7

En el hotel, Miles pasó revista a sus tropas antes de golpear la puerta de la habitación. Aun en traje de civil, no podía confundirse al sargento con nada que no fuera un soldado. Mayhew — aseado, afeitado, descansado, comido y vestido con ropa limpia y nueva — parecía infinitamente mejor que ayer, pero todavía…

— Enderézate, Arde — aconsejó Miles — y trata de parecer profesional. Necesitamos conseguir este encargo. Creía que la medicina betana era lo suficientemente avanzada para curar cualquier resaca. Le vas a causar una mala impresión a este sujeto si te paseas agarrándote el estómago.

— Grm — masculló Mayhew. Pero volvió a poner las manos a los lados y, más o menos, compuso la postura —. Lo conseguirás, chico — dijo en tono de amarga clarividencia.

— Y vas a tener que dejar de Ilamarme «chico» — agregó Miles. Tú eres mi hombre de armas ahora, se supone que has de dirigirte a mi como «mi señor».

— ¿Tomas realmente en serio ese asunto?

Paso a paso.

— Es como un saludo — explicó Miles —. Saludas al uniforme, no al hombre. Ser Vor es… como usar un uniforme invisible que uno jamás puede quitarse. Mira al sargento Bothari, él me ha llamado «mi señor» desde que nací. Si él puede, tú puedes; eres su hermano-de-armas ahora.

Mayhew miró al sargento. Bothari le devolvió la mirada, con su rostro seno en extremo. Miles tuvo la impresibn de que si Bothari hubiera sido una persona más expresiva, habría hecho un ruido grosero ante la idea de que Mayhew fuera su hermano-de-armas. Mayhew, evidentemente, recibió la misma impresión, porque se enderezó un poco mas y respondió:

— Sí, mi señor.

Miles hizo un gesto de aprobación y llamó a la puerta.

El hombre que los recibió tenia ojos almendra oscuro, pómulos altos, piel color café con crema y cabello cobre brillante, ensortijado como alambre y muy recortado. Sus ojos examinaron al trío ansiosamente, deteniéndose un poco en Miles; sólo había visto el rostro de Miles esa mañana, en la pantalla.

— ¿Señor Naismith? Soy Carle Daum. Pasen.

Daum cerró la puerta tras ellos, rápidamente, y miro inquieto la cerradura. Miles dedujo que acababan de pasar por un detector de armas y que el feliciano estaba espiando los resultados. El hombre se volvió hacia ellos con un aire de nerviosa suspicacia, tocándose automáticamente el bolsillo derecho. Su mirada no reparaba en ninguna otra parte del pequeño cuarto de hotel, y los labios de Bothari se fruncieron con satisfacción ante la inconsciente revelación de Daum del arma que debía vigilar. Un inmovilizador legal, muy probablemente, pensó Miles, pero uno nunca sabe.

— ¿No desean sentarse? — los invitó el feliciano.

Su habla le resultaba a Miles de una suave y curiosa resonancia; ni la llana nasalidad de los betanos, fuerte en las erres, ni la cortante y fría guturalidad de Barrayar. Bothari indicó que prefería quedarse de pie y tomó posición a la diestra de Daum, convenientemente alejado de la visión periférica del feliciano. Miles y Mayhew se sentaron delante de una mesa baja. Daum se sentó frente a ellos, con la espalda hacia una «ventana»; en realidad, una pantalla iluminada con un panorama de lago y montañas de algún otro mundo. El viento, que estaba realmente aullando en la superficie, habría reducido esos árboles a palillos en un solo día. La ventana eclipsaba a Daum, mientras revelaba a toda luz la expresión de sus visitantes. Miles admitió la buena elección de la perspectiva.

— Bien, señor Naismith — comenzó Daum — cuénteme algo sobre su nave. ¿Cuál es su capacidad de carga?

— Es un carguero RG. Puede cargar fácilmente el doble del volumen declarado en su manifiesto, suponiendo que las cifras que dio en el sistema de comunicaciones sean las correctas…

Daum no reaccionó ante la indirecta. En su lugar, respondió:

— No estoy muy familiarizado con las naves de saltos. ¿Es rápida?

