10

—El teniente Okking no se encuentra en su oficina en este momento —dijo un oficial uniformado—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—¿Volverá pronto? —pregunté.

El reloj que estaba sobre el escritorio de la oficina señalaba casi las diez. Me pregunté hasta qué hora trabajaría Okking esa noche. No tenía ninguna gana de hablar con el sargento Hajjar; a pesar de su relación con «Papa», yo no confiaba en él.

—El teniente ha dicho que no tardaría. Ha ido abajo a buscar algo.

Eso me hizo sentir mejor.

—¿Le parece bien que le espere en su despacho? Somos viejos amigos.

El policía me miró con aire dubitativo.

—¿Puede enseñarme alguna identificación? —me preguntó.

Le di el pasaporte argelino, caducado, pero era lo único que tenía con mi fotografía. Introdujo mi nombre en su ordenador y, un momento más tarde, todo mi historial empezó a llenar la pantalla. Debió decidir que era un ciudadano honrado porque me devolvió el pasaporte y me miró al rostro durante unos segundos.

—Usted y el teniente Okking pasan muchos ratos juntos —afirmó.

—Es una larga historia.

—Tardará diez minutos. Puede esperarle allí.

Di las gracias al policía y entré en el despacho de Okking. Era cierto, yo había pasado muchas horas en aquel lugar. El teniente y yo formábamos una curiosa alianza, si se tenía en cuenta que trabajábamos en lados opuestos de la ley. Me senté en la silla que estaba frente al escritorio de Okking y esperé. Pasaron diez minutos y empecé a ponerme nervioso. Miré los papeles apilados en grandes montones, e intenté leerlos al revés y de lado. Su bandeja de salidas estaba medio llena de sobres, pero había casi más trabajo apilado en la de entradas. Okking se ganaba cualquiera que fuese su flaco sueldo del departamento. Había un gran sobre de papel manila dirigido a un pequeño comerciante de armas de la Federación Nueva Inglaterra de Estados de América; un sobre pulcramente dirigido a una empresa llamada Universal Exports, en una dirección próxima a los muelles, me pregunté si sería una de las compañías con las que Hassan, o tal vez Seipolt, comerciaba, y un paquete excesivamente lleno dirigido a un fabricante de artículos de oficina del Protectorado de Brabante.

Había revisado casi toda la oficina de Okking cuando éste apareció al cabo de una hora.

—Espero no haberte hecho esperar —se excusó con aire distraído—. ¿Qué demonios quieres?

—Yo también me alegro de verte, teniente. Acabo de tener una entrevista con Friedlander Bey.

Eso captó su atención.

—Oh. así que ahora haces recados para negros con delirios de grandeza. Lo olvidaba, ¿es un paso adelante o hacia atrás para ti, Audran? Supongo que el viejo encantador de serpientes te habrá dado un mensaje.

Asentí.

—Es sobre esos asesinatos.

Okking se sentó detrás de su mesa escritorio y me miró con inocencia.

—¿Qué asesinatos? —preguntó.

—Los dos con la vieja pistola y las dos degollinas. Seguro que te acuerdas. ¿O has estado demasiado ocupado recogiendo peatones imprudentes otra vez?

Me dirigió una mirada terrible y se pasó un dedo por la oscurecida mandíbula; necesitaba un afeitado urgente.

—Lo recuerdo —respondió con rudeza.

—¿Por qué piensa Bey que le concierne?

—Tres de las cuatro víctimas realizaban trabajos esporádicos para él, en los días en que pisaban con más vigor. Quiere asegurarse de que ningún otro empleado recibe el mismo trato. «Papa» tiene mucha conciencia cívica. No creo que te hayas percatado de ello.

Okking resopló.

—Sí, tienes razón. Siempre pienso en aquellos dos transexuales que trabajaban para él. Parecía como si hicieran contrabando de melones bajo sus suéteres.

—«Papa» cree que esos asesinatos están dirigidos contra él. Okking se encogió de hombros.

—Si lo están, los asesinos son pésimos tiradores. Ni siquiera han herido a «Papa».

—Él no lo entiende de ese modo. Las mujeres que trabajan para él son sus ojos, los hombres son sus dedos. Él mismo lo dijo a su manera cordial y maravillosa.

—¿Entonces Abdulay qué era? ¿Su culo?

