8

Miles apagó el soldador y se quitó las gafas de protección. Hecho. Miró otra vez con orgullo la prolija soldadura que sellaba el último falso tabique. Si no puedo ser soldado, pensó, puedo tener futuro como asistente de ingeniero. Por el momento, ser enano tiene su utilidad… Gritó por detrás de su hombro:

— Ya puedes sacarme.

Unas manos aferraron sus botas por los tobillos y le sacaron fuera del incómodo espacio.

— Prueba tu caja negra ahora, Baz — sugirió, sentándose y estirando sus músculos acalambrados.

Daum miró ansiosamente por encima del hombro del ingeniero cuando éste empezó, una vez más, a imitar los procedimientos de inspección. Jesek caminaba de una punta a otra junto al compartimiento, controlando. Al fin, por primera vez en siete ensayos, todas las luces del instrumento permanecieron verdes.

Una sonrisa iluminó su rostro fatigado.

— Creo que lo hemos logrado. Según esto, detrás de esta pared no hay nada, salvo otra pared.

Miles sonrió a Daum.

— Le di mi palabra de que juntos lo haríamos a tiempo, ¿no?

Daum devolvió otra sonrisa, aliviado.

— Tiene suerte de no ser dueño de una nave más veloz.

Sonó el intercomunicador de la bodega.

— E, mi señor — llamó Mayhew. Tenía un matiz que sobresaltó instantáneamente a Miles.

— ¿Problemas, Arde?

— Estaremos llegando al salto de Tau Verde en unas dos horas. Aquí fuera hay algo que creo que el mayor y usted deberían ver.

— ¿Mercenarios? ¿De este lado de la salida? No tienen autoridad legal…

— No, es una baliza, de algún tipo. — Mayhew parecía claramente descontento —. Si esperaban esto, creo que podían habérmelo dicho…

— Vuelvo en unos minutos, Baz — prometió Miles —, y te ayudaremos a reordenar la carga más artísticamente. Tal vez podríamos apilar algo contra la primera soldadura que hice.

— No está tan mal — le aseguró Jesek —. He visto trabajos profesionales menos prolijos.


En la sala de navegación, Miles y Daum encontraron a Mayhew mirando, aflligido, un mensaje en la pantalla.

— ¿Qué es, Arde? — preguntó Miles.

— Una baliza oserana de advertencia. Tienen que ponerla para las rutas mercantes regulares, se supone que para prevenir accidentes y malentendidos en caso de que alguien no sepa lo que está pasando al otro lado…, pero esta vez hay un impreviso. Escuchen esto.

Conectó el audio.

— Atención. Atención. A todas las naves comerciales, militares o diplomáticas que proyectan entrar al espacio local de Tau Verde, advertencia. Están entrando a un área milita restringida. Todo el tráfico que entre, sin excepción, está sujeto a registro y embargo por contrabando. La no cooperación será interpretada como hostil; y la nave, sujeta a confiscación o destrucción sin más aviso. Proceden a su propio riesgo.

»Al llegar al espacio local de Tau Verde, todas las naves serán abordadas para inspección. Los pilotos de salto quedarán detenidos, desde ese momento, hasta que la nave finalice su contacto con Tau Verde IV y retorne al punto de salto. Los pilotos obtendrán el permiso de volver a su nave al finalizar la inspección de salida…

— Rehenes, maldita sea — gruñó Daum —. Ahora están haciéndose con rehenes.

— Y una elección muy astuta de rehenes — agregó Miles entre dientes —. Especialmente, para un cul-de-sac como Tau Verde, al retener a los pilotos de salto le deja a uno atrapado como un bicho en una botella. Si no eres un buen turista, podrían no permitirte volver a casa. ¿Es esto nuevo, dice usted?

— Cinco meses atrás no lo hacían — respondió Daum —. No he oído una palabra de casa desde que salí, pero esto significa que la lucha aún continúa, al menos. — Miró intensamente la pantalla, como si a través de la entrada invisible pudiera ver su país.