— ¿Oficial piloto Mayhew? — dijo Miles, invitándole a contestar.

— ¿Eh? Oh… ¿Usted quiere decir aceleración? Constante, sólo constante. Presionamos un poco más y al final llegamos aproximadamente igual de rápido.

— ¿Es muy maniobrable?

Mayhew le miró fijamente.

— Señor Daum, es un carguero.

Daum apretó los labios con cierto fastidio. — Ya sé eso. La pregunta es…

— La pregunta es — le interrumpió Miles —, ¿podemos acelerar y dejar atrás el bloqueo o evadirlo maniobrando? No. Como ve, ya he hecho mis deberes. La frustración ensombreció el rostro de Daum.

— Entonces, me parece que ambos estamos haciéndonos perder el tiempo. Demasiado tiempo perdido… — Empezó a levantarse.

— La siguiente pregunta es, ¿hay otra manera de hacer que el cargamento llegue a destino? Sí, lo creo — dijo Miles firmemente.

Daum volvió a sentarse, tenso, desconfiado, esperanzado.

— Continúe.

— Usted ya ha hecho bastante en el sistema de comunicaciones de Beta. Camuflaje; creo que su cargamento puede camuflarse suficientemente bien para pasar la inspección del bloqueo. Pero tendremos que trabajar juntos en eso, y con un poco más de franqueza… — Miles hizo un cálculo, basándose en el porte y en la edad del feliciano —. ¿Mayor Daum?

El hombre se tensó. ¡Ajá!, pensó Miles, le atrapé al primer intento. Reprimió esa jactancia interna y mostró una suave sonrisa.

— Si es usted un espía peliano o un mercenario oserano, juro que le mataré… — empezó a decir Daum. Bothari tenía los párpados caídos, en una pose de ficticia tranquilidad.

— No lo soy — dijo Miles —, aunque sería una buena estratagema si lo fuera. Le llevo a usted y a sus armas, le llevo hasta mitad del viaje y le hago salir y que camine. Aprecio su necesidad de cautela.

— ¿Qué armas? — dijo Daum, tratando tardíamente de recobrar su máscara.

— ¿Qué armas? — repitió Mayhew, en un nervioso y casi mudo susurro al oído de Miles.

— Sus rejas de arado y segadoras, entonces — dijo Miles condescendiente —. Pero sugiero que terminemos el juego y nos pongamos a trabajar. Soy un profesional (y si compras eso, tengo también a la venta esa bonita granja en Barrayar) y también lo es usted, obviamente, o no hubiera llegado tan lejos.

Los ojos de Mayhew se abrieron desmesuradamente. Aparentando acomodarse en su asiento, Miles le pateó preventivamente en el tobillo. Toma nota, se dijo; la próxima vez, despiértale antes y prepárale mejor. Aunque lograr que el piloto estuviera funcional esa mañana había sido más bien como tratar de despertar a los muertos. Miles no estaba seguro de que hubiera podido hacerlo mejor más temprano.

— ¿Es usted un soldado mercenario? — preguntó Daum.

— Ah… — dijo Miles. Había querido decir un capitán mercante profesional, pero quizás esta interpretación que hizo Daum le resultara más atractiva al feliciano —. ¿Qué cree usted, mayor?

Bothari contuvo el aliento un instante. Mayhew, en cambio, pareció repentinamente desalentado.

Entonces, era eso lo que quisiste decir ayer — murmuró —, reclutar…

Miles, que no había querido decir nada de eso con su humorística salida acerca de estar buscando hombres desesperados o temerarios, le contestó en voz baja:

— Por supuesto — dijo en un tono de máxima naturalidad —. Seguramente, se dio usted cuenta…

Daum miró dubitativamente a Mayhew, pero su vista cayó luego en Bothari. Éste se mantenía en posición de descanso, con una expresión de notable frialdad. La convicción endureció la mirada de Daum.

— Por Dios — murmuró —, si los pelianos pueden contratar galácticos, ¿por qué no podemos nosotros? — Subió un poco la voz —. ¿Cuántas tropas componen su equipo? ¿Qué naves tiene?

