Lo primero que hice a la mañana siguiente, fue llamar a Laila a la tienda de moddies de la calle Cuatro. La vieja estaba tan horrible como siempre, pero su aspecto había sufrido un ligero cambio. Llevaba su sucio cabello gris recogido bajo una peluca rubia llena de rizos; más que una peluca parecía algo que tu tía abuela ha metido en la tostadora para ocultarlo de la vista. Laila no había podido mejorar sus ojos amarillentos ni su arrugada piel negra, pero seguro que lo había intentado. Llevaba tantos polvos claros en su rostro, que parecía recién salida de un ascensor de harina. Encima de eso, se había pintado rayas de color cereza intenso sobre todas las superficies disponibles. Creo que su sombra de ojos, el maquillaje de sus mejillas y el lápiz de labios procedían del mismo contenedor. Llevaba unas brillantes gafas de sol de plástico colgadas del cuello con un horrible cordón, unas gafas de gato que había elegido con cuidado. No se había molestado en ponerse dientes postizos, pero había trocado su asqueroso vestido negro por una túnica rasgada, indecentemente ceñida y escotada, de un color amarillo chillón. Parecía como si intentase alentar a su cabeza y a sus hombros a librarse del buche del periquito más grande del mundo. Llevaba zapatillas baratas de borra azul.
—Laila — dije. —Marîd.
Sus ojos aparecían desenfocados. Eso significaba que presentaba su propia e inimitable personalidad. Si hubiera tenido un moddy conectado, su mirada estaría enfocada y el software hubiera agudizado sus reflejos. Me hubiese resultado más fácil tratar con ella si llevara otra personalidad, pero dejémoslo correr.
—Tengo el cerebro preparado.
—Eso he oído.
Soltó una sonrisa tonta que me disgustó un poco.
—Necesito que me ayudes a escoger un moddy.
—¿Para qué lo quieres?
Me mordí el labio inferior. ¿Hasta dónde iba a contarle? Por un lado, ella podía repetir todo lo que yo le dijera a cualquiera que entrase en su tienda: ella me contaba todo lo que otros le decían. Por el otro, nadie le prestaría atención.
—Necesito hacer un pequeño trabajo. Me han modificado el cerebro porque mi trabajo puede ser peligroso. Necesito algo que aumente mi talento de detective, y también evite que salga herido. ¿Qué te parece?
Murmuró un rato para ella misma, mientras daba vueltas pasillo arriba, pasillo abajo, y revolvía sus cajones. Yo no entendía lo que decía, así que esperé. Por fin, se volvió hacia mí y se sorprendió de que todavía estuviese allí. Quizá había olvidado mi petición.
—¿Te parece bien un personaje de ficción? —dijo. —Si el personaje es lo bastante inteligente —respondí.
Se encogió de hombros y habló más entre dientes, con sus dedos engarfiados abrió un moddy envuelto en plástico y me lo ofreció.
—Toma —dijo.
Dudé. Volví a pensar que me recordaba a la bruja de Blancanieves. Miré el moddy como si fuera la manzana envenenada.
—¿Quiénes?
—Nero Wolfe —dijo—. Un brillante detective. Un genio para resolver asesinatos. No quería salir de su casa. Alguien le hacía el trabajo de calle y era el que recibía los golpes.
—Perfecto.
Creo que recordaba al personaje, aunque nunca había leído ninguno de sus libros.
—Tendrás que encontrar a alguien que haga las preguntas —dijo, ofreciéndome un segundo moddy.
—Saied las hará. Sólo con decirle que podrá partir todas las caras que quiera, aprovechará la oportunidad. ¿Cuánto por los dos?
Movió los labios un buen rato mientras sumaba las dos cantidades.
—Setenta y tres —gimoteó—. Sin impuestos.
Conté ochenta kiam y recogí el cambio y los dos moddies. Me miró.
—¿Quieres comprar mis judías de la suerte? No quería ni oír hablar de ellas.
Todavía había algo que me preocupaba y que quizá pudiera ser la clave para identificar a quien había asesinado, torturado y degollado a Nikki; algo que debía mantenerse en secreto. Era el moddy clandestino de Nikki. Tal vez lo llevaba cuando fue asesinada, o su asesino. Por lo que yo sabía, nadie lo llevaba puesto. Pero, entonces, ¿por qué me provocaba aquel sentimiento enfermo y desesperado cada vez que lo veía? ¿Era sólo el recuerdo del cuerpo de Nikki esa noche, metido en bolsas de basura, arrojado al callejón? Respiré hondo. «Vamos —me dije—, eres un maldito y buen aprendiz de héroe. Tienes a todo el software listo para cuchichear y recrearse en tu cerebro. » Tensé los músculos.
Mi mente racional intentó decirme treinta o cuarenta veces que el moddy no significaba algo más que el lápiz de labios o el pañuelo arrugado que había encontrado en el bolso de Nikki. A Okking no le habría gustado saber que ocultaba eso y los otros objetos a la policía, pero estaba llegando a un punto en que Okking no me preocupaba. Empezaba a cansarme de todo el asunto, pero la corriente me arrastraba. Incluso había perdido la voluntad para salir pitando y salvarme.