El mensaje continuaba con especificaciones técnicas y terminaba:

— Por orden del almirante Yuan Oser, comandante, Flota de Mercenarios Libres Oseranos, bajo contrato con el gobierno legal de pelias, Tau Verde IV.

— ¡Gobierno legal! — señaló coléricamente Daum —. ¡Pelianoa! Malditos criminales autoengrandecidos…

Miles silbó sin sonido y miró hacia la pared. Si yo fuera realmente un empresario nervioso tratando de descargar allí ese extraño lote, ¿qué haría?, se preguntó. No me haría feliz el dejar a mi piloto, pero… estando amordazado, ciertamente no discutiría. Dóciles.

— Vamos a ser dóciles — dijo Miles enérgicamente.


Se demoraron medio día en las cercanías de la salida para dar los últimos toques a los arreglos del cargamento y ensayar sus papeles. Miles llevó aparte a Mayhew para un debate íntimo, presenciado únicamente por Bothari. Empezó con franqueza, estudiando el rostro contrariado del piloto.

— Bien, Arde, ¿quieres desistir?

— ¿Puedo? — preguntó el piloto, esperanzado.

— No voy a ordenarte que seas un rehén. Si eliges ofrecerte voluntariamente, juro no abandonarte en esa situación. Bueno, ya lo he jurado, como tu señor, pero no espero que conozcas…

— ¿Qué pasa si no me ofrezco voluntariamente?

— Una vez que saltemos al espacio local de Tau Verde, no tendríamos manera efectiva de resistirnos a una petición de que te entregases; así que, si no quieres hacerlo, supongo que nos disculparemos con Daum por haber gastado su tiempo y su dinero, y volveremos a casa. — Miles suspiró —. Si Calhoun estaba en la embajada cuando partimos por la razón que yo creo, probablemente a estas alturas habrá iniciado un proceso legal para recuperar la nave. — Trató de alegrar algo la voz —. Espero que terminemos de vuelta donde empezamos cuando nos conocimos, sólo que más pobres. Quizás encuentre alguna forma de compensarle a Daum por sus pérdidas… — Miles fue arrastrando por pensamientos de arrepentimiento.

— ¿Qué hay si…? — empezó decir Mayhew. Miró a Miles con curiosidad —. ¿Qué hay si ellos quisieran, digamos, al sargento Bothari en vez de a mí? ¿Qué hubieras hecho entonces?

— Oh, entraría — contestó Miles automáticamente; luego se detuvo. El aire parecía vacío, en espera de una explicación —. Eso es diferente. El sargento es… mi vasallo.

— ¿Y yo no? — preguntó irónicamente Mayhew —. El Departamento de Estado se sentirá aliviado.

Hubo un silencio.

— Yo soy tu señor — replicó Miles al fin, sobriamente —. Lo que tú eres es una cuestión que sólo tú puedes responder.

Mayhew miró su regazo y se frotó la frente con aire cansado; un dedo acariciaba inconscientemente un círculo plateado de su injerto. Miró a Miles después, con un deseo extraño en su mirada que le recordó a Miles, por un inquietante momento, la nostalgia de Baz Jesek.

— Yo ya no sé quién soy — dij Mayhew finalmente —. Pero haré esto por ti. Y el resto de la comedia.


Un vértigo, un mareo con náuseas, unos segundos de estática en la mente, y el salto a Tau Verde estuvo hecho. Miles rondaba impaciente en la sala de navegación y comunicaciones esperando que Mayhew, cuyos segundos habían sido bioquímicamente estirados a horas subjetivas, resurgiera de entre sus auriculares. Una vez más se preguntó qué era exactamente lo que experimentaban los pilotos en un salto que no experimentasen también los pasajeros. Y adónde fueron los de la única nave de entre diez mil que realizó un salto y jamás volvió a ser vista. «Salta al infierno» era una vieja maldición que casi nunca se oía en boca de un piloto.

Mayhew se quitó los auriculares, se estiró y exhaló profundamente. Su cara parecía gris y ajada, agotada por la concentración del salto.

— Éste ha sido fuerte — murmuró. Luego, se enderezó y encontró la mirada de Miles —. Nunca será un recorrido popular, te lo aseguro, chico. Interesante, sin embargo.

