19

Eso no es lo que tú deseas.

Audran le miró. Wolfe estaba sentado como una estatua satisfecha de sí misma, con los ojos medio cerrados, los labios un poco hacia afuera, metiéndolos y sacándolos. Movió la cabeza una fracción de milímetro y me miró.

—Eso no es lo que tú deseas —repitió.

—Sí, lo deseo —gritó Audran—. Quiero que todo esto acabe.

—Sin embargo… —levantó un dedo y lo movió—, tienes la esperanza de que exista una solución fácil, alguna que no amenace peligro o, lo que es aún peor, tu modo de pensar, horrible. Si Nikki ha sido asesinada limpia y llanamente, debías haber capturado sin piedad a sus asesinos. De esa manera, la situación se ha hecho más repulsiva todavía y sólo deseas esconderte de ella. Mira dónde estás, acurrucado en la despensa de un pobre y humilde fellah.

Le miró con desaprobación.

Audran sintió su censura.

—¿Quieres decir que no lo he hecho bien? Tú eres el detective, no yo. Sólo soy Audran, el negro que se sienta en el bordillo con las tazas de plástico y el resto de la basura. Tú siempre dices que ningún radio conducirá a la hormiga al centro de la circunferencia.

Sus hombros se levantaron medio centímetro, y luego se dejaron caer. Estaba siendo compasivo.

—Sí, lo digo. Pero si la hormiga recorre los tres cuartos de la circunferencia antes de elegir un radio, puede perder algo más que tiempo.

Audran separó sus manos, indefenso.

—Me encuentro cerca del centro a mi torpe modo. Así que, ¿por qué no empleas tu excéntrico genio y me dices dónde puedo encontrar a ese otro asesino?

Wolfe apoyó las manos en los brazos de su sillón y se levantó. Tenía una expresión severa y apenas se percataba de mi presencia mientras caminaba. Era el momento de dedicarse a sus orquídeas, que, junto con la comida, eran lo más importante del mundo para él.


Cuando me quité el moddy y volví a ponerme los daddies especiales, me hallaba sentado en el suelo de la despensa de Jarir, con la cabeza entre las rodillas. De nuevo con los daddies, me sentía invencible, sin hambre, cansancio, sed, miedo ni furia. Apreté la mandíbula y me pasé la mano por el desgreñado cabello; había hecho cosas magníficas. Échate a un lado, amigo, esto es un trabajo para…

Para mí, creo.

Miré el reloj y vi que la noche empezaba. Muy bien; todos los pequeños degolladores y sus víctimas habrían salido ya.

Deseaba demostrarle a ese gordo de Nero Wolfe que la gente real tiene también astucia. Quería vivir el resto de mis días sin sentirme siempre como si me hubiera rendido en los últimos segundos. Eso significaba atrapar al asesino de Nikki. Saqué el sobre del dinero y conté los billetes. Había más de cincuenta y siete mil kiam. Esperaba que fueran poco menos que cinco. Contemplé el dinero durante largo rato. Luego, lo dejé a un lado, saqué mi caja de píldoras y me tragué doce paxium sin agua. Salí de la pequeña habitación y de casa de Jarir sin decirle una palabra.

Las calles de esa zona de la ciudad estaban ya desiertas, aunque cuanto más me aproximaba al Budayén, más gente veía. Atravesé la puerta Este y fui «Calle» arriba. Tenía la boca seca a pesar de que se suponía que los daddies bloqueaban la conexión con mis glándulas endocrinas. Era bueno no estar asustado, porque me sentía muerto de miedo. Me crucé con «Medio Hajj», que me dijo unas palabras; me limité a asentir y me largué, como si se tratara de un perfecto extraño. Debía haber una convención o una excursión por la ciudad porque recuerdo pequeños grupos de extranjeros pasear por la «Calle», mirando los clubs y los cafés. No me importaba andar entre ellos. Me abrí paso a empujones.

Cuando llegué a la tienda de Hassan, encontré cerrada la puerta principal. Me detuve y la contemplé como un estúpido. No recordaba haberla visto así jamás. De haberme encontrado solo, hubiera informado a Okking; pero no estaba solo. Tenía a mis daddies, así que di una patada a la cerradura de la puerta, una, dos, tres y, por fin, se abrió.

Por supuesto, Abdul-Hassan, el chico americano de la «Calle», no se hallaba en su taburete, en la habitación vacía. Atravesé la tienda en dos o tres zancadas y descorrí la cortina. Tampoco encontré a nadie en la trastienda del almacén. Me interné en una zona oscura, entre los embalajes de madera apilados y salí por la puerta de hierro hasta el callejón. Había otra puerta de hierro en el edificio de enfrente; detrás de ella estaba la habitación en la que yo había pactado la corta libertad de Nikki. Me dirigí hacia allí y llamé con fuertes golpes. No obtuve respuesta. Volví a llamar. Por fin, una voz me dijo algo en inglés.

—Hassan —grité.

La débil voz repuso algo, se extinguió unos segundos y después gritó otra cosa. Me prometí a mí mismo que si salía de ésa le compraría un daddy de árabe a ese chico. Saqué el sobre del dinero y lo agité, mientras chillaba:

—¡Hassan! ¡ Hassan!