Laila estaba manoseando un moddy. Lo sacó y se lo conectó. Le gustaba recibir a las visitas con sus fantasmas y espectros.
—¡Marîd! —gimió esta vez con la voz chillona de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó.
—Laila, tengo un moddy ilegal y quisiera saber qué hay en él. —Sí, Marîd, no te preocupes. Dame ese pequeño…
—¡Laila! —grité—. ¡No tengo tiempo para esa maldita bella del sur! Ni para quitarte tu propio moddy y obligarte a prestarme atención.
La idea de quitarse su moddy era demasiado horrible como para considerarla. Me miró, tratando de distinguirme entre la multitud. Yo era alguien entre Ashley, Rhett y la puerta.
—¿Por qué, Marîd? ¿Qué te ocurre? ¡Pareces tener fiebre!
Volví la cabeza y juré. Por amor de Alá, de verdad deseaba abofetearla.
—Tengo este moddy —dije, sin mover los dientes ni una fracción de milímetro—. Tengo que saber qué hay en él.
—¡Tonterías, Marîd! ¿Qué es tan importante? —me cogió el moddyy lo examinó—. Está dividido en tres bandas, cariño.
—¿Cómo puedes decirme lo que tiene grabado?
Sonrió.
—Es la cosa más fácil del mundo.
Con una mano se desconectó el moddy de Scarlett O’Hara y lo dejó con descuido a su lado, chocó con una tira de daddies y fue a parar a un rincón. Laila nunca volvería a encontrar su moddy de Scarlett. Con la otra mano centró mi moddy sospechoso y se lo conectó. Su relajado rostro se tensó un poco. Luego, cayó al suelo.
—¿Laila?
Se desfiguraba en grotescas posturas, sacaba la lengua, con los ojos abiertos, la mirada fija en el vacío. Hizo un ruido grave y sollozó, como si hubiera sido golpeada y maltratada durante horas y no le quedasen fuerzas para gritar. Su respiración era pesada y profunda, oía como raspaba su garganta. Sus manos eran un manojo de varas secas que arañaban inútilmente su cabeza, en un desesperado intento por desconectarse el moddy, pero no podía controlar sus músculos. Lloraba en lo profundo de su garganta, y se tambaleaba en el suelo hacia atrás y hacia adelante. Quería ayudarla, pero no sabía qué hacer. Si me acercaba más, podía despedazarme.
Había dejado de ser humana y comprobarlo era terriblemente fácil. Al que hubiera diseñado ese moddy le gustaban los animales, le agradaba hacer cosas a los animales. Laila se comportaba como una criatura grande, no un gato casero o un pequeño perro, sino un animal de la jungla enjaulado, atormentado y furioso. Pude oír su chirrido; vi cómo mordía las patas de los muebles y dirigía sus inexistentes colmillos hacia mí. Cuando me detuve cerca de ella, se me abalanzó con más rapidez de lo que yo creí posible. Traté de cogerle el moddy y salí con tres grandes y sangrientos cortes en el brazo. Sus ojos me miraron. Se agazapó, con las rodillas hacia adelante.
Laila saltó, abalanzó su delgado cuerpo negro sobre mí. Aulló y me echó las manos al cuello. Me asustaba su aspecto, el cambio que se había operado en la anciana. No era Laila la que me atacaba, era el viejo cuerpo de bruja poseído por la corruptora influencia del moddy. En cualquier momento, hubiera podido deshacerme de Laila con una mano, pero entonces me encontraba en peligro de muerte. La fiera que había en Laila no se contentaría con arrinconarme o herirme. Quería matarme.
Mientras volaba hacia mí, la esquivé con tanta habilidad como pude, moviendo los brazos de la misma forma que el torero engaña al ojo del toro. Se estrelló contra una caja de daddies usados, quedó de espaldas y agitó las piernas hacia arriba como para destriparme. Le golpeé en la sien con el puño. Hubo un ruido sordo, de huesos rotos, y se desplomó sobre la caja. Me agaché, le desconecté el moddy ilegal y lo metí con el resto de mi software. Laila no estaba inconsciente del todo, aunque sí aturdida. Tenía los ojos desenfocados y deliraba. Cuando estuviera mejor, se sentiría muy desgraciada. Busqué rápido algo en su tienda para llenar su injerto vacío. Abrí un paquete nuevo de moddies, creo que era una unidad didáctica, porque llevaba tres daddies. Algo sobre el modo de ofrecer cenas a los burócratas de Anatolia. Estaba seguro de que Laila lo encontraría fascinante.
Descolgué el teléfono y llamé al hospital donde me habían hecho la ampliación. Pedí por el doctor Yeniknani; cuando respondió, le expliqué lo sucedido. Me dijo que en cinco minutos saldría una ambulancia hacia la tienda de Laila. Quería que le diera el moddy a uno de los auxiliares. Le dije que todo lo que averiguase del moddy era confidencial, que no informara de ello a la policía ni a Friedlander Bey. Hubo un largo silencio, pero, al fin, el doctor Yeniknani accedió. Me conocía y confiaba más en mí que en Okking y «Papa» juntos.
