16

Pasaron tres días antes de que llorara, preocupado porque no podía llorar. Entonces, solo en la cama, de noche, llegó una violenta tormenta incontrolable que duró horas. Miles la consideró meramente una catarsis, pero siguió repitiéndose en noches sucesivas y entonces se preocupó porque no podía parar. Ahora su estómago le dolía todo el tiempo, pero especialmente después de las comidas, por lo que en consecuencia apenas las probaba. Sus rasgos finos se afinaron más aún, moldeándose a los huesos.

Los días eran una niebla gris. Rostros, familiares y no familiares, le fastidiaban pidiéndole instrucciones, a las que su respuesta era un lacónico e invariable: «Arréglese usted mismo.» Elena no le hablaba en absoluto. Se estremecía temiendo que ella encontrara consuelo en brazos de Baz. La vigilaba secretamente, ansioso. Pero ella no parecía estar buscando consuelo en ninguna parte.

Después de una reunión de la plana mayor Dendarii, particularmente informal e inconcluyente, Arde Mayhew le llevó aparte. Miles se había sentado, silencioso, a la cabecera de la mesa, estudiándose las manos aparentemente, mientras sus oficiales croaban como sapos sobre cosas sin sentido.

— Dios sabe — le susurró Arde — que yo no sé mucho acerca de ser un oficial militar — aspiró profundamente —, pero sí sé que no se puede arrastrar consigo a doscientas personas, o más, hasta el limbo, así como así, y luego ponerse catatónico.

— Tienes razon — gruñó Miles —. No sabes mucho.

Se marchó pisando firme, con la espalda erguida, pero sacudido por dentro ante la injusticia de la queja de Mayhew. Pegó un portazo al cerrar su cabina justo a tiempo para vomitar en secreto por cuarta vez en esa semana, la segunda desde la muerte de Bothari; tercamente resuelto a hacerse cargo ahora mismo del trabajo y a dejarse de tonterías, y cayó en la cama para quedar inmóvil las seis horas siguientes.


Se estaba vistiendo. Los hombres que desempeñan deberes solitarios estaban todos de acuerdo: uno tenía que mantener alto el nivel o las cosas se iban al diablo. Miles llevaba ya tres horas despierto y se había puesto los pantalones. En la hora siguiente intentaría afeitarse, o ponerse los calcetines, lo que pareciera más fácil. Meditó sobre el obstinado y masoquista hábito barrayarano de afeitarse todos los días contra, digamos, la civilizada costumbre betana de aplastar permanentemente los brotes de pelo. Tal vez se decidiera por los calcetines.

Sonó el timbre de la cabina. Lo ignoró. Luego el intercomunicador, con la voz de Elena.

— Miles, déjame entrar.

Se sentó de una sacudida, casi mareándose, y contestó rápidamente:

— ¡Pasa! — lo que accionó la cerradura codificada.

Elena se abrió paso con cuidado por enter ropa tirada por el suelo, armas, equipamiento, cargadores vacíos, envases de raciones. Miró a su alrededor, arrugando la nariz con consternación.

— ¿Sabes? Si no ordenas este revoltijo tú mismo, deberías al menos elegir un nuevo guardaespaldas.

Miles también miró a su alrededor.

— Nunca se me había ocurrido — dijo humildemente —. Solía creer que yo era una persona muy ordenada, siempre todo en su lugar, o así lo pensaba. ¿No te importaría?

— No me importaría ¿qué?

— Que me consiguiera un nuevo guardaespaldas.

— ¿Por qué debería importarme?

Miles consideró el asunto.

— Tal vez Arde. Tengo que encontrarle algo, tarde o temprano, ahora que ya no puede pilotar naves.

— ¿Arde? — repitió ella con tono de duda.

— Ya no es ni remotamente tan desaliñado como solía ser.

— Mm. — Recogió un visor de mano que estaba tirado en el suelo y buscó un lugar donde ponerlo, pero había sólo una superficie alta en la cabina desprovista de polvo y de desorden —. Miles, ¿cuánto tiempo vas a tener aquí este ataúd?

— Aquí podría estar tan bien como en cualquier otro lado. El depósito es frío. A él no le gustaba el frío.

— La gente está empezando a pensar que eres extraño.

— Déjalos que pienses lo que les guste. Le di mi palabra una vez de que le llevaría de vuelta a Barrayar para que le enterraran, si… si algo le pasaba aquí.

