8

Friedlander Bey vivía en una casa grande, blanca, guarnecida de torres, a la que casi podría dársele el nombre de palacio. Era una gran finca en medio de la ciudad, a sólo dos manzanas del barrio cristiano. No creo que intramuros nadie tuviera una propiedad tan extensa. La casa de «Papa» hacía que la de Seipolt pareciera una tienda badawi. Pero el sargento no me llevaba a casa de «Papa», íbamos en dirección contraria. Se lo dije al bastardo de Hajjar.

—Déjame conducir —repuso con voz hosca.

Me llamó «el-Magreb». Magreb puede significar puesta de sol. pero también hace referencia a la vasta y vaga franja que se extiende desde el norte de África hacia el oeste, lugar de origen de los idiotas incivilizados, argelinos, marroquíes y otras criaturas semihumanas. Muchos de mis amigos me llaman «el-Magreb» o «magrebí» como apodo o como epíteto. Hajjar lo empleaba como un claro insulto.

—La casa está a tres kilómetros en dirección contraria —dije.

—¿Crees que no lo sé? Jesús, cómo me gustaría tenerte esposado a un poste durante quince minutos.

—Por la bondad de Alá, ¿a qué verdes tierras me llevas?

Hajjar no iba a responder a más preguntas, así que me rendí y vi pasar la ciudad ante mí. Viajar con Hajjar era muy parecido a hacerlo con Bill, no te enteras de mucho y no estás seguro de adonde vas o cómo llegarás.

El policía se metió en un camino particular asfaltado, por detrás de un motel de ladrillo, en los suburbios orientales de la ciudad. El edificio estaba pintado de verde claro y tenía un letrero escrito a mano que decía: MOTEL. NO HAY HABITACIONES. Pensé que un motel con un letrero permanente de NO HAY HABITACIONES era algo poco frecuente. Hajjar salió del coche y abrió la portezuela trasera. Salí y me desperecé, los trifets me habían acelerado. La combinación de drogas y mi nerviosismo, unidos al dolor de cabeza, al estómago revuelto y a la inquietud, estaban a punto de provocarme un colapso nervioso.

Seguí a Hajjar a la habitación diecinueve del motel. Golpeó una especie de contraseña en la puerta. Un corpulento árabe, parecido a un gran bloque de granito, abrió. No esperaba que fuese capaz de pensar ni de hablar y cuando lo hizo, me dejó atónito. Saludó con la cabeza a Hajjar, que no se dio cuenta. El sargento volvió a su coche. La «roca» me miró un momento, preguntándose, quizá, de dónde había salido. Entonces cayó en la cuenta de que debía haber llegado con Hajjar y que me esperaban en la maldita habitación del motel.

—Entra —dijo.

Su voz pareció la de un bloque de granito parlante.

Me encogí de hombros y fui tras él. Otros dos hombres se encontraban en la habitación, había otra «roca» en el rincón más alejado y Friedlander Bey, sentado a una mesa plegable, dispuesta entre la gran cama y el escritorio. Todos los muebles eran europeos.

«Papa» se levantó al verme llegar. Medía metro cincuenta y pico, pero pesaba casi doscientos kilos. Llevaba una sencilla camisa blanca de algodón, pantalones grises, tirantes y ninguna joya. Tenía algunos mechones de cabello gris justo detrás de su cabeza, y apacibles ojos pardos. Friedlander Bey no parecía el hombre más poderoso de la ciudad. Levantó la mano derecha hasta su rostro, apenas rozando su frente.

—Paz —dijo.

Toqué mi corazón y mis labios.

—La paz sea contigo.

No parecía muy contento de verme. Las formalidades me protegerían unos instantes y me darían tiempo para pensar. Necesitaba ingeniar un plan para sorprender a los dos «rocas» y escapar de esa habitación de motel. Me iba a resultar difícil.

«Papa» volvió a sentarse a la mesa.

—Que tus días sean prósperos —dijo, al tiempo que me indicaba una silla frente a él.

—Que tus días sean prósperos y dichosos —repliqué.

Tan pronto como tuviera ocasión, pediría un vaso de agua y me tomaría todos los paxium que llevaba encima. Me senté.

La mirada de sus ojos marrones buscó la mía y se quedó clavada en ella.