La ambulancia llegó en veinte minutos. Vi como los dos auxiliares colocaban a Laila con cuidado sobre una camilla y la metían en la ambulancia. Confié el moddy a uno de ellos y le recordé que no se lo entregara a nadie que no fuese el doctor Yeniknani. Asintió apresuradamente y se sentó al volante. Vi la ambulancia alejarse, salir del Budayén hacia lo que la ciencia médica pudiera o no hacer por Laila. Me guardé mis dos adquisiciones y cerré la puerta de la tienda de la vieja. Luego salí de aquel infierno. Una vez en la acera, comencé a temblar.
Me jodía saber lo que había averiguado. Primero: suponiendo que el moddy ilegal perteneciese al degollador, ¿lo llevaba él o se lo ponía a sus víctimas? ¿Sabría un lobo gris o un tigre siberiano quemar a una persona indefensa con un cigarrillo? No, tenía más sentido imaginar el moddy conectado a una víctima enfurecida, puesta a buen recaudo. Eso en cuanto a las quemaduras de las muñecas, pero Tami, Abdulay y Nikki tenían el cráneo destrozado. ¿Qué hizo el asesino si la víctima no era un moddy? Tal vez comerse un caramelo y enfadarse toda la tarde.
Lo que tenía muy claro era que andaba en busca de un pervertido que necesitaba un animal salvaje y carnívoro enjaulado para que sus jugos brotasen. La idea de abandonarlo todo cruzó por mi mente; la repetida idea de dejarlo, a pesar de las blandas amenazas de Friedlander Bey. Esta vez llegué a imaginarme junto a la agrietada carretera, en espera del viejo autobús eléctrico con la muchedumbre de pasajeros encima. Se me revolvía el estómago y sólo tenía mucho espacio para moverme.
Era demasiado pronto para encontrar a «Medio-Hajj» y hablarle de convertirse en mi cómplice. Quizá a las tres o las cuatro estuviera en el Café Solace, junto con Mahmud y Jacques; hacía semanas que no les veía. Ni a Saied, desde la noche que mandó a Courvoisier Sonny a la Gran Ruta Circular del paraíso, o a algún otro lugar. Regresé a casa. Pensé sacar el moddy de Nero Wolfe, mirarlo y darle vueltas en mis manos un par de docenas de veces y quizá quitarle el envoltorio y averiguar si tendría que tragarme unas cuantas pastillas o una botella de tende para tener el valor de conectarme el maldito chip.
Cuando entré en mi apartamento, Yasmin se encontraba allí. Me sorprendió. Aunque ella estaba preocupada y dolida.
—Saliste ayer del hospital y ni siquiera me llamaste —gritó.
Se dejó caer en un rincón de la cama y me miró con enfado.
—Yasmin…
—Muy bien, dijiste que no querías que te visitara en el hospital y así lo hice. Pero pensé que nos veríamos en cuanto volvieses a casa.
—Quise hacerlo, pero…
—Entonces, ¿por qué no me llamaste? Apostaría a que estuviste aquí con otra.
—Anoche fui a ver a «Papa». Hassan me dijo que debía presentarme ante él.
Me dirigió una mirada de duda.
—¿Y estuviste allí toda la noche?
—No —admití.
—¿Pues a quién más viste? Respiré profundamente.
—Vi a Selima.
El mal humor de Yasmin se transformó en una repentina mueca de desprecio.
—Ah, ¿es eso lo que te mola ahora? ¿Cómo está? ¿Tan bien como su propaganda?
—Selima está en la lista, Yasmin. Con las «hermanas».
Me miró perpleja.
—Dime por qué no me sorprende. Le advertimos que tuviera cuidado.
—No basta con tener cuidado. No, a no ser que vivas en una cueva a cien leguas de tu vecino más cercano. Y ése no era el estilo de Selima.
—No.
Se hizo un breve silencio. Creo que Yasmin pensaba que ése tampoco era su estilo, que le estaba sugiriendo que eso mismo podía pasarle a ella. Bien, espero que lo pensase así porque era cierto. Siempre era cierto.
No le hablé del sangriento mensaje que el asesino de Selima me dejó en el baño de la suite del hotel. Alguien pensaba en Marîd Audran como en un tipo fácil, así que era el momento de que Marîd Audran se tomase las cosas a pecho. Además, decírselo no mejoraría el humor de Yasmin, ni el mío.
—Hay un moddy que quiero probar —dije. Levantó una ceja.
—¿Alguien que yo conozca?
—No, no lo creo. Es un detective sacado de unos viejos libros. Creo que puede ayudarme a poner fin a estos crímenes.
—Oh, oh. ¿Lo ha sugerido «Papa»?
—No. «Papa» no sabe lo que voy a hacer en realidad. Le dije que iría a la zaga de la policía y observaría las pistas a través de un cristal de aumento. Me creyó.