Oh, Diablos, y ahora ¿qué? Miles improvisó como loco:

Mayor Daum, no quisiera engañarle… — Bothari respiró agradecido, según pudo ver Miles de soslayo —. Estoy… separado de mi equipo en este momento. Están cumpliendo otro contrato. Yo sólo estaba de visita en Colonia Beta por… razones médicas, así que sólo cuento conmigo mismo y… el personal indispensable y una nave que mi flota me reservó. Sólo eso puedo ofrecerle. Pero se espera habitualmente que operemos de forma independiente, en nuestro grupo (¡exhale, sargento, por favor, exhale!), así que, como tengo algo de tiempo antes de reunirme con ellos y encuentro su problema tácticamente interesante, mis servicios están a su disposición.

Daum movió la cabeza lentamente varias veces.

— Ya veo. ¿Y por qué rango debo dirigirme a usted?

Miles casi se autonombró allí mismo almirante. ¿Capitán? ¿Asistente?, se preguntaba febrilmente.

— Dejémoslo simplemente en señor Naismith, por ahora — sugirió con frialdad —. Un centurión sin sus cien hombres es, después de todo, un centurión solamente de nombre. Por el momento, necesitamos enfrentarnos a la realidad. — ¿Alguna vez…?

— ¿Cómo se llama su unidad?

Miles asoció libremente con frenesí.

— Los Mercenarios Dendarii.

Al menos lo dijo con fluidez.

Daum le estudió ansiosamente.

— He estado anclado en este maldito lugar dos meses, buscando un transportador que pudiera ocuparse y en quien se pueda confiar. Si espero más tiempo, podría ser la demora lo que destruyese el propósito de mi misión, tanto como cualquier traición. Señor Naismith, he esperado bastante, demasiado. Me arriesgaré con usted.

Miles asintió con satisfacción, como si hubieran estado concluyendo transacciones semejantes durante muchos más años de los que en realidad tenia.

— Entonces, mayor Daum, me comprometo a llevarle a Tau Verde IV. En ello va mi palabra. Lo primero que necesito es más información. Dígame todo lo que sabe sobre los mercenarios oseranos y sus procedimientos de bloqueo…


— Tenía entendido, mi señor — dijo severamente Bothari mientras se alejaban del hotel por la acera mecánica —, que el oficial Mayhew iba a transportar el cargamento; no me dijo nada acerca de acompañarle usted mismo.

Miles encogió los hombros, con un aire elaboradamente natural.

— Hay tantas variables, hay tanto en juego… SenciIlamente, debo estar allí. Es injusto cargarlo todo en los hombros de Arde. Quiero decir, ¿tú lo harías?

Bothari, aparentemente atrapado entre su desaprobación del plan-de-rápido-enriquecimiento de su señor y su baja opinión sobre el piloto, respondió con un gruñido no comprometido que el oficial Mayhew prefirió no advertir.

Los ojos de Miles brillaban.

— Por otra parte, esto pondrá un poco de emoción en tu vida, sargento. Debe de ser tan gris como el polvo el seguirme a todas partes todo el día. Yo me aburriría enormemente.

— Me gusta aburrirme — dijo malhumorado Bothari.

Miles sonrió, secretamente aliviado por no haber sido regañado más severamente por su ocurrencia de los «Mercenarios Dendarii». Bueno, el breve momento de fantasía probablemente fuera bastante inofensivo.

El trío encontró a Elena caminando de un lado a otro en el recibidor de la señora Naismith. Dos manchas brillantes de color le encendían las mejillas y estaba murmurando algo en voz baja. Atravesó a Miles con una colérica mirada.

— ¡Betanos! — dijo con repugnancia.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Miles cautelosamente.

Elena dio otra vuelta por el salón, con las piernas rígidas, como si estuviera pisando cuerpos.

— Ese horrible holovideo — se enardeció —. ¿Cómo pueden…? Oh, no puedo describirlo siquiera.

¡Ajá!, encontró uno de los canales pornográficos, pensó Miles. Bueno, tenía que pasar a la larga.

— ¿Holovideo? — preguntó animadamente.