—¿Cómo estás de salud? —preguntó con voz de pocos amigos. —Alabado sea Alá —repuse, sintiendo crecer mi temor.

—Hacía mucho tiempo que no te veía —dijo Friedlander Bey —. Nos has dejado solos.

—Que Alá nunca permita que te sientas solo.

La segunda «roca» sirvió café. «Papa» cogió una taza y bebió de ella para demostrarme que no estaba envenenado. Luego me la ofreció.

—Que sea de tu agrado —dijo, entre un atisbo de hospitalidad en su voz.

Cogí la taza.

—Que siempre haya café en tu casa.

Tomamos café juntos. Se sentó y me miró un momento.

—Ha sido un honor —dijo por fin.

—Que Alá te guarde.

Habíamos acabado la breve ceremonia de los buenos modales. Ahora empezarían a suceder cosas. Lo primero que ocurrió fue que saqué mi caja de píldoras, cogí todos los tranquilizantes que pude encontrar y los ingerí con un poco de café. Me tomé catorce paxium, cantidad que algunas personas consideran excesiva. Para mí no lo era. Conozco a mucha gente que me gana bebiendo — Yasmin, por ejemplo—, pero nadie supera mi capacidad para las píldoras y las cápsulas. Catorce paxium de 10 miligramos, si tenía suerte, sólo aliviarían un poco mi tensión nerviosa, ni siquiera me tranquilizarían de verdad. Entonces necesitaría algo con un poco más de marcha. Catorce paxium apenas eran el Mach 1.

Friedlander Bey alargó su taza de café al criado, que se la volvió a llenar. Bebió un poco, mientras me observaba por encima de la tacita. Después, la dejó con cuidado sobre la mesa.

—Puedes comprender que tenga mucha gente a mi servicio.

—Por supuesto que sí, oh caíd —dije.

—Hay mucha gente que depende de mí, no sólo para su subsistencia, sino para mucho más. Soy una fuente de seguridad en su difícil mundo. Saben que sus salarios y ciertos favores dependen de mí, mientras realicen su trabajo de modo satisfactorio.

—Sí, oh, caíd.

Me irritaba la sangre que subía a mi rostro y a mis brazos.

Asintió.

—Por eso me aflige saber que uno de mis amigos es recibido por Alá en el paraíso. Me preocupo por el bienestar de todos los que me representan en la ciudad, desde mis honrados tenientes hasta el más pobre e insignificante mendigo que me ayuda como puede.

—Tú eres el amparo de la gente contra la calamidad, oh, caíd.

Levantó la mano, cansado de mis interrupciones.

—La muerte es un hecho, hijo mío. A todos nos alcanza, nadie escapa de ella. El cántaro no puede estar siempre lleno. Debemos aprender a aceptar nuestra muerte, es más, debemos procurarnos el gozo y la vida eterna en el paraíso. Sin embargo, la muerte prematura resulta algo monstruoso. Es un hecho completamente distinto, una afrenta a Alá que debemos reparar. No se puede devolver la vida a los muertos, pero es posible vengar un asesinato. ¿Me comprendes?

—Sí, oh, caíd.

Friedlander Bey no había tardado mucho en enterarse de la muerte prematura de Courvoisier Sonny. Nassir debió llamarle antes que a la policía, incluso.

—Permite que te haga una pregunta: ¿Cómo se puede vengar un asesinato?

Hubo un silencio largo y glacial. Sólo existía una respuesta, pero me costó un rato elaborarla en mi mente.

—Oh, caíd —dije por fin—, una muerte debe ser vengada con otra muerte. Aparece escrito en el Sendero Recto: «La venganza está prescrita en caso de asesinato», y también: «Si alguien te ataca, atácale de la misma forma que te ha atacado». Y también dice: «Vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente y venganza de las heridas. Pero quien lo olvide en nombre de la caridad, deberá expiarlo». Soy inocente de este crimen, oh, caíd, y la venganza injusta es un crimen peor que el propio asesinato.

—Alá es el más grande —murmuró él. Me miró sorprendido—. He oído que eres un infiel, hijo mío, eso me causa dolor. Sin embargo, tienes cierto conocimiento del noble Corán.

Se puso en pie y se frotó la frente con la mano derecha. Fue a la gran cama y se tendió sobre la colcha. Me volví para mirarle, pero una enorme mano oscura me atenazó el hombro y me obligó a permanecer en la misma postura. Sólo podía mirar al otro lado de la mesa, a la silla vacía de Friedlander Bey. No podía verle, pero sí oírle hablar.

—Me han dicho que, de toda la gente del Budayén, tú eres quien tenía más razones para asesinar a ese hombre.

Repasé los últimos meses. No podía recordar la última vez que había saludado a Sonny. Permanecía alejado del Red Light. No tenía nada que ver con la clase de travestis, transexuales y mujeres que Sonny manejaba en la calle. Nuestro círculo de amistades no coincidía en absoluto, excepto Fuad al-Manhus, pero Fuad no era amigo mío, ni tampoco de Sonny, seguro. Sin embargo, el concepto de venganza árabe está tan desarrollado y es tan perseverante como el siciliano. Tal vez «Papa» se refiriera a un incidente sucedido hacía meses, o incluso años, que yo había olvidado por completo y que podía constituir la razón de haber matado.

—Yo no tenía ningún motivo —repuse, vacilante.

—No me gustan las evasivas, hijo. Con frecuencia debo hacer estas difíciles preguntas y siempre se empieza a responder con evasivas. Y se sigue con ellas hasta que uno de mis criados convence al interesado. La etapa siguiente es una serie de respuestas que no resultan tan evasivas, pero que son claras mentiras. Una vez más, mi huésped debe ser persuadido de no gastar mi valioso tiempo de esa manera.

Su voz era cansada y grave. Traté de volverme hacia él, pero la enorme mano aferró mi hombro, esta vez más dolorosamente.

—Después de un rato —continuó «Papa»—, por fin llegamos a un punto en el que la verdad y la cooperación parecen el camino más razonable, aunque a veces me entristece comprobar el estado de mi huésped cuando hace ese descubrimiento. Por lo tanto, mi consejo es pasar rápido por las evasivas y las mentiras —mejor aún, no pasar por ellas—, y proseguir directamente con la verdad. Todos saldremos ganando.

La mano de la «roca» no soltó mi hombro. Sentía como si mis huesos fueran convertidos con lentitud en polvo blanco dentro de mi piel. No emití sonido alguno.

—Debías cierta suma de dinero a ese hombre —afirmó Friedlander Bey —. Ya no se la debes porque está muerto. Yo me quedaré ese dinero, hijo mío, y haré lo que el Libro permite.

—¡Yo no debía dinero! —grité —. ¡Ni un maldito fíq! Una segunda mano empezó a estrujarme el otro hombro.

—El perro todavía mueve la cola, oh, señor —murmuró «roca parlante».

—No miento —repuse entre jadeos—. Si te digo que no le debía dinero a Sonny, es verdad. Toda la ciudad me tiene por alguien que no miente.

—Es cierto que nunca me has dado motivos para dudar de ti, hijo mío.

Quizá ha encontrado razones para adquirir ese hábito, oh, señor—murmuró la «roca parlante».

¿Sonny? —dijo Friedlander Bey, volviendo a la mesa—. A nadie le importa Sonny. No es amigo mío, ni de nadie, puedo asegurarlo. Si está muerto, el aire del Budayén será más agradable de respirar. No, hijo mío, te he pedido que vinieras para hablarte del asesinato de mi amigo. Abdulay Abu-Zayd.

Abdulay —dije. El dolor era fortísimo. Empezaba a ver puntitos rojos. Mi voz sonó ronca y apenas audible—. Ni siquiera sabía que Abdulay estuviera muerto.

«Papa» se frotó la frente otra vez.

—Últimamente ha habido muchas muertes entre mis amigos. Más muertes de lo normal.

—Sí —dije.

—Demuéstrame que no has matado a Abdulay. Nadie más tenía motivo para desearle tan mala fortuna.

—¿Qué razones crees que tengo yo?

—La deuda que he mencionado. Abdulay no era muy querido, es cierto, quizá haya despertado antipatías, incluso odios. Pero todo el mundo sabía que estaba bajo mi protección, y que cualquier mal que se le hiciese a él, se me hacía a mí. Su asesino morirá, igual que él.

Traté de levantar la mano, pero no pude.

—¿Cómo ha muerto? —pregunté.

«Papa» me miró a través de sus párpados entornados.

—Tú eres quien debe decirme cómo ha muerto.

—Yo…

Las manos de piedra soltaron mis hombros, eso sólo aumentó mi dolor. Entonces sentí que sus dedos me atenazaban la garganta.

—Contesta, rápido —dijo «Papa», amable —, o muy pronto ya no podrás hacerlo.

—Un disparo —grité con voz ronca—. Una vez. Una bala pequeña. «Papa» hizo un gesto ligero y rápido con una mano. Los dedos de piedra soltaron mi garganta.

—No, no le dispararon. Sin embargo, dos personas han sido asesinadas con un arma tan antigua estas últimas noches. Es interesante que estés al tanto de este asunto. Una de ellas se encontraba bajo mi protección.

Se detuvo con una expresión pensativa en el rostro. Sus manos, toscas y temblorosas, jugueteaban con la taza de café vacía.

El dolor desaparecía rápidamente, aunque mis hombros estarían resentidos algunos días.

—Si no le dispararon — dije—, ¿cómo murió?

Su mirada se clavó en mi rostro.

—Aún no estoy seguro de que no seas su asesino.

—Has dicho que sólo yo tenía motivos, que estaba en deuda con él. Esa deuda fue pagada hace varios días. No le debía nada.

Los ojos de «Papa» se abrieron.

—¿Tienes alguna prueba?

Me levanté un poco de la silla, para sacar el recibo que todavía conservaba en el bolsillo del pantalón. Las manos de piedra volvieron a mis hombros al instante, pero «Papa» hizo que se retiraran.

—Hassan estaba allí —añadí—, él te lo dirá.

Metí la mano en el bolsillo y saqué el papel, lo abrí y se lo pasé por encima de la mesa. Friedlander Bey lo miró; luego, lo estudió más de cerca. Miró a mis espaldas, por encima de mi hombro, e hizo un ligero movimiento con la cabeza. Me volví; la «roca» había regresado a su puesto, junto a la puerta.

—Oh, caíd, ¿puedo preguntarte quién te ha hablado de esta deuda? ¿Quién te ha sugerido que yo era el asesino de Abdulay? Debe de tratarse de alguien que no sabe que yo había cancelado mi deuda por completo.

El anciano asintió despacio. Abrió la boca, como si fuera a decírmelo, pero lo pensó mejor.

—No preguntes más —dijo.

Aspiré una bocanada de aire y lo solté. Todavía no me encontraba fuera de la habitación a salvo. Debía recordarlo. El paxium no me hacía sentir nada. Esos tranquilizantes habían sido una maldita pérdida de dinero.

Friedlander Bey miró sus manos que jugueteaban con la taza de café. Hizo una seña a la segunda «roca», que la rellenó del negro líquido. El criado me miró y yo asentí. Me sirvió otra taza.

—¿Dónde estabas sobre las diez de esta noche? —me preguntó«Papa».

—En el Café Solace, jugando a cartas.

—Ah. ¿A qué hora empezaste a jugar a cartas?

—Alrededor de las ocho y media.

—¿Y estuviste en el café hasta la medianoche?

Pensé en las últimas horas.

—Serían las doce y media cuando salimos del Café Solace y fuimos al Red Light. Yo diría que Sonny fue apuñalado entre la una y la una y media.

—El viejo Ibrihim, del Solace, ¿no refutará tu historia?

—No, no lo hará.

«Papa» se volvió e hizo un gesto a la «roca parlante» detrás de él. La «roca» utilizó el teléfono de la habitación. Poco tiempo después, se acercó a la mesa y murmuró algo al oído de «Papa». Éste suspiró.

—Me alegra mucho por ti, hijo mío, que puedas responder de esas horas. Abdulay murió entre las diez y las once. Creo que no has matado a mi amigo.

—Alabado sea Alá, el Protector —dije en voz baja.

—Así que te diré cómo murió Abdulay. Su cuerpo fue hallado por mi subordinado, Hassan el chiíta. Abdulay Abu-Zayd fue asesinado de la manera más sucia, hijo mío. Me cuesta describirla, no vaya a ser que algún espíritu del mal capte la idea y me prepare el mismo destino.

Recité la supersticiosa fórmula de Yasmin, lo cual complació al anciano.

—Que Alá te guarde, hijo mío —dijo—. Encontraron a Abdulay en el callejón, detrás de la tienda de Hassan, degollado y ensangrentado. Sin embargo, había poca sangre en el callejón; le mataron en otro lugar y le trasladaron a donde fue encontrado por Hassan. Tenía horribles marcas de quemaduras en el pecho, brazos, piernas, rostro… , incluso en sus órganos de procreación. Cuando la policía examinó el cuerpo, Hassan supo que el perro inmundo que asesinó a Abdulay había usado antes el cuerpo de mi amigo como el de una mujer, en la boca y en el lugar prohibido de los sodomitas. Hassan estaba muy alterado, tuvieron que administrarle sedantes.

El propio «Papa» parecía en extremo nervioso cuando me lo contaba, como si nunca hubiera visto u oído algo tan terrible. Estaba acostumbrado a la muerte, él había ordenado algunas y otros habían muerto por su asociación con él. Sin embargo, el caso de Abdulay le afectaba tremendamente. No era el asesinato en sí, sino el absoluto y pasmoso desprecio por los más elementales códigos de conducta. Las manos de Friedlander Bey temblaban más que antes.

—Tamiko fue asesinada de la misma manera —dije.

«Papa» me miró, incapaz de hablar durante unos segundos.

— ¿Cómo tienes esa información? —preguntó.

Noté que volvía a acariciar la idea de que yo fuera el responsable de esos asesinatos. Yo conocía hechos y detalles que, de otra forma, no podría saber.

—Yo descubrí el cuerpo de Tami — dije —, e informé al teniente Okking de ello.

«Papa» asintió y bajó la vista.

—No puedo expresar el odio que me invade —dijo—, y eso me causa dolor. Trato de controlar estos sentimientos, de vivir cómodamente como un hombre rico, si es la voluntad de Alá, y de dar gracias por mi riqueza y honrar a Alá para no albergar ni ira ni celos. Pero mi mano es obligada siempre, nunca falta quien ponga a prueba mi debilidad. Debo responder con firmeza o perdería todo lo que he conseguido con mi trabajo. Sólo deseo paz, y mi recompensa es el resentimiento. ¡Me vengaré de ese abominable carnicero, hijo mío! ¡Ese verdugo loco, que desafía la sagrada obra de Alá, debe morir! ¡Por la sagrada barba del profeta, me vengaré!

Esperé un momento, hasta que se calmó un poco.

—Oh, caíd —dije—, dos personas han muerto por una bala y dos más han sido torturadas y violadas del mismo modo. Creo que habrá más muertes. He estado buscando a una amiga que ha desaparecido. Vivía con Tamiko y, asustada, me envió un mensaje. Temo por su vida.

«Papa» se enojó conmigo.

—No tengo tiempo para tus problemas —murmuró.

Todavía estaba preocupado por la afrenta de la muerte de Abdulay. En muchos aspectos, desde el punto de vista del anciano, era más aterrador aún que lo que el mismo asesino le había hecho a Tamiko.

—Estaba dispuesto a creer que tú eras el responsable, hijo mío. Si no hubieras demostrado tu inocencia, hubieras padecido una muerte lenta y terrible en esta habitación. Agradezco a Alá que no haya ocurrido tal injusticia. Tú eras la persona más indicada en quien descargar mi ira, pero ahora debo encontrar a otro. Sólo es cuestión de tiempo el que descubramos su identidad. —Apretó sus labios en una cruel e insensible sonrisa—. Dices que estabas jugando a cartas en el Café Solace. Los que estaban contigo tendrán la misma coartada, ¿quiénes son esos hombres?

Di el nombre de mis amigos, contento de proporcionar una explicación de su paradero, así no tendrían que enfrentarse a una inquisición como la mía.

—¿Quieres más café? —preguntó Friedlander Bey con expresión de fatiga.

—Que Alá nos guíe, ya tengo bastante.

—Que los tiempos te sean propicios —dijo él, lanzando un fuerte suspiro—. Ve en paz.

—Con tu permiso —dije poniéndome en pie.

—Que te levantes con salud por la mañana.

Pensé en Abdulay.

—Inshallah —repuse.

Me di la vuelta y la «roca parlante» ya había abierto la puerta. Sentí un gran alivio interior al salir de la habitación. Afuera, bajo un cielo despejado y negro tachonado de brillantes estrellas, se hallaba el sargento Hajjar, apoyado contra su coche patrulla. Me sorprendió. Creí que había regresado a la ciudad hacía rato.

