9

El timbre del teléfono me despertó. Esta vez fue más fácil encontrarlo. Ya no tenía puestos los téjanos, donde solía llevarlo, ni la camisa de la noche anterior. Yasmin había decidido que era más cómodo tirarlos que intentar quitarles las manchas. Además, dijo que no quería pensar en la sangre de Sonny cada vez que recorriera mi muslo con sus uñas. Tenía otras camisas, los téjanos eran otra cuestión. Mi primer asunto del jueves sería buscar unos nuevos.

Así lo había planeado, pero aquella llamada telefónica lo alteró.

—¿Sí? —dije.

—¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Cómo estás?—Alabado sea Alá —dije—, ¿quién es?

—Te pido perdón, oh, inteligentísimo, creí que reconocerías mi voz. Soy Hassan.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir.

—Hola, Hassan. Friedlander Bey me contó anoche lo que le pasó a Abdulay. Me consuela que tú estés bien.

—Que Alá te bendiga, querido. De hecho, te llamo para transmitirte una invitación de Friedlander Bey. Desea que vayas a su casa a comer con él. Te enviará un coche con chófer.

Ésa no era mi forma favorita de empezar el día.

—Creí haberle persuadido anoche de que yo era inocente.

Hassan se rió.

—No tienes por qué preocuparte. Es una simple invitación amistosa. A Friedlander Bey le gustaría reparar la tensión nerviosa que te hizo pasar. También hay una o dos cosas que le gustaría preguntarte. Podría haber mucho dinero para ti, Marîd, hijo mío.

No me interesaba el dinero de «Papa», pero no podía rechazar su invitación, eso no se hacía en su ciudad.

—¿Cuándo llegará el coche? —pregunté.

—Muy pronto. Despéjate y escucha con atención cualquier sugerencia que Friedlander Bey te haga. Si eres listo, le sacarás provecho. —Gracias, Hassan. —No se merecen —dijo, y colgó.

Me recosté en la almohada y pensé. Años atrás, me había prometido a mí mismo que jamás aceptaría dinero de «Papa», aunque fuera un pago legítimo por un servicio prestado, pues hacerlo te incluía en la extensa categoría de sus «amigos y representantes». Yo era un agente independiente y tenía que ir con mucho cuidado esa tarde si quería conservar mi estado.

Yasmin todavía dormía y no iba a molestarla, Frenchy no abría hasta la puesta de sol. Fui al lavabo, me lavé la cara y los dientes. Tendría que ir a casa de «Papa» vestido con el traje local. No le di importancia. «Papa» lo interpretaría como un cumplido. Eso me recordó que debía llevarle algún regalito, se trataba de una entrevista completamente distinta a la de la noche anterior. Terminé mi breve aseo y me vestí, cambié la kefiyya por el gorro de punto de mi lugar de origen. Metí el dinero, el teléfono y las llaves en mi bolsa, eché un vistazo al apartamento con un vago presentimiento y salí. Debí dejar una nota a Yasmin explicándole adonde iba, pero pensé que si no regresaba jamás, la nota no iba a servirme de nada.

Una lluvia acompañaba al sol de la cálida tarde. Fui a una tienda cercana, compré una cesta de frutas variadas y regresé a la puerta del edificio de mi apartamento. Disfruté del olor fresco y limpio de la lluvia sobre la acera. Vi una gran limusina negra que me esperaba con el motor en marcha. Un chófer uniformado se hallaba en el portal de mi edificio, resguardándose de la fina lluvia. Me saludó al acercarme y me abrió la portezuela trasera del costoso automóvil. Entré dirigiendo una silenciosa oración a Alá y oí el golpe de la puerta al ser cerrada. Poco después el coche se puso en movimiento hacia la gran casa de Friedlander Bey.