— ¿Cómo pueden permitir esas horribles calumnias sobre el almirante Vorkosigan y el príncipe Serg y nuestras fuerzas? ¡Creo que deberían sacar a los productores y fusilarlos! Y a los actores… y al guionista… En casa lo haríamos, por Dios…

No era un canal pornográfico, evidentemente.

— Eh, Elena, ¿qué era exactamente lo que estabas mirando?

Su abuela estaba sentada en la mecedora flotante, con una rígida sonrisa nerviosa.

— Traté de explicarle que todo es ficción, ya sabes…, para hacer la historia más dramática…

Elena dio rienda suelta a un ruidoso siseo; Miles dirigió a su abuela una mirada suplicante.

La Delgada Línea Azul — explicó crípticamente la señora Naismith.

— Oh, yo lo he visto. Es una reposición — dijo Mayhew.

Miles recordaba vívidamente el docudrama. Lo habían exhibido por primera vez dos anos antes, y su bajeza había contribuido a hacer de su visita escolar a Colonia Beta la experiencia surrealista que, por momentos, había sido. El padre de Miles, por entonces el comodoro Vorkosigan, había iniciado la abortada invasión barrayarana de Escobar, aliado de Colonia Beta, diecinueve anos atrás, como oficial del Estado Mayor. Había terminado, tras las catastróficas muertes de los co-comandantes, el almirante Vorrutyer y el príncipe de la corona, Serg Vorbarra, como comandante de la armada. Su brillante retirada todavía era citada como ejemplar en los anales militares de Barrayar. Los betanos, naturalmente, tenían otra visión del asunto. El «azul» del título del docudrama se refería al color del uniforme usado por la Fuerza Expedicionaria Betana, de la cual había formado parte el capitán Cordelia Naismith.

— Es… es… — Elena se volvió hacia Miles —. No hay nada de cierto ahí, ¿no?

— Bueno — dijo Miles, apaciguadoramente, con años de práctica en aceptar la versión betana de la historia —, algo. Pero mi madre dice que nunca usaron el uniforme azul hasta que la guerra estaba prácticamente terminada. Y jura y perjura, en privado, que ella no asesinó al almirante Vorrutyer; pero no dice quién lo hizo. Todo lo que mi padre cuenta sobre Vorrutyer es que fue un brillante estratega defensivo. Nunca he sabido bien cómo interpretarlo, ya que Vorrutyer estaba a cargo de la ofensiva. Y todo lo que mi madre dice de él es que era un poco extraño, lo cual no suena tan malo, hasta que reflexiono que ella es betana. Nunca dijeron una palabra contra el príncipe Serg, y mi padre estaba en el mando con él y le conocía, por lo que imagino que la versión betana del príncipe es un montón de propaganda de guerra.

— Nuestro mayor héroe — gritó Elena —. El padre del emperador… Cómo se atreven…

— Bueno, incluso en nuestro lado parece haber consenso al respecto de que nos sobrepasamos al asediar y tomar Escobar, además de Komarr y Sergyar.

Elena se volvió ahora hacia su padre, como el único experto entre los presentes.

— ¡Usted sirvió con mi señor el conde en Escobar, señor! ¡Dígale a ella — con un gesto de su cabeza señaló a la señora Naismith — que no es así!

— No me acuerdo de Escobar — replicó pétreo el sargento, en un tono que, aun en él, era inusualmente insípido y desalentador —. No le prestes atención a eso… — señaló el visor del holovideo —. Fue un error que lo vieras.

La tensión en los hombros de Bothari perturbó a Miles. Y su mirada fija. ¿Enojo? ¿Por un holovídeo efímero que ya había visto antes y que había ignorado tan rápidamente como lo hizo Miles?

Elena se detuvo, confusa.

— ¿No lo recuerda? Pero…

Algo sonó en la memoria de Miles… ¿Por fin se explicaba la baja médica?

— No me di cuenta. ¿Fue herido en Escobar, sargento? — No era extraño que se estremeciera, entonces.

Los labios de Bothari se crisparon al escuchar la palabra «herido».

— Sí — musitó. Desvió la mirada de Miles y Elena.

Tras una súbita conjetura, Miles preguntó.