Sabía que Okking y yo podíamos seguir así toda la noche. Le expliqué brevemente la insólita propuesta que Friedlander Bey me había planteado. Como esperaba, el teniente Okking tenía tan poca fe como yo.

—Ya sabes, Audran —dijo con sequedad—, que los grupos oficiales de refuerzo de la ley se preocupan mucho por su imagen pública. Ya estamos bastante desgastados ante los medios de comunicación, como para desmayarnos en los momentos importantes y besar el culo de alguien como Friedlander Bey, porque nadie cree que pueda hacer ni una maldita cosa sobre esos asesinatos sin él.

Intenté contemporizar para que todo fuera mejor entre nosotros.

—No, no, no se trata de eso. Me estás mal interpretando, a mí y a los motivos de «Papa». Nadie dice que no puedas cazar a esos asesinos sin ayuda. Estos tipos no son más listos ni más peligrosos que los pobres y estúpidos desgraciados que encierras cada día. Friedlander Bey te lo sugiere porque sus propios intereses están implicados directamente; el trabajo en equipo ahorraría tiempo, esfuerzo y también vidas a todos. ¿No valdría la pena, teniente, si evitamos que uno solo de tus policías uniformados detenga una bala con el cuerpo?

—¿O que una de las putas de Bey se ligue a un cuchillo de carnicero? Sí, escucha, ya he recibido una llamada de «Papa», tal vez mientras venías hacia aquí. Ya he oído toda esta cantinela y estoy de acuerdo hasta cierto punto. Hasta cierto punto, Audran. No me gusta que ni tú ni él hagáis política de policía diciéndome cómo he de llevar mi investigación o interfiriendo de algún modo. ¿Lo entiendes?

Asentí. Conocía tanto al teniente Okking como a Friedlander Bey y lo que Okking dijera carecía de importancia. «Papa» lograría su propósito de cualquier modo.

—Así que estamos de acuerdo en eso —dijo el teniente—. Todo este asunto resulta raro, como si las ratas y los ratones fueran a la iglesia a rezar por la recuperación del gato. Cuando termine, cuando tengamos a estos dos asesinos, no esperes ninguna otra luna de miel. Luego seguirán las armas, las porras y el mismo viejo hostigamiento por las dos partes.

Me encogí de hombros.

—Los negocios son los negocios —dije.

—Estoy harto de oír esa frase. Ahora, fuera de mi vista.

Salí y bajé en el ascensor hasta la planta baja. Era una noche agradable y fresca, y una hinchada luna aparecía y desaparecía entre centelleantes nubes de metal. Caminé de regreso al Budayén, meditando. Tres días más tarde, tendría el cerebro lleno de cables. Había evitado pensar en esa cuestión desde que abandoné la casa de Friedlander Bey, ahora disponía de todo el tiempo del mundo para recapacitar sobre ello. No estaba nervioso, ni prevenido, sólo aterrorizado. Sentía que, de algún modo, Marîd Audran dejaría de existir y alguien nuevo despertaría de esa operación, y que yo nunca sería capaz de notar la diferencia. Jamás dejaría de molestarme, como una cáscara de palomita de maíz alojada entre mis dientes para siempre. Todos los demás notarían el cambio excepto yo, porque estaría dentro de él.

Me dirigí directamente al club de Frenchy. Cuando llegué, Yasmin se estaba trabajando a un tipo joven y delgado que llevaba unos pantalones bombacho blancos atados a los tobillos y un abrigo de sport gris con quince años. Era probable que comprase todo su vestuario por un kiam y medio en la trastienda de un ropavejero. Olía a rancio, como el edredón de la abuela que se ha dejado demasiado tiempo en el desván.

La chica del escenario era una transexual llamada Blanca. Frenchy seguía la política de no contratar travestidos. Las chicas y los travestidos que se habían operado del todo se llevaban bien con él; pero las que permanecían indecisas, sin elegir uno u otro estado, le hacían sentir como si pudieran quedarse en medio de alguna otra importante transacción, y no quería sentirse responsable. Cuando entrabas en el club de Frenchy sabías que no ibas a encontrar a nadie con una polla más grande que la tuya, a no ser la del mismo Frenchy o la de otro cliente, y al saber esta horrible verdad no podías maldecir a nadie más que a ti mismo.