—Veo que lo has hecho muy bien —me dijo—. Ve por el otro lado.

—¿Me siento delante? —pregunté.

—Si.

Subimos al coche, nunca me había sentado delante en un coche de policía. Si mis amigos pudieran verme…

—¿Quieres un cigarrillo? —dijo Hajjar, mientras sacaba un paquete de tabaco francés.

—No, no fumo.

Puso el motor en marcha y salimos haciendo un perfecto círculo. Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, con las luces destellando y la sirena rugiendo.

—¿Quieres comprar algunas soneínas? —me preguntó —. Sé que las tomas.

Me habría gustado comprar más, pero me parecía extraño comprárselas a un policía. El tráfico de drogas estaba tolerado en el Budayén, del mismo modo que el resto de nuestras inofensivas debilidades. Algunos policías no hacían cumplir todas las leyes; podías comprar droga a muchos oficiales. Simplemente no confiaba en Hajjar.

—¿Por qué, de repente, te muestras tan amable conmigo? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y sonrió.

—No esperaba que salieras de ese motel con vida —dijo—. Cuando cruzaste esa puerta tenías el visto bueno de «Papa» Bey estampado en la frente. Lo que está bien para «Papa» está bien para mí. ¿Lo ligas?

Entonces lo comprendí. Yo creía que Hajjar trabajaba para el teniente Okking y la policía, pero lo hacía para Friedlander Bey.

—¿Puedes llevarme a Frenchy? —dije.

—¿A Frenchy? Tu chica trabaja allí, ¿no?—Eres un pesado.

Se volvió y me sonrió de nuevo. —A seis kiam cada una. las soneínas.

—¿Seis? —pregunté —. Es ridículo. Las puedo conseguir por dos y medio.

—¿Estás loco? En ningún lugar de la ciudad puedes sacarlas por menos de cuatro.

—Está bien —dije—. Te daré tres kiam por cada una. Hajjar levantó los ojos.

—No fastidies —dijo con disgusto—. Que Alá me conceda vivir lo suficiente sin ti.

—¿Cuál es tu precio más bajo? Quiero decir el «más bajo».

—Ofrece lo que creas correcto. —Tres kiam —dije otra vez.

—Por ser tú —dijo Hajjar, serio—, te las dejaré a cinco y medio. —Tres y medio. Si no quieres mi dinero, encontraré quien lo quiera. —Que Alá me sostenga. Espero que tu proveedor esté bien.

—¡Qué demonios, Hajjar! De acuerdo, cuatro. —¿Qué?, ¿te crees que voy a hacerte un regalo?

—No son ningún regalo a este precio. Cuatro y medio. ¿Te parece bien?

—Está bien. Encontraré el consuelo en Dios. No me ganaré nada, pero dame el dinero y cerremos el trato.

Así es como los árabes de la ciudad regatean, en un zoco por un jarrón de bronce, o en el asiento delantero de un coche de policía.

Le di cien kiam y él me entregó veintitrés soneínas. Me recordó tres veces en el camino hacia Frenchy que me había dado una gratis, como regalo. Cuando llegamos al Budayén, no aminoró la marcha. Pasó ante la puerta entre aullidos de la sirena y se lanzó calle arriba, con la amable predicción de que la gente se apartaría de su camino, y casi todos lo hicieron. Cuando llegamos al club de Frenchy, y empezaba a salir del coche, me dijo en un tono de voz ofensivo:

—Hey, ¿no vas a invitarme a una copa?

De pie en la calle, cerré la portezuela de golpe y me incliné sobre la ventanilla.

—No puedo hacerlo, aunque quisiera. Si mis amigos me vieran bebiendo con un policía… , bueno, piensa lo que le pasaría a mi reputación. Los negocios son los negocios, Hajjar.

Sonrió.

—Y la acción es la acción. Lo sé, lo oigo todo el rato. Ya nos veremos.

Fustigó su coche patrulla otra vez, y bramó «Calle» abajo.

Ya me encontraba en el bar de Frenchy cuando recordé que mi ropa y mi cuerpo estaban llenos de sangre. Demasiado tarde. Yasmin ya me había visto. Refunfuñé. Necesitaba algo que me ayudara a soportar la escena que se avecinaba. Por fortuna, tenía todas esas soneínas.

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