—A mí me parece una pérdida de tiempo.
—Y es una pérdida de tiempo, pero a «Papa» le gustan las cosas ordenadas. Él trabaja de modo firme, eficiente, más pesado y lento.
—A pesar de eso, lo hace.
—Sí. admito que lo consigue. Pero no quiero que me mire por encima del hombro, y coarte cada paso que yo dé. Voy a hacer este trabajo por él, sin embargo, lo haré a mi manera.
—No sólo haces el trabajo por él, Marîd. También por nosotros. Por todos nosotros. Y además, ¿recuerdas el 7 Ching? Decía que nadie te creería. Es ahora cuando debes obrar según lo que pienses que es correcto, y al final vencerás.
—Sí —repliqué con una sonrisa sombría—. Sólo espero que mi fama no sea póstuma.
—«No codicies aquello con lo que Alá ha distinguido a algunos de vosotros. De los hombres, la fortuna que han ganado; de las mujeres, la fortuna que han ganado. No os tengáis envidia, sino pedid la bondad de Alá. ¡Fijaos! ¡Alá es el conocedor de todas las cosas!»
—Muy bien, Yasmin, cítamelo. De repente, eres religiosa.
—Tú eres el que se preocupa por encontrar la devoción. Yo siempre he creído, aunque no lo practique.
—El ayuno sin la oración es como un pastor sin rebaño, Yasmin. Y tú ni siquiera ayunas.
—Sí, pero…
—Pero nada.
—Vuelves a cambiar de tema. Estaba en lo cierto, así que cambié de evasivas. —Ser o no ser, cariño, ésa es la cuestión. —Lancé el moddy al aire y lo recogí—. Qué es más noble…
—¿Vas a conectarte esa maldita cosa?
Respiré afondo.
— En el nombre de Dios —murmuré, y me lo conecté.
La primera sensación escalofriante fue la de ser engullido de repente por una fantástica masa de carne. Nero Wolfe pesaba un séptimo de tonelada, ciento cuarenta y cinco kilos, o más. Todos los sentidos de Audran creyeron que había ganado sesenta kilos en un instante. Cayó al suelo, aturdido, necesitado de aire. A Audran le habían advertido que pasaría un período de tiempo de adaptación a cada moddy que emplease; grabado de un cerebro vivo o programado para parecerse a un personaje de ficción, estaría pensado para el cuerpo ideal, no parecido al de Audran en muchos aspectos. Los músculos y nervios de Audran necesitaban un poco de tiempo para aprender a compensar. Nero Wolfe era mucho más gordo que Audran y también más alto. Cuando este último conectara el moddy, caminaría como Neto Wolfe; entendería las cosas con la facultad y la capacidad mental de Wolfe; acomodaría su imaginaría corpulencia a las sillas, con el cuidado y la delicadeza de Wolfe. A Audran le impresionó más de lo que esperaba.
Después de un momento, Wolfe oyó la voz de una mujer joven. Parecía preocupada. Audran seguía tendido en el suelo e intentaba respirar, además de, simplemente, tenerse en pie.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la joven.
Los ojos de Wolfe se convirtieron en unas pequeñas hendiduras en las rollizas bolsas que los rodeaban. La miró.
—Perfectamente, señorita Nablusi —respondió.
Se sentó despacio y ella se le acercó para ayudarle a incorporarse. Con la mano, él le indicó que no, aunque se apoyó un poco en ella para ponerse en pie.
Los recuerdos de Wolfe, ingeniosamente contenidos en el moddy, se mezclaron con los pensamientos, sensaciones, sentimientos y recuerdos ocultos de Audran. Wolfe dominaba varios idiomas: inglés, francés, español, italiano, latín, serbocroata y otros. No había espacio para recoger tantos daddies de lenguaje en un único moddy. Audran se preguntó cómo se dice en francés al-kalb y lo sabía: le chien. Claro que Audran ya hablaba un perfecto francés. Se preguntó al-kalb en inglés y en croata, pero se le escapaban: los tenía en la punta de la lengua, un hormigueo mental, uno de esos frustrantes lapsus de memoria. Audran y Wolfe no podían recordar quiénes hablaban croata o dónde vivían. Audran no conocía ese lenguaje hasta entonces. Todo eso le hizo sospechar la profundidad de su ilusión. Esperaba que no ocurriera en algún momento crucial cuando Audran dependiera de Wolfe para sacarle de una situación de vida o muerte.
—Fin —silbó Wolfe.
Ah, pero Nero Wolfe pocas veces se encontraba metido en situaciones comprometidas. Dejaba que Archie Goodwin corriera con la mayor parte de los riesgos. Wolfe descubriría a los asesinos del Budayén sentado tras su viejo despacho familiar —imaginariamente, por supuesto—, y razonaría la identidad de los asesinos. Entonces, la paz y la prosperidad descenderían una vez más sobre la ciudad y en todo el Islam resonaría el nombre de Marîd Audran.