— ¿Una herida en la cabeza?

Bothari volvió a mirar a Miles, tratando de detenerle.

— Mm.

Miles consintió que le detuviera, abrazando para sí este nuevo trofeo de información. Una herida en la cabeza explicaba muchas cosas de su sirviente que le habían desconcertado durante mucho tiempo.

Aceptando la indirecta, cambió de tema con firmeza.

— Como quiera que sea — le dedicó a Elena una pomposa reverencia (¿qué pasó con los sombreros de pluma que usaban antes los hombres?) —, conseguí el cargamento.

Un alegre interés reemplazó al instante la irritación de Elena.

— ¡Oh, magnífico! ¿Y ya has resuelto cómo hacer para pasar el bloqueo?

— Trabajando en eso. ¿Te importaría hacer algunas compras para mí? Suministros para la nave. Envía los pedidos a los proveedores navieros. Puedes hacerlo desde aquí, con la consola; la abuela te indicará cómo. Arde tiene una lista estándar. Necesitamos de todo: comida, células combustibles, oxígeno de emergencia, materiales de primeros auxilios… y al mejor precio que puedas conseguir. Esto va a aniquilar mi asignación para viajes, así que cualquier cosa que puedas ahorrar… ¿eh?

Dedicó a la recluta su mejor sonrisa, como si la oferta de encerrarse dos días lidiando con el laberinto electrónico de las prácticas comerciales betanas fuera un gran obsequio.

Elena pareció dudar.

— Nunca antes he equipado una nave.

— Será fácil — le aseguró alentadoramente —. Sólo zambúllete y lo resolverás enseguida. Si yo puedo hacerlo, tú puedes hacerlo. — Dejó rápidamente atrás este argumento, sin darle tiempo a reflexionar que él tampoco había equipado jamás una nave —. Calcula por el piloto, el ingeniero, el sargento, por mí y por el mayor Daum además, pero no demasiado… Recuerda el presupuesto. Zarpamos pasado mañana.

— ¿Está bien, ¿cuándo?… — De golpe sonó la alerta total, tronando con la mirada —. ¿Y qué hay respecto de mí? No vas a dejarme aquí mientras vosotros…

Metafóricamente, Miles se escabulló detrás de Bothari y mostró una bandera blanca.

— Eso depende de tu padre. Y de la abuela, por supuesto.

— Ella será bienvenida si quiere quedarse conmigo — dijo la señora Naismith tímidamente —. Pero, Miles, acabas de llegar…

— Oh, todavía me propongo hacer mi visita — le aseguró Miles —. Simplemente cambiaremos la fecha de regreso a Barrayar. No tengo que volver a tiempo para la escuela ni nada.

Elena miró a su padre, suplicante, con los labios apretados. Bothari soltó el aliento; su mirada alternaba calcuradoramente de su hija a la señora Naismith; luego al holovídeo y después a su propio interior, a pensamientos o recuerdos que Miles no podía adivinar. Elena apenas podía contenerse de saltar por la agitación.

— Miles… mi señor… usted puede ordenarle…

Miles levantó la mano, mostrando la palma, y sacudió ligeramente la cabeza, indicando que esperase.

La señora Naismith vio la ansiedad de Elena y sonrió pensativamente para sí.

— Realmente, querida, me encantaría tenerte aquí conmigo durante un tiempo. Sería como tener otra vez una hija. Podrías conocer gente joven, ir a fiestas; tengo algunos amigos en Quartz, que podrían llevarte a hacer un largo viaje por el desierto. Yo ya estoy demasiado vieja para el deporte, pero estoy segura de que me encantaría…

Bothari se estremeció. Quartz, por ejemplo, era la principal comunidad hermafrodita de Colonia Beta y, si bien la misma señora Naismith tipificaba a los hermafroditas como «gente que es patológicamente incapaz de tomar una decisión», se erizaba en patriótica defensa de ellos ante la abierta repulsión barrayarana de Bothari en cuanto al sexo. Y Bothari había llevado personalmente a Miles, inconsciente, de vuelta a casa, de más de una fiesta betana. En lo que se refería al casi desastroso viaje de Miles por el desierto…

Miles le dio las gracias con los ojos a su abuela. Ella respondió con un leve gesto y sonrió ligeramente a Bothari.