Ella se encogió de hombros, airada.

— Y ¿por qué molestarte manteniéndole tu palabra a un cadáver? Jamás sabrá la diferencia.

— Yo estoy vivo — respondió tranquilamente Miles —, y yo lo sabría.

Elena se paseó por la cabina, con los labios tensos. La cara tensa, todo el cuerpo tenso…

— Llevo diez días dando tus clases de combate sin armas, no has venido ni a una sola sesión.

Miles se preguntó si debía contarle lo de los vómitos de sangre. No, seguro que ella le arrastraría hasta la enfermería. No quería ver a la médica. Su edad, la secreta debilidad de sus huesos… demasiadas cosas se harían evidentes en un examen médico minucioso.

Elena prosiguió:

— Baz está haciendo dos turnos, reacondicionando equipos. Tung, Thorne y Auson andan de acá para allá organizando a los nuevos reclutas… pero todo está empezando a despedazarse. Todos pierde el tiempo discutiendo con los demás. Miles, si permaneces una semana más encerrado aquí, los Mercenarios Dendarii van a empezar a parecer lo mismo que esta cabina.

— Lo sé, estuve en las reuniones de la plana mayor. Sólo porque no haya dicho nada no significa que no esté escuchando.

— Entonces escúchales cuando dicen que necesitan tu liderazgo.

— Juro por Dios, Elena, que no sé para qué. — Se pasó la mano por el cabello y alzó la barbilla —. Baz arregla cosas, Arde las maneja, Tung, Thorne, Auson y su gente pelean, tú los mantienes a todos en buen estado físico… Yo soy la única persona que no hace nada fundamental en absoluto. — Hizo una pausa —. ¿Lo que ellos dicen?, y ¿qué es lo que dices tú?

— ¿Qué importa lo que yo diga?

— Has venido.

— Me pidieron que viniera. No has dejado entrar a nadie más, ¿recuerdas? Me han estado molestando durante días. Actúan como un puñado de cristianos pidiéndole a la Virgen María que intercerda ante Dios.

— No, sólo ante Jesús; Dios está Barrayar. — Una sombra de su vieja sonrisa le atravesó el rostro.

Elena se reprimió, pero luego ocultó la cara entre las manos.

— ¡Maldito seas por hacerme reír! — dijo, tratando de controlarse.

Miles se levantó, le asió las manos y la hizo sentar a su lado.

— ¿Por qué no deberías reír? Te mereces la risa, y todas las cosas buenas.

Ella no respondió, sino que miró hacia la caja rectangular plateada que estaba en el rincón de la cabina.

— Tú nunca dudaste de las acusaciones de esa mujer — dijo al fin —, ni siquiera en el primer instante.

— He visto mucho más de él de lo que tú nunca has visto. Prácticamente vivió en mi bolsillo trasero durante diecisiete años.

— Sí… — Bajó la vista a sus manos, que ahora retorcía en su regazo —. Supongo que nunca vi más que visñumbres fugaces. Venía a la villa en Vorkosigan Surleau y le daba a la señora Hysop el dinero una vez al mes… difícilmente se quedaba más de una hora. Parecía de tres metros de alto, con esa librea marrón y plateada vuestra. Solía estar muy excitada, no podía dormir durante una o dos noches antes de que viniera. Los veranos eran el paraíso, porque cuando tu madre me invitaba al lago para ir a jugar contigo, le veía todo el día. — Cerró con fuerza los puños y la voz se le quebrantó —. Y todo eran mentiras. Gloria falsa, mientras que todo el tiempo lo que estaba debajo era ese… pozo ciego.

Miles moduló su voz de un modo más delicado del que nunca se hubiera imaginado.

— No creo que él estuviera mintiendo, Elena. Creo que estaba tratando de forjar una nueva verdad.

Eñana tenía los dentes apretados y una expresión de fiereza.

— La verdad es: soy una bastarda engendrada por la violación de un loco y mi madre es una asesina que odia la sola figura de mi sombra… No puedo creer que no haya heredado de ellos sólo mi nariz y mis ojos…

Ahí estaba, el oscuro temor, el más secreto. Miles reaccionó al reconocerlo y se lanzó tras él como un caballero en persecución de un dragón bajo tierra.

— ¡No! ¡Tú no eres ellos! Eres tú mismo… totalmente distinta… inocente.

— Viniendo de ti, creo que es la cosa más hipócrita que jamás he escuchado.