Después de unos segundos, la puerta se abrió de golpe. Saqué un billete de mil kiam y lo puse en la mano del chico, mientras le enseñaba el resto del dinero y le decía:

—¡Hassan! ¡Hassan!

Él cerró de un portazo, y mis mil kiam desaparecieron.

Un instante después volvió a abrir, para lo cual yo estaba totalmente preparado. La agarré del filo y tiré con fuerza, arrebatando la puerta del dominio del chico. Gritó y se balanceó con ella, mas la soltó. Abrí y me doblé cuando el chico me propinó una patada tan fuerte como pudo. Lo tenía muy cerca para alcanzarle, aunque todavía podía dejarme malherido. Le agarré del puño de la camisa y le sacudí unas cuantas veces; luego, golpeé la parte posterior de su cabeza contra la pared y le dejé caer en el callejón lleno de desperdicios. Recuperé el aliento, los daddies hacían un buen trabajo, mi corazón latía como si estuviera mariposeando con Fazluria y no jugándome la vida. Sólo me detuve para agacharme y arrebatar al muchacho americano el billete de mil kiam que todavía conservaba. «Ten cuidado con los fíq», me decía siempre mi madre.

En la planta baja no encontré a nadie. Pensé en cerrar y bloquear la puerta de hierro a mis espaldas, para que el muchacho americano u otro fantasma no se colara sin que me enterase, pero creí que podría necesitar una salida en caso de apuro. Sin hacer ruido, caminé despacio y con cuidado hacia la escalera que había a mi derecha, contra la pared. Sin los daddies, yo habría sido otra persona, susurrando al oído de un extraño en algún idioma romántico. Saqué mi tira de daddies y los repasé. Mis dos injertos corímbicos no estaban al completo, todavía podía conectarme otros tres, pero ya llevaba casi todos los que pensaba necesitaría en un momento crítico. A decir verdad, todos menos uno, el daddy negro especial que afectaba directamente a mis células de castigo. Nunca pensé que utilizaría uno de ésos por mi propia voluntad, pero si debía enfrentarme a alguien como Xarghis Moghadhil Khan otra vez, con nada más que un cuchillo para la mantequilla, sería mejor combatirle como una fiera salvaje y furiosa que como un lloriqueante y racional ser humano. Cogí el daddy negro en mi mano derecha y subí la escalera.

En la habitación superior había dos personas.

Hassan sonreía vagamente, con una mirada algo distraída; se hallaba de pie en un rincón y se frotaba los ojos. Parecía adormilado.

—Audran, hijo mío —dijo.

—Hassan —le respondí.

—¿Te dejó pasar el chico?

—Le di mil kiam y no lo pensó dos veces. Luego, le quité los mil de las manos.

Hassan me dirigió una sonrisa.

—Le tengo cariño al chico, como ya sabes, pero es americano.

No estoy seguro de si eso significaba: «Es americano, por lo tanto un poco estúpido» o «Es americano, hay muchos más».

—No nos molestará —aseguré.

—Muy bien, excelente —dijo Hassan.

Sus ojos se volvieron rápidos hacia el teniente Okking, que yacía en el suelo con los brazos y las piernas extendidos, y las muñecas y los tobillos atados con cuerdas de nylon a anillas empotradas en la pared. Era obvio que Hassan ya había utilizado esa instalación antes. La espalda, las piernas, los brazos y la cabeza de Okking estaban llenos de quemaduras de cigarrillo y largos hilos de sangre manaban de sus cortes. Si él gritaba, no me enteré, porque los daddies hacían que todos mis sentidos se concentrasen en Hassan. Okking estaba vivo aún. De eso sí me di cuenta.

—Por fin cazaste al policía —exclamé—. ¿No te apena que su cerebro no esté modificado? Te gusta emplear tu moddy ilegal, ¿no?

Hassan enarcó una ceja.

—Es una pena —dijo—. Pero, por supuesto, creo que tu injerto bastará. Esperaba esto con gran placer. Te doy las gracias, hijo mío, por sugerir lo del policía. Creía que mi invitado era un estúpido por su modo tan necio de actuar. Tú insististe en que ocultaba información. Yo no podía correr el riesgo de que estuvieras en lo cierto.

Fruncí el ceño y miré el retorcido cuerpo de Okking. Me prometí que más tarde, cuando estuviera en mi propia mente, me pondría enfermo.

—Desde el primer momento, pensé que había dos asesinos con moddies —comenté, como si sólo estuviéramos discutiendo el precio de los butacuálidos—. He sido tan estúpido… , resultó ser un moddy y un chiflado pasado de moda. Intentaba vencer a un malhechor internacional de alta tecnología y resulta ser el viejo verde del vecindario. ¡Qué pérdida de tiempo, Hassan! Me avergüenza recibir dinero de «Papa» por esto.

Mientras le hablaba, me acercaba despacio a él, y miraba a Okking, sacudía mi cabeza y actuaba como un amable sargento de policía en una película, tratando de persuadir a un desesperado palurdo de no arrojarse desde un saliente. Os doy mi palabra, es mucho más difícil de lo que parece.