Bothari estaba descontento. No irónicamente descontento, según su papel habitual en la guerrilla que mantenía con la señora Naismith a propósito de las costumbres culturales de Miles, sino genuinamente rabioso. A Miles se le hizo un nudo raro en el estómago. Se irguió en algo parecido a una posición de firme e inquirió a su guardaespaldas con la mirada.

— Ella viene con nosotros — gruñó Bothari.

Elena por poco aplaudió triunfante, aunque la lista de planes, propuesta por la serñora Naismith, había ayudado mucho para que no la dejaran atrás cuando la tropa partiera. Los ojos de Bothari no respondieron a la alegría de su hija, se demoraron en una última mirada despectiva al holovídeo. Y se fijaron en Miles… en la hebilla de su cinto.

— Excúseme, mi señor, voy a patrullar el pasillo, hasta que usted esté listo para volver a marcharnos. — Salió rígidamente, con las grandes manos, todas hueso y tendón, venas y músculo, medio cerradas a los costados.

Sí, vete, pensó Miles, y mira a ver si puedes patrullar tu autocontrol. Reaccionando porque te retuercen la cola, ¿no? Bueno, admitamos que a nadie le gusta que le retuerzan la cola.

— ¡Vaya!, ¿qué le ha picado? — dijo Mayhew cuando la puerta se hubo cerrado.

— Oh, querido — contestó la señora Naismith —, espero no haberle ofendido. — Aunque agregó en voz baja —: Ese viejo hipócrita…

— Se calmara — dijo Miles —, sólo hay que dejarle tranquilo un rato. Mientras, hay trabajo que hacer. Ya has oído, Elena: provisiones y suministros para seis.


Las siguientes 48 horas fueron un torbellino de acción. Preparar un viaje de ocho semanas para esa nave, en ese tiempo, ya habría sido asombroso para una carga normal; pero, encima, había necesidades añadidas para el plan de camuflaje. Esto incluía una carga parcial de artículos comprados a toda prisa para poder contar con un manifiesto real, en donde disimular los artículos falsos, y suministros necesarios para remodelar los compartimentos de carga, una vez que estuvieran en ruta. Los más vitales, y los más caros, resultaron ser los extremadamente avanzados bloqueadores betanos de detectores de masa; con los cuales, esperaba Miles, podrían frustrar la inspección de los mercenarios oseranos. Le había hecho falta reunir todo el peso político posible, apoyándose en el nombre de su padre, para convencer a la compañía representante betana de que él era un comprador calificado del nuevo equipo todavía parcialmente clasificado.

Los bloqueadores de masa venían con un manual de instrucciones asombrosamente largo. Miles, estudiándolo con perplejidad, comenzó a sentir escrúpulos sobre la designación de Jesek como ingeniero. Éstos cedieron, a medida que pasaron las horas, hasta convertirse en dudas más frenéticas acerca de si el tipo ni tan siquiera aparecería. El nivel de líquido en la botella de Mayhew, ahora completamente expropiada por Miles, bajó drásticamente, y Miles transpiraba absolutamente insomne.

Las autoridades del puerto de lanzaderas, desubrió Miles, no eran amigas de que sus elevados honorarios por uso se pagaran a crédito. Se vio forzado a desprenderse totalmente de su asignación para viajes. En Barrayar, esa asignación le había parecido sumamente generosa, pero con la succión de estas nuevas exigencias, se esfumó literalmente de la noche a la mañana. Poniéndose creativo, Miles cambió su billete de regreso en primera clase por uno de tercera clase en una de las líneas espaciales más conocidas; luego el de Bothari; luego el de Elena; luego los tres fueron cambiados por billetes de una línea de la que Miles jamás había oído hablar; después, murmuró en voz baja y culpable un «le compraré a todo el mundo un billete nuevo cuando regresemos… o llevaré un cargamento a Barryar en la RG 132», y cambió los pasajes por efectivo. Al término de dos días, se encontró tambaleando sobre una confusa estructura financiera compuesta de verdades, mentiras, créditos, compras en efectivo, adelantos, recortes, una pizca de soborno, anuncios falsos e, incluso, otra hipoteca por otra porción de su tierra de labranza reluciente-en-la-oscuridad.