Blanca bailaba semiinconsciente, del modo peculiar en que lo hacían todas las bailarinas de un extremo al otro de la «Calle». Se movían al ritmo de la música, aburridas y cansadas, en espera de escapar del calor de los abrasadores focos. No dejaban de mirarse en los pringosos espejos que tenían a su espalda, o se volvían y contemplaban sus reflejos en la sala, más allá de los clientes. Sus ojos permanecían siempre fijos en algún espacio vacío a medio metro por encima de las cabezas de los clientes. La expresión de Blanca era un tímido intento por parecer agradable — «atractiva» o «seductora» no eran adjetivos que perteneciesen a su vocabulario profesional—; pero parecía como si tuviera mucha droga aislante-nerviosa en su mandíbula inferior y no hubiera decidido todavía si le gustaba. Mientras Blanca estaba en escena, se vendía a sí misma, se promocionaba como producto totalmente distinto a su propia imagen; ella misma, tal y como sería cuando bajase del escenario. Sus movimientos —tediosos en su mayor parte, imitaciones indolentes de movimientos sexuales— estaban pensados para encandilar a sus observadores; pero el baile tendría poco efecto si no fuera por los clientes que habían bebido mucho o que estaban encaprichados de esa chica en concreto. Había visto el baile de Blanca docenas, quizá cientos de veces, siempre al compás de la misma música, los mismos giros, los mismos pasos, los mismos golpes, los mismos gestos en los mismos instantes de la canción.

Blanca terminó su último número y se ganó un débil aplauso, la mayor parte procedente del tío que la invitaba a beber y que, según creo, estaba enamorado de ella. Cuesta un poco establecer una relación en un lugar como el de Frenchy, o en cualquier otro bar de la «Calle». Parece una paradoja, porque las chicas se apresuran a echarle el guante a cualquier hombre solo que entre en el local. Aunque la conversación era bastante limitada:

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Juan Javier.

—Oh, qué bonito. ¿De dónde eres?

—De Nuevo Texas.

—Oh, qué interesante. ¿Cuánto hace que estás en la ciudad?

—Un par de días.

—¿Me invitas a una copa?

Eso era todo, no había más. Ni el mejor agente secreto internacional podría transmitir más información en tan breve lapso de tiempo. Todo eso ocultaba una atmósfera latente de depresión, como si las chicas estuvieran encerradas en ese trabajo, aunque la ilusión de absoluta libertad flotaba, casi visible, en el aire. «Cuando quieras irte, cariño, no tienes más que salir por esa puerta. » El camino que aguardaba tras esa puerta conducía sólo a dos sitios: otro bar igual al de Frenchy o el peldaño inferior de la escalera hacia el callejón sin retorno de la vida. «Hola, guapo, ¿buscas compañía?» Ya sabéis lo que quiero decir. Los ingresos son cada vez más bajos cuanto más vieja se hace la chica y pronto tienes gente como Maribel, que se lía a los tíos por el precio de un vaso de vino blanco.

Después de Blanca, una mujer auténtica, llamada Indihar, subió al escenario. Ése debía ser su verdadero nombre. Se movía igual que Blanca, contoneaba las caderas y los hombros, y casi no movía los pies. Al bailar, Indihar vocalizaba las palabras de las canciones en silencio, sin percatarse en absoluto de que lo hacía. Se lo pregunté a unas cuantas chicas, todas vocalizan las letras, pero ninguna se da cuenta de ello. Todas eran conscientes cuando se lo mencioné, pero, en cuanto subían al escenario, volvían a cantar para sí, como siempre. Creo que, así, el tiempo les pasa más rápido, les da algo que hacer además de mirar a los clientes. Las chicas se contonean, mueven los labios, hacen gestos banales con las manos, y balancean sus caderas porque la costumbre les hace balancearlas. Puede que eso resultara excitante a los hombres que nunca habían visto estas cosas, Frenchy debía cobrarles recargo en sus bebidas. Yo bebía gratis porque Yasmin trabajaba allí y porque entretenía a Frenchy. Si hubiera tenido que pagar, habría buscado algo mejor para pasar el rato. Cualquier cosa habría resultado más interesante, sentarme solo en la oscuridad, en una habitación en silencio, por ejemplo.