— ¿Eh?

— ¿Qué eres tú sino la culminación de tus generaciones? La flor de los Vor…

— ¿Yo? — La miró, perplejo —. La culminación de la degenación, tal vez. Maleza mal desarrollada… — Hizo una pausa; el rostro de ella parecía un espejo de su propia perplejidad —. Ellos tienen sentido, es cierto. Mi abuelo llevaba nueve generaciones sobre sus espaldas. Mi padre llevó diez. Yo llevo once… y juro que la última me pasa más que todas las otras juntas. Es un milagro que no esté aplastado hasta ser más bajo aún. En este momento me siento como si midiera más o menos medio metro. Pronto desapareceré del todo.

Estaba locuaz, sabía que estaba locuaz. Algún dique se había roto en él. Se arrojó a la corriente y se dejó escurrir por la compuerta.

— Elena, te quiero, siempre te he querido… — Ella brincó como un ciervo asustado, él jadeó y la rodeó con sus brazos —. ¡No, escucha! Te quiero, no sé qué era el sargento pero también a él le quería y, a lo que sea que haya en ti de él, lo honro con todo mi corazón; no sé qué es verdad y me importa un bledo de todas maneras, haremos lo que nos parezca como él hizo, y creo que hizo un maldito buen trabajo. ¡No puedo vivir sin mi Bothari, cásate conmigo!

— ¡No puedo casarme contigo! Los riesgos genéticos…

— ¡Yo no soy un mutante! Mira, no tengo branquias… — Metió los dedos en la comisura de los labios y se abrió la boca exageradamente —. No tengo cuernos… — Y le enseñó ambos lados de la cabeza.

— Yo no estaba pensando en tus riesgos genéticos, sino en los míos. Los suyos. Tu padre debe saber lo que él era; jamás aceptará…

— Mira, cualquiera que pueda exhibir un vínculo de sangre con el emperador Yuri el Loco, por dos líneas de descendencia, no tiene derecho a criticar los genes de ninguna otra persona.

— Tu padre es leal a su clase, Miles, como tu abuelo, como lady Vorpatril… Jamás podrían aceptarme como lady Vorkosigan.

— Entonces los enfrentaré ante una alternativa; les diré que me voy a casar con Bel Thorne. Asentirán tan rápdido que se tropezarán entre ellos.

Elena volvió a sentarse, impotente, y ocultó su rostro en la almohada, sacudiendo los hombros. Miles tuvo un momento de terror, pensando que la había abatido hasta hacerla llorar. Abatirla, no; animarla, animarla, animarla… Pero ella repitió:

— ¡Maldito seas por hacerme reír! ¡Maldito seas…!

Miles arremetió, animado.

— Y yo no estaría tan seguro sobre las lealtades de clase de mi padre. Desposó a una plebeya extranjera, después de todo. — Se puso más serio —. Y tú no puedes dudar de mi madre. Ella siempre anheló tener una hija secretamente; jamás lo hizo notorio para no heriri al viejo, por supuesto… Permítele ser tu madre de verdad.

— Oh — dijo Elena, como si él la hubiera herido con un puñal —. Oh…

— Verás cuando volvamos a Barrayar…

— Ruego a Dios — le interrumpió Elena con voz intensa — que jamás vuelva a poner un pie en Barrayar.

— Oh — dijo él a su vez. Tras una larga pausa agregó —: Podríamos vivir en algún otro sitio. Colonia Beta. Tendría que ser de un modo bastante moderado, una vez que el índice de cambio acabe con mis rentas… Podría conseguir un trabajo de… de… algo.

— Y el día que el emperador te llame a tomar tu lugar en el Consejo de Condes, para hablar por tu distrito y todos los pobres terruños que hay en él, ¿dónde irás entonces?

Tragó saliva, silencioso.

— Ivan Vorpatril es mi heredero — dijo al fin —. Deja que se quede con el Condado.

Elena se levantó.

— ¿Vienes a la reunión de la plana mayor?

— ¿Para qué molestarse? No hay esperanza.

Ella le miró fijamente, con los labios apretados, y desvió un instante los ojos al féretro en el rincón de la cabina.

— ¿No es hora de que aprendas a caminar solo… tullido?

Se escapó por la puerta justo a tiempo para esquivar la almohada que él le arrojó, curvando apenas los labios ante esta espasmódica eshibición de energía.

— Me conoces sumamante bien — susurró Miles —, debería conservarte sólo por razones de seguridad. — Se tamboleó sobre sus pies y fue a afeitarse.


Acudió a la reunión con desgana y se apoltronó en su asiento habitual, a la cabecera de la mesa. Era una reunión completa, por lo que se llevaba a cabo en la espaciosa sala de reuniones de la refinería. El general Halify y un asistente se sentaron. Tung, Thorne, Auson, Arde, Baz y los cinco hombres y mujeres escogidos para mandar a los nuevos reclutas ocuparon sus sitios. El capitán cetagandano se sentó opuesto al teniente kshatryano; su mutua animosidad amenazaba equiparar la triple rivalidad que había entre Tung, Auson y Thorne. Los dos sólo se unían lo suficiente para desdeñar a los felicianos, al asesino profesional de Jackson´s Whole, o al mayor de comandos retirado tau cetano, quien a su vez atacaba solapadamente a los ex oseranos, cerrando el círculo.

La agenda alegada para este circo era la preparación del plan final de batalla contra el bloqueo oserano, de ahí el profundo interés del general Halify. Esa profundidad se había visto bastante mellada por un creciente desaliento durante la última semana. La duda en los ojos de Halify era un aguijón en el espíritu de Miles; trataba de evitar cruzar su mirada. Precio de ganga, general, pensó malhumorado Miles, tiene lo que ha pagado.

La primera media hora consistió en desmoronar, nuevamente, tres planes favoritos inoperables que ya habían sido propuestos por sus dueños en reuniones anteriores. Rarezas, inconveniencias, requerimientos de equipo y personal más allá de los recursos que existían, e imposibilidades de oportunidad fueron señaladas con fruición por una mitad del grupo a la otra, lo que rápidamente degeneró en un clásico enfrentamiento de vulgarismos. Tung, quien normalmente reprimía esto, era uno de los principales esta vez, así que la cosa amenazaba con escalar indefinidamente.

— Mire, maldita sea — gritó el teniente kshatryano, golpeando con énfasis su puño contra la mesa —, no podemos asaltar el agujero directamente y todos sabemos eso. Concentrémonos en algo que podamos hacer. Naves mercantiles… Podríamos atacar eso, un contrabloqueo…

— ¿Atacar naves galácticas neutrales? — gritó Auson —. ¿Quiere que nos colguen a todos?

— Cuelguen — corrigió Thorne, ganándose una mirada desagradecida.

— No, vean — continuó Auson —, los pelianos tienen pequeñas bases en este sistema, a las que podríamos ir. Como guerra de guerrillas, atacar y esfumarse en la arena…

— ¿Qué arena? — estalló Tung —. No hay ningún lugar donde esconder el culo ahí fuera… Los pelianos tienen nuestra dirección apuntada en su agenda. Es un milagro que no hayn abandonado toda esperanza de capturar esta refinería y no nos hayan arrojado una lluvia de meteoritos todavía. Cualquier plan que no funcione rápido no funciona en absoluto…

— ¿Qué tal un ataque relámpago a la capital peliana? — sugirió el capitán cetagandano —. Un escuadrón suicida que suelte ahí una nuclear…

— ¿Se ofrece de voluntario? — se mofó con desdén el kshatryano —. Eso casi podría valer la pena.

— Los pelianos tienen una estación de transbordo en órbita alrededor del sexto planeta — dijo el tau cetano —. Un ataque a la misma podría…

— … llevar el confusor orbital de electrones y…

— … usted es un idiota…

— … emboscar naves desviadas…

Los intestinos de Miles se retorcían como serpientes copulando. Se pasó, cansado, las manos por el rostro y habló por primera vez; lo inesperado de ello atrapó de inmediato la atención de todos.

— He conocido gente que juega así al ajedrez. No pueden pensar el camino al jaque mate y entonces se pasan el tiempo tratando de limpiar el tablero de piezas pequeñas. Esto, finalmente, reduce el juegoa una simplicidad que pueden comprrender, y están felices. La guerra perfecta es un mate ilusorio.

Se calló; con los codos apoyados en la mesa, la cara entre sus manos. Tras un breve silencio, la expectativa derivó en decepción, el kshatryano renovó su ataque al cetagandano, y ahí estaban todos, otra vez. Sus voces empañaron a Miles. El general Halify empezó a retirarse de la mesa, desalentado.

Nadia había notado la mandíbula abierta de Miles, detrás de sus manos, ni sus ojos muy abiertos primero y entrecerrados luego.

— Hijo de puta — susurró — No es irremediable.

Se incorporó.

— ¿No se le ha ocurrido a nadie que estamos atacando el problema desde el ángulo equivocado?

Sus palabras se perdieron en la penumbra. Únicamente Elena, sentada en un rincón de la sala, advirtió su rostro. Su propia cara se volvió hacia la de él como un girasol, sus labios se movieron en silencio: ¿Miles?

No una vergonzosa huida en la oscuridad, sino un monumento; eso es lo que iba a hacer de esta guerra. Sí…

Sacó de la vaina la daga de su abuelo y la arrojó al aire. Cayó y se clavó de punta en el centro de la mesa, con una sonora vibración. Trepó a la mesa y fue a recuperarla.

El silencio fue súbito y total, salvo por el refunfuño de Auson, frente a quien había caído la daga.

— No pensé que ese plástico pudiera cortar…

Miles retiró el arma de un tirón, la envainó y caminó a trancas de un lado a otro por la mesa. El refuezo de su pierna había adquirido un molesto golpeteo últimamente, que se había propuesto que arreglse Baz; ahora sonaba fuerte en medio del silencio. Acaparar la atención, como un susurro. Bien. Un golpeteo, un garrotazo en a cabeza, cualquier cosa que funcionara estaba bien para él. Era hora de acaparar la atención.

— Parece habérseles escapado, señores, señoras y demás, que la mision asignada a los Dendarii no es destruir físicamente a los oseranos, sino simplemente eliminarlos como fuerza beligerante en el espacio local. No necesitamos entorpecernos nosotros mismos atacando sus fuerzas.

Las caras alzadas le seguían como filamentos de hierro atraídos por un imán. El general Halify se hundió nuevamente en su asiento. El rostro de Baz y el de Arde estaban jubilosos de esperanza.

— Dirijo vuestra atención al débil eslabón de la cadena que nos enlaza: la conexión entre los oseranos y quienes lo contratan, los pelianos. Ahí es donde debemos aplicar nuestra palanca. Hijos míos — se detuvo mirando más allá de la refinería, hacia las profundidades del espacio, como un profeta enfrentado a una visión —, vamos a golpearles en la nómina de pagos.


La ropa interior venía primero, suave, cómoda, absorbente. Luego las conexiones de las sondas. Luego las botas, las plantillas piezoeléctricas cuidadosamente diseñadas con puntos de máximo impacto en los dedos, en los talones y en el metatarso. Baz había hecho un hermoso trabajo con el ajuste y adaptación de la armadura espacial. Las canilleras calzaban como piel en las desiguales piernas de Miles. Mejor que la piel; un esqueleto externo, los huesos quebradizos tecnológicamente igualados al fin con los de cualquiera.

Miles deseó que Baz estuviera con él en ese momento, para ufanarse de su obra; si bien Arde estaba haciendo lo mejor que podía para ayudar a Miles a entrar en el aparato. Más apasionadamente, incluso, deseó estar en el lugar de Baz.

La inteligencia feliciana informó calma absoluta en el frente del suelo patrio peliano. Baz y su partida seleccionada de técnicos, en la que destacaba Elena Visconti, debía de haber traspasado con éxito la frontera lateral del planeta y estaría moviéndose hacia el lugar del golpe. El golpe mortal de la estrategia de Miles. La clave de sus nuevas ambiciones. Casi se le había roto el corazón, al enviarlos solos, pero se impuso la razón. Un ataque comando, si así podía llamarse, delicado, técnico, invisible, no se beneficiaría con una carga tan conspicua y técnicamente innecesaria como era él. Estaba mejor empleado aquí, con los demás.

Observó la dimensión de la armería de su nave capitana. La atmósfera parecía una combinación de vestuario, embarcadero y quirófano… Trató de no pensar en qurófanos. Su estómago le produjo una punzada de dolor. Ahora no, le dijo. Más tarde. Sé bueno y te prometo que te llevaré a la técnica médica luego.

