10

Con el inhibidor nervioso, Miles le hizo un gesto al capitán mercenario para que entrase delante de él a la enfermería. En su mano, el arma letal le parecía desproporcionadamente cómoda y liviana. Algo tan devastador debería pesar más, como una espada. Falso, pues, potencialmente, se podía matar sin esfuerzo.

Se hubiera sentido más contento con un inmovilizador, pero Bothari insistió en que Miles presentara un frente de máxima autoridad cuando debiera trasladar prisioneros. «Ahorra altercados», había dicho.

El desdichado capitán Auson, con dos brazos rotos y la nariz hinchada, no parecía muy propenso a discutir; pero la tensión felina, la mirada calculadora y los pestañeos del primer oficial de Auson, el hermafrodita betano, teniente Thorne, reconciliaron a Miles con el razonamiento de Bothari.

Encontró al sargento apoyado con engañosa naturalidad contra una pared y a la agotada asistente médica mercenaria esperando a los siguientes pacientes. Miles había dejado deliberadamente a Auson para el final y jugueteaba, con fantasía gozosamente hostil, con la posibilidad de ordenar que los brazos del capitán fueran inmovilizados en alguna posición anatómicamente inverosímil.

Hicieron sentar a Thorne para que le fuera cerrado un corte que tenia sobre un ojo y le pusieran una inyección contra la jaqueca provocada por el inmovilizador. El teniente suspiró cuando el medicamento hizo su efecto y miró a Miles con curiosidad menos disimulada.

— ¿Quién diablos sois vosotros?

Miles dispuso su boca en lo que esperaba fuese tomado como una sonrisa de elegante misterio, y no dijo nada.

— ¿Qué vais a hacer con nosotros? — insistió Thorne.

Buena pregunta, pensó Miles. Había vuelto a la bodega 4 de la RG 132 para descubrir que el primer grupo de prisioneros estaba lo suficientemente bien como para casi haber logrado escapar, desmontando uno de los tabiques. Miles no opuso objeción alguna cuando Bothari, prudentemente, los volvió a inmovilizar para transportarlos a los calabozos de la Ariel. Allí Miles comprobó que el jefe de máquinas u su asistente por poco se las arreglan para sabotear la cerradura magnética de la celda. Más bien desesperado, Miles los inmovilizó otra vez.

Bothari tenia razón; era una situación intrínsecamente inestable. Difícilmente podría tener a todos los tripulantes inmovilizados durante una semana o más, amontonados en las celdas, sin causarles un serio daño fisiológico. La gente de Miles, además, perdía poder al estar diseminada manejando ambas naves y manteniendo a la vez el control sobre los prisioneros… y la fatiga multiplicaría pronto los errores. La solución homicida y final del sargento tenia una cierra lógica, supuso Miles. Pero su mirada cayó sobre la figura del piloto, cubierta por una sábana en un rincón de la enfermería, y sintió un estremecimiento en su interior. No; otra vez, no. Reprimió el pánico nervioso que le provocaban los problemas repentinamente acrecentados. Debía ganar tiempo.

— Le haría un favor al almirante Oser si os pusiera fuera y os dejara volver a casa caminando — le respondió a Thorne—. ¿Son así todos los demás?

Thorne dijo fríamente:

— Los oseranos son una coalición libre de mercenarios. La mayoría de los capitanes son capitanes-propietarios.

Miles maldijo, sinceramente sorprendido.

— Eso no es una cadena de mandos, es una maldita comisión.

Miró a Auson con curiosidad. El analgésico había permitido por fin al hombre desviar la atención de su propio cuerpo, y devolvió la mirada.

— ¿Tu tripulación te prestó juramento a ti, entonces, o al almirante Oser? — le preguntó Miles.

— ¿Juramento? Tengo los contratos de todos en mi nave, si es a eso a lo que te refieres — gruñó Auson —. De todos. — Y miró con enfado a Thorne.

— Mi nave — le corrigió Miles.

La boca de Auson murmuró un apagado gruñido; fijó la vista en el inhibidor nervioso, pero, como había vaticinado Bothari, no discutió. La asistente médica colocó el brazo del capitán depuesto en un soporte y empezó a trabajar con un aparato quirúrgico manual. Auson palideció, y resistió impávido. Miles sintió una ligera punzada de empatía.

— Sin duda, contigo los soldados tienen la excusa más lamentable que he visto en mi vida — declamó Miles, a la caza de reacciones. Bothari frunció un costado de la boca, pero Miles ignoró precisamente ésa —. Es un milagro que estéis todavía vivos. Debes de elegir con mucho cuidado tus adversarios. — Se frotó el estómago, aún dolorido, y encogió los hombros —. Vaya, sé que lo haces.

Auson adquirió un rubor opaco y desvió la vista.

— Sólo tratábamos de suscitar un poco de acción; hemos estado de servicio en este maldito bloqueo todo un año.

— Suscitar acción — murmuró disgustado el teniente Thorne —, y lo hiciste.

Ya te tengo. La certidumbre reverberó como una campana en la mente de Miles. Sus vagos sueños de revancha al respecto del capitán mercenario se vaporizaron al calor de una nueva y más alentadora inspiración. Clavó la mirada en Auson y le espetó fríamente:

— ¿Cuándo tuvisteis la última inspección general de flotas?

Auson tenía el aspecto de que se le hubiera ocurrido tardíamente que debía limitar sus respuestas a nombre, rango y número de serie; pero Thorne contestó:

— Hace un año y medio.

Miles maldijo, con sentimiento, y levantó su mentón agresivamente.

— No creo poder soportar más esto. Tendréis una inspección ahora mismo.

Bothari mantenía una admirable calma, apoyado en la pared, pero Miles podía sentir su mirada taladrándole la espalda, con su aire de qué-demonios-estás-haciendo-ahora. Miles no quiso darse la vuelta.

— ¿Qué demonios — dijo Auson, haciéndose eco del silencio de Bothari — estás diciendo? ¿Quiénes sois vosotros2 Estaba seguro de que erais contrabandistas, cuando nos dejasteis que os extorsionáramos sin siquiera chistar, pero… Juraría que no nos equivocamos… — Se incorporó de golpe, provocando que el inhibidor de Bothari le apuntara inmediatamente. Su voz subió de tono con frustración —. ¡Eres un contrabandista, maldita sea! No puedo equivocarme tanto. ¿Era la nave en sí? ¿Quién la querría? ¿Qué diablos estáis pasando de contrabando? — gritó lastimeramente.

Miles sonrió con frialdad.

— Consejeros militares.

Fantaseó que veía el anzuelo de sus palabras arrojado entre el capitán mercenario y su teniente. Ahora, a seguir con el plan.

Miles comenzó la inspección, con cierto deleite, en la misma enfermería, ya que allí se sentía bastante conocedor del terreno. A punta de inhibidor, la asistente médica hizo su inventario oficial, abriendo primero las gavetas bajo la atenta mirada de Miles. Con seguro instinto, Miles reparó antes que nada en las drogas susceptibles de abuso e, inmediatamente, aparecieron algunas discrepancias delicadamente embarazosas.

Lo siguiente fue el equipo médico. Miles ansiaba llegar a la cámara criogénica pero su sentido del espectáculo le aconsejó dejar eso para el final. Había con holgura otras carencias. Algunos de los más ásperos cambios de expresión de su abuelo, convenientemente adaptados, habían vuelto la cara de la asistente del color de la tiza para cuando llegaron a la pièce de résistance.

— ¿Y cuánto hace exactamente que esta cámara está fuera de servicio, asistente?

— Seis meses — murmuró la mujer —. El técnico en reparaciones siempre decía que iba a arreglarla — agregó, defensiva ante el ceño fruncido y las cejas levantadas de Miles.

— ¿Y usted no pensó nunca en incitarle a que lo hiciera o, más propiamente, en pedirle a sus superiores que le instaran a repararla?

— Parecía que había tiempo de sobra. No la usamos…

— ¿Y en esos seis meses su capitán jamás llevó a cabo siquiera una inspección interna?

— No, señor.

Miles recorrió a Auson y a Thorne con una mirada igual a un baño de agua helada; luego demoró deliberadamente su vista en la figura cubierta del hombre fallecido.

— El tiempo se agotó para su oficial piloto.

— ¿Cómo murió? — preguntó Thorne, cortante como una estocada.

Miles le detuvo con una deliberada ambigüedad.

— Bravamente, como un soldado. — Horriblemente, como un animal sacrificado, le corrigió su propio pensamiento. Es indispensable que no lo descubran —. Lo lamento — agregó en un impulso —, merecía algo mejor.

La asistente médica miraba a Thorne, afligida. Thorne dijo con suavidad:

— Cela, la cámara de congelamiento no hubiera servido de mucho ante una carga de inhibidor en la cabeza, de todas maneras.

— Pero la próxima pérdida — intervino Miles — podría deberse a otra herida. — Excelente, el que aquel teniente sumamente observador hubiera desarrollado una teoría personal sobre la muerte del piloto sin haberle echado un vistazo. Miles se sentía enormemente aliviado, incluso por haberse librado de cargar deshonrosamente a la asistente con una culpa que no era precisamente de ella —. Le enviaré más tarde, hoy, al técnico en reparaciones — siguió diciendo Miles —; quiero que cada pieza del equipamiento esté funcionando adecuadamente mañana mismo. Mientras tanto, puede empezar por poner en orden este sitio, para que parezca más una enfermería militar y menos un armario de escobas, ¿entendido, asistente? — bajó la voz hasta casi un susurro, como el silbido de un látigo.

La asistente asintió irguiéndose firme.

— Sí, señor. — Auson estaba ruborizado; Thorne separó los labios en una expresión de admiración. La dejaron allí abriendo cajones con manos temblorosas.

Miles hizo que los dos mercenarios caminaran delante de él por el pasillo y se quedó detrás para tener una urgente consulta susurrada con Bothari:

— ¿Va a dejarla sin vigilancia? — murmuró el sargento con tono desaprobador —. Es una locura.

— Está demasiado ocupada para escapar. Con suerte, quizá pueda mantenerla demasiado ocupada incluso para que no le haga la autopsia al piloto. ¡Rápido, sargento!, si quiero fingir una inspección general, ¿cuál es el mejor lugar para desenterrar mugre?

— ¿En esta nave? En cualquier parte.

— ¡No, en serio! En la próxima parada tiene que estar todo muy mal. No puedo fingir la cuestión técnica, he de esperar hasta que Baz tenga un momento para hacer una pausa.

— En ese caso, pruebe con los cuartos de la tripulación — sugirió Bothari —. Pero ¿por qué?

— Quiero que esos dos se piensen que somos una especie de superequipo mercenario. Tengo una idea para evitar que se unan con el fin de recuperar su nave.

— Nunca se tragarán eso.

— Van a tragárselo, les encanta. Se lo comerán todo. ¿No lo ves?, les gana el orgullo. Los hemos derrotado… por ahora. ¿Qué crees que van a pensar ellos más bien, que somos grandiosos, o que son una panda de idiotas?

— ¿Así de simple?

— ¡Sólo mira! — Ensayó un silencioso paso de baile, puso cara de austeridad y caminó a zancadas detrás de sus prisioneros, haciendo sonar las botas como metal por el corredor.

Los cuartos de la tripulación eran, desde el punto de vista de Miles, una delicia. Bothari pasó revista. Su instinto para hacer aparecer la evidencia de hábitos desaseados y vicios ocultos era un misterio. Miles supuso que el sargento debería haberlo visto todo en su época. Cuando Bothari descubrió las esperadas botellas del adicto al etanol, Auson y Thorne se lo tomaron como una cuestión de rutina; evidentemente, el hombre era un conocido y tolerado marginal que cumplía las funciones que le asignaban. Las semillas de narcóticos, en cambio, parecieron sorprenderlos. Miles confiscó prontamente el lote. Dejó in situ la notable colección de adminículos sexuales de otro soldado, no obstante, preguntándole únicamente a Auson — y guiñándole un ojo — si lo que mandaba era un crucero o un yate de recreo. Auson suspiró, pero no dijo nada. Miles esperaba cordialmente que el capitán se pasara el resto del día imaginando severas réplicas, demasiado tardías.

Miles examinó a fondo las habitaciones de Auson y de Thorne, registrando indicios de la personalidad de ambos. La de Thorne, interesantemente, estaba muy cerca de pasar la inspección; Auson pareció prepararse para un alboroto cuando llegaron por fin a su cabina. Miles sonrió suavemente e hizo que Bothari reordenara las cosas mejor de como las habían encontrado, después de la inspección.

De la evidencia, o de la falta de ella, Auson emergió como alguien que no tenía vicios graves, más allá de una indolencia natural, exacerbada por el aburrimiento hasta la holgazanería.

La colección de exóticas armas personales recogida durante el recorrido conformaba una pila impresionante. Miles hizo que Bothari examinase y probara cada una de ellas. Realizó una elaborada muestra de observación de cada articulo y los contrastó con una lista de propietarios. Animado y entusiasmado, se puso asombrosamente sarcástico; los mercenarios se retorcían de angustia.

Inspeccionaron el arsenal. Miles tomó un arco de plasma de un polvoriento armero.

— ¿Se guardan las armas cargadas o descargadas?

— Descargadas — murmuró Auson, estirando ligeramente el cuello.

Miles alzó las cejas y levantó el arma, apuntando al capitán mercenario, y presionó el dedo contra el gatillo. Auson se puso blanco. En el último momento, Miles desvió apenas su muñeca hacia la izquierda y disparó un rayo de energía que pasó silbando junto a la oreja de Auson. El corpulento hombre retrocedió cuando una salpicadura de metal y plástico de la pared, fundidos, saltó detrás de él.

— ¿Descargadas? — canturreó Miles —. Ya veo. Una sabia política, estoy seguro.

Ambos oficiales se estremecieron. Cuando salían, Miles pudo oír a Thorne murmurar.

— Te lo dije.

Auson gruñó sin decir nada.

Miles llevó a Baz a un lado para hablarle en privado antes de empezar con la sala de máquinas.

— Ahora eres el comandante Bazil Jesek, de los Mercenarios Dendarii, jefe de máquinas. Eres áspero y rudo y te comes en el desayuno a los técnicos de máquinas descuidados; y estás horrorizado por lo que han hecho con esta hermosa nave.

— No está tan mal en realidad, hasta donde yo puedo ver — dijo Baz —; es más de lo que yo haría con estos sistemas avanzados. Pero ¿cómo voy a hacer una inspección cuando ellos saben más que yo? ¡Se darán cuenta al instante!

— No, no lo harán. Recuerda que tú estarás haciendo las preguntas y ellos, respondiéndolas. Di «hmm», y frunce con frecuencia el ceño. Mira… ¿nunca has tenido un comandante de máquinas que fuera un verdadero hijo de puta, al que todo el mundo odiaba…, pero que tenía siempre la razón?

Baz parecía confusamente reminiscente.

— Estaba el capitán de corbeta Tarski. Solíamos sentarnos a pensar maneras de envenenarle; la mayoría de ellas no eran muy prácticas.

— Está bien, imítale.

— Jamás me creerán. No puedo… Nunca fui… ¡Ni siquiera rengo un puro!

Miles pensó un segundo, salió volando y volvió corriendo, un momento después, con un paquete de cigarros que sacó de uno de los cuartos de los mercenarios.

— Pero yo no fumo — dijo Baz, preocupado.

— Mastícalo, entonces. Probablemente es mejor que no lo enciendas; sólo Dios sabe qué tiene eso dentro…

— Ahora se me ocurre una idea para envenenar al viejo Tarski que podría haber funcionado…

Miles se lo llevó a empujones.

— Bien, eres un hijo de puta contaminador de aire y no aceptas un «no sé» como respuesta. Si yo puedo hacerlo — destapó nuevamente su argumento desesperado —, tú puedes hacerlo.

Baz se detuvo; se irguió, mordió una punta del cigarro y la escupió osadamente en la cubierta. La miró un momento.

— Una vez me resbalé con una de esas desagradables colillas y casi me rompo el cuello. Tarski. Está bien.

Apretó el cigarro entre los dientes, en plan agresivo, y entró en la sala principal de máquinas.


Miles reunió a toda la tripulación de la nave en la sala de reuniones y ocupó el centro de la escena. Bothari, Elena, Jesek y Daum se colocaron por parejas en cada salida, fuertemente armados.

— Mi nombre es Miles Naismith. Represento a la Flota Mercenaria Dendarii.

— Nunca la he oído — respondió algún osado de entre la nube de rostros que rodeaba a Miles.

Miles sonrió cáusticamente.

— Si la hubieras oído, habrían rodado cabezas en mi departamento de seguridad. No hacemos publicidad. El reclutamiento se efectúa únicamente por invitación. Francamente — miró entonces uno por uno los rostros, relacionando las caras con sus nombres y pertenencias personales —, si lo que he visto hasta ahora representa el nivel general, ninguno de vosotros hubiera oído nunca nada de nosotros, a no ser por nuestra tarea aquí.

Auson, Thorne y el jefe de máquinas, sumisos y agotados tras catorce horas de haber sido arrastrados y rastreados acerca de cada herramienta, arma, soldadura, banco de datos y cuarto de suministros, de una punta a otra de la nave, apenas podían reaccionar. Pero Auson parecía nostálgico ante la idea.

Miles se paseó delante de su audiencia, irradiando energía como una comadreja enjaulada.

— Normalmente, no hacemos conscripción de reclutas, y menos de entre materia prima tan tétrica como ésta. Después del rendimiento que mostrasteis ayer, personalmente yo no tendría ningún remordimiento en disponer de todos vosotros de la manera más rápida, tan sólo para mejorar el tono militar de esta nave. — Miró a todos con fiereza. Parecían nerviosos, inseguros; ¿acaso había por allí el más leve rumor? Adelante —. Pero un soldado, mucho mejor de lo que la mayoría de vosotros podéis aspirar a ser, ha suplicado por vuestras vidas, en un gesto que la honra… — Señaló entonces con la mirada a Elena quien, ya sobre aviso, alzó el mentón y adoptó una especie de pose militar, y les presentó a todos la fuente de esa inusual misericordia.

En realidad, Miles se preguntaba si ella no hubiera preferido empujar personalmente a Auson por la esclusa de aire más cercana. Pero al asignarle el rol de «Comandante Elena Bothari, mi oficial ejecutiva e instructora de combate sin armas», se le ocurrió que tenía el montaje perfecto para un rápido asalto de buen tipo-mal tipo.

— Por eso es por lo que acepto el experimento. Para ponerlo en términos que os sean más familiares, el ex capitán Auson me ha cedido a mí sus contratos.

Esto suscitó un murmullo de indignación. Un par de hombres se levantaron de sus asientos; un precedente peligroso. Afortunadamente, vacilaron, como si no supiesen si acogotar primero a Miles o a Auson. Antes de que la agitación pudiera convertirse en una marea irrefrenable, Bothari alzó apuntando su inhibidor con un sonoro movimiento. Tenia los labios retraídos en un gesto canino y sus ojos descoloridos resplandecían.

Los mercenarios perdieron su momento. La agitación cesó. Los que se habían levantado volvieron a sentarse cuidadosamente, con las manos apoyadas discreta y torpemente en las rodillas.

Maldito, pensaba Miles, desearía provocar yo también ese temor… El truco de eso era, ay, que no había ningún truco en absoluto: la ferocidad de Bothari era palpablemente sincera.

Elena apuntó su inhibidor aferrándolo nerviosamente, los ojos engrandecidos; pero una persona obviamente nerviosa con un arma letal también tiene su sello de amenaza, y más de un mercenario desvió la mirada hacia la otra posible fuente de fuego cruzado. Uno de ellos ensayó una prudente sonrisa de apaciguamiento, mostrando las palmas de las manos. Elena gruñó en voz baja, y la sonrisa del hombre se evaporó rápidamente. Miles alzó la voz tapando los persistentes murmullos de confusión.

— De acuerdo con el reglamento Dendarii, empezaréis todos con el mismo rango: el más bajo, el de recluta en adiestramiento. Esto no es un insulto; todo Dendarii, y me incluyo, ha empezado así. Los ascensos y promociones serán por capacidad demostrada… demostrada ante mí. Por la experiencia previa que tenéis y por las necesidades del momento, las promociones serán probablemente mucho más rápidas que lo usual. Esto quiere decir, de hecho, que cualquiera de vosotros podría acceder en semanas al cargo de capitán de esta nave.

De repente, el murmullo se trocó en atención. Esto quería decir, de hecho, pensó Miles, que acababa de tener éxito al separar a los mercenarios de bajo rango de sus antiguos superiores. Casi sonrió al ver la ambición que iluminaba visiblemente los rostros diseminados. E incluso había encendido una pequeña mecha entre los superiores; Auson y Thorne se miraban el uno al otro con nerviosa especulación.

— El nuevo adiestramiento comenzará de inmediato. Aquellos que no sean asignados a los grupos de entrenamiento en esta tanda, retomarán provisionalmente sus anteriores funciones. ¿Alguna pregunta? — Contuvo el aliento; su plan se balanceaba en la punta de un alfiler. En un minuto más, sabría…

— ¿Cuál es su rango? — preguntó un mercenario.

Miles decidió mantenerse flexible.

— Podéis dirigiros a mi como señor Naismith. — Eso es, déjalos que saquen sus teorías sobre el asunto.

— Entonces, ¿cómo sabremos a quién obedecer? — preguntó el tipo de mirada penetrante que había hecho la primera interrupción.

Miles dejó ver sus dientes, en una sonrisa que parecía una cimitarra.

— Bueno, si desobedeces una de mis órdenes, te disparo en el acto. Decide tú mismo a quién obedecer. — Hizo tamborilear los dedos ligeramente sobre su inhibidor enfundado. Algo del aura de Bothari debió de haberse asentado en él, porque el hombre languideció.

Un mercenario levantó la mano, serio como un niño en la escuela.

— ¿Sí, recluta Quinn?

— ¿Cuándo tendremos copias del reglamento Dendarii?

El corazón de Miles pareció detenerse; no había pensado en eso. Era una pregunta tan razonable… Sonrió, con la boca seca, y graznó audazmente:

— Mañana. Distribuiré copias para todo el mundo. — ¿Copias de qué? Algo se me ocurrirá

Hubo un silencio. Luego otra voz preguntó desde atrás:

— ¿Qué clase de seguro tienen los…, los Dendarii? ¿Tenemos vacaciones pagadas?

Y otra:

— ¿Tenemos algún tipo de gratificación? ¿Cuál es el sueldo establecido?

Y otra más:

— ¿Nuestros contratos anteriores cuentan para la pensión? ¿Hay algún plan de jubilación?

Miles casi echa a correr de la sala, confundido por este torrente de preguntas prácticas. Se había estado preparando para los desafíos, para la incredulidad, para una acometida sin armas… Tuvo una súbita visión enajenada de Vorthalia el Audaz exigiendo un seguro de vida a todo riesgo a su emperador, a punta de espada.

Tragó en seco, absolutamente aturdido, y aventuró con esfuerzo:

— Distribuiré un folleto — prometió; tenia una vaga idea de la clase de información que traían los folletos — más tarde. En cuanto a los beneficios suplementarios… — apenas se las arregló para devolverle una mirada glacial a un gélido mercenario —, os estoy permitiendo vivir; cualquier otro privilegio hay que ganárselo.

Examinó sus rostros. Confusión, sí; era eso lo que él quería. Desaliento, división y, más que nada, distracción. Perfecto. Déjalos, arremolinados patas arriba en este chorro de incoherencias y engaños, que se olviden de que su primer deber era recuperar la propia nave. Que lo olviden durante una semana, mantenerlos muy ocupados sólo durante una semana; una semana es todo lo que hacia falta. Después, sería un problema de Daum. Había algo más en sus rostros, sin embargo; Miles no podía decir a ciencia cierta qué era. No importa… La siguiente tarea era abandonar la escena con gallardía y dejarlos a todos en movimiento. Y hablar un minuto a solas con Bothari…

— La comandante Elena Bothari tiene una lista de las funciones de cada uno de vosotros, consultadla antes de salir. ¡Atención! — Pronunció la orden con un chasquido en la voz. Se irguieron con descuido, como si la posición la recordaran sólo vagamente —. ¡Disuélvanse!

Sí, antes de que vinieran con más preguntas extrañas y su inventiva empezara a fallarle.

Escuchó parte de una conversación sotto voce mientras salía de allí:

— … enano homicida lunático…

— Sí, pero con un jefe como éste, tengo probabilidades de sobrevivir a mi próxima batalla…

De repente, se dio cuenta de ese algo más de sus rostros: era la misma expresión de anhelo descorazonado que había visto en Mayhew y en Jesek. Le generaba una inexplicable frialdad en la boca del estómago.

Llevó a un lado al sargento Bothari.

— ¿Tienes aún esa vieja copia del reglamento del Servicio Imperial Barrayarano que solías llevar encima?

Era la biblia de Bothari; Miles se había preguntado en ocasiones si el sargento habría leído alguna vez otro libro que no fuera ése.

— Sí, mi señor. — Bothari le miró como diciendo, ¿y ahora qué?

Miles suspiró aliviado.

— Bien, la quiero.

— ¿Para qué?

— El reglamento de la flota Dendarii.

Bothari pareció desmoronarse.

— No irá a…

— La pasaré al ordenador; haré una copia, cambiaré los nombres y quitaré todas las referencias culturales; no llevará mucho tiempo.

— Mi señor…, ¡es el reglamento antiguo! — La grave voz monótona del sargento estaba casi agitada —. Cuando esos gusanos sin agallas le echen un vistazo a la vieja disciplina de ceremonias…

Miles sonrió.

— Sí…, si vieran las especificaciones de los trajes antiguos, probablemente se desmayarían. No te preocupes, lo pondré al día según lo vaya copiando.

— Su padre y el Estado Mayor ya lo intentaron hace quince años; les llevó dos años poner los reglamentos al día.

— Bueno, eso es lo que pasa con los comités.

Bothari sacudió la cabeza, pero le dijo dónde podía encontrar el viejo disco de datos entre sus cosas.

Elena se incorporó a la reunión; parecía nerviosa. Pero imponente, pensó Miles; como un pura sangre.

— Los he dividido en dos grupos, según tu lista — informó —. Y, ahora, ¿qué?

— Llévate a tu grupo al gimnasio y comienza con las clases de entrenamiento físico. Primero, las cosas básicas y luego les enseñas lo que te enseñó tu padre.

— Nunca le he enseñado a nadie antes…

Miles le sonrió, infundiéndole confianza a su rostro, a sus ojos, a su cuerpo.

— Mira, probablemente puedas pasarte los dos primeros días haciendo que demuestren ellos lo que saben, mientras te paras al lado y dices cosas como «mm», «ajá» o «que Dios nos ayude». Lo importante no es enseñarles algo, sino mantenerlos ocupados, cansarlos, no darles tiempo para que piensen ni para que planeen nada ni para que coordinen sus fuerzas. Es sólo una semana. Si yo puedo hacerlo — dijo virilmente —, tú puedes hacerlo.

— Ya he oído eso antes en alguna parte — murmuró Elena.

— Y tú, sargento, toma a tu grupo y empieza con ejercicios de armas. Si se te acaban los ejercicios barrayaranos, los procedimientos corrientes oseranos están en los ordenadores; cópiales alguno. Paséalos. Baz tendrá a su gente tirada en el suelo allá en máquinas…, los obligará a hacer una limpieza como jamás la han hecho antes. Y después que yo tenga dispuesto ese reglamento, podremos empezar a hacerles preguntas sobre él, además. Extenuadlos.

— Mi señor — dijo sombrío el sargento —, ellos son veinte y nosotros, cuatro. Al terminar la semana, ¿quiénes cree usted que estarán más cansados? — Se puso vehemente —. ¡Mi primera responsabilidad es cuidar de su pellejo, maldita sea!

— ¡Estoy pensando en mi pellejo, créeme! Y puedes proteger mejor mi pellejo yendo allí y haciéndoles creer que soy un jefe mercenario.

— Más que un jefe, un director de holovídeos — murmuró Bothari.


El trabajo de corrección del Reglamento Imperial demostró ser más largo y engorroso de lo que Miles había previsto. Incluso el sacrificio salvaje de capítulos tales como los que detallaban instrucciones para ceremonias puramente barrayaranas, como la Revista del Cumpleaños del Emperador, dejaba en pie una enorme cantidad de material. Miles cortaba grandes trozos, haciendo limpieza tan rápido como podía.

Era el contacto más cercano que había tenido en su vida con normas militares, y pensaba en ellas a altas horas del ciclo nocturno. La organización parecía ser la clave. Tener enormes masas de hombres adecuadamente armonizadas, junto con el material, en el lugar apropiado, en el momento apropiado, en el orden apropiado, con la rapidez requerida para lograr incluso la supervivencia; luchar a brazo partido para encerrar una realidad infinitamente compleja y confusa en el contorno abstracto de la victoria… La organización, al parecer, podía además superar al coraje como virtud militar.

Recordó una observación de su abuelo: «Se han ganado o perdido más batallas por la acción de los oficiales encargados de suministros que por la de cualquier Estado Mayor.» Había, a propósito, una anécdota clásica acerca de un oficial de suministros que había remitido a las tropas del entonces joven general guerrillero la munición equivocada. «Le tuve colgado de los pulgares durante un día», solía recordar su abuelo, «pero el príncipe Xav me hizo bajarle». Miles palpó su daga en la cintura y eliminó cinco pantallas de normas sobre armamento de plasma montado en la nave, por obsoleto desde hacía ya una generación.

Sus ojos estaban enrojecidos y sus mejillas pálidas y demacradas con la barba crecida, hacia el final del ciclo nocturno. Pero había abreviado su plagio en un claro y feroz manual para lograr que todas las armas apuntasen en la misma dirección. Se lo entregó a Elena para que fuera copiado y distribuido, antes de irse tambaleando a lavarse y cambiarse de ropa, lo mejor para presentarse delante de sus «nuevas tropas» como un jefe con ojos de águila, y no con ojos de urraca.

— Hecho — le dijo en un murmullo —. ¿Me convierte esto en un pirata espacial?

Elena contestó con un suspiro.


Miles hizo lo más que pudo para ser visto por todas partes durante el siguiente ciclo diurno. Volvió a inspeccionar la enfermería, dando su aprobación con un gruñido. Observó las «clases» de Elena y del sargento, tratando de parecer como si estuviera tomando nota del rendimiento de cada mercenario con una severa evaluación, sin que se notara que estaba a punto de quedarse dormido de pie, como en verdad ocurría. Sacó tiempo para mantener una conversación privada con Mayhew, quien estaba ahora solo al mando de la RG 132, para ponerle al corriente y reforzar su confianza en el nuevo plan para mantener la custodia de los prisioneros. Redactó unos exámenes superficiales por escrito sobre su nuevo «Reglamento Dendarii» para que Elena y Bothari los repartieran.