Esperé a que Indihar acabara su número y entonces Yasmin salió del vestuario. Me dirigió una amplia sonrisa que me hizo sentir especial. Dos o tres hombres dispersos por el bar aplaudieron, esa noche lo estaba haciendo bien, ganando dinero. Indihar sacó un corpiño de gasa y pasó entre los clientes en busca de propinas. Le solté un kiam y me dio un beso. Indihar es una buena chica. Juega limpio y no se mete con nadie. Por mí, Blanca podía irse al diablo, pero Indihar y yo podríamos llegar a ser buenos amigos.

Frenchy llamó mi atención y me señaló con un gesto el final de la barra. Era un hombre grande, del tamaño de dos macarras marselleses, con una barba larga, espesa y negra que hacía que la mía pareciese la pelusa de la oreja de un gato. Me observó con sus negros ojos.

—¿Qué has estado haciendo, novio? —me preguntó. —Esta noche nada, Frenchy —le dije.

—Tu chica se lo está montando muy bien ella sola.

—Eso es bueno, porque he perdido hasta el último fíq por un agujero de mi bolsillo.

Frenchy me miró de reojo y se fijó en mi galabiyya.

—Esta prenda no tiene bolsillos, mon noraf.

—Fue hace unos días, Frenchy —dije, solemne —. Desde entonces, vivimos de amor.

Yasmin tenía conectado algún moddy de velocidad orbital y su baile era digno de verse. Todos los clientes olvidaron sus bebidas en las mesas, y las otras chicas las manos en sus regazos, y todos contemplaron a Yasmin.

Frenchy sonrió, sabía que yo nunca estaba tan arruinado como pretendía.

—El negocio va mal —dijo escupiendo en una pequeña taza de cristal.

A Frenchy el negocio siempre le va mal. Nadie habla jamás de prosperidad en la «Calle», da mala suerte.

—Oye, tengo que decirle algo importante a Yasmin cuando termine su número.

Frenchy sacudió la cabeza.

—Se trabaja a ese pavo de allí, el del fez. Espera a que le deje seco, entonces podrás hablar con ella todo lo que quieras. Si te esperas a que el pavo se vaya, haré que alguien ocupe su turno en escena.

—Alabado sea Alá —dije—. ¿Puedo invitarte a una copa?

Me sonrió.

—Pide dos. Piensa que una es para mí y otra para ti. Bébete las dos. Ya no puedo soportar el género.

Se tocó el vientre e hizo una mueca amarga, luego se levantó y paseó por el local: saludaba a los clientes y les susurraba algunas palabras al oído de las chicas. Pedí dos bebidas a Dalia, la pequeña, cara redonda y animada chica de la barra del club de Frenchy. Conocía a Dalia desde hacía años. Dalia, Frenchy y Chiriga componían un trío prometedor de la «Calle» cuando ésta era sólo un camino de cabras que atravesaba el Budayén de uno a otro extremo. Antes de que el resto de la ciudad decidiera, con razón, amurallarnos e instalar el cementerio.

Cuando Yasmin acabó de bailar, le dedicaron un largo y fuerte aplauso. Su bote de propinas se llenó con rapidez y luego se apresuró a volver con el pavo enamorado, antes de que otra puta se lo robara. Yasmin me dio un fugaz y afectivo pellizco en el culo al pasar junto a mí.

La observé durante hora y media reírse y hablar y abrazar a aquel bastardo bizco, hijo de una perra amarilla. Su dinero se agotó y tanto él como Yasmin parecieron entristecerse. Su asunto había tenido un final prematuro. Se despidieron con cariño, casi con pasión, y prometieron que nunca olvidarían esa tarde feliz. Cada vez que veía a uno de esos malditos capullos magreando a Yasmin —o a cualquiera de las otras chicas—, me acordaba de los hombres anónimos que manoseaban a mi madre. De eso hacía mucho tiempo, pero mi memoria funciona demasiado bien para ciertas cosas. Miré a Yasmin y me dije que aquello era sólo un trabajo; pero no podía evitar el amargo sentimiento de asco que surgía de mis entrañas y me daban ganas de empezar a romper cosas. Vino corriendo junto a mí, empapada en sudor.

—¡Creí que ese hijo de puta no iba a soltarme nunca! —suspiró. —Es tu encantadora presencia —dije con amargura—. Es tu turbadora conversación. Es la fuerte cerveza de Frenchy.