El resto de su grupo de ataque estaba, como él, poniéndose las armas y armaduras. Los técnicos comprobaban los sistemas en una silenciosa revisión de luces coloreadas y pequeñas señales de audio, mientras probaban aquí y allá; la serena corriente de voces era seria, atenta, concentrada, casi meditativa, como una antigua iglesia antes de que comenzara el oficio. Estaba bien. Captó la mirada de Elena, dos filas de soldads detrás de la suya, y le sonrió tranquilizadoramente, como si él y no ella fuera el veterano. Elena no devolvió sonrisa alguna.

Comprobó su estrategia igual que los técnicos comprobaban sus sistemas. La nómina de pagos oserana estaba dividida en dos partes. La primera era una transferencia electrónica de fondos pelianos a una cuenta oserana en la capital peliana, con la cual la flota oserana compraba suministros y provisiones locales. El plan especial de Miles era para eso. La segunda parte era en otras monedas galácticas, fundamentalmente dólares betanos. Esto era ganancia en efectivo, para ser dividida entre los capitanes-propetarios de Oser, quienes la llevarían a sus diferentes destinos, fuera del espacio local de Tau Verde, cuando expiraran finalmente sus contratos. Se entregaba mensualmente a la nave capitana de Oser, en su base del bloqueo. Miles corrigió su recomposición con una pequeña sonrisa: se habían entregado mensualmente.

Se habían apropiado de la primera nómina en efectivo, en medio del espacio, con devastadora facilidad. La mitad de las tropas de Miles eran oseranos, después de todo; muchos incluso habían realizado antes esa tarea. Presentarse al correo peliano como los cobradores oseranos sólo había requerido ajustes mínimos en códigos y procedimientos. Habían terminado y estaban ya lejos de alcance para cuando los verdaderos oseranos llegaron. La transcripción de los despachos subsiguientes entre el correo peliano y la nave recaudadora oserana era un tesoro para Miles. Lo tenía guardado en su cabina, sobre el féretro de Bothari, junto a la daga de su abuelo. Hay más aún, sargento, pensó. Lo juro.

La segunda operación, dos semanas más tarde, había sido burda en comparación: una pesada contienda entre el nuevo y mejor armado correo peliano y las tres naves de guerra de Miles. Miles se había hecho a un lado prudentemente, permitiendo que Tung dirigiera la maniobra y limitando sus comentarios a algún ocasional «ah» de aprobación. Desistieron del abordaje al ver aparecer cuatro naves oseranas. Los oseranos no querían correr riesgos con esa entrega.

Los Dendarii hicieron volar a los pelianos y su precioso cargamento en componentes atómicos, y escaparon. Los pelianos habían peleado bravamente. Miles les había dedicado esa noche una ofrenda mortuoria en su cabina, muy privadamente.

Arde conectó la junta del hombro izquierdo de Miles y comenzó a comprobar todos los movimientos de rotación, del hombro a los dedos, según la lista de control. El dedo anular funcionaba un veinte por ciento por debajo de su capacidad. Arde abrió la plaqueta a presión del antebrazo correspondiente y reajustó el diminuto potenciómetro.

Su estrategia… Para el tercer intento de saqueo, se hizo evidente que el enemigo había aprendido de la experiencia. Oser envió prácticamente un convoy para efectuar la recaudación. Las naves de Miles, a resguardo fuera de alcance, no pudieron siquiera acercarse. Miles se vio forzado a usar el as que guardaba en la manga.

Tung había alzado las cejas cuando Miles le pidió que enviara un sencillo mensaje escrito a su antiguo oficial de comunicaciones. «Por favor, cooperad con cualquier requerimiento Dendarii», rezaba la nota, firmada — incomprensiblemente para el euroasiático — con el sello Vorkosigan disimulado en la empuñadura de la daga. El oficial de comunicaciones era desde siempre una de las fuentes de Inteligencia. Era malo comprometer así a uno de los hombres del capitán Illyan, y peor aún hacer peligrar la excelente reputación de que gozaba entre la flota oserana. Si los oseranos alguna vez imaginaran quién les había cocinado el dinero, la vida del tipo estaría seguramente perdida. Hasta el momento, no obstante, los oseranos sólo tenían cuatro paquetes de cenizas y un misterio.

Miles sintió un ligero cambio en la gravedad y en la vibración; debían de estar moviéndose para una formación de ataque. Era hora de ponerse el casco y entrar en contacto con Tung y Auson en la sala de tácticas. El técnico que asistía a Elena le puso el casco a la joven. Ella abrió la placa facial para hablar con el perito; colaboraban en algunos ajustes menores.