—Friedlander Bey te ha pagado los últimos kiam que has visto en tu vida.

Hassan parecía triste de verdad.

—Puede que sí, puede que no —repuse, mientras me desplazaba despacio. Mis ojos permanecían fijos en los gruesos y rollizos dedos de Hassan, que envolvían un barato cuchillo árabe curvo—. He estado tan ciego… Trabajas para los rusos.

—Por supuesto —dijo Hassan, exaltado.

—Y tú secuestraste a Nikki.

Me miró con expresión de sorpresa.

—No, hijo mío, Abdulay la secuestró, no yo.

—Pero él cumplía tus órdenes.

—Las de Bogatyrev.

—Abdulay la raptó de la villa de Seipolt.

Hassan se limitó a asentir.

—Así que todavía seguía con vida la primera vez que interrogué a Seipolt. Estaba en algún lugar de la casa. El la quería viva. Y cuando regresé a pedirle explicaciones, ya había muerto.

Hassan me miró, mientras acariciaba el filo del cuchillo.

—Tras la muerte de Bogatyrev, la mataste y te deshiciste de su cuerpo. Luego asesinaste a Abdulay y a Tami para protegerte a ti mismo. ¿Quién le obligó a escribir las notas?

—Seipolt, oh, inteligentísimo.

—Entonces, Okking es el último. El único que podía relacionarte con los asesinatos.

—Y, por supuesto, tú.

—Por supuesto —dije—. Eres un actor muy bueno, Hassan. Me has engañado. Si no hubiera encontrado tu moddy ilegal y algunas cosas que relacionaban a Nikki con Seipolt, no hubiera tenido ninguna pista. —Sus dientes relucían en un exaltado gruñido—. Tú y los asesinos alemanes hicisteis un excelente trabajo. Nunca sospeché de ti hasta que me di cuenta de que cualquier información importante pasaba por tus manos. De «Papa» a mí; de mí a «Papa». Estuvo ante mis narices todo el tiempo, lo único que tenía que hacer era verlo. Por fin, se me ocurrió; eras tú, tú y tus malditos gordos, cortos y anchos dedos.

Estaba tan sólo a unos treinta centímetros de Hassan, dispuesto a dar otro paso con precaución, cuando me disparó.

Tenía una pequeña pistola blanca y lanzó una hilera de agujas en el aire en un gran arco circular. Las dos últimas agujas del cargador me dieron en el costado, justo bajo mi brazo izquierdo. Apenas las sentí, casi como si se le hubieran clavado a otra persona. Sabía que dentro de unos momentos comenzarían a dolerme mucho, y una parte de mi mente, tras los daddies, se preguntaba si estarían impregnadas o sólo eran afilados pedazos de metal para herir mi cuerpo. Si estaban drogadas o envenenadas, en seguida lo sabría. Era un momento desesperado. Había olvidado por completo que llevaba un arma conmigo. No pensaba ni por lo más remoto en mantener un duelo con Hassan. Cogí el daddy negro y lo puse en su sitio, aunque estaba derrumbándome por las heridas.

Fue como… , fue como estar atado a una mesa y tener a un dentista perforando el paladar de mi boca. Fue como estar al borde de un ataque epiléptico y no sufrirlo, deseando que se esfumase o tenerlo y acabar de una vez. Fue como si las luces más brillantes del mundo destellaran ante mis ojos, los sonidos más fuertes estallaran en mis oídos, demonios que lijaban mi carne, indescriptibles, abominables olores embotaban mi nariz, el más inmundo estiércol en mi garganta. Con gusto habría muerto sólo para que todo aquello cesara.

Yo quería matar.

Agarré a Hassan por las muñecas e hinqué los dientes en su garganta. Sentí su sangre caliente salpicándome el rostro. Recuerdo haber pensado en su maravilloso sabor. Hassan gritó de dolor. Me golpeó la cabeza, mas no podía liberarse del enloquecido animal que tenía sobre sí. Se tambaleó y cayó al suelo. Se vio perdido, puso otro cargador en su pistola y volvió a dispararme, y otra vez me abalancé sobre su garganta. Le arranqué la tráquea con los dientes y hundí mis tensos dedos en sus ojos. Sentí su sangre correr por mis brazos. Los gritos de Hassan eran horribles, dementes, pero casi fueron ahogados por los míos. El daddy negro me torturaba todavía, ardía en mi cabeza como ácido. Ni la locura, ni la enfurecida y salvaje ferocidad de mi ataque aliviaban mi tormento. Corté, desgarré y destripé el ensangrentado cuerpo de Hassan.

Mucho más tarde, me desperté, tranquilo, en el hospital. Habían transcurrido once días. Supe que había mutilado a Hassan hasta que ya no le quedaba vida y que, a pesar de eso, no me había detenido. Había vengado a Nikki y a todos los demás, pero logrado también que cada crimen de Hassan pareciera un inocente juego de niños. Había golpeado y destrozado el cuerpo de Hassan hasta que apenas era posible identificarle.

Después, había hecho lo mismo con Okking.

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