—Sí —repuso Yasmin, molesta por mi fastidio—, tienes razón. —He de hablar contigo.

Yasmin me miró y respiró a fondo. Enjugó su rostro con una servilleta limpia de la barra. Supongo que debí parecerle extrañamente sombrío. De cualquier modo, le relaté los acontecimientos de la tarde: mi segunda cita con Friedlander Bey, nuestras —es decir, sus— conclusiones y cómo había fracasado mi intento de impresionar al teniente Okking. Cuando acabé, hubo un turbador silencio a mi alrededor.

—¿Vas a hacerlo? —preguntó Frenchy.

No había notado su regreso. No me había dado cuenta de que había estado escuchando furtivamente, pero era su local y nadie conocía sus recodos mejor que él.

—¿Vas a modificarte el cerebro? —me preguntó Yasmin sin aliento. La idea le pareció muy emocionante. Excitante, ya sabéis a lo que me refiero.

—Estás loco si lo permites —dijo Dalia. Ésta era lo más genuinamente conservador que se podía encontrar en la «Calle»—. Mira lo que hace a la gente.

—¿Qué hace a la gente? —gritó Yasmin, enfadada, mientras tocaba su moddy.

—Oh, lo siento —dio Dalia, y se fue a limpiar una imaginaria cerveza derramada, en el extremo más alejado de la barra.

—Piensa en todas las cosas que podríamos hacer juntos —dijo Yasmin, soñadora.

—Quizá así no soy lo bastante bueno para ti —repliqué, algo herido.

Su semblante se entristeció.

—Marîd, no se trata de eso. Sólo que…

—Es tu problema —dijo Frenchy—, y a mí no me incumbe. Me voy a la trastienda a contar el dinero de esta noche. No me ocupará mucho tiempo.

Desapareció tras una raída cortina dorada que servía de frágil barrera al vestuario y a su oficina.

—Es irreversible —dije—, una vez hecho, hecho está. No se puede retroceder.

—¿Alguna vez me has oído decir que quería arrancarme los cables?—me preguntó Yasmin.

—No —admití.

Era la irrevocabilidad lo que me irritaba.

—No me he arrepentido ni por un instante, y tampoco conozco a nadie que le haya ocurrido.

Me humedecí los labios.

—Tú no entiendes…

No pude terminar mi argumentación. Ni expresar qué era lo que ella no entendía.

—Sólo estás asustado —dijo.

—Sí —respondí.

Ése era un buen principio.

—«Medio Hajj» tiene el cerebro preparado, y no es ni la mitad de hombre que tú.

—Y todo lo que ha conseguido es mancharlo todo con la sangre de Sonny. No se necesitan moddies para comportarse como un loco, puedo hacerlo yo solo.

De repente, una mirada soñadora y fantasiosa brilló en sus ojos. Sabía que se le había ocurrido algo fascinante, y que eso significaba malas noticias para mí.

—Oh, Alá y la Virgen María en la habitación de un hotel —dijo bajito. Creo que era la blasfemia favorita de su padre—. Es tal como dijo el hexagrama.

—El hexagrama.

Yo había olvidado ese asunto del / Ching al instante de que Yasmin acabara de explicármelo.

—¿Recuerdas lo que dijo de que no tuvieras miedo de atravesar las grandes aguas?

—Sí. ¿Qué grandes aguas?

—Las grandes aguas representan algún cambio importante en tu vida. Modificar tu cerebro, por ejemplo.

—Ah. Y dijo que encontraría al gran hombre. Ya lo he encontrado, dos veces.

—Dijo que debías esperar tres días antes de empezar y tres días antes de completarlo.

Conté rápido: viernes, sábado, domingo. El lunes me iban a hacer eso, después de tres días.

—¡Oh, demonios! —murmuré.

—Y dijo que nadie te creería, que te mantuvieras firme en la adversidad y que no sirvieras ni a reyes ni a príncipes, sino a fines más elevados. Eso es, Marîd.

Me besó y me sentí enfermo. Ahora no había forma de escapar a la cirugía, a no ser que huyera y empezara una nueva vida en algún otro país, espantando a las cabras y las ovejas a mi alrededor y comiendo unos cuantos higos cada dos días para subsistir, como los demás fellahin.