Los suministros fueron cargados. El envío de Daum, un fascinante conjunto de embalajes de plástico, anónimos y de formas extrañas, fue embarcado. Jesek apareció. Fueron comprobados los sistemas y a Jesekk le pusieron a trabajar de inmediato en algunas reparaciones vitales. El equipaje, revisado ligeramente, fue vuelto a empaquetar y cargado por fin. Hubo algunas despedidas, y se evitaron otras cuidadosamente. Miles había informado debidamente a Bothari de su conversación con el teniente Croye; no era culpa de Miles si Bothari descuidó preguntarle de qué le había hablado. Por último, ahí estaban, en la dársena 27 del puerto de lanzaderas de Silica, listos para partir.

— Los honorarios del cargador — declaró el jefe de cargamento del puerto —. Trescientos diez dólares betanos; no se acepta moneda extranjera. — Sonrió amablemente, como un tiburón sumamente cortés.

Miles se aclaró nerviosamente la garganta; su estómago hacía ruidos. Mentalmente revisó sus finanzas. Los recursos de Daum habían sido agotados en los dos últimos días; de hecho, si algo que Miles había oído era cierto, el tipo planeaba dejar impagada su cuenta en el hotal. Mayhew ya había puesto todo su dinero para las reparaciones de emergencia que requirió la nave. Y él se había gastado incluso un préstamo de su abuela. Cortésmente, ella lo había llamado su «inversión». Igual que El Ciervo de Oro, había dicho. Algún tipo de asno, en todo caso. Miles había reflexionado en un momento de duda; luego aceptó, avergonzado, pero demasiado acosado para resistirse a la oferta.

Miles tragó saliva — quizás era el orgullo bajando lo que producía esa hinchazón —, sujetó al sargento de la manga, lo llevó a un lado y bajó la voz.

— Sargento… sé que mi padre le dio una asignación de viaje…

Bothari retorció los labios pensativamente y miró a Miles de manera penetrante. Él sabe que puede acabar con el plan aquí mismo, pensó Miles, y volver a su vida de aburrimiento; sabe Dios que mi padre le respaldaría. Le repugnaba engatusar a Bothari, pero agregó:

— Podría pagarte en dos semanas, dos por uno… ¿para tu bolsillo izquierdo? Te doy mi palabra.

Bothari frunció el ceño.

— No es necesario que empeñe su palabra conmigo, mi señor. Eso ya fue arreglado hace mucho. — Miró a su señor, vaciló un momento y suspiró y, luego, vació lastimosamente sus bolsillos en las manos de Miles.

— Gracias. — Miles sonrió torpemente, se dio la vuelta y volvió a darse la vuelta, dirigiéndose nuevamente a Bothari —. Yo…, ¿podríamos dejar esto entre nosotros? Quiero decir, no hay necesidad de mencionárselo a mi padre, ¿no?

En un costado de la boca, el sargento mostró una sonrisa involuntaria.

— No, si me lo devuelve — murmuró suavemente.


Y todo estuvo dispuesto entonces. Qué felicidad debían sentir los capitanes militares de una nave, pensó Miles, cargar todo en la cuenta del emperador, sencillamente. Deben de sentirse como una cortesana con una tarjeta de crédito; no como nosotras, pobres chicas trabajadoras.

Estaba de pie en la sala de navegación y comunicaciones de su propia nave y miraba a Arde Mayhew, de lejos más alerta y concentrado de lo que Miles jamás le hubiera visto antes, completando la lista de chequeo del control de tráfico. En la batalla apareció el ocre creciente de Colonia Beta.

— Tienen paso para salir de la órbita — llegó la voz del control de tráfico.

Una ola de vertiginosa excitación invadió a Miles. Realmente iban a lograrlo…

— Un minuto RG 132 — agregó la voz —, tiene una comunicación.

— Pásela — dijo Mayhew, ajustando el receptor.

Esta vez apareció en la pantalla un rostro frenético, y no uno que Miles quisiera ver. Se cruzó los brazos, reprimiéndose la culpa.

El teniente Croye habló tenso, urgente.

— ¡Mi señor! ¿Está el sargento Bothari con usted?

— No en este momento, ¿por qué?

El sargento estaba abajo, con Daum, empezando ya a desmontar las mamparas.

— ¿Quién está con usted?

— Sólo el oficial piloto Mayhew y yo. — Miles contuvo el aliento. Estaban tan cerca…

Croye se calmó apenas un poco.

— Mi señor, no podía usted saberlo, pero ese ingeniero que contrató es un desertor del Servicio Imperial. Debe traer la nave de vuelta de inmediato, y encontrar algún pretexto para que él le acompañe. Asegúrese de que el sargento Bothari esté con usted. El tipo es considerado como peligroso. Tendremos una patrulla betana de seguridad esperando en la dársena. Además — Croye miró algo a su lado —, ¿qué diablos le hizo ese tipo a Tav Calhoun? Está aquí en la embajada pidiendo a gritos ver al embajador…

Los ojos de Mayhew se abrieron alarmados.

— Uh… — dijo Miles. Taquicardia, así se llamaba. ¿Podían tenerse ataques cardíacos a los 17 años? —. Teniente Croye, su transmisión llega muy distrosionada, ¿podría repetirla?

Miró a Mayhew implorante, éste indicó el panel con un gesto. Croye recomenzó su menaje; empezaba a parecer preocupado. Miles abrió el panel y miró la compleja masa de cables. Su cabeza parecía nadar aturdida en el pánico. Estaban tan cerca…

— Hay distorsión aún, señor — dijo Miles vivazmente —. Espere, aquí, lo arreglaré. Oh, maldita sea… — Arrancó seis cables al azar: la imagen se disolvió en nieve reluciente. Croye quedó interrumpido en mitad de una frase.

— ¡Vámonos, Arde! — gritó Miles.

Mayhee no necesitó que le insistieran. Colonia Beta quedó rápidamente tras ellos.

Muy mareado. Y con náuseas. Maldita sea, esto no es la gravedad cero. Se sentó abruptamente en la cubierta, debilitado por el inminente desastre. No, era algo más. Tuvo un pantallazo paranoico sobre plagas alienígenas, entonces se dio cuenta de lo que le estaba pasando.

Mayhew observó, alarmado al principio, y sarcásticamente consciente después.

— Era hora de que el mejunje te hiciera efecto — observó, y llamó por el intercomunicador — ¿Sargento Bothari? ¿Podría pasarse por la sala de navegación, por favor? Su, eh…, señor le necesita.

Sonrió ácidamente a Miles, quien estaba empezando a arrepentirse seriamente de algunas de las cosas severas que le había dicho a Mayhew tres días antes.

El sargento y Elena aparecieron. Elena estaba diciendo:

— … está todo tan sucio. Las puertas del botiquín se me quedaron en la mano y… — Bothari se alertó de golpe ante la postura encorvada y confusa de Miles e interrogó a Mayhew con una furiosa mirada.

— Su crema de metilo se acabó — explicó Mayhew —. Te he metido en un apuro, ¿no chico?

Miles balbuceó un gemido inarticulado. Bothari gruñó algo exasperadamente en voz baja, acerca de «lo merece»; lo alzó y se lo cargó sin ninguna ceremonia sobre los hombros.

— Bueno, al menos dejará de saltar por las paredes y nos dará un respiro — dijo alegremente Mayhew —. Jamás he visto a nadie acelerarse con ese mejunje como lo ha hecho él.

— Oh, ¿ese licor era un estimulante? — inquirió Elena —. Me preguntaba por qué no dormía.

— ¿No lo adivinó? — se rió entre dientes Mayhew.

— No, en realidad.

Miles giró la cabeza, mirando del revés el rostro preocupado de Elena, y sonrió débilmente como para tranquilizarla. Remolinos brillantes, negros y púrpuras, le nublaban la visión.

La risa de Mayhew se evaporó.

— Dios mío — dijo consternado —, ¿quiere decir que es así todo el tiempo?

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