Un guardia uniformado custodiaba la puerta del alto muro, cubierto por la hiedra, que el coche cruzó. El camino, pavimentado de grava, serpenteaba grácil por entre un paisaje dispuesto con sumo cuidado. Una profusión de vivaces flores tropicales brotaban por todas partes y, tras ellas, las altas palmeras y los bananeros. El efecto era más natural y alegre que los artificiales arreglos que rodeaban la casa de Lutz Seipolt. La conducción era lenta, los neumáticos del coche arrancaban chasquidos de la grava. Intramuros todo permanecía silencioso y tranquilo, como si «Papa» hubiera conseguido aislarse del ruido y del clamor de la ciudad, y también de los visitantes indeseados. Era un edificio de sólo dos plantas, pero se alzaba sobre un solar carísimo de una buena finca, en el centro de la ciudad. Tenía varias torres —llenas de vigilantes sin duda—, y la casa de Friedlander Bey tenía su propio minarete. Me preguntaba si «Papa» tenía su propio muecín para llamarle a sus devociones.

El conductor se detuvo ante la amplia escalera de mármol de la entrada principal. No sólo me abrió la portezuela trasera del coche, sino que me acompañó hasta el final de la escalera. Fue él quien llamó a la bruñida puerta de caoba de la casa. Un mayordomo, u otro criado, nos abrió y el chófer dijo:

—El invitado del señor.

El chófer regresó al coche y el mayordomo me hizo una reverencia. Me encontraba en la casa de Friedlander Bey. La magnífica puerta se cerró despacio detrás de mí y el aire fresco y seco acarició mi rostro sudado. La casa tenía un sutil olor a incienso.

—Por aquí, por favor —me indicó el mayordomo—. El señor se encuentra orando en este momento. Puede esperar en la antecámara.

Le di las gracias al mayordomo, que me deseó de corazón que Alá me concediese toda clase de bondades. Luego desapareció, y me dejó solo en la pequeña habitación. Paseé por ella con indiferencia mientras admiraba los preciosos objetos que «Papa» había adquirido durante su larga y dramática vida. Por fin, se abrió una puerta y una de las «rocas» me hizo una seña. Vi a «Papa» doblando su alfombra de oración y guardándola en un armario. En su despacho había un mihrab, una cavidad semicircular que se encuentra en toda mezquita e indica la dirección a La Meca.

Friedlander Bey se volvió hacia mí, y en su rollizo y lúgubre rostro brilló una auténtica sonrisa de bienvenida. Se acercó a saludarme. Proseguimos con todas las formalidades. Le ofrecí mi regalo y estuvo encantado.

—Las frutas parecen suculentas y tentadoras —dijo, al tiempo que colocaba la cesta en la mesita baja—. Las probaré después de la puesta de sol, hijo mío. Ha sido muy amable por tu parte acordarte de mí. Ahora, ¿quieres ponerte cómodo? Hemos de hablar y, cuando sea el momento apropiado, te ruego que me acompañes en mi comida.

Me indicó un antiguo diván lacado que tenía aspecto de valer una pequeña fortuna. Él descansó en su compañero, mirándome a través de varios metros de exquisita alfombra, azul celeste y dorada. Esperé a que iniciara la conversación.

Acarició su mejilla y me miró, como si no lo hubiera hecho bastante la noche anterior.

—Por tu tez, veo que eres un magrebí —dijo—, ¿tunecino tal vez?—No. oh, caíd. Nací en Argelia.

—Seguramente uno de tus padres era de procedencia berebere.

Eso me molestó un poco. Tenía viejas e históricas razones para irritarme, pero son antiguas y aburridas, y carecen de importancia. Evité la polémica árabe-berebere al responder:

—Soy musulmán, oh, caíd, y mi padre era francés.

—Un proverbio dice que si preguntas a una muía su linaje, sólo te dirá que uno de sus padres era un caballo.

Lo tomé como una leve reprobación; la referencia a muías y pollinos es más significativa si se considera, como los árabes, que el asno, igual que el perro, son los animales más sucios. «Papa» debió notar que sólo me había irritado más, porque se rió de modo conciliador y movió una mano.

—Perdóname, hijo mío. Me parecía que tienes un fuerte acento del dialecto del Magreb. Por supuesto, el árabe de la ciudad es una mezcla de magrebí, egipcio, levantino y persa. Dudo que alguien hable árabe puro, si es que ese alguien existe, excepto en el Recto Sendero. No pretendía ofenderte. Y debo hacer extensiva la disculpa a mi trato de anoche. Espero que comprendas mis motivos.