—Soy un héroe, Yasmin —dije—,, y, a veces, los héroes tenemos asuntos secretos que atender. He de irme.

La besé tres o cuatro veces, pellizqué su pezón derecho para que me diera suerte y me levanté. Mientras salía de Frenchy, di una palmada al culo de Indihar, que se volvió hacia mí y me sonrió. Me despedí de Dalia. Y simulé que Blanca ni siquiera existía.

Caminé por la «Calle» hasta el Silver Palm, sólo para ver qué hacía la gente y qué ocurriría. Mahmud y Jacques estaban sentados a una mesa, tomaban café y mojaban hummus en él con pan de pita. «Medio Hajj» no estaba allí, tal vez se encontrara excitándose con gigantescos picapedreros heterosexuales, por gusto. Me senté con mis amigos.

—Que tú… y etcétera, etcétera —dijo Mahmud.

Nunca se preocupaba por las formalidades.

—Tú también —dije.

—He oído que vas a modificarte el cerebro —dijo Jacques—. Una decisión crucial. Un asunto importante. Estoy seguro de que has considerado los pros y los contras.

Yo estaba atónito.

—Las noticias vuelan.

Mahmud levantó las cejas.

—Para eso son noticias —dijo, entre bocado y bocado de pan con hummus.

—Deja que te invite a un café —me ofreció Jacques.

—Alabado sea Alá —repuse—, pero necesito algo más fuerte.

—Es mejor así —dijo Jacques a Mahmud—. Marîd tiene más dinero que nosotros dos juntos. Ahora está en la nómina de «Papa».

No me gustó nada que se divulgase tal rumor. Fui al bar y pedí mi ginebra, bingara y lima. Desde detrás de la barra, Heidi me ofreció una sonrisa forzada, sin hablarme. Era guapa, cielos; una de las mujeres auténticas más hermosas que he visto en mi vida. Siempre llevaba la ropa adecuada como les gustaría a algunos travestidos y transexuales, con sus cuerpos comprados. Heidi tenía unos hermosos ojos azules y un fino y pálido flequillo. No sé por qué, los flequillos de las mujeres jóvenes me ponen siempre nervioso. Creo que es la «camarerofilia». Si me hiciera un profundo examen, encontraría rasgos de todas las cualidades reprobables conocidas por el hombre. Siempre había deseado conocer bien a Heidi, pero yo pensaba que no era su tipo. Quizá pudiera conseguir ser su tipo en moddy, y cuando tuviera mi cerebro preparado…

Mientras esperaba a que mezclase mi bebida, una voz hizo otro pedido a unos siete metros, más allá de un grupo de hombres y mujeres coreanos que, sin duda, pronto se darían cuenta de que no se hallaban en el lugar adecuado de la ciudad.

—Un martini con vodka, seco. Wolfschmidt de antes de la guerra, si tiene, agitado y sin revolver. Con una tira de cáscara de limón.

Bueno, ahora, dije para mí. Esperé a que Heidi volviera con mi bebida. Pagué y agité el licor y el hielo en perfectos círculos, en sentido contrario a las agujas del reloj. Heidi me entregó el cambio, recibió un kiam que le di de propina e inició una conversación educada. La interrumpí con bastante rudeza. Estaba más interesado en el martini con vodka.

Cogí mi vaso y me alejé de la barra lo bastante como para ver bien a James Bond. Era tal como lo recordaba del breve encuentro en el club de Chiri y de las novelas de lan Fleming: cabello negro con raya a un lado, un rizo que caía en un revoltoso trazo sobre el ojo derecho y una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha. Tenía las cejas juntas y negras, y una nariz larga y recta. Su labio superior era corto y su boca, aunque relajada, daba cierta sensación de crueldad. Tenía aspecto de despiadado. Había pagado un buen fajo de billetes a una pandilla de cirujanos para que le diesen ese aspecto. Miró hacia mí y me sonrió. Me pregunté si recordaría nuestra cita anterior. Mientras me observaba, arrugó la comisura de sus ojos azul grisáceos. Tuve la indudable impresión de que, en realidad, yo era el observado. Llevaba una sencilla camiseta de algodón, pantalones tropicales, sin duda británicos, y sandalias de cuero negro acordