13

El primer recorrido que hizo Miles de su nuevo dominio fue rápido y agotador. La Triumph fue casi lo único estimulante de él. Bothari se quedó controlando las disposiciones para mantener a la nueva horda de prisioneros a buen resguardo con la atareada patrulla asignada para tal fin. Miles jamás había visto a un hombre desear tan apasionadamente ser dos; casi esperaba que el sargento produjera mitosis en cualquier momento. A regañadientes, había dejado a Elena en calidad de guardaespaldas sustituta de Miles. Una vez fuera de su alcance, Miles puso a Elena a trabajar como una verdadera oficial ejecutiva, tomando notas. Con el montón de nuevos detalles que aparecían, no confiaba siquiera en su aguda memoria.

Se había establecido una sala de enfermos combinada en la enfermería de la refinería, por ser la instalación de mayor tamaño. El aire era seco, frío y rancio, como todo aire reciclado, endulzado con antisépticos aromatizados, lo que componía un olor en el que se mezclaban dulzura, excrementos, carne quemada y miedo. Todo el personal médico fue reclutado de entre los nuevos prisioneros, para que tratasen a sus propios heridos, y se requirió además un par más ed guardias, restados a las ya insuficientes tropas de Miles. Éstos, a su vez, eran empleados como enfermeros asistentes de acuerdo a las necesidades del momento. Miles observó la eficiencia del cirujano y del equipo médico de Tung en el trabajo y dejó pasar el hecho, limitándose a recordarles en voz baja a los guardias su deber principal. En tanto los médicos de Tung estuviesen ocupados, probablemente no habría riesgos.

Miles quedó absolutamente impresionado ante el estado catatónico del coronel Benar y de los otros dos oficiales militares felicianos que yacían abstraídos, casi sin reaccionar ante el rescate. Apenas esas pequeñas heridas, pensó al observar la ligera irritación en las muñecas y en los tobillos y la leve decoloración bajo la piel, que denotaba los puntos donde habían sido inyectados. Con estas pequeñas heridas matamos hombres… El espectro del oficial piloto asesinado, posado en su hombro como un cuervo, aleteó y se agitó en mudo testimonio.

El técnico médico de Auson solicitó al cirujano de Tung para el delicado emplazamiento de piel plástica que iba a servirle de rostro a Elli Quinn hasta que pudiera ser enviada — ¿cómo?, ¿cuándo? — a alguna instalación médica con biotecnología regenerativa apropiada.

— No tienes que ver esto — le murmuró Miles a Elena, cuando ella se colocó discretamente para observar el procedimiento.

Elena sacudió la cabeza.

— Quiero hacerlo.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué lo haces tú?

— Nunca lo he visto. Además, fue mi factura lo que ella pagó. Es mi deber, como su comandante.

— Bueno, entonces también es el mío. He trabajado con ella toda la semana.

El técnico médico desenrolló las vendas provisionales. Piel, nariz, orejas y labios habían desaparecido. La grasa subcutánea estaba consumida; los ojos, vidriosos, blancos y estallados; el cuero cabelludo coagulado. Miles se recordó a sí mismo que los nervios transmisores del dolor habían sido bloqueados. Se dio la vuelta de golpe, cubriéndose la boca con una mano, y tragó saliva con esfuerzo.

— Creo que no debemos quedarnos; realmente no contribuimos en nada. — Miró el perfil de Elena, quien estaba pálida pero serena —. ¿Cuánto tiempo más vas a mirar? — le susurró. Y, en silencio, para sí, se dijo: por el amor de Dios, podrías haber sido tú, Elena…

— Hasta que hayan terminado — respondió ella —, hasta que ya no sienta más su dolor cuando miro, hasta que me haya endurecido, como un verdadero soldado como mi padre. Si puedo bloquearlo ante un amigo, seguramente podré bloquearlo ante un enemigo…

Miles sacudió la cabeza negando instintivamente.

— Mira, ¿podemos seguir esto en el pasillo?

Elena arrugó la frente, pero vio entonces la cara de Miles, frunció los labios y le siguió sin más discusión. En el pasillo, él se apoyó contra la pared, tragando saliva y respirando hondamente.

— ¿Busco una palangana?

— No, estaré bien en un minuto. — Eso espero… El minuto pasó sin que sufriera una ignominia —. Las mujeres no deberían estar en el combate — dijo al fin.

— ¿Por qué no? ¿Acaso eso — señaló con un gesto la enfermería — es más horrible para una mujer que para un hombre?

— No lo sé. Tu padre dijo una vez que si una mujer se pone un uniforme, se lo busca, y que no debe dudar en dispararle… una rara veta de igualitarismo, viniendo de él. Pero todos mis instintos son arrojar mi capa para que cruce un charco o cosas así, no volarle la cabeza. Eso me repugna.

— El honor va con el riesgo — argumentó Elena —. Niega el riesgo y negarás el honor. Siempre creí que eras el único barrayarano varón que yo conocía que le permitiría a una mujer poder tener un honor que no estuviese depositado entre sus piernas.

Miles refunfuñó.

— El honor de un soldado es cumplir su deber patriótico, seguro…

— ¡O de una soldado!

— O de una soldado, de acuerdo; ¡pero nada de todo esto es servir al emperador! Estamos aquí por el diez por ciento del margen de beneficio de Tav Calhoun. O en todo caso, estábamos…

Se contuvo, para continuar con su recorrido, y, luego, hizo una pausa.

— Lo que dijiste allí… sobre endurecerte…

Elena alzó la barbilla.

— ¿Sí?

— Mi madre fue una soldado verdadera también, y no creo que jamás dejara de sentir el dolor de los demás; ni siquiera el de sus enemigos.

Quedaron ambos en un largo silencio.


La reunión de oficiales para el plan de defensa ante el probable contraataque no fue tan difícil como Miles había temido. Ocuparon una sala de reuniones que había pertenecido a la gerencia de la refinería; el impresionante panorama exterior invadía la instalación por los ventanales. Miles gruñó y se sentó de espaldas al mismo.

Rápidamente asumió el rol de árbitro, controlando el flujo de ideas al tiempo que ocultaba su carencia de información sobre el tema. Se cruzó de brazos, y soltó algunos «hum» y «mm», pero sólo muy ocasionalmente dijo: «Dios nos ayude», porque esto hacía que Elena se sofocara. Thorne y Auson, Daum y Jesek, y los tres oficiales felicianos jóvenes liberados, a los que no les habían secado el cerebro, hicieron el resto; si bien, Miles se encontró con que tenía que alejarlos de ideas muy parecidas a las que acababan de resultarles inapropiadas a los pelianos.

— Sería de un gran ayuda, mayor Daum, si pudiera contactar con su comando — dijo Miles al concluir la sesión, y pensó; ¿por el amor de Dios, cómo puede haber extraviado un país entero? —. Como último recurso, tal vez un voluntario en una de esas lanzaderas de la estación podría escurrirse hasta el planeta y decirles que estamos aquí, ¿no?

— Lo seguiremos intentando, señor — prometió Daum.


Algún alma entusiasta había encontrado cuartos para Miles en la sección más lujosa de la refinería, previamente reservada, como la elegante sala de reuniones de la gerencia. Desafortunadamente, el servicio de mantenimiento había quedado más bien interrumpido en las últimas semanas. Miles se abrió paso entre artefactos personales del último peliano que había acampado en la suite ejecutiva, los cuales cubrían a su vez otro estrato anterior que correspondía al feliciano que había sido expulsado en su momento. Ropas desparramadas, envolturas vacías de raciones, discos de ordenador, botellas semivacías, todo bien agitado por el bamboleo en gravedad artificial durante el ataque. Los discos de datos, al examinarlos, resultaron ser todos de entretenimientos ligeros. Ningún documento secreto, ningún brillante golpe maestro de inteligencia.

Miles podría haber jurado que las abigarradas manchas velludas que crecían en las paredes del baño se movían cuando no estaba mirándolas directamente. Quizá fuer un efecto de la fatiga. Tuvo cuidado de no tocarlas al ducharse. Puso las luces al máximo de intensidad cuando finalizó, y cerró la puerta con llave, recordándose a sí mismo severamente que no había pedido la compañía nocturna del sargento sobre la base de que había «Cosas» en su baño desde que tenía cuatro años. Dolorido de sueño, se vistió con ropa interior limpia que trajo consigo.

La cama era una burbuja ingrávida, entibiada como un útero por rayos infrarrojos. El sexo en gravedad cero, había escuchado Miles, era uno de los punto álgidos de los viajes espaciales. Personalmente, jamás había tenido oportunidad de probarlo. Diez minutos, tratando de relajarse en la burbuja le convencieron de que nunca lo haría, tampoco, aunque los olores y las manchas que saturaron el aposento al calentarse el ambiente sugerían que en un mínimo de tres personas lo habían probado ahí mismo, recientemente. Se levantó rápido y se sentó en el suelo hasta que su estómago dejó de revolverse en su interior. Suficiente botín por la victoria.

A través de los ventanales había una espléndida vista del casco abierto, arrugado, de la RG 132. Por momentos, la tensión se liberaba en alguna tortuosa escama de metal y saltaba espontáneamente para agitarse un poco, superficialmente, en otra zona afectada de la nave, adhiriéndose como caspa. Miles observó durante un rato y luego decidió ir a ver si el sargento tenía aún el botellín de whisky.

El corredor correspondiente a la suite terminaba en una cubierta de observación, una campana de cromo y cristal enmarcada por el polvo de millones de estrellas. Atraído, Miles se encaminó hacia allí.

La voz de Elena, en un grito inarticulado, le sacó de su somnolencia, causándole un brusco flujo de adrenalina. Venía de la cubierta de observación; Miles echó a correr con su marcha desigual.

Trepó velozmente la pasarela y dobló, agarrándose con una mano de un poste luminoso. La oscura cubierta de observación estaba tapizada en terciopelo azul real, que brillaba a la luz de las estrellas. Asientos rellenos de líquido y bancos de extrañas curvas y diseños parecían a invitar a reclinarse indolentemente. Baz Jesek estaba con la espalda en uno de ellos, los brazos separados y el sargento Bothari encima de él.

Las rodillas del sargento aplastaban la ingle y el estómago del maquinista, y las manos se cerraban sobre el cuello de Baz, retorciéndolo. La cara de Baz estaba marrón, sus palabras estranguladas no conseguían la coherencia. Elena, con la guerrera desabrochada, galopaba alrededor de ambos, apretando y aflojando sus manos ante la desesperación de no poder oponerse físicamente a Bothari.

— ¡No, padre! ¡No! — gritaba.

¿Había atrapado Bothari al maquinista tratando de acosarla? Una celosa y caliente cólera sacudió a Miles, frustrada inmediatamente por el frío razonamiento. Elena, entre todas las mujeres, era capaz de defenderse a sí misma; las paranoias del sargento habían garantizado eso. Sus celos se tornaron hielo. Podía dejar que Bothari matase a Baz…

Elena le vio.

— ¡Miles… mi señor!, ¡deténle!

Miles se acercó.

— Suéltalo, sargento — ordenó. Bothari, el rostro amarillo de ira, miró a los lados y luego a su víctima. Sus manos no aflojaron.

Miles se arrodilló y apoyó levemente su mano en los acordonados músculos del brazo de Bothari. Tuvo la incómoda sensación de que aquello era la cosa más peligrosa que había hecho en su vida. Bajó la voz hasta murmurar:

— ¿Debo repetir mis órdenes dos veces, hombre de armas?

Bothari le ignoró.

Miles cerró apretadamente sus manos alrededor de la muñeca del sargento.

— No tiene fuerza para romper mi presa — gruñó Bothari por un rincón de su boca.

— Tengo fuerza para romperme los dedos intentándolo — contestó Miles, y cargó todo su peso para ayudarse. Sus uñas se pusieron blancas. En un instante, sus articulaciones empezarían a estallar…

Los ojos del sargento se entrecerraron, el aliento le pasaba siseando por sus manchados dientes. Entonces, con un insulto, soltó a Baz de un empujón y se libró de Miles con una sacudida. Les dio la espalda, jadeando, los ojos ciegos perdidos en el infinito.

Baz se retorció en el banco y cayó al suelo con un fuerte golpe. Tragó en un ronco ahogo líquido y escupió sangre. Elena corrió hacia él y le acunó la cabeza en su regazo, sin hacer caso de la incómoda situación.

Miles se levantó tambaleándose y se quedó de pie, recobrando el aliento.

— Está bien — dijo finalmente —, ¿qué pasa aquí?

Baz trató de hablar, pero emitió un ladrido gangoso. Elena estaba llorando, así que por ese lado era inútil.

— Maldita sea, sargento…

— La encontré arrullándose con ese cobarde — gruñó Bothari, todavía de espaldas.

— ¡No es un cobarde! — gritó Elena —. Es tan buen soldado como tú. Hoy me salvó la vida… — Se volvió hacia Miles —. Seguramente lo has visto en los monitores, mi señor. Había un oserano apuntándome con su arma…, creí que todo se acababa… Baz le disparó con su arco de plasma. ¡Díselo!

Elena hablaba del oserano que él había matado con las drogas. Baz, sin saberlo, había cocinado un cadáver- Yo te salvé, gritó en su interior Miles. Fui yo, fui yo…

— Es cierto, sargento — se escuchó decir a sí mismo —; le debes la vida de tu hija a tu hermano de armas.

— Ése no es hermano mío.

— ¡Yo digo que sí lo es, según mi palabra!

— No es correcto… no es justo… tengo que hacerlo bien. Tiene que ser perfecto… — Bothari daba vueltas, mascullando.

Miles no había visto nunca tan agitado al sargento. Últimamente, le he cargado demasiada tensión sobre las espaldas, pensó con remordimiento. Demasiada, demasiado pronto, demasiado fuera de control…

Baz graznó algunas palabras.

— ¡No… deshonra!

Elena le hizo callar y se incorporó de golpe, enfrentando a Bothari con furia.

— ¡Tú y tu honor militar! Bien, me he enfrentado al fuego y he matado a un hombre, y no fue nada sino una carnicería. Cualquier robot podría haberlo hecho. No había nada de honor. Es todo una farsa, un fraude, una mentira, un gran circo. Tu uniforme ya no me asusta más, ¿me oyes?

La cara de Bothari estaba rígida y sombría. Miles avanzó como para calmar a Elena. No tenía objeciones contra el hecho de que cultivara la independencia de espíritu, pero, ¡Dios santo!, su sentido de la oportunidad era terrible. ¿No se daba cuenta? No, estaba demasiado enmarañada en su propia vergüenza y dolor y le pesaba el espectro que ahora cargaba en su hombro. No mencionó que había matado a otro hombre, anteriormente; pero Miles lo sabía, había razones que uno no elige.

Necesitaba a Baz, necesitaba a Bothari, necesitaba a Elena; y necesitaba que todos trabajaran juntos para devolverlos a casa vivos. Así que no debía gritar la cólera y angustia que le quemaban por dentro, sino lo que ellos necesitaban oír.

Lo primero que Elena y Bothari necesitaban era ser separados hasta que se enfriaran los temperamentos, o se corría el riesgo de que se desgarrasen mutuamente el corazón. En cuanto a Baz…

— Elena — dijo Miles —, ayúdale a ir a la enfermería. Hax que le revisen por si hay lesiones internas.

— Sí, mi señor — contestó ella, acentuando la naturaleza oficial de la orden con el uso del título; presumiblemente, para irritar a Bothari.

Alzó a Baz y cargó sobre sus hombros el brazo del maquinista, echándole a su padre una incómoda y envenenada mirada. Bothari estrujó las manos, pero no dijo nada ni hizo ningún movimiento.

Miles los escoltó por la pasarela. La respiración de Baz se iba haciendo, poco a poco, más regular, según comprobó Miles con alivio.

— Creo que es mejor que me quede con el sargento — le murmuró a Elena —. ¿Vosotros estaréis bien?

— Gracias a ti — dijo Elena —. Traté de detenerle, pero tenía miedo. No pude hacerlo. — Se enjugó unas últimas lágrimas.

— Es mejor así. Todo el mundo está nervioso, demasiado cansado. Él también, lo sabes. — Estuvo a punto de pedirle una definición de «arrullándose» pero se contuvo. Elena se llevó a Baz entre tiernos murmullos que volvieron loco a Miles.

Masticó su frustración y volvió a la cubierta de observación. Bothari seguía de pie, gravemente ensimismado. Miles suspiró.

— ¿Todavía tienes ese whisky, sargento?

Bothari salió de su ensueño y se palpó el bolsillo. Le acercó en silencio la petaca a Miles, quien señaló los asientos con un gesto. Se sentaron. Las manos del sargento colgaban entre sus rodillas, la cabeza gacha.

Miles echó un trago y le ofreció la petaca.

— Bebe.

Bothari sacudió la cabeza, pero luego tomó la botella y bebió. Tras un momento, dijo en un murmullo:

— Nunca antes me ha llamado hombre de armas.

— Estaba tratando de llamar su atención. Mis disculpas.

Silencio, y otro trago.

— Es el título correcto.

— ¿Por qué tratabas de matarle? Sabes cuánto necesitamos ahora a los técnicos.

Una larga pausa.

— Él no es adecuado, no para ella. Desertor…

— No estaba intentando violarla. — Fue una afirmación.

— No — dijo lentamente —, supongo que no. Nunca se sabe.

Miles miró la cámara de cristal a su alrededor, hermosa en su brillante oscuridad. Un sitio excelente para «arrullarse», y para más. Pero esas largas manos blancos estaban abajo en la enfermería, probablemente aplicando compresas frías o algo así en la frente de Baz; mientras él estaba sentado allí, emborrachándose con el hombre más feo de todo el sistema. Qué desperdicio.

La petaca fue y vino otra vez.

— Nunca se sabe — reiteró Bothari —. Y ella debe tenerlo todo correcto y apropiado. Usted lo entiende, mi señor, ¿no? ¿Lo entiende?

— Por supuesto. Pero, por favor, no mates a mi maquinista. Le necesito. ¿De acuerdo?

— Malditos técnicos. Siempre consentidos.

Miles dejó pasar esto, como la queja reflejada de un viejo servidor. Bothari siempre le había parecido de la generación de su abuelo, en cierto modo; si bien, de hecho, era un par de años más joven que su padre. Miles se relajó un poco entonces, ante ese signo de retorno al estado mental normal — bueno, usual — de Bothari. El sargento se deslizó hasta sentarse sobre la alfombra, los hombros apoyados contra el banco.

— Mi señor — añadió después de un rato —, si me mataran…, ¿procuraría que cuidasen bien de ella? La dote. Y un oficial, un oficial conveniente. Y un auténtico mediador que hiciera los arreglos…

Un antiguo sueño, pensó Miles en medio de una bruma.

— Soy su señor, por derecho de tu servicio — señaló gentilmente —. Sería mi deber. — Si tan sólo pudiera convertir mi deber en mis propios sueños.

— Algunos ya no prestan mucha más atención a sus deberes — murmuró Bothari —, pero un Vorkosigan… Los Vorkosigan jamás faltan a su palabra.

— Maldita sea, que es cierto — balbuceó Miles.

— Mm — dijo Bothari, y se deslizó un poco más.

Tras un largo silencio, el sargento habló otra vez:

— Mi señor, si me mataran, no me dejaría ahí fuera, ¿no?

— ¿Eh? — Miles abandonó su intento de inventar nuevas constelaciones. Acababa de conectar los puntos de una figura a la que nombró, mentalmente, Caballero.

— A veces dejan cuerpos en el espacio. Frío como el demonio… Dios no puede encontrarlos ahí fuera… Nadie podría.

Miles pestañeó. Nunca había sabido que el sargento ocultara una vena teológica.

— Mira, ¿qué es todo esto ahora de que te maten? Tú no vas a…

— Su padre el conde me prometió — Bothari alzó ligeramente su voz por encima de la de Miles — que sería enterrado a los pies de su madre, mi señora, en Vorkosigan Surleau. Lo prometió. ¿No se lo dijo?

— Eh… jamás surgió el tema.

— Su palabra de Vorkosigan. Su palabra.

— Eh, bueno, entonces. — Miles miró a través de los cristales. Algunos veían las estrellas, al parecer, y otros veían el espacio entre ellas. Frío… —. ¿Estás planeando ir al cielo, sargento?

— Como el perro de mi señora. La sangre lava el pecado. Ella me lo juró…

Se quedó callado, la mirada siempre en las profundidades. Luego, la petaca se le deslizó entre los dedos, y comenzó a roncar. Miles se sentó con las piernas cruzadas, velándole el sueño; una pequeña figura en ropa interior contra la negra inmensidad, y muy lejos de casa.


Afortunadamente, Baz se recuperó muy rápido y pudo trabajar al día siguiente, con la ayuda de un refuerzo en el cuello para aliviar sus cervicales dañadas. Su comportamiento hacia Elena era penosamente circunspecto cuando Miles estaba presente, sin darle a éste motivos para insistir en sus celos; pero, por supuesto, donde Miles estaba, estaba también Bothari, lo cual quizás lo explicara.

Miles empezó por acumular todos sus magros recursos en conseguir que la Triumph fuera operable, supuestamente para hacer frente a los pelianos. Secretamente, pensaba que aquélla era la única cosa lo suficientemente grande y lo suficientemente veloz donde caber todos y escapar rápido y con éxito. Tung tenía dos pilotos; al menos uno de ellos podía ser persuadido para que pilotara el salto afuera del espacio local de Tau Verde. No obstante, contempló las consecuencias de regresar a Colonia Beta en un acorazado robado, con un oficial piloto raptado, unos veinte mercenarios desempleados, un rebaño de técnicos refugiados perplejos y sin dinero para Tav Calhoun… o ni siquiera para los derechos del puerto betano. El cobertor de su inmunidad diplomática Clase III parecía encogerse hasta el tamaño de una hoja de higuera.

El intento de Miles de hacerse presente en el lugar y colaborar con los técnicos en la selección de armas en la bodega de la RG 132 fue interrumpido constantemente por gente que pedía instrucciones, órdenes, detalles o, más frecuentemente, autorización para aprovechar alguna pieza del equipamiento de la refinería o algún repuesto o algún suministro militar no utilizado, para el trabajo que estaban realizando. Miles autorizaba alegremente todo cuanto le ponían delante, ganándose reputación por su brillante capacidad de decisión. Su firma se estaba convirtiendo en una floritura finalmente ilegible.

La falta de personal, desafortunadamente, no era factible de tal tratamiento. Dobles turnos que se convertían en turnos triples tendían a terminar en una pérdida de eficacia, producto del agotamiento. Miles se sintió acuciado por la necesidad de intentar otro abordaje.


Dos botellas de vino feliciano, calidad desconocida. Una botella de licor tau cetano, naranja pálido, no verde, afortunadamente. Dos banquetas plegables de nilón y plástico, una pequeña y endeble mesa de campaña de plástico. Una media docena de golosinas felicianas envueltas en papel plateado — Miles esperaba que fueran golosinas —, cuya composición exacta era misteriosa. Debía ser suficiente. Miles cargó los brazos de Bothari con el picnic robado, recogió lo que desbordaba y se encaminó hacia el sector de la prisión.

Mayhew alzó una ceja al cruzarse con ellos en un pasillo.

— ¿Adónde van con todo eso?

— A cortejar, Arde — dijo sonriendo Miles —, a cortejar.

Los pelianos habían dejado un área provisional de confinamiento, un sector de almacenaje despejado a toda prisa, lleno de cañerías y seccionado en una serie de pequeñas y frías celdas metálicas. Miles se hubiera sentido más culpable por encerrar seres humanos en ella si n hubiera sido un caso de fuerza mayor.

Sorprendieron al capitán Tung colgado con una mano de la instalación eléctrica y tratando de hacer palanca en la cubierta con un broche de presión arrancado de su uniforme; hasta ahora en vano.

— Buenas tardes, capitán — dijo Miles, dirigiéndose a los tobillos colgantes, con risueño buen humor.

Tung le miró desde arriba, con el ceño fruncido, calculando; midió a Bothari, encontró la suma no muy a su favor y se dejó caer al suelo con un gruñido. El guardia cerró otra vez la puerta tras ellos.

— ¿Qué pensaba hacer con eso si quitaba la cubierta? — preguntó Miles con curiosidad.

Tung le miró despreciativamente, como un hombre a punto de escupir, y se encerró luego en un recalcitrante silencio. Bothari acomodó la mesa y las banquetas, descargó las cosas y se apoyó contra la pared al lado de la puerta, escéptico. Miles se sentó y abrió una botella de vino. Tung permaneció de pie.

— ¿Me acompaña, capitán? — invitó cordialmente Miles —. Sé que no ha cenado todavía. Estaba esperando que pudiéramos tener una breve charla.

— Soy Ky Tung, capitán, Flota Mercenaria Libre Oserana. Soy ciudadano de la Democracia Popular de Gran Sudamérica, la Tierra; mi número de deber social es T275-389-45-1535-1724. Esta «charla» ha terminado. — Los labios de Tung parecieron sellarse en una línea de granito.

— Esto no es un interrogatorio — explicó Miles —, lo cual sería mucho más eficientemente conducido por el equipo médico, de todas maneras. Vea, incluso le daré alguna información. — Se levantó y le dedicó una reverencia formal —. Permítame presentarme. Mi nombre es Miles Naismith. — Indicó la otra banqueta con un gesto —. Por favor, siéntese. Paso bastante tiempo con calambres en el cuello.

Tung vaciló, pero finalmente se sentó, aceptando hacerlo sólo en el borde de la silla.

Miles sirvió y tomó un sorbo. Buscaba recordar alguna de las frases de conocedor de vinos que solía emplear su abuelo, para abrir la conversación, pero la única que le venía a la mente era «aguado como pis», lo que no parecía precisamente adecuado. Secó el borde de la taza de plástico en su manga y se la ofreció a Tung.

— Observe. No hay veneno, no hay drogas.

Tung se cruzó de brazos.

— El truco más viejo del libro; se toma el antídoto antes de venir.

— Oh. Sí, supongo que podía haber hecho eso. — Sacudió un paquete de unos cubos más bien gomosos que había entre ellos y los miró tan dubitativamente como lo hizo Tung —. Ah, carne. — Se metió uno en la boca y masticó diligentemente —. Adelante, pregúnteme cualquier cosa — agregó con la boca llena.

Tung luchó con su resolución; luego preguntó ansiosamente:

— Mis tropas, ¿cómo están mis tropas?

Miles le detalló de inmediato una lista con el nombre completo de los muertos, los heridos y su estado médico actual.

— El resto están bajo llave, como usted; excúseme por no brindarle información exacta de su ubicación… por si acaso puede hacer más con esa luz de lo que yo creo que puede hacer.

Tung suspiró con tristeza y alivio y eligió con aire ausente un cubo de proteína para sí.

— Lamento que las cosas fueran tan caóticas — se disculpó Miles —. Me doy cuenta de cuánto debe irritarle que su oponente le venza con una maniobra tan disparatada. También yo hubiera deseado algo más limpio y más táctico, como Komarr, pero tuve que tomar la situación como la encontré.

Tung resopló.

— ¿Quién no? ¿Quién se cree que es? ¿Lord Vorkosigan?

Miles inhaló vino hasta los pulmones. Bothari abandonó la pared para golpearle la espalda, sin ayudarle mucho, y mirar suspicazmente a Tung. Pero al mismo tiempo que Miles logró recuperar el aliento, recobró el equilibrio. Humedeció sus labios.

— Ya veo. Se refiere al almirante Aral Vorkosigan de Barrayar. Usted, eh, me… confundió un poco… Ahora es el conde Vorkosigan.

— ¿Ah, sí? ¿Está vivo todavía? — observó Tung, interesado.

— Bastante.

— ¿Ha leído su libro sobre Komarr?

— ¿Libro? Oh, el informe Komarr. Sí, oí que lo han escogido en un par de escuelas militares extranjeras… no barrayaranas, quiero decir, eso es.

— Yo lo he leído once veces — dijo Tung con orgullo —. La memoria militar más sucinta y concisa que jamás he visto. La más compleja estrategia trazada lógicamente, como un diagrama de cables: política, economía y todo lo demás. Juraría que la mente de ese hombre opera en cinco dimensiones. Y sin embargo encuentro que la mayoría de la gente no ha oído acerca de ello. Debería ser de lectura obligatoria… Yo les hago el examen a mis oficiales jóvenes basándome en ese libro.

— Bueno, le he oído decir que la guerra es el fracaso de la política… Creo que la política ha sido siempre parte de su pensamiento estratégico.

— Seguro, cuando uno llega a ese nivel… — A Tung le picaron las orejas —. ¿Lo ha oído? No sabía que hubiera concedido ninguna entrevista… ¿Por casualidad recuerda dónde y cuándo vio eso? ¿Se pueden conseguir copias?

— Ah… — Miles echó un cable fino —. Fue una conversación personal.

— ¿Usted le ha conocido?

Miles tuvo la frustrante sensación de medir de repente apenas medio metro de altura a los ojos de Tung.

— Bueno, sí — admitió cautamente.

— ¿Sabe si… escribió algo como el Informe Komarr acerca de la invasión de Escobar? — preguntó ansiosamente Tung —. Siempre he pensado que debería haber un volumen más, estrategia defensiva a continuación de la ofensiva, digamos, para tener la otra mitad de su pensamiento. Como los volúmenes de Sri Simka sobre Walshea y Skya IV.

Miles clasificó finalmente a Tung: un loco por la historia militar. Conocía a la especie muy, muy bien. Reprimió una sonrisa.

— No creo. Escobar fue una derrota, después de todo. Nunca habla mucho de ello… y lo entiendo. Quizá por un toque de vanidad al respecto.

— Mm — admitió Tung —. No obstante, es un libro maravilloso. Todo lo que parecía totalmente caótico en su momento reveló ese esqueleto interno, completo… Por supuesto, siempre parece caótico cuando uno está perdiendo.

Era el turno de que a Miles le picaran las orejas.

— ¿En su momento? ¿Estuvo usted en Komarr?

— Sí, era teniente en la Flota Selby, que empleó Komarr… Qué experiencia. Hace ya veintitrés años. Parecía que cada punto débil natural en las relaciones empleador-mercenario estallaba en nuestra cara… y eso antes de que hubiera habido siquiera un primer disparo. Infiltración de la inteligencia de Vorkosigan, supimos más tarde.

Miles se mostró entusiasmado y procedió a explotar esta inesperada fuente de reminiscencias por lo que pudiera ser útil. Trozos de frutas se convirtieron en planetas y satélites, migajas de proteínas de diferente forma pasaron a ser cruceros, correos, bombas y transportes de tropas. Las naves vencidas eran comidas. La segunda botella de vino introdujo otras famosas batallas mercenarias.

Miles estaba pendiente, sinceramente, de las palabras de Tung, ignorando la incomodidad de la situación.

Tung se reclinó hacia atrás al fin, con un suspiro de satisfacción, lleno de vino y comida y vacío de historias. Miles, consciente de su propia capacidad, se había cuidado — hasta donde la cortesía lo permitía — de no beber demasiado. Hizo girar el resto de vino en el fondo de su vaso y probó un cauto sondeo.

— Parece un gran desperdicio que un oficial de su experiencia se pierda una buena guerra como ésta, encerrado en una celda.

Tung sonrió.

— No tengo intenciones de permanecer en esta caja.

— Ah… sí. Pero quizás haya otras maneras de salir de ella, ¿no cree? En este momento, los Mercenarios Dendarii son una organización en plena expansión. Hay mucho espacio en la cima para el talento.

Tung sonrió amargamente.

— Usted tomó mi nave.

— Y también la del capitán Auson. Pregúntele si está descontento al respecto.

— Buen intento… señor Naismith, pero tengo un contrato. Un hecho que, a diferencia de otros, yo sí recuerdo. Un mercenario que no hace honor a su contrato, tanto en las buenas como en las malas, es un ladrón, no un soldado.

Miles casi se desvaneció de amor no correspondido.

— No puedo censurarle por eso, señor.

Tung le miró con entretenida tolerancia.

— Ahora bien, a despecho de lo que ese asno de Auson parece creer, le tengo a usted por un brillante oficial joven que no valora bien el carácter de sus cualidades… y se está hundiendo rápidamente. Me parece a mí que es usted, y no yo, quien pronto estará buscando un nuevo empleo. Usted parece tener una comprensión promedio de la táctica y ha leído a Vorkosigan, lo cual está bien pero no es nada extraordinario. Sin embargo, cualquier oficial que pueda hacer congeniar a Auson y a Thorne para que aren juntos un surco recto demuestra un genio en el manejo de personal. Si sale vivo de ésta, venga a verme… Tal vez pueda encontrar algo para usted en el área ejecutiva.

Miles miró a su prisionero con la boca abierta, estimando la descarada apreciación a que se había hecho merecedor. En realidad, sonaba bien. Suspiró.

— Usted me honra, capitán Tung. Pero me temo que yo también tengo un contrato.

— Basura.

— ¿Perdón?

— Si su contrato es con Felice, me hace reír, dudo que Daum estuviera autorizado para firmar ningún acuerdo. Los felicianos son tan tacaños como su contraparte, los pelianos. Podríamos haber terminado esta guerra hace seis meses si los pelianos hubieran aceptado de buen grado pagar al gaitero. Pero no…, eligieron «economizar» y sólo compraron un bloqueo y algunas instalaciones como ésta… y, por eso, actúan como si estuvieran haciéndonos un favor. ¡Pe…!

La frustración segó con disgusto su voz.

— Yo no he dicho que mi contrato fuera con los felicianos — dijo Miles suavemente.

Los ojos de Tung se entrecerraron con perplejidad; bien. Las evaluaciones del hombre estaban tan cerca de la verdad como para alegrarse.

— Bueno, mantén tu cola baja, hijo — le aconsejó Tung —. A la larga, a la mayoría de los mercenarios les han disparado en el culo más quienes les empleaban que sus enemigos.

Miles se despidió cortésmente. Tung le escoltó con aire de genial anfitrión hasta la puerta.

— ¿Hay algo más que necesite? — le preguntó Miles.

— Un destornillador — respondió rápidamente Tung.

Miles sacudió la cabeza y sonrió con pesar cuando la puerta se cerró en la cara del euroasiático.

— Maldita sea, si no me siento tentado de mandarle uno — le dijo a Bothari —. Me muero por ver qué es lo que podrá hacer con esa instalación de luz.

— ¿Para qué ha servido todo esto exactamente? — preguntí Bothari —. Consumió tu tiempo con historias antiguas y no reveló nada.

Miles sonrió.

— Nada que no sea importante.

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