Wolfe miró a la señorita Nablusi. Solía mostrar cierto rechazo por las mujeres, rechazo que, a veces, lindaba con la hostilidad más descarada. ¿Qué sentiría ante un transexual? Después de un momento de reflexión, el detective pareció sentir la misma desconfianza que demostraba por el crecimiento orgánico, nada artificialmente añadido, femenino en general. Casi siempre, se mostraba flexible y objetivo al evaluar a las personas; de otro modo, no habría podido ser un detective tan brillante. Wolfe no hubiese tenido dificultad en interrogar a la gente del Budayén, o comprender sus extravagantes actitudes y motivaciones.
Mientras su cuerpo se sentía cada vez más cómodo en el moddy, la personalidad de Marîd Audran se retiraba a la pasividad, limitándose a hacer sugerencias, mientras Wolfe adquiría más control. Estaba claro que llevar un moddy podía conducir a gastar un montón de dinero. Igual que el asesino que llevaba el moddy de James Bond había reformado su apariencia física y su vestuario para adaptarse a su asumida personalidad, también Audran y Wolfe, de repente, querían invertir en camisas y pijamas amarillos, contratar a uno de los mejores chefs del mundo y coleccionar cientos de raras y exóticas orquídeas. Todo eso tendría que esperar.
—Fin —refunfuñó Wolfe de nuevo.
Alargaron el brazo y se desconectaron el moddy.
De nuevo me sentí aturdido y desorientado y me encontré en mi propia habitación mirando mi mano, y el moddy que sostenía, con expresión estúpida. Volvía a encontrarme en mi propio cuerpo y en mi propia mente.
—¿Cómo ha estado? —preguntó Yasmin. La miré.
—Satisfactorio —respondí, y empleé la expresión más vehemente de Wolfe—. Lo hice —admití—. Tengo la sensación de que Wolfe será capaz de dilucidar los hechos y encontrarles sentido. Si es que lo tienen.
—Me alegra, Marîd. Y recuerda, si éste no es lo bastante bueno, hay mil moddies distintos que puedes probar.
Dejé el moddy en el suelo, junto a la cama, y me eché. Quizá debí aumentar mi cerebro hace mucho tiempo. Empecé a sospechar que yo había perdido una apuesta, que estaba equivocado y que los demás tenían razón. Bien, ya era mayorcito y podía admitir mis errores. No en voz alta, por supuesto, y nunca a nadie como Yasmin, que jamás me permitiría olvidarlo. Pero en lo más profundo de mi ser, yo lo sabía y mi temor me había impedido modificar antes mi cerebro; sentía que podía superar cualquier moddy con mi buen sentido innato y un hemisferio cerebral atados a la espalda. Descolgué el teléfono y llamé a «Medio Hajj» a su casa. Todavía no había ido a comer y me prometió pasarse por mi apartamento en unos minutos. Le dije que tenía un pequeño regalo para él.
Yasmin yacía junto a mí mientras esperábamos que Saied llegase. Puso su brazo alrededor de mi pecho y descansó su cabeza en mi hombro.
—Marîd —murmuró con ternura—, me siento muy orgullosa de ti.
—Yasmin —dije despacio—, ¿sabes que, en realidad, estoy asustado de mis habilidades?
—Lo sé, cielo; también yo. Pero ¿y si no te hubieras metido en todo esto? ¿Qué pasa con Nikki y los demás? ¿Y si matan a más personas, personas a las que tú hubieras podido salvar? ¿Cómo te sentirías?
—Haremos un trato, Yasmin: seguiré adelante, haré lo que pueda y correré todos los riesgos que no pueda evitar. Pero deja de repetirme todo el tiempo que hago lo correcto y que estás tan orgullosa de que quizá me maten dentro de media hora. Dar ánimo en los asientos de los reservados es bueno para tu moral, pero a mí no me sirve lo más mínimo; al cabo de un rato resulta pesado, y eso no hará que las balas y los cuchillos reboten en mi piel. ¿De acuerdo?
Estaba herida, pero quise decir, exactamente, las palabras pronunciadas. Debía cortar con todo eso de: «¡Ve a por ellos y atrápalos, chico!». Sentía haberme mostrado tan duro con Yasmin. Para disimular, me levanté y fui al lavabo. Cerré la puerta y me llené un vaso con agua. En mi apartamento, el agua está caliente siempre, ya sea verano o invierno, y raras veces tengo hielo en el congelador. Pasado un rato puedes beber el agua tibia con partículas flotantes suspendidas en ella. Yo no. Todavía estoy en ello. Me gustan los vasos de agua que no tengan un aspecto amedrentador.
Cogí la caja de píldoras de mis téjanos y saqué un puñado de soneínas. Eran las primeras que me tomaba desde mi salida del hospital. Como algunas clases de adictos, yo celebraba mi abstinencia rompiéndola. Me puse las soneínas en la boca y tomé un trago de agua templada. Pensé que eso me daría marcha. Un par de soneínas y unos cuantos trifets son mejor que un estadio lleno de gente con buenos deseos y sus sábanas de banderas. Cerré la caja de píldoras despacio. ¿Quizá intentaba que Yasmin no lo oyera? ¿Por qué? Después, tiré de la cadena. Entonces regresé a la habitación.