El funeral del oficial piloto fue por la tarde, hora de la nave. Miles hizo de ello un pretexto para una rigurosa inspección del equipo personal y de los uniformes de los mercenarios; una revista apropiada. Por consideración al ejemplo y a la cortesía, los Bothari y él mismo se vistieron con las mejores ropas que tenían del funeral de su abuelo. Su brillo sombrío cumplimentaba artísticamente el vivo gris y blanco de los mercenarios.

Thorne, pálido y silencioso, observaba el acto con una extraña gratitud. Miles estaba también más bien pálido y callado, y respiró aliviado en su interior cuando el cuerpo del piloto fue incinerado al fin y sus cenizas esparcidas por el espacio. Miles le permitió a Auson dirigir sin impedimentos la breve ceremonia; sintió que su más encumbrada hipocresía dramática no le alcanzaba para asumir esa función.

Se retiró luego a la cabina que había elegido para sí, diciéndole a Bothari que quería estudiar el verdadero reglamento y los procedimientos oseranos. Pero su concentración le estaba fallando. Raros destellos de movimientos sin formas se sucedían en su visión periférica. Se tumbó, pero no pudo dormir. Volvió a caminar por la cabina con su paso desigual; rodaban por su cerebro ideas para perfeccionar el plan de los prisioneros, pero luego se le escapaban. Se sintió agradecido cuando Elena le interrumpió para informarle de la situación.

Le confió a ella, más bien al azar, una media docena de sus nuevas ideas; luego le preguntó ansiosamente:

— ¿Te parece que se están tragando todo este asunto? No estoy muy seguro de cómo me están tomando, ¿van a aceptar órdenes de un muchacho?

Elena sonrió.

— El mayor Daum parece haberse encargado de ese aspecto. Aparentemente, él se tragó lo que le dijiste.

— ¿Daum? ¿Qué le dije?

— Lo de tu tratamiento de rejuvenecimiento.

— ¿Mi qué?

— Parece creer que conseguiste permiso de los dendarii para ir a Colonia Beta para un tratamiento de rejuvenecimiento. ¿No es eso lo que le dijiste?

— ¡Diablos, no! — Miles se paseó —. Le dije que estaba allí por un tratamiento médico, si… pensé que eso explicaría esto… — un vago gesto de su mano indicó las peculiaridades de su cuerpo —, heridas de combate o algo así. Pero… ¡no existe nada semejante a un tratamiento betano de rejuvenecimiento! Eso es sólo un rumor; es su sistema de salud pública y la manera en que viven, y sus genes…

— Tú puedes saber eso, pero muchos nobetanos no lo saben. Daum parece creer no sólo que tú eres mayor, sino que eres mucho mayor.

— Bien, naturalmente que lo cree, entonces, si pudo inventar todo eso. — Hizo una pausa —. Pero Bel Thorne tiene que saberlo.

— Bel no le contradice. — Elena sonrió —. Creo que está loco por ti.

Miles se pasó la mano por el cabello y por su rostro entumecido.

— Baz también debe de saber que este rumor del rejuvenecimiento carece de sentido. Mejor adviértele que no corrija a nadie, no obstante, porque eso funciona a favor mío. Me pregunto qué piensa él que soy yo; creía que a estas alturas ya lo habría adivinado.

— Oh, Baz tiene su propia teoría. Yo… Es culpa mía, realmente. Mi padre está siempre tan preocupado por los secuestradores políticos que pensé que sería mejor desviar de la pista a Baz.

— Bueno, ¿qué clase de cuento de hadas te inventaste?

— Me parece que tienes razón acerca de que la gente cree las cosas que ella misma fabrica. Juro que no sugerí nada de esto, me limité a no contradecirle. Sabe que eres el hijo de un conde, ya que le tomaste juramento como hombre de armas… ¿No vas a tener problemas por eso?

Miles sacudió la cabeza.

— Me preocuparé de ello si salimos vivos de esto. Así que no se imagina de qué conde soy hijo…

— Bueno, yo creo que hiciste lo apropiado. Parece significar mucho para él. De todas maneras, piensa que eres, más o menos, de su edad. Tu padre, quienquiera que sea, te desheredó y te desterró de Barrayar para… — titubeó —, para quitarte de su vista — concluyó, levantando bravamente el mentón.

— Ah — dijo Miles —, una teoría razonable. — Llegó al final de un circuito, en su caminar por la cabina, y se detuvo absorbido, aparentemente, por la pared desnuda delante de él.

— No debes culparle por eso…

— No lo hago — sonrió, tranquilizándola, y volvió a caminar.

— Tienes un hermano menor que ha usurpado tu legítimo lugar como heredero…

Sonrió a pesar de sí mismo.

— Baz es un romántico.

— Él también es un exiliado, ¿no? — preguntó Elena apaciblemente —. A mi padre no le gusta, pero no dice por qué… — Miró a Miles con expectativa.

— Tampoco lo haré yo, entonces. No es… no es asunto mío.

— Pero ahora es tu vasallo.

— Está bien; entonces, es asunto mío. Desearía que no lo fuera. Pero Baz tendrá que decírtelo él mismo.

Elena le sonrió.

— Sabía que dirías eso. — Extrañamente, la no respuesta pareció contentarla.

— ¿Cómo ha sido tu última clase de combate? Espero que todos se arrastrarán sobre las manos y las rodillas.

Elena sonrió tranquilamente.

— Estuvo muy cerca de eso. Algunos de los del equipo técnico actúan como si nunca esperaran tener que hacer esa clase de lucha. Los otros son terriblemente buenos; los tuve ocupados con los más torpes.

— Eso es, exactamente — aprobó con vehemencia —. Conserva tu energía, gasta la de ellos. Has comprendido el principio.

Elena dijo en su elogio:

— Me has obligado a hacer muchas cosas que jamás había hecho, gente nueva, cosas que nunca había sonado…

— Sí… — se tropezó —. Lamento haberte metido en esta pesadilla. He estado exigiendo tanto de ti… Pero te sacaré, va mi palabra en ello. No temas.

Su boca expresó indignación.

— ¡No tengo miedo! Bueno… un poco. Pero me siento más viva de lo que nunca he estado. Tú haces que todo parezca posible.

La ansiada admiración en sus ojos le perturbó. Se parecía mucho al deseo.

— Elena… todo este asunto se balancea sobre un fraude. Si esos tipos de ahí fuera se despiertan y se dan cuenta de lo mucho que nos sobrepasan en número, estallaremos como… — se interrumpió. Eso no era lo que ella necesitaba escuchar. Se restregó los ojos presionándolos firmemente con los dedos, y se puso a caminar.

— No se balancea en un fraude — dijo Elena ardientemente —, tú lo balanceas.

— ¿No es eso lo que he dicho? — sonrió, estremeciéndose.

Elena le estudió, entrecerrando los ojos.

— ¿Cuándo dormiste por última vez?

— Oh, no lo sé. He perdido la noción del tiempo, con los diferentes horarios de las dos naves. Eso me recuerda que tengo que ponerlas en el mismo horario. Cambiaré la RG 132, será más fácil. Tendremos todos la hora oserana. Fue antes del salto, de todos modos. Un día antes del salto.

— ¿Has cenado?

— ¿Cenado?

— ¿Almorzado?

— ¿Almorzado? ¿Había almuerzo? Estaba preparando las cosas para el funeral, supongo.

Elena parecía exasperada.

— ¿Desayunaste?

— Comí un poco de sus provisiones cuando estaba trabajando en el reglamento anoche… Mira, yo soy bajo y no necesito tanto como vosotros, gente corpulenta…

Miles caminaba. La expresión de Elena se volvió seria.

— Miles… — vaciló —, ¿cómo murió el oficial piloto? Parecía, bueno, no muy bien, pero estaba vivo en la lanzadera. ¿Te atacó?

El estómago le dio un vuelco.

— Dios mío, ¿crees que yo maté…?

Pero lo había hecho, seguramente; tan seguramente como si hubiera puesto un inhibidor en la cabeza del hombre y hubiese disparado. No tenía deseos de detallarle los hechos ocurridos en la sala de recreo de la RG 132. Saltaban en su memoria imágenes violentas, destellando una y otra vez. El crimen de Bothari, su crimen, un todo sin cicatrizar…

— Miles, ¿estás bien? — La voz de Elena era alarmada.

Se dio cuenta que estaba de pie en silencio y con los ojos cerrados. Le caían lágrimas de entre los párpados.

— ¡Miles, siéntate! Estás sobreexcitado.

— No puedo sentarme. Si me detengo, voy a… — Recomenzó su circuito, cojeando maquinalmente.

Elena le observó con los labios entreabiertos; luego cerró la boca abruptamente y cerró de un golpe la puerta al salir.

Ahora la había asustado, ofendido, quizás incluso había saboteado su confianza, cuidadosamente alimentada…

Se insultó a sí mismo con furia. Se estaba hundiendo en un pantano negro y absorbente, y un terror viscoso minaba su inercia vital hacia adelante. Chapoteaba, ciegamente.

Otra vez la voz de Elena.

— … rebotando contra las paredes. Me parece que tendrá que sentársele encima. Nunca le había visto tan mal…

Miles observó el preciado, desagradable rostro de su asesino personal. Bothari comprimió sus labios y suspiró.

— Está bien, yo me encargaré.

Elena, los ojos agrandados por la preocupación pero la boca serena por la confianza en Bothari, se retiró. El sargento agarró a Miles por la espalda, del cuello y de la cintura, le llevó a saltos hasta la cama y le sentó con firmeza.

— Beba.

— Oh, diablos, sargento… sabes que no puedo soportar el whisky. Sabe a diluyente de pintura.

— Voy a — dijo pacientemente Bothari — apretarle la nariz y a vaciarlo por su garganta si es necesario.

Miles miró la cara de pedernal y tragó prudentemente un sorbo del frasco, al que reconoció vagamente como confiscado del depósito mercenario. Bothari, con eficiencia, le desvistió y le metió en la cama. Beba otra vez.

— Ahg. — Le quemó horriblemente al tragar.

— Ahora, duerma.

— No puedo dormir. Tengo demasiado que hacer. He de mantenerlos ocupados. Me pregunto si se puede falsificar un folleto. Supongo que la hermandad de la muerte no es otra cosa que una forma primitiva de seguro de vida. Probablemente Elena no tenga razón sobre lo de Thorne. Espero, por Dios, que mi padre nunca se entere de esto. Sargento, ¿no vas a…? Se me ocurrió un ejercicio de desembarco con la RG 132…

Sus protestas se fueron haciendo un murmullo, se dio la vuelta y durmió sin soñar durante dieciséis horas.

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