Asentí serio, mas no respondí.

Friedlander Bey prosiguió:

—Es necesario que volvamos al desagradable tema que discutimos brevemente en el motel. Estos asesinatos deben cesar. No hay otra alternativa. Por el momento, tres de las cuatro víctimas estaban relacionadas conmigo. No puedo entender estos crímenes sino como un ataque personal, directo o indirecto.

—¿Tres de las cuatro? —pregunté —. Desde luego, Abdulay Abu-Zayd era uno de tus hombres. Pero ¿el ruso? ¿Y las dos «Viudas Negras»? Ningún tipo se atrevería a forzar a las «hermanas». Tamiko y Devi eran famosas por su feroz independencia.

«Papa» hizo un leve gesto de disgusto.

—No tengo nada que ver con las «Viudas Negras» en lo relativo a su prostitución. Mis intereses están en un plano más elevado, aunque muchos de mis asociados saquen provecho en proporcionar toda clase de vicios. Las «hermanas» estaban autorizadas a quedarse cada kiam que ganaban y que les aprovecharan. No, ellas realizaban otros servicios para mí, servicios de naturaleza reservada, peligrosa y necesaria.

Yo estaba asombrado.

—¿Tami y Devi eran… tus asesinas?

—Sí —reconoció Friedlander Bey—. Y Selima sigue haciendo esas tareas cuando no queda otra solución. Tamiko y Devi estaban bien pagadas, gozaban de toda mi confianza y mi fe, y siempre obtenían excelentes resultados. Sus muertes me han causado mucha aflicción. No es tarea fácil reemplazar a artistas como ellas, sobre todo a unas con las que disfrutaba de tan satisfactoria relación laboral.

Lo pensé un instante. No era difícil de aceptar, aunque la información me había tomado por sorpresa. Incluso respondía a ciertas preguntas que me planteaba de vez en cuando sobre la franca osadía de las «Viudas Negras». Trabajaban como agentes secretos de Friedlander Bey y tenían protección, o se suponía que la tenían. Sin embargo, dos de ellas habían muerto.

—Resultaría más sencillo comprender esta situación, oh, caíd —dije pensando en voz alta—, si Tami y Demi hubieran sido asesinadas de la misma manera. Pero a Devi le dispararon con una vieja pistola y Tami fue torturada y degollada.

Eso es lo que yo creo, hijo mío. Por favor, continúa. Quizá puedas iluminar este misterio.

Me encogí de hombros.

—Bien, el hecho de que las víctimas no hayan sido asesinadas de la misma forma puede ser dejado aparte.

—Encontraré a los dos asesinos —murmuró el anciano con calma.

Era una afirmación categórica, no un voto sentimental, ni un alarde.

—Se me ocurre, oh, caíd, que el asesino de la pistola mata por alguna razón política. Le vi cuando disparaba al ruso, un pequeño funcionario de la legación del reino bielorruso-ucraniano. Llevaba un módulo de personalidad de James Bond. El arma era el mismo tipo de pistola que empleaba ese personaje de ficción. Creo que un asesino común, que mata por despecho o en un arranque de cólera o en el transcurso de un robo, se conecta otro módulo o no se conecta ninguno. El módulo de James Bond aportaría perspicacia y destreza a la tarea de un asesinato rápido y limpio. Sólo sería de valor para un asesino desapasionado, cuyos actos formaran parte de un esquema más complejo.

Friedlander frunció el ceño.

—No me convence, hijo mío. No existe la más mínima relación entre tu diplomático y mi Devi. La idea del asesino se te ha ocurrido sólo porque el ruso desempeñaba un cargo político. Devi no tenía ni idea de asuntos internacionales. Ella no era obstáculo ni ayuda para ningún partido o movimiento. El tema de James Bond merece una investigación más a fondo, pero los móviles que sugieres carecen de sentido.

—¿Tienes alguna idea sobre los asesinatos, oh, caíd?

—Aún no, pero acabo de empezar a recopilar datos. Por eso quería comentar la situación contigo. No debes pensar que mi interés es debido a simples motivos de venganza. Por supuesto que sí, pero también de mayor alcance. Para decirlo en pocas palabras, debo proteger mis inversiones. Tengo que demostrar a mis asociados y amigos que no permito semejantes amenazas a su seguridad. De otro modo, perdería el apoyo de la gente que constituye la base y la estructura de mi poder. Si los consideramos a nivel individual, estos cuatro asesinatos son repulsivos; pero no acontecimientos inauditos, porque en la ciudad tienen lugar asesinatos cada día. Pero juntos, los cuatro crímenes son un desafío inmediato a mi existencia. ¿Me comprendes, hijo mío?

Lo estaba dejando muy claro.

—Sí, oh, caíd —dije.

Esperaba oír las sugerencias de las que Hassan me había hablado.

Hubo una larga pausa durante la cual Friedlander Bey me miró pensativo.

—Tú eres muy distinto a la mayoría de mis amigos del Budayén —dijo, por fin—. Casi todos tienen alguna modificación en su cuerpo.

—Si tienen dinero para ello, creo que pueden hacerse las modificaciones que deseen. En cuanto a mí, oh, caíd, mi cuerpo siempre ha funcionado muy bien tal como es. La única cirugía que ha sufrido ha sido por razones terapéuticas. Me complace la forma que Alá me dio.

Él asintió.

—¿Y tu mente? —preguntó.

—A veces funciona muy despacio; pero, en general, me hace buen servicio. Nunca he deseado llenar mi cerebro de cables, si es a lo que te refieres.

—Sin embargo, tomas prodigiosas cantidades de drogas. Lo hiciste anoche en mi presencia.

Yo no tenía nada que objetar al respecto.

—Eres un hombre orgulloso, hijo mío. He leído un informe de ti que menciona ese orgullo. Te excitan los retos de ingenio, voluntad y valor físico con personas que tienen la ventaja de las personalidades modulares y otros potenciales de software. Es una diversión peligrosa, pero pareces haber salido ileso de ella.

Retazos de dolorosos recuerdos cruzaron por mi mente.

—He salido malparado, oh, caíd, bastantes veces.

Se rió.

—Pero ni siquiera eso te incita a modificarte. Tu orgullo te presenta —como dicen los cristianos en algunos contextos— como un ser en el mundo pero no de este mundo.

—Sin tentarme sus tesoros ni tocarme sus males, ése soy yo.

Mi tono irónico no le pasó desapercibido.

—Me gustaría que me ayudaras, Marîd Audran —dijo.

Ahí estaba, lo tomas o lo dejas.

Lo dijo de manera que me ponía en una situación muy incómoda. Podía decir: «Sí, te ayudaré» y entonces me comprometería precisamente del modo que juré no hacerlo nunca, o podría decir: «No, no te ayudaré» y ofendería a la persona más influyente de mi mundo. Tomé aliento un par de veces antes de escoger mi respuesta.

—Oh, caíd —dije por fin—, tus dificultades son las dificultades de todo el Budayén; de hecho, de toda la ciudad. Cualquiera que se preocupe por su seguridad y su dicha te ayudaría. Yo lo haré en todo lo que esté en mi mano, pero dudo de que pueda resultar de alguna utilidad contra los hombres que han asesinado a tus amigos.

«Papa» se acarició la mejilla y sonrió.

—Entiendo que no deseas convertirte en uno de mis «asociados». Así será. Te garantizo, hijo mío, que si me ayudas en este asunto, no serás marcado como uno de los «hombres de “Papa”». Encuentras placer en tu libertad e independencia, y yo no se las arrebataría a alguien que me hace un gran favor.

Me pregunté si aquellas palabras significarían que sí privaría de la libertad a alguien que se negara a ayudarle. Para «Papa» hubiera sido un juego de niños robarme la libertad, podía hacerlo sólo con meterme para siempre bajo la tierna hierba del cementerio, al final de la «Calle».

Baraka: palabra árabe muy difícil de traducir. Puede significar magia o carisma o el favor especial de Dios. Los lugares pueden tenerla: se visitan y se tocan lugares sagrados con la esperanza de que transmitan un poco de baraka. La gente puede tener baraka, los derviches, en concreto, creen que algunos afortunados han sido bendecidos en especial por Alá y por ello gozan de singular respeto dentro de la comunidad.

Friedlander Bey tenía más baraka que todos los altares de piedra del Magreb. Yo no podía decir si era baraka lo que le convertía en lo que era, o si había adquirido baraka igual que había conseguido su posición y su influencia. Fuera cual fuese la explicación, resultaba muy difícil escucharle y negarse a sus peticiones.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté.

Yo sentía un enorme vacío interior, como si se tratara de una gran rendición.

—Quiero que seas el instrumento de mi venganza, hijo mío.

Me sentí impresionado. Yo sabía que no era la persona adecuada para llevar a cabo la tarea que él me encomendaba. Había intentado decírselo, pero no hacía más que desdeñar mis objeciones como si fueran una cuestión de falsa modestia. Noté la boca y la garganta secas.

—He dicho que te ayudaría, pero esperas demasiado de mí. Tienes gente más capacitada a tu servicio.

—Hombres más fuertes —me corrigió «Papa»—. Los dos criados que viste anoche son más fuertes que tú, pero carecen de inteligencia. Hassan el chiíta posee cierta astucia, sin embargo, no es un hombre peligroso. He tenido en cuenta a cada uno de mis amigos, mi querido hijo, y he llegado a la siguiente conclusión: ninguno de ellos reúne la combinación esencial de cualidades que busco. Lo más importante es que confío en ti. No puedo decir lo mismo de muchos de mis asociados, es triste admitirlo. Confío en ti porque no te preocupa ascender ante mi consideración. No tratas de congraciarte conmigo para tus propios fines. No eres un comerciante parásito, de los cuales no obtengo más que mi parte. El importante trabajo que debemos hacer requiere a alguien de quien yo no tenga ninguna duda, ésa es una de la razones por las que nuestra cita de anoche resultó tan difícil para ti. Fue una prueba de tu valor interno. Desde el principio yo sabía que eras el hombre que buscaba.

—Me honras, oh, caíd, pero me temo que no comparto tu seguridad.

Levantó la mano derecha, visiblemente temblorosa.

—No he acabado de hablar, hijo mío. Existen más razones por las que debes hacer lo que te pido, razones que te benefician a ti, no a mí. Anoche intentaste hablarme de tu amiga Nikki, y no te lo permití. De nuevo te pido perdón. Me pareció muy correcto que te preocupases por su seguridad. Estoy seguro de que su desaparición fue obra de uno de estos asesinos. Quizá ya esté muerta, Alá no lo quiera. No puedo asegurarlo. Pero si existe alguna esperanza de encontrarla con vida, está en tus manos. Con mis recursos, juntos, encontraremos a los asesinos. Juntos, podemos tratarles como la Sabia Mención de Dios ordena. Si podemos, evitaremos la muerte de Nikki… y quién sabe cuántas otras más. ¿No son respetables estos fines? ¿Todavía lo dudas?

Todo eso resultaba halagador al máximo, supongo, aunque me hubiera encantado que «Papa» eligiera a cualquier otro. Saied habría hecho un buen trabajo, sobre todo con su moddy de bravucón conectado. Pero yo nada podía hacer al respecto, excepto asentir.

—Lo llevaré a cabo lo mejor que pueda, oh, caíd —repuse con reticencia—, pero mantengo mis dudas.

—Eso está bien —dijo Friedlander Bey—. Tus dudas te harán vivir mucho tiempo.

En realidad, yo hubiera deseado que no pronunciase esas últimas palabras, me sonaron como si no pudiera sobrevivir; hiciera lo que hiciese, mis dudas me rondarían para verme sufrir.

—Será la voluntad de Alá.

—Que la bendición de Alá esté contigo. Ahora, discutiremos tu pago.

Eso me sorprendió.

—No había pensado en ningún pago.

«Papa» hizo como si no me hubiese oído.

—Uno debe comer —repuso simplemente—. Te pagaré cien kiam diarios hasta que este asunto esté concluido.

Desde luego, hasta que acabemos con los dos asesinos hijos de puta, o uno de ellos termine conmigo.

—No he pedido tal salario.

Cien al día. Bueno, «Papa» había dicho que uno debe comer. Me pregunté que creía él que yo solía comer.

Me ignoró de nuevo. Hizo un gesto a la «roca parlante», que se aproximó y le entregó un sobre.

—Aquí hay setecientos kiam —me dijo «Papa» —, tu pago por la primera semana.

Devolvió el sobre a la «roca», que me lo dio.

Si aceptaba el sobre, sería el símbolo de mi completa aceptación de la autoridad de Friedlander Bey. No habría regreso, ni abandono, ni fin hasta el final. Miré el blanco sobre en la mano tostada. La mía se alzó; se retiró; se alzó de nuevo y aceptó el dinero.

—Gracias —dije.

Friedlander Bey parecía satisfecho.

—Espero que sean de tu agrado.

Ya estaba liada de lo lindo. Iba a ganarme cada uno de los jodidos fíq.

—Oh, caíd, ¿cuáles son tus instrucciones?

—Primero, hijo mío, debes ir al teniente Okking y ponerte a su disposición. Le informaré de que, en este asunto, cooperaremos por completo con el Departamento de Policía. Hay situaciones que mis asociados manejan con más eficacia que la policía. Estoy seguro de que el teniente Okking lo reconocerá. Creo que una alianza temporal de mi organización con la suya servirá mejor a las necesidades de la comunidad. Él te dará toda la información de que dispone sobre los asesinatos, una probable descripción de quién degolló a Abdulay Abu-Zayd y a Tamiko; y cualquier otra cosa que haya conseguido hasta ahora. A cambio, tú le asegurarás que mantendremos informada a la policía de todo lo que descubramos.

—El teniente Okking es un buen hombre —dije—, pero sólo coopera cuando le da la gana o cuando es para su propio provecho.

«Papa» me dirigió una breve sonrisa.

—Cooperará contigo ahora, me aseguraré de ello. Pronto comprenderá que es por su propio interés.

El anciano haría lo que decía; si alguien podía persuadir a Okking de que me ayudara, ese alguien era Friedlander Bey.

—¿Y después, oh, caíd?

Levantó la cabeza y volvió a sonreír. Por alguna razón ignorada sentí frío, como si un viento helado se abriera camino en el interior de la fortaleza de «Papa».

—Hijo mío, ¿concibes un tiempo o imaginas una circunstancia, en la que desearas las modificaciones que tanto tiempo has rechazado?

El viento gélido sopló con más fuerza.

—No, oh, caíd, no puedo concebir tiempo alguno ni imaginar tal situación, pero eso no significa que no pueda ocurrir. Quizá algún día, en el futuro, necesite elegir alguna modificación.

Asintió.

—Mañana será viernes, y yo observo el sabbath. Necesitarás tiempo para pensar y elaborar un plan. El lunes es bastante pronto.

—¿Bastante pronto? ¿Bastante pronto para qué?

—Para reunirte con mis cirujanos privados —dijo simplemente.

—No —susurré.

De repente, Friedlander Bey dejó de ser el afable patriarca. En un instante, se convirtió en la persona que exigía fidelidad a sus hombres y que sus órdenes no fueran cuestionadas.

—Has aceptado mi dinero, hijo mío —dijo con firmeza—. Harás lo que yo diga. No esperes tener éxito sobre tus enemigos hasta que tu mente sea perfeccionada. Sabemos que al menos uno de los dos ha aumentado su cerebro de manera electrónica. Debes hacer lo mismo, pero en mayor grado. Mis cirujanos te darán ventajas sobre los asesinos.

Las dos manos de granito aparecieron en mis hombros, sujetándome fuerte a mi asiento. Ahora, en verdad, no había escapatoria.

—¿Qué tipo de ventajas? —pregunté con aprensión.

Empezaba a sentir ese sudor frío que acompaña al miedo. Había evitado llenar de cables mi cerebro, más por intenso pánico que por principios. La idea me producía terror, unida a una irracional y paralizante fobia.

—Los cirujanos te lo explicarán.

—Oh, caíd —dije con voz trémula—, yo no lo deseo.

—Acontecimientos que escapan a tus deseos lo han provocado —respondió—. Cambiarás tu mente el lunes.

«No —pensé —, no seré yo. Friedlander Bey y sus cirujanos serán quienes cambien mi mente».

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