Me hallaba a medio camino cuando Saied llamó a la puerta.
—Bismillah —dije, y la abrí.
—Sí, tienes razón —repuso «Medio Hajj».
Entró en la habitación y se dejó caer en un extremo del colchón.
—¿Qué es lo que tienes para mí?
—Ahora está ampliado, Saied —le informó Yasmin.
«Medio Hajj» se volvió hacia ella, despacio, y le ofreció una desenfrenada mirada de las suyas. Otra vez se hallaba en el lado duro de su mente. El lugar de una mujer está en ciertas zonas de la casa, que se la vea pero que no se la oiga, quizá ni que se la vea si sabía qué convenía.
«Medio Hajj» me miró y asintió.
—A mí me modificaron cuando tenía trece años —dijo.
Yo no iba a empuñar las armas contra él por nada. Me recordé a mí mismo que le estaba pidiendo que me ayudara y que para él sería muy peligroso. Le ofrecí el moddy de Archie Goodwin, que cogió fácilmente con una mano.
—¿Quién es? —me preguntó.
—Un detective de unos libros antiguos. Trabaja para el mejor detective del mundo. El jefe es grande y gordo, y nunca sale de su casa, así que Goodwin le hace el trabajo de calle. Goodwin es joven, guapo e inteligente.
—Oh, oh. Y supongo que este moddy es un regalo de fin del Ramadán. Un poco tarde, ¿no?
—No.
—Aceptas el dinero de «Papa» y la operación en el cerebro y vas detrás de quien se dedica a despachar a nuestros amigos y vecinos. Ahora quieres que me conecte a este fuerte y seguro Goodwin, y cabalgue contigo en pos de la aventura.
—Necesito a alguien, Saied. Tú eres la primera persona en la que he pensado.
Eso pareció halagarle, aunque todavía distaba bastante del entusiasmo.
—No es mi línea.
—Conéctatelo, y la será.
Lo miró por los dos lados y se dio cuenta de que estaba bien. Se quitó la keffiya, que se la colocaba como una especie de turbante, se desconectó el moddy que llevaba, y se enchufó el de Archie Goodwin.
Le acompañé al lavabo. Vi como su mirada se desenfocaba y luego sufría una sutil transformación. Parecía más relajado, más inteligente. Me dedicó una irónica y divertida sonrisa, me estaba tanteando y también a los nuevos contenidos de su mente. Paseó su mirada por toda la habitación, como si más tarde tuviera que hacer una detallada descripción de todo. Esperó, me observó medio insolente medio devoto. Sabía que no me veía a mí, estaba viendo a Nero Wolfe.
Las actitudes y la personalidad de Goodwin atrajeron a Saied. Le encantó la oportunidad de dirigirme los sardónicos comentarios de Goodwin. Le gustó la idea de ser devastadoramente seductor con ese moddy. Incluso sería capaz de superar su propia aversión a las mujeres.
—Tenemos que discutir el salario —dijo.
—Por supuesto. Ya sabes que Friedlander Bey sufraga mis gastos.
Sonrió. Pudo ver habitaciones costosas, cenas íntimas y baile en el Flamingo sobrevolando su rectificada mente.
De repente, la sonrisa cedió. Estaba repasando los recuerdos artificiales de Goodwin.
—He tenido que repartir puñetazos más de una vez, trabajando para ti —dijo pensativo.
Moví rápido el dedo hacia él, al modo de Wolfe.
—Eso forma parte de tu trabajo. Archie, y eres consciente de ello. Suponía que ésa era la parte que más te gustaba.
La sonrisa volvió a su rostro.
—Y tú disfrutas suponiendo sobre mí y mis ideas. Bien, adelante, ése es el único ejercicio que haces. Debes tener razón. De cualquier modo, hace mucho que no tenemos un caso en el que trabajar.
Quizá debí conectarme mi moddy del detective; contemplar la imitación de «Medio Hajj» sin él resultaba casi molesto. Le devolví un gruñido de Wolfe, porque eso era lo que él esperaba, y me detuve.
—Entonces, ¿me ayudarás? —le pregunté. —Un minuto.
Saied se desconectó el moddy y se puso el suyo. A él le costaba menos pasar de un moddy, a su cerebro desnudo y a un segundo moddy. Claro que, como él decía, llevaba así desde los trece años. Yo sólo lo había hecho una vez, hacía unos minutos. Me dio un amargo repaso, de arriba abajo y de abajo arriba. Cuando empezó a hablar, supe en seguida que no llevaba el moddy adecuado. Sin el moddy de Goodwin que le hiciera parecer todo divertido, romántico y excitantemente arriesgado, «Medio Hajj» no iba a hacerlo. Se acercó a mí y me habló con las mandíbulas apretadas y tensas.
