me recuperaré. Tú… ya has oído todo el asunto, supongo.

— Sí. ¿Fue… todo bien con mi señor conde?

— Oh, seguro. Después de todo, soy el único nieto que tiene. Eso me da una excelente ventaja, puedo sacarle cualquier cosa.

— ¿Habló de que te cambiaras de nombre?

Miles clavó la vista.

— ¿Qué?

— Al patronímico corriente. Estuvo hablando de eso, cuando tú…, oh — Se detuvo, pero Miles comprendió el significado completo de aquella revelación a medias.

— Ah, claro, cuando me convirtiera en un oficial; ¿tenía pensado ceder finalmente y concederme mis nombres de heredero? Muy gentil por su parte, diecisiete años después del hecho. — Ahogó una profunda rabia bajo una sonrisa irónica.

— Nunca entendí qué era todo eso.

— ¿Qué? ¿Lo de mi nombre, Miles Naismith, por mi abuelo materno, en lugar de Piotr Miles por ambos? Todo se remonta al lío de mi nacimiento. Aparentemente, después de que mis padres se recuperaron del gas soltoxin y descubrieron cuál iba a ser el daño en el feto (de paso, se supone que yo no sé nada de esto), el abuelo era partidario de un aborto. Tuvo una gran pelea con mis padres (bueno, con mi madre, supongo, y padre, atrapado en medio) y, cuando mi padre la respaldó a ella y le hizo frente a él, el abuelo se enojó y pidió que no se me diera su nombre. Más tarde, se serenó, cuando descubrió que yo no era und desastre total. — Sonrió afectadamente e hizo tamborilear los dedos sobre el brazo de la silla —. ¿Así que estaba pensando tragarse sus palabras? Sólo que, posiblemente, yo hubiera fracasado igual. Pudo haberse atragantado. — Apretó los dientes con más amargura y deseó revocar su último parlamento. No tenía sentido mostrarse ante Elena más enfadado de lo que ya estaba.

— Sé lo mucho que lo preparaste, lo siento.

Fingió estar de humor.

— Ni la mitad de lo que lo siento yo. Me gustaría que hubieras pasado tú mis exámenes físicos, ¡entre ambos haríamos un oficial del demonio!

Algo de la antigua franqueza que compartían de niños escapó de pronto de los labios de ella.

— Sí, pero, por las normas de Barrayar, estoy en mayor desventaja que tú; soy mujer. Ni siquiera se me permitiría presentar la petición para hacer los exámenes.

Las cejas de él se alzaron con una mueca de acuerdo.

— Lo sé, y es absurdo. Con lo que te ha enseñado tu padre, todo lo que necesitarías es un curso de armamento pesado y podrías así arrollar a nueve de cada diez de los tipos de vi allí. Piénsalo, sargento Elena Bothari.

— Me estás tomando el pelo.

— Sólo estoy hablando como un civil a otro civil — se excusó a medias.

Ella asintió con una inclinación y de repente recordó el motivo que la había llevado allí.

— Ah, tu madre me ha enviado para que vayas a almorzar.

— Vaya. — Se incorporó con un gruñido sibilante —. He ahí un oficial al que nadie desobedece. El capitán del almirante.

Elena sonrió ante la imagen.

— Sí. Ahora, ella fue oficial de los betanos y nadie piensa que sea extraña ni la critica por querer romper las reglas.

— Al contrario, es tan extraña que nadie siquiera piensa en tratar de incluirla en las reglas. Simplemente, ella va haciendo las cosas a su antojo.

— Desearía ser betana — dijo hoscamente Elena.

— Oh, no te equivoques; ella también es extraña para las normas betanas. Aunque creo que te agradaría la Colonia Beta, algunas de sus partes — musitó.

— Nunca dejaré el planeta.

La miró suspicazmente.

— ¿Qué es lo que te deprime?

Elena se encogió de hombros.

— Oh, bien, tú conoces a mi padre. Es tan conservador… Debería haber nacido hace doscientos años. Eres la única persona que conozco que no piensa que es raro. Es un paranoico.

— Lo sé, pero es una cualidad muy útil en un guardaespaldas. Su suspicacia patológica me salvó dos veces la vida.

— Tú también deberías haber nacido hace doscientos años.

— No gracias. Me habrían matado al nacer.

— Bueno, está bien — admitió —. De todas maneras, esta mañana comenzó pronto a hablar de preparar mi matrimonio.

Miles se detuvo abruptamente y la miró con fijeza.

— ¿De veras? ¿Qué dijo?

— No mucho, sólo lo mencionó. Quisiera… no sé, quisiera que mi madre viviese.

— Ah. Bueno… siempre está la mía, si quieres hablar con alguien. O yo. Puedes hablar conmigo, ¿no?

Elena sonrió agradecida.

— Gracias.

Llegaron a la escalera. Ella se detuvo, él esperó.

— Nunca ha vuelto a hablarme de mi madre, ¿saes?, no lo ha hecho desde que yo tenía doce años. Solía contarme largas historias (bueno, largas para él) sobre mi madre. Me pregunto si estará empezando a olvidarla.

— Yo no pensaría eso. Le veo más que tú. Nunca ha pasado de mirar a otra mujer — dijo Miles para tranquilizarla.

Comenzaron a bajar la escalera. Sus piernas dolidas no se movían correctamente, tenía que hacer una especie de arrastre de pingüino para dar los pasos. Miró a Elena con cierto embarazo y aferró firmemente la barandilla.

— ¿No deberías usar el ascensor? — preguntó ella de pronto, viendo el inseguro desplazamiento de sus pies.

No empieces tú también a tratarme como un tullido… Miró hacia abajo la brillante espiral de la barandilla.

Me dijeron que me cuidara las piernas, no especificaron cómo… — Se encaramó en la barandilla y le dirigió a Elena una sonrisa perversa por encima de su hombro.

La cara de ella reflejó una mezcla de diversión y horror.

— ¡Miles, estás loco! Si caes de ahí te romperás todos los huesos del cuerpo…

Miles se deslizó alejándose de ella y tomando rápidamente velocidad. Ella bajó trotando tras él, mientras reía. En la curva, se distanció. Su sonrisa murió al ver lo que le esperaba al final.

— Oh, diablos…

Iba demasiado rápido para frenar…

— Qué…

— ¡Cuidado!

Se desplomó sobre el desesperado abrazo de un hombre macizo y canoso, quien vestía uniforme de oficial. Cuando Elena llegó, ambos se revolcaban a sus pies, sin aliento, en el mosaico de la entrada. Miles podía sentir el angustiado calor en su rostro, y sabía que estaba colorado. El hombre macizo parecía estupefacto. Un segundo oficial, un hombre alto con marcas de capitán en el cuello de su uniforme, ofreció su bastón de paseo y soltó una breve y sorprendida carcajada.

Miles se recobró, poniéndose más o menos serio.

— Buenas tardes, padre — dijo fríamente. Dio un pequeño respingo agresivo con su mentón, desafiando a cualquiera a comentar su entrada poco ortodoxa.

El almirante lord Ararl Vorkosigan, primer ministro de Barrayar al servicio del emperador Gregor Vorbarra, antiguo lord regente del mismo, alisó la chaqueta de su uniforme y aclaró su garganta.

— Buenas tardes, hijo. — Sólo sus ojos reían —. Yo… estoy feliz de ver que tus heridas no fueron demasiado graves.

Miles se encogió de hombros, secretamente aliviado de no tener que hacer más comentarios sarcásticos en público.

— Lo normal.

— Excúsame un momento. Ah, buenas tardes, Elena. Koudelka, ¿qué pensó usted de esos cálculos de costo de buques del almirante Hessman?

— Creo que pasaron terriblemente rápido — contestó el capitán.

— ¿También usted pensó eso, eh?

— ¿Cree que está ocultando algo en ellos?

— Tal vez, pero ¿qué? ¿El presupuesto de su partido? ¿El contratista es su cuñado? ¿O está enfangado en una desviación? ¿Malversación o mera ineficiencia? Pondré a Illyan tras la primera posibilidad; quiero que usted se encargue de la segunda. Presione con esos números.

— Van a chillar, ya estuvieron chillado hoy.

— No lo crea. Yo solía hacer esas propuestas cuando estaba en el Estado Mayor. Sé cuánta basura cabe ahí. Ellos no hacen daño realmente hasta que sus voces suben por lo menos dos octavas.

Es capitán Koudelka sonrió e hizo una ligera reverencia con la cabeza a Miles y a Elena, un saludo muy superficial, antes de irse.

Miles y su padre se miraron el uno al otro y ninguno quería ser el primero en abordar el tema que había entre ellos. Como por un mutuo acuerdo, lord Vorkosigan dijo solamente:

— Bueno, ¿llego tarde al almuerzo?

— Acaban de avisar, señor.

— Vamos, entonces… — Hizo un pequeño gesto abortado de ofrecer el brazo para ayudar a su hijo, pero unió las manos por detrás de la espalda, con mucho tacto. Caminaron jntos, lentamente.


Miles yacía rígido en la cama, vestido aún con la ropa del día, sus piernas correctamente estiradas frente a él. Las miró disgustado. Provincias rebeldes, tropas amotinadas, saboteadores traidores… Debería levantarse una vez más y lavarse y ponerse la ropa de noche, pero el esfuerzo requerido parecía heroico. Él no era un héroe. Se acordó de aquel sujeto, de quien le había hablado su abuelo que, en la carga de caballería, disparó accidentalmente a su propio caballo en el que montaba; pidió otro, y volvió a hacerlo.

Así que sus propias palabras, al parecer, habían puesto al sargento Bothari a pensar justo en el sentido que Miles menos deseaba.

La imagen de Elena apareció en su imaginación: el delicado perfil aquilino, los grandes ojos oscuro, la fría longitud de la pierna, la cálida llama de la cadera; parecía, pensó, una condesa en un drama. Si sólo pudiera escogerla para ese papel en la realidad… ¡Pero semejante conde!

Un aristócrata en una obra de teatro, seguramente. Los deformes eran escogidos invariablemente como villanos en el teatro de Barrayar. Si él no podía ser un soldado, quizá tuviera futuro como villano.

— Raptaré a la muchacha — susurró, bajando experimentalmente la voz en una octava — y la encerraré en mi mazmorra.

Su voz volvió a su tono normal con un suspiro de pesar.

— Sólo que no tengo mazmorra. Tendría que ser en el armario. El abuelo tiene razón, somos una generación disminuida. De todas maneras, acaban de alquilar a un héroe para rescatarla, una especie de gran trozo de carne; Kostolitz, quizás. Y ya se sabe cómo resultan siempre esos duelos…

Se levantó y comenzó a representar una pantomima por el cuarto: las espadas de Kostolitz contra, digamos, el lucero del alba de Miles. Un lucero parecía un arma apropiada para un villano, daba un aire de auténtica autoridad al concepto de espacio personal propio. Apuñalado, moría en brazos de Elena, mientras ella se desmayaba de dolor; no, estaría en brazos de Kostolitz, celebrándolo.

La mirada de Miles recayó en un antiguo espejo, enmarcado en madera labrada.

— Enano saltarín — gruñó.

Tuvo un súbito deseo de destrozarlo con los puños desnudos, hacer añicos el vidrio y desangrarse, pero el ruido atraería al guardia del pasillo y a montones de parientes, y peticiones de explicación. Quitó de un tirón el espejo para ver en su lugar la pared y se tumbó en la cama.

Nuevamente recostado, consideró más seriamente el problema. Trató de imaginarse a sí mismo, correcta y adecuadamente, pidiendo a su padre que fuera su mediador ante el sargento Bothari. Aterrador. Suspiró y se retorció en vano buscando una posición más cómoda. Sólo diecisiete años, demasiado joven para casarse incluso para las normas de Barrayar, y totalmente desempleado ahora. Probablemente, le llevaría años alcanzar una posición lo suficientemente independiente para ofertar por Elena sin el respaldo de sus padres. Y, seguramente, a ella se la llevarían mucho antes de eso.

Y Elena misma… ¿Qué habría para ella en todo eso? ¿Qué placer? ¿Ser totalmente escalada por un hombrecillo retorcido, desagradable? ¿Ser mirada en público, en un mundo donde la costumbre nativa y la medicina importada se combinaban cruelmente para eliminar incluso la más leve deformidad física? ¿Mirada doblemente, además, por el ridículo contraste? ¿Podían compensar todo esto los dudosos privilegios de un orden obsoleto, más vacío de significado con cada año que pasaba? Un orden, él lo sabía, carente por completo de sentido fuera de Barrayar; en dieciocho años de residencia aquí, su propia madre jamás había llegado a considerar el sistema Vor como otra cosa que una inmensa alucinación de las masas.

Hubo un doble golpear en su puerta. Autoritariamente firme, cortésmente breve. Miles sonrió con ironía, suspiró y se sentó.

— Entra, padre.

Lord Vorkosigan asomó la cabeza por el marco labrado de la puerta.

— ¿Todavía vestido? Es tarde, deberías estar descansando un poco.

En cierto modo incoherentemente, entró y se acomodó a horcajadas en la silla del escritorio, apoyando confortablemente sus brazos en el respaldo. También él estaba vestido todavía con el uniforme que usaba todos los días en su trabajo, observó Miles. Ahora que era sólo el primer ministro y no el regente — y ya no era, por lo tanto, el comandante titular de las fuerzas armadas —, Miles se preguntaba si el viejo uniforme de almirante era aún adecuado. ¿O simplemente se le había adherido?

— Yo, esto… — comenzó su padre, e hizo una pausa. Se aclaró con delicadeza la garganta —. Me estaba preguntando cuál era tu idea ahora, sobre tus próximos pasos. Tus planes alternativos.

Los labios de Miles se contrajeron y el joven hizo un gesto con los hombros.

— Nunca hubo un plan alternativo, yo esperaba lograrlo, iluso de mí.

Lord Vorkosigan ladeó la cabeza como negando las cosas.

— Si es algún consuelo, estuviste muy cerca. Hoy hablé con el comandante de la oficina de selección. ¿Quieres saber tu calificación en los escritos?

— Creí que nunca entregaban eso, sólo una lista alfabética: dentro o fuera.

Lord Vorkosigan extendió su mano, ofreciendo las calificaciones. Miles sacudió la cabeza.

— Déjalo, no importa. Estaba perdido desde el principio, sólo que fui demasiado terco para admitirlo.

— No es así. Todos sabíamos que sería difícil, pero yo jamás hubiera permitido que pusieras tanto esfuerzo en algo que creyera imposible.

— Debo de haber heredado la tozudez de ti.

Intercambiaron una breve e irónica reverencia.

— Bueno, sí, no podrías haberla heredado de tu madre — admitió lord Vorkosigan.

— ¿No está… desilusionada?

— Difícilmente, ya conoces su falta de entusiasmo por lo militar. Asesinos a sueldo, nos llamó una vez; casi lo primero que me dijo. — Parecía recordar con cariño.

Miles sonrió a pesar de sí mismo.

— ¿Te dijo eso realmente?

Lord Vorkosigan sonrió a su vez.

— Oh, sí, pero se casó conmigo de todas formas, así que quizás no lo decía de verdad. — Se puso más serio —. Es verdad, sin embargo. Si yo tenía alguna duda sobre tus posibilidades como oficial — Miles se puso rígido en su interior —, era quizás en esa área. Matar a un hombre ayuda si primero puedes apartar su rostro. Un hábil truco mental, fácil para un soldado. No estoy seguro de que tengas la estrechez de visión requerida, no puedes evitar ver a tu alrededor; eres como tu madre, siempre tienes esa claridad de visión en tu cabeza.

— Nunca le tuve por estrecho, señor.

— Ah, es que perdí la maña, por eso entré en la política. — Lord Vorkosigan sonrió, pero la sonrisa se desvaneció —. A tus expensas, me temo.

La observación activó un doloroso recuerdo.

— Señor — preguntó Miles dubitativamente —, ¿es por eso que jamás se esforzó por alcanzar el Imperio como todo el mundo esperaba? Porque el heredero era… — Un gesto vago referido a su cuerpo implicaba tácitamente el término prohibido, «deforme».

Las cejas de lord Vorkosigan se juntaron. Su voz cayó repentinamente hasta casi ser un susurro, lo que sobresaltó a Miles.

— ¿Quién ha dicho eso?

— Nadie — respondió nerviosamente Miles.

Su padre se levantó de golpe de la silla y se paseó enojado por todo el cuarto.

— Nunca permitas a nadie decir eso — susurró —, es un insulto para el honor de ambos. Le di mi juramento a Ezar Vorbarra en su lecho de muerte de servir a su nieto, y eso es lo que he hecho. Punto. Fin de la discusión.

Miles sonrió apaciguadoramente.

— No estaba discutiendo.

Lord Vorkosigan miró alrededor y dejó escapar una breve risa.

— Perdona, pusiste el dedo en la llaga. No es culpa tuya. — Volvió a sentarse, nuevamente controlado —. Tú sabes lo que pienso del Imperio. El regalo de bautismo de la bruja, maldito. Trata de decírselo a ellos, sin embargo… — Sacudió la cabeza.

— Gregor seguramente no puede sospechar que alientes ambición. Has hecho más que nadie por él: durante la pretensión de Vordarian, la Tercera Guerra Cetagandana, la rebelión de Komarr… Hoy ni siquiera estaría aquí.

Lord Vorkosigan hizo una mueca.

— Gregor está en un estado mental más bien sensible en este momento. Acaba de llegar al poder pleno, y puedo jurar que es un verdadero poder, y está ansioso por probar sus límites, después de dieciséis años de ser gobernado por lo que él en privado llama «los viejos excéntricos». No tengo deseos de erigirme en blanco suyo.

— Oh, vamos, Gregor no es tan desleal.

— Ciertamente que no, pero está bajo muchas presiones nuevas, de las que ya no puedo protegerle. — Se interrumpió con un ademán de cerrar el puño —. Precisamente, planes alternativos. Lo que nos lleva, espero, nuevamente a la pregunta original.

Miles se restregó el rostro cansadamente, presionando sus ojos con los dedos.

— No sé, señor.

— Podrías pedirle a Gregor una orden imperial — dijo lord Vorkosigan con un tono neutro.

— ¿Qué? ¿Empujarme a la fuerza al servicio? ¿Por el tipo de favoritismo político con el que has estado en desacuerdo toda tu vida? — Miles suspiró —. Si debía ingresar de esa manera, tendría que haberlo hecho de entrada, antes de fallar en los exámenes. Ahora, no. No.

— Pero tienes demasiado talento y energía para malgastarlos en el ocio — insistió encarecidamente lord Vorkosigan —. Hay otras formas de servicio. Quería darte una o dos ideas, sólo para que lo pienses.

— Adelante.

— Oficial o no, algún día serás conde Vorkosigan. — Alzó una mano al tiempo que Miles abría su boca para objetar —. Algún día. Inevitablemente ocuparás un lugar en el gobierno, siempre que no haya una revolución u otra catástrofe social. Representarás nuestro ancestral distrito; un distrito que, francamente, ha sido vergonzosamente descuidado. La reciente enfermedad de tu abuelo no es la única razón. He estado ocupado por los apremios de otro trabajo y, antes de eso, ambos nos dedicamos a la carrera militar.

Cuéntamelo a mí, pensó Miles penosamente.

— El resultado final es que hay mucho trabajo que hacer aquí. Ahora bien, con un poco de entrenamiento legal…

— ¿Abogado? — dijo Miles, espantado —. ¿Quieres que sea abogado? Eso es tan malo como ser sastre…

— ¿Cómo? — preguntó lord Vorkosigan, sin entender la relación.

— No importa. Algo que dijo el abuelo.

— En realidad, no había pensado mencionarle la idea a tu abuelo. — Lord Vorkosigan se aclaró la garganta —. Pero con un poco de conocimiento de las leyes del gobierno, pensé que podrías representar a tu abuelo en el distrito. El gobierno jamás fue todo guerra, ni siquiera en la Época del Aislamiento, ya lo sabes.

Suena como si lo hubieras estado pensando durante mucho tiempo, pensó Miles resentido. ¿Creíste realmente alguna vez que podría alcanzar la calificación, padre? Miró a lord Vorkosigan más dudosamente aún.

— ¿Hay algo que no esté diciéndome, señor. Sobre su… salud, o algo?

— Oh, no — le aseguró lord Vorkosigan —. Aunque en mi clase de trabajo uno nunca sabe qué pasa de un día para otro.

Me pregunto, pensó cautamente Miles, que más está pasando entre mi padre y Gregor. Tengo la incómoda sensación de estar enterándome del diez por ciento de la verdadera historia…

Lord Vorkosigan resopló y sonrió.

— Bien. Estoy impidiendo tu descanso, que a estas alturas necesitas. — Se levantó.

— No tengo sueño, señor.

— ¿Quieres que te consiga algo que te ayude…? — Lord Vorkosigan ofreció con cautelosa ternura.

— No, tengo algunos calmantes que me dieron en la enfermería. Dos de ellos y estaré nadando a cámara lenta. — Miles hizo con las manos una imitación de patas de rana y puso los ojos en blanco.

Lord Vorkosigan saludó y se retiró.

Miles se recostó y trató de recapturar a Elena en su imaginación, pero el frío soplo de realidad política que entró con su padre marchitó sus fantasías, como la escarcha fuera de estación. Se incorporó y fue hasta el cuarto de baño arrastrando los pies para buscar una dosis de la medicina de cámara lenta.

Dos píldoras y un trago de agua. Todas ellas — susurraba algo en el fondo de su mente — y podrías llegar a la pausa total… Colocó nuevamente el frasco casi lleno en el estante, con un golpe.

Desde el espejo del baño, sus ojos le devolvieron un mudo centelleo.

— El abuelo tiene razón; el único modo de hundirse es peleando.

Volvió a la cama para revivir su momento de error en la pared, en un circuito interminable, hasta que el sueño le libró de sí mismo.

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