Miles no se molestó en corregir el honorífico. Dejando descansar a Mayhew, se acercó él mismo a la consola y ordenó una vista del mundo exterior.

— Bueno… — murmuró tras un momento —, ¿dónde están ellos? No me vais a decir que tenemos la fiesta preparada y el invitado de honor no viene… ¿Estamos en el sitio correcto? — le preguntó ansiosamente a Mayhew.

Mayhew alzó las cejas.

— Chico, al final de un salto por un agujero de gusano, o estás en el sitio correcto o estás desparramado entre Antares y Oz. — Lo comprobó, de todas maneras —. Parece que si…


Cuatro horas enteras pasaron hasta que al fin se aproximó una nave mercenaria. Miles estaba tenso. El lento acercamiento parecía cargado de una deliberada amenaza. Entonces la voz hizo contacto. El tono cansado del oficial mercenario aclaró las cosas: estaban paseando. Un tanto irregularmente, fue botada una lanzadera de abordaje. Miles iba y venia por el pasillo al que llegaría la lanzadera. Escenarios de posibles de sastres centelleaban en su mente. Daum había sido traicionado por un colaboracionista. La guerra había terminado y el bando que tenia que pagarles había perdido. Los mercenarios se habían vuelto piratas e iban a robarle la nave. Su detector de masa se había roto accidentalmente y por lo tanto, harían la inspección físicamente y… Una vez que se le ocurrió, esta última idea le pareció tan probable que contuvo el aliento hasta ver entre los abordados al técnico mercenario a cargo del instrumento.

Había nueve de ellos, todos hombres, todos más corpulentos que Miles y todos letalmente armados. Bothari, desarmado y descontento por tal motivo, se mantenía detrás de Miles y los examinaba fríamente.

Tenían algo de abigarrado. ¿Los uniformes blanco y gris? No eran particularmente viejos, pero algunos estaban sin remendar, y otros sucios. ¿Estaban tan ocupados que no podían perder tiempo en cosas no esenciales o, simplemente, eran demasiado holgazanes para mantener el porte? Al menos uno parecía desconcentrado, recostado contra la pared. ¿Borracho en horas de servicio? ¿Estaría recuperándose de alguna herida? Traían consigo una rara variedad de armas: inmovilizadores, arcos de plasma, pistolas de agujas. Miles trató de contabilizarlas y evaluarlas como lo haría Bothari. Era difícil decir su estado de funcionamiento desde allí

— Está bien. — Un hombre corpulento se abrió paso por el grupo —. ¿Quién está a cargo de este casco viejo?

Miles dio un paso al frente.

— Soy Naismith, el propietario, señor — declaró, tratando de sonar muy cortés. El grandullón obviamente comandaba el grupo de abordadores y, tal vez, el crucero, a juzgar por las insignias de rango.

El capitán de los mercenarios miró a Miles; un gesto de las cejas y un ademán desdeñoso de destitución categorizaron claramente a Miles como «No Amenaza». Es precisamente lo que yo quería, se recordó a sí mismo enérgicamente Miles. Bien.

El mercenario exhaló un suspiro de aburrimiento.

— Está bien, bajito, terminemos rápido con esto. ¿Ésta es toda tu tripulación? — Señaló a Mayhew y a Daum, poniéndose al lado de Bothari.

Miles parpadeó y sofocó un destello de cólera.

— Mi maquinista está en su puesto, señor — dijo, esperando haber logrado el tono de un hombre tímido ansioso por complacer.

— Registradlos — ordenó el grandullón por encima de su hombro.

Bothari se puso rígido; Miles respondió al fastidio del sargento con un gesto disimulado, indicándole aceptar. Bothari se sometió a ser registrado con un desagrado evidente, que no se le escapó al capitán mercenario. Una amarga sonrisa se deslizó por el rostro del hombre.

El capitán mercenario separó a sus hombres en tres grupos de inspección, indicándole a Miles y a su gente que caminaran delante hacia la sala de navegación. Sus dos soldados comenzaron a revisar aquí y allí todo lo que aparecía separado, desmontando incluso el acolchado de las sillas giratorias. Dejaron todo desarreglado y fueron hacia los camarotes, donde el registro adquirió la naturaleza de un acto de saqueo. Miles apretó los dientes y sonrió dócilmente cuando sus efectos personales fueron arrojados desordenadamente al piso y desparramados con los pies.

— Estos tipos no tienen nada de valor, capitán Auson — dijo un soldado, salvajemente decepcionado —. Espere, aquí hay algo…

Miles quedó congelado, aterrado ante su propia indiferencia. Al reunir y esconder sus armas personales, había omitido la daga de su abuelo. La había traído más como un recuerdo que como arma, semiolvidada en el fondo de una valija. Se suponía que perteneció al conde Selig Vorkosigan en persona; el viejo la había apreciado como la reliquia de un santo. Si bien no era, evidentemente, un arma apta para inclinar la balanza de la guerra en Tau Verde IV, tenía en la empuñadura el escudo Vorkosigan, incrustado en esmalte, oro y joyas.

Miles rogaba que el diseño careciera de significado para un nobarrayarano.

El soldado se la arrojó a su capitán, quien la sacó de la vaina de piel de lagarto. La llevó a la luz, para ver el extraño diseño de la marca de agua en la hoja reluciente; una hoja que había valido diez veces el precio de la empuñadura — incluso en la Epoca del Aislamiento — y que ahora era considerada invaluable por su calidad y mano de obra entre los conocedores.

El capitán Auson no era un conocedor, indudablemente, porque dijo simplemente:

— Uh. Bonita.

La envainó otra vez y se la guardó en la cintura.

— ¡Eh! — Miles se controló a mitad de camino, cuando sentía una hirviente oleada hacia adelante. Dócil. Dócil. Falsificó su arranque haciéndolo pasar por una reacción que encajara con su supuesta personalidad betana —. ¡No estoy asegurado para esa clase de objetos!

El capitán resopló.

— Mala suerte, bajito. — Pero evidenció un momento de duda y curiosidad.

Retrocede, pensó Miles.

— ¿Al menos me darán un recibo?- preguntó lastimeramente.

Auson se mofó.

— ¡Un recibo! ¡Ésa si que es buena! — Los soldados sonrieron groseramente.

Miles controló con esfuerzo su rabia.

— Bueno… al menos no deje que se humedezca; se oxidará si no la seca adecuadamente después de usarla cada vez.

Metal de olla barata — gruñó el capitán mercenario. Lo golpeó con una uña; sonó como una campana —. Quizá pueda hacer poner un buen filo en esa empuñadura de fantasía. — Miles se puso verde. Auson le hizo un gesto a Bothari.

— Abre esa caja, allí

Bothari, como de costumbre, miró a Miles esperando confirmación. Auson frunció el ceño, irritado.

— Deja de mirar al bajito, yo te doy las órdenes ahora.

Bothari se enderezó y alzó una ceja.

— ¿Señor? — inquirió melodiosamente a Miles.

Dócil, sargento, maldita sea, pensó Miles, y le envió el mensaje con una leve compresión de sus labios.

— Obedezca a este hombre, señor Bothari — respondió, demasiado fríamente.

Bothari sonrió ligeramente.

— Sí, señor.

Habiéndose dado la orden de un modo cortante, más a su gusto, el sargento abrió finalmente la caja con una precisa e insultante deliberación. Auson maldijo en voz baja.

El capitán mercenario los condujo a una reunión final en lo que los betanos llamaban la sala de recreación y los barrayaranos, el área de oficiales.

— Ahora — dijo —, van a sacar todo el dinero extranjero. Contrabando.

— ¿Qué? — gritó en un arranque Mayhew —. ¿Cómo puede ser contrabando el dinero?

— Calla, Arde — le susurró Miles —, hazlo.

Auson bien podría estar diciendo la verdad, penso Miles. La moneda extranjera era precisamente lo que la gente de Daum necesitaba para comprar cosas tales como armamento importado y asesores militares. 0, bien, aquello podría ser simplemente el atraco que parecía ser. No importaba. A juzgar por la falta de animación de los presentes, el cargamento de Daum estaba a salvo, y eso era todo lo que contaba. Miles festejó secretamente el triunfo y vació sus bolsillos.

— ¿Eso es todo? — dijo incrédulo Auson cuando pusieron su obsequio final sobre una mesa, delante de él.

— Estamos un poco baj… pobres en este momento — explicó Miles —, hasta que lleguemos a Tau Verde y realicemos algunas ventas.

— Mierda — refunfuñó Auson. Su mirada apuntó exasperadamente a Miles, quien se encogió de hombros desvalido y produjo su más tonta sonrisa.

Entraron tres mercenarios, empujando a Baz y a Elena delante de ellos.

— ¿Encontraron al maquinista? — preguntó cansinamente el capitán, sentado ante la mesa —. Supongo que él tampoco tiene nada. Alzó la vista y vio a Elena. Su aire de aburrimiento se evaporó al instante. Se levantó lentamente —. Bueno, esto está mejor. Estaba empezando a creer que aquí eran todos raros y máscaras de terror. Pero el negocio antes que el placer… ¿Tienes algún dinero que no sea de Tau Verde, cariño?

Elena miró indecisa a Miles.

— Tengo algo — admitió, sorprendida —. ¿Por qué?

— Afuera con él, entonces.

— ¿Miles? — pregunto, esperando una indicación.

Miles aflojó su mandíbula, dolorida ya por la presión.

— Dale tu dinero, Elena — ordenó con voz grave.

Auson se enardeció cuando miró a Miles.

— Tú no eres mi secretaria, bajito, no necesito que transmitas mis órdenes. No quiero volver a oírte repetir nada, ¿entiendes?

Miles sonrió y asintió dócilmente, y se frotó una palma transpirada contra la costura del pantalón, donde faltaba una pistolera.

Elena, confundida, puso quinientos dólares betanos sobre la mesa. Los ojos de Bothari se cerraron por el asombro.

— ¿Dónde conseguiste todo eso? — le susurró Miles cuando Elena volvió de desprenderse del dinero.

— La condesa… tu madre me lo dio — respondió susurrando a su vez —. Me dijo que debería tener algún dinero para gastar por mi propia cuenta en Colonia Beta. No quise aceptar tanto, pero insistió.

Auson contó el dinero y se animó.

— Así que tú eres el banquero, ¿eh, querida? Esto ya es más razonable. Estaba empezando a creer que os estabais resistiendo. — Ladeó la cabeza, examinando a Elena y sonriendo sarcásticamente —. La gente que se me resiste siempre lo lamenta luego.

El dinero desapareció, junto con un magro botín de otros artículos, pequeños y de valor.

El capitán controló el manifiesto de carga.

— ¿Todo bien? — le preguntó al jefe del grupo que había vuelto con Elena y Baz.

— Todas las cajas que rompimos están revisadas contestó el soldado.

— Hicieron un horrible desastre ahí abajo — le comunicó Elena a Miles, hablando entre dientes.

— Shh. No importa.

El capitán mercenario suspiró y empezó a controlar las distintas listas de identificación En un momento, sonrió y miró a Bothari y luego a Elena. Miles transpiraba.

Auson finalizó la comprobación y se reclinó cómodamente en su asiento, delante de la consola del ordenador y mirando hoscamente a Mayhew.

— Tú eres el piloto, ¿no? — preguntó sin entusiasmo.

— Si, señor — respondió Mayhew, bien entrenado por Miles en la docilidad.

— ¿Betano?

— Sí, señor.

— ¿Tú eres?… No importa, eres betano y eso responde a la pregunta: más raritos per cápita que en cualquier otro… ¿Estás listo para ir? Mayhew miró indeciso a Miles.

— ¡Maldita sea! — gritó Auson —.¡Te he preguntado a ti, no al bajito! Ya es bastante terrible que tenga que mirarte la cara en la mesa del desayuno durante las próximas semanas. Se me va a indigestar. Sí, sonríe, tú, pequeño mutante… — Esto último iba dirigido a Miles —. Apuesto a que te gustaría arrancarme el hígado.

Miles suavizó su expresión, preocupado. Estaba convencido de haber permanecido dócil. Tal vez fue Bothari quien sonrió.

— No, señor — dijo vivazmente y pestañeando para parecer dócil.

El capitán mercenario le miró un instante y, luego, refunfuñó:

— Bah, ¡al diablo con eso! — Y se levantó.

Su vista cayó sobre Elena otra vez, sonriendo pensativamente. Elena bajó los ojos. Auson caminó a su alrededor examinándola.

— ¿Sabes qué, bajito? — preguntó Auson en tono benevolente —. Puedes quedarte con tu piloto. He tenido todos los betanos que pueden tenerse, últimamente.

Mayhew suspiró aliviado. Miles se relajó, secretamente alegre.

Auson hizo un ademán hacia Elena.

— Me la llevaré a ella, en cambio. Vete a recoger tus cosas, querida.

Silencio helado.

Auson sonrió a la joven, seductoramente.

— No te perderás nada por no ver Tau Verde, créeme. Sé una buena chica e incluso podrías recuperar tu dinero.

Elena volvió sus ojos dilatados hacia Miles.

— Mi señor… — dijo con voz empequeñecida, indecisa.

No fue un desliz; tenía el derecho de pedir protección a su señor. Él lamentó que en lugar de ello no le hubiera llamado «Miles». La quietud de Bothari era toral, su rostro estaba blanco y endurecido.

Miles avanzó hacia el capitán mercenario; su docilidad se le escapaba inevitablemente.

— El acuerdo dice que usted debe llevarse a nuestro piloto — manifestó con voz contenida.

Auson sonrió perversamente.

— Yo hago mis propias reglas. Se viene ella.

— Ella no quiere ir. Si no quiere al piloto, elija a otro.

— No te preocupes por eso, bajito, lo va a pasar bien. Incluso la tendrás de vuelta cuando regreses… si es que todavía se quiere ir contigo.

— ¡He dicho que elija a otro!

El capitán mercenario se rió entre dientes y le dio la espalda. La mano de Miles se cerró apretándole el brazo. Los otros mercenarios, mirando el espectáculo, ni siquiera se molestaron en sacar las armas. La cara de Auson se iluminó de felicidad, y comenzó a acercarse. Ha estado esperando esto, se dijo Miles; bien, también yo…

La contienda fue breve y desigual. Un apretón, una contorsión, un golpe resonante y Miles cayó boca abajo sobre la cubierta. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. Como un segundo pensamiento del capitán, un puntapié deliberadamente dirigido al vientre le dobló donde estaba y aseguró que Miles no pudiera levantarse en el futuro inmediato.

Miles se retorció de dolor, la mejilla contra el suelo. Gracias a Dios, no ha sido en el tórax, pensó incoherentemente, en una niebla de rabia, náusea y agonía. Miró furtivamente las botas, separadas agresivamente delante de su nariz. La puntera debe de estar forrada de acero…

El capitán Auson giró sobre sus talones, con las manos en las caderas.

— ¿Bien? — preguntó desafiante, dirigiéndose a la tripulación de Miles. Silencio y quietud; todos miraron a Bothari, quien podría haber sido de piedra.

Auson, decepcionado, escupió con desagrado — o no estaba apuntando a Miles, o falló- y murmuró:

— Ah, al diablo con esto. De todas maneras no vale la pena confiscar esta bañera. Un piojoso rendimiento de combustible… — Alzó la voz, dirigiéndose a sus hombres —. Está bien, cargad las cosas, nos vamos. Ven, querida — le dijo a Elena, tomándola rudamente del brazo. Los cinco mercenarios se sacudieron de sus lánguidas posturas y se dispusieron a seguir a su capitán hacia la puerta.

Elena espió por encima de su hombro y advirtió los ojos en llamas de Miles, abrió los labios en un breve «ah» de entendimiento y miró a Auson con fría deliberación.

— ¡Ahora, sargento! — gritó Miles, y se arrojó sobre el mercenario que había elegido. Conmocionado todavía por su encuentro con el capitán, en un rapto de rara prudencia, escogió al que antes había visto apuntalando la pared. El lugar pareció explotar.

Una silla, a la que el sargento había quitado la sujeción sin que nadie lo hubiera notado, voló por la sala para aplastar al mercenario armado con el inhibidor nervioso, antes de que empezara siquiera a desenfundarlo. Miles, ocupado en su propio ataque, oyó pero no vio caer a la segunda víctima del sargento, que cayó profiriendo un carnoso y resonante «¡ugh!». También Daum reaccionó instantáneamente; desarmó limpiamente a su hombre y le arrojó el inmovilizador a un Mayhew azorado. Mayhew miró el arma un segundo, se espabiló, apuntó a tientas y disparó. Lamentablemente, no estaba cargado.

Una de las armas explosionó salvajemente contra una pared alejada. Miles metió con toda su fuerza el codo en el estómago de su hombre y confirmó su temprana hipótesis cuando el sujeto se dobló, vomitando y con arcadas. Incuestionablemente borracho. Miles esquivó el vómito y, finalmente, logró una llave de estrangulamiento. Hizo presión con el máximo de sus Fuerzas por primera vez en la vida. Para asombro suyo, el hombre se sacudió apenas unas veces y se quedó quieto. ¿Se estará rindiendo?, se preguntó confundido. Le giró la cabeza agarrándole por el cabello para mirarle el rostro; el sujeto estaba inconsciente.

Un mercenario, rebotado por Bothari, tropezó con Mayhew, quien, al fin, halló uso para el inmovilizador. Usando el arma como un bastón, golpeó al hombre en las rodillas; le golpeó luego un par de veces más, más bien experimentalmente. Bothari, que pasaba raudo, se detuvo y dijo con tono disgustado:

— ¡Así no! — Tomó el inmovilizador y le metió al hombre desinflado un único y certero impacto.

El sargento procedió luego a asistir a Daum con su segundo mercenario, y todo terminó, salvo por unos alaridos junto a la puerta que acompañaban a un sordo crujido. El capitán mercenario, con la nariz sangrando, yacía en el suelo debajo de Elena.

— Es suficiente — dijo Bothari, y apoyó el cañón de un inhibidor nervioso contra la sien del hombre.

— ¡No, sargento! — gritó Miles. El alarido cesó abruptamente y Auson miró aterrorizado el arma reluciente.

— ¡Quiero romperle las piernas también! — gritó Elena, enfurecida —. ¡Quiero romperle todos los huesos del cuerpo! ¡Le voy a dejar «bajito» a él! ¡Cuando termine va a medir un metro de alto!

— Luego — prometió Bothari. Daum encontró un inmovilizador que funcionaba y el sargento puso al capitán mercenario a su cuidado, librándole provisionalmente de su desgracia. Revisó sistemáticamente la sala después, para asegurarse del estado de los otros —. Tenemos otros tres ahí fuera, mi señor — le recordó a Miles.

— Es cierto — reconoció Miles, mientras se ponía de pie. Y los once o doce en la otra nave, pensó —. ¿Crees que Daum y tú podéis emboscarlos e inmovilizarlos?

— Si, pero… — Bothari sopesó el inhibidor nervioso en su mano —. ¿Puedo sugerir, mi señor, que quizá sea preferible matar soldados en la batalla que matar prisioneros más tarde?

— Tal vez no lleguemos a eso, sargento — dijo Miles ásperamente. Estaba tomando conciencia de todas las caóticas implicaciones de la situación —. Inmovilícelos. Luego…, decidiremos alguna otra cosa.

— Piense rápido, mi señor — sugirió Bothari; y desapareció por la puerta, alejándose misteriosamente silencioso. Daum se mordió el labio con preocupación Y le siguió.

Miles ya estaba empezando a pensar.

— ¡Sargento! — le gritó quedamente —. ¡Deje uno consciente para mí!

— Muy bien, mi señor — llegó por el pasillo la respuesta.

Miles se volvió, resbalando un poco por una mancha de sangre de la nariz de Auson, y contempló el inesperado matadero.

— Dios — murmuró —, ¿qué hago con ellos ahora?

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