—Mira, siento de verdad que Nikki fuera asesinada. Me molesta que alguien haya exterminado a las «Viudas Negras», aunque nunca fuéramos amigos. No es bueno para nadie. En cuanto a Abdulay, encontró lo que andaba buscando y, si me preguntas, lo tenía más que merecido. Así, por Nikki, llegamos a una contienda de odio entre tú y algún cerebro rabioso. Me parece maravilloso que tengas de tu lado a todo el Budayén y a «Papa». Sin embargo, no sé cómo tienes el maldito valor de pedirme que te proteja de todo lo malo que pueda ocurrirte. —Y al hablar, me golpeó en el pecho con un dedo que era como una vara de hierro—. Tú recibirás la recompensa, de acuerdo, aunque crees que puedes endosarme los agujeros de bala y las heridas de navaja. Bien, Saied ve lo que te propones. Saied no es tan loco como tú crees. —Resopló, casi asombrado de mi audacia—. Aunque salgas de todo esto con vida, magrebí, aunque todo el mundo te considere una especie de héroe, tendremos que resolver este asunto entre nosotros.
Me miró con expresión feroz y rostro encendido, mientras los músculos de su mandíbula intentaban serenarse lo bastante como para que su rabia se canalizase de modo coherente. Al final, desistió. Durante unos segundos pensé que iba a pegarme. No me moví lo más mínimo. Esperé. Levantó su puño, titubeó, agarró el moddy de Archie Goodwin con su otra mano, lo tiró al suelo, lo siguió unos centímetros mientras se deslizaba por la habitación, levantó un pie y lo dejó caer, aplastando el moddy bajo el pesado tacón de madera de su bota de cuero. El armazón del moddy saltó en pedazos y trozos de vivos colores del circuito interno volaron en todas direcciones. «Medio Hajj» contempló un momento el moddy destrozado, sus ojos parpadeaban estúpidamente. Luego, levantó la mirada despacio hacia mí.
—¿Sabes lo que bebe ese tipo? —gritó—. Bebe leche, ¡maldita sea!
Muy ofendido, Saied se dirigió hacia la puerta.
—¿Adonde vas? —preguntó Yasmin con voz tímida. Él la miró.
—A buscar el mayor bistec de la ciudad y devolverlo a donde pertenece. A pasar un buen rato en honor de lo cerca que he estado de que tu novio me condujese a la muerte.
Abrió la puerta de la calle y salió pisando fuerte, dando un portazo.
Me reí. Había sido una gran actuación, justo el alivio que yo necesitaba. No contaba con que Saied estuviera asustado, pero los dos asesinos no hacían de éste un asunto trivial; estaba seguro de que a «Medio Hajj» se le pasaría el enfado muy pronto. Si, pese a lo que parecía, yo terminaba siendo un héroe, él se encontraría entre la minoría poco popular, pasando por un malévolo envidioso. Estaba convencido de que Saied nunca estaría en un grupo impopular si podía hacer algo por evitarlo. Sólo tenía que seguir viviendo lo bastante para que «Medio Hajj» volviese a ser mi amigo.
Creo que mi buen humor coincidió con la subida de las soneínas. Me dije a mí mismo: «¿Ves cómo te han ayudado a mantener el control? ¿Qué bien nos habría hecho liarme a puñetazos con Saied?».
—¿Ahora, qué? —preguntó Yasmin.
Me hubiera gustado que no me lo preguntara.
—Buscaré otro moddy, como me has sugerido. Mientras tanto, reuniré toda la información como «Papa» quiere, trataré de ordenarla y ver si se puede seguir un modelo o una línea de investigación definidos.
—Te estabas portando como un cobarde, ¿no, Marîd?, cuando evitabas los injertos cerebrales.
—Sí. estaba asustado. Tú lo sabes. Pero no se trataba de cobardía. Era como si estuviera retrasando lo inevitable. En estos últimos tiempos, me he sentido como Hamlet. Aunque admites que el hecho de tener miedo es algo inevitable, no estás seguro de que vayas a hacer lo correcto. Quizá Hamlet pudo haber resuelto las cosas de otra manera, con un poco menos de sangre, sin forzar la mano de su tío. Quizá aumentar mi cerebro sólo parezca lo correcto. Quizá estoy olvidando algo obvio.
—Si te engañas a ti mismo de ese modo, más gente morirá. Puede que incluso tú. No olvides que si medio Budayén sabe que vas tras el rastro de los asesinos, ellos también.
Eso no se me había ocurrido. Ni siquiera las soneínas pudieron animarme ante ese notición.
Una hora más tarde, estaba en la oficina del teniente Okking. Como era habitual, no demostró mucho entusiasmo al verme.
—Audran —dijo—, ¿has encontrado otro cadáver para mí? Si el mundo está en orden, te arrastrarás hasta aquí, mortalmente herido, desesperado por conseguir mi perdón antes de palmarla.
—Lo siento, teniente —dije. —Bueno, puedo soñarlo, ¿no?
Ya salam, siempre tan condenadamente gracioso.
—Se supone que debo trabajar más de acuerdo contigo, y se supone que tú has de cooperar voluntariamente conmigo. «Papa» cree que es mejor si aunamos nuestra información.
Parecía como si acabara de oler algo en descomposición. Murmuró unas palabras ininteligibles entre dientes.
—No me gusta que meta su manaza, Audran, y se lo puedes decir de mi parte. Va a hacerme más difícil cerrar este caso. Friedlander Bey corre peligro al inmiscuirte en los asuntos de la policía.
—Él no lo ve así.
Okking asintió con displicencia.
—Está bien, ¿qué quieres que te cuente? Me senté y traté de parecer indiferente.
—Todo lo que sepas sobre Lutz Seipolt y el ruso que mataron en el club de Chiri.
Okking estaba sorprendido. Le costó un momento recuperar la compostura.
—Audran, ¿qué posible relación puede existir entre ambos?
Ya habíamos pasado por eso. Sabía que sólo rehuía la respuesta.
—Debe haber varios motivos o algún conflicto mayor que no alcanzo a comprender y que se desarrolla en el Budayén.
—No necesariamente. El ruso no formaba parte del Budayén. Era un político sin importancia que puso una vez el pie en tu territorio porque le pediste que se reuniera contigo allí.
—Cambias de conversación muy bien, Okking. Responde a mi pregunta: ¿de dónde es Seipolt y qué es lo que hace?
—Llegó a la ciudad hace tres o cuatro años, procedente de algún lugar del Cuarto Reich, de Frankfurt, creo. Se estableció como agente de importación-exportación, ya sabes lo vaga que es esta descripción. Su negocio principal es la alimentación y las especias, café, algo de algodón y tejidos, alfombras orientales, piezas viejas de cobre y bronce, joyería barata, cristal Muski de El Cairo y otras cosillas. Es importante en la comunidad europea, parece sacarle provecho y nunca ha presentado ningún signo de estar implicado en ninguna operación ilícita de comercio internacional a gran escala. Eso es todo lo que sé.
—¿Imaginas por qué me apuntó con una pistola cuando le hice algunas preguntas sobre Nikki?
Okking se encogió de hombros.
—Tal vez le guste la intimidad. Mira, por tu aspecto, no pareces el tipo más inocente del mundo, Audran. Quizá pensó que ibas a sacarle un arma y escaparte con su colección de esculturas antiguas, escarabajos y ratones momificados.
—Entonces, ¿has estado en su casa? Okking sacudió la cabeza.
—Tengo informes —dijo—. Soy un influyente oficial de policía, ¿recuerdas?
—Está bien, lo olvidaré. El ángulo Nikki-Seipolt es un callejón sin salida. ¿Y sobre el ruso, Bogatyrev?
—Era un ratón que trabajaba para los bielorrusos. Primero se pierde su hijo y luego tiene la mala suerte de parar esa bala de James Bond. Todavía guarda menos relación que Seipolt con los otros crímenes.
Sonreí.
—Gracias, teniente. Friedlander Bey quiere que me asegure de que no ocultas ninguna prueba. De verdad que no deseo interrumpir tu investigación. Dime qué debo hacer ahora.
Hizo una mueca.
—Te sugeriría que salieras en una misión en busca de hechos a Tierra del Fuego o a Nueva Zelanda o a cualquier lugar fuera de mi vista, pero te reirías y no me tomarías en serio. Así que interroga a cualquiera que pueda tener un motivo contra Abdulay o entérate de si alguien en particular quería matar a las «Viudas Negras». Investiga si alguna de las «hermanas» fue vista con un desconocido o un sospechoso poco antes de que las mataran.
—Está bien —dije, poniéndome en pie.
Acababa de recibir la primera lección sobre medios evasivos, pero quería que Okking creyera que me había derrotado. Era posible que tuviera algunas pistas que no quisiera compartir conmigo, pese a lo que «Papa» había dicho. Eso explicaría su deliberada mentira. Fuera cual fuese la razón, yo planeaba volver pronto, cuando Okking no estuviera, y utilizar los registros del ordenador para profundizar un poco más en los datos de Seipolt y Bogatyrev.
Al llegar a casa, Yasmin señaló la mesa.
—Alguien ha dejado una nota para ti.
—¿Ah, sí?
—La deslizaron por debajo de la puerta y llamaron. Fui a abrir y no vi a nadie. Bajé la escalera, pero tampoco había nadie en la acera.
Sentí un escalofrío. Abrí el sobre. Contenía un corto mensaje impreso en papel de ordenador. Decía:
AUDRAN:
¡TÚ ERES EL SIGUIENTE!
JAMES BOND SE HA IDO.
AHORA SOY OTRA PERSONA, ¿ADIVINAS QUIÉN?
PIENSA EN SELIMA Y LO SABRÁS.
NO QUIERO HACERTE NINGÚN FAVOR, PORQUE ¡PRONTO ESTARÁS MUERTO!
—¿Qué dice? —preguntó Yasmin.
—Oh, nada —respondí.
Sentí un pequeño temblor en mi mano. Me alejé de Yasmin, arrugué el papel y me lo metí en el bolsillo.