Si Baz se atenía a su programa, ésta era seguramente la última oportunidad que Miles tenía con Elena. Con el maquinista lejos, nadie le usurparía su papel de héroe. El siguiente rescate lo haría él. Se imaginó a sí mismo acabando con amenazadores pelianos a diestra y siniestra y salvándola de algún pozo táctico… los detalles eran vagos. Ella tendría que creer que él la amaba, acto seguido. La lengua de Miles se destrabaría mágicamente y encontraría al fin las palabras adecuadas, después de tantas otras desacertadas; la nívea piel de ella se entibiaría al calor de su ardor y volvería a florecer…

La cara de Elena, enmarcada por el yelmo, era fría y austera, el mismo paisaje invernal y descolorido que habia mostrado al mundo desde la muerte del sargento. Su falta de reacción preocupaba a Miles. Aunque en verdad, ella tenía sus obligaciones Dendarii para distraerse, mantenerse ocupada… no como el lujo autoindulgente de su propio retiro. Al menos, con Elena Visconti lejos, se había ahorrado aquellos incómodos encuentros por los pasillos y salas de reuniones, donde ambas mujere simulaban un feroz y frío profesionalismo.

Elena se acomodó en su armadura y miró pensativa el negro agujero de la boca del arco de plasma incorporado al brazo derecho de su traje. Se calzó el guante, cubriendo las venas azules de su muñeca, como pálidos ríos de hielo. Sus ojos le hicieron pensar a Miles en navajas. Caminó hasta su lado y apartó al técnico con un ademán. Las palabras que fijo no fueron ninguna de las tantas que había ensayado para la ocasión. Bajó la voz para susurrar:

— Lo sé todo sobre el suicidio. No creas que puedes sorprenderme.

Elena se sobresaltó y se puso roja. Le miró con fiero desdén. Cerró la placa facial de su casco.

Perdona, dijo él en su angustiado pensamiento. Es necesario.

Arde le colocó el casco a Miles, conectó los mandos y comprobó las conexiones. Un encaje de fuego se anudó y se enmarañó en las entrañas de Miles. ¡Maldición!, pero iba a ser difícil ignorarlo.

Comprobó su comunicación con la sala de tácticas.

— ¿Comodoro Tung? Aquí Naismith. Los vídeos, por favor.

El interior de su placa facial se inundó de color y de lecturas duplicadas de la telemetría de la sala de tácticas para el combate de campo. Únicamente comunicaciones, ningún enlace de servo esta vez. La armadura peliana no tenía ninguno.

— Última oportunidad para cambiar de parecer — dijo Tung por el comunicador, continuando la vieja argumentación —. ¿Seguro que no prefiere atacar a los oseranos después de la transferencia, más lejos de las bases pelianas? Nuestra información respecto de ellos es mucho más detallada…

— ¡No! Tenemos que destruir o capturar la nómina antes de la entrega; hacerlo después es estratégicamente inútil.

— No del todo, seguramente podríamos usar el dinero.

Y cómo, pensó hoscamente Miles. Pronto requeriría numeración científica registrar su deuda con los Dendarii. Difícilmente una flota mercenaria podría quemar más rápido el dinero aunque sus naves corrieran a todo vapor y los fondos fueran arrojados directamente a los hornos. Nunca antes alguien tan pequeño había debido tanto a tantos, y aquello empeoraba a cada hora. Su estómago se le escurría por la cavidad abdominal como una ameba torturada, arrojando seudópodos de dolor y la vacuola de un eructo ácido. Eres una ilusión psicosomática, le aseguró Miles.

El grupo de asalto formó y se encaminó a las lanzaderas que aguardaban. Miles caminó entre ellos, tratando de tocas a cada persona , llamarla por su nombre, darle algún consejo individual; eso parecía gustarle. Ordenó sus rangos en su mente, y se preguntó cuántas bajas habría cuando hubiera terminado el trabajo del día. Perdón… Estaba agotado de soluciones astutas. Esto debía hacerse a la vieja usanza, de frente, duramente.

Marcharon por los corredores hasta entrar en las lanzaderas. Seguramente, ésta era la peor parte: esperar impotentemente hasta que Tung los entregara como cajas de huevos, tan frágiles, tan revueltos cuando se rompen. Tomó aliento profusamente y se preparó para afrontar los efectos habituales de la gravedad cero. No estaba en absoluto preparado para el calambre que le dobló, le arrebató el aliento y le drenó la cara hasta dejársela blanca como un papel. Nunca había tenido antes uno así, no como ese… Se dobló sobre sí mismo jadeando, perdió el apoyo de la banda de sujeción y flotó con la ingravidez. Dios, finalmente ocurría… la última humillación: iba a vomita en una armadura espacial. En unos instantes, todo el mundo se enteraría de su cómica debilidad. Absurdo, un pretendiente a oficial del Imperio con mareos por el vacío. Absurdo, absurdo, él siempre había sido absurdo. La presencia de ánimo le alcanzó apenas para poner a toda potencia el sistema de ventilación de su traje, con una sacudida del mentón, y para acallar la emisión de su intercomunicador. No había ninguna necesidad de convidar a los mercenarios con el sonido poco edificante de las arcadas de su comandante.

— Almirante Naismith — requirieron de la sala de tácticas —. Su lecturas médicas parecen extrañas. Se solicita chequeo telemétrico.

El universo pareció reducirse a su vientre. Un torrente repentino, arcadas, tos, y otro, y otro. El ventilador no podía seguir el ritmo. No había comido nada aquel día, ¿De dónde salía todo eso?

Un mercenario tiró de él en el aire y trató de ayudarle, estirándole las piernas agarrotadas.

— Almirante Naismith, ¿está usted bien?

Le abrió la placa facial; ante el «¡No! ¡No aquí…! ¡Hijo de puta!» que jadeó Miles, el hombre saltó hacia atrás y alzó la voz en un grito penetrante:

— ¡Médica!

Está exagerando la reacción, trató de decir Miles; lo limpiaré yo mismo… Coágulos oscuros, gotas escarlata, glóbulos de resplandor carmesí flotaron delante de su aturdida mirada, divulgando su secreto. Parecía ser sangre pura. «No», se quejó, o trató de hacerlo, «no ahora…».

le aferraron unas manos, que le devolvieron por el corredor por el que momentos antes había entrado. La gravedad le comprimía contra la cubierta del pasillo; ¿quién diablos había aumentado la gravedad? Otras manos le quitaron el casco. Se sentía como una langosta para la cena. El estómago volvió a esprimírsele.

La cara de Elena, casi tan blanca como la suya, se le acercó. La joven se arrodilló, se quitó el guante de servo y le asió la mano, carne a carne al fin.

— ¡Miles!

La verdad es lo que uno se cree…

— ¡Comandante Bothari! — graznó Miles, tan alto como podía. Un anillo de rostros atemorizados se amontonó a su alrededor. Sus dendarii. Su gente. Por ellos, entonces. Todo por ellos —. Hágase cargo.

— ¡No puedo!

Su cara estaba pálida y aterrada por la conmoción. Dios, pensó Miles, debo parecerme a Bothari vertiendo sus tripas. No es tan grave, trató de decirle a Elena. Espirales negras y plateadas destellearon en su vista, enturbiándole el rostro de la joven. ¡No! ¡Todavía no…!

— Mi súbdita. Tú puedes. Tú debes. Estaré contigo. — Se retordió, aferrado por algún gigante sádico —. Tú eres un verdadero Vor, no yo… Debió de haber algún cambio en aquellos reproductores. — Le dispensó una tétrica sonrisa — Impuslo, adelante…

Elena se levantó entonces; la determinación desalojó el terror de su cara, el hielo que había corrido como agua se trasmutó en mármol.

— Bien, mi señor — susurró. Y en voz más alta —: ¡Bien! Hagan sitio aquí, dejen hacer su trabajo a los médicos… — Y despejó a los admiradores.

Miles fue puesto en una camilla flotante. Miro sus pies en las botas, distantes y oscuras lomas, balanceándose delante de él como si le llevaran volando. Primero, los pies; tenían que ser primero los pies. Apenas sintió el pinchazo de la primera endovenosa en el brazo. Escuchó tras él la voz de Elena, alzándose tronante.

— ¡Está bien, payasos! No más juegos. ¡Vamos a ganar este asalto para el almirante Naismith!

Héroes. Brotaban alrededor suyo como semillas. Un portador; aparentemente él er incapaz de contraer la enfermedad que él mismo diseminaba.

— Maldita sea — se lamentó —. Maldita sea, maldita sea, maldita sea…

Repitió esta letanía como una mantra, hasta que la segunda inyección sedante le separó del dolor, de la frustración y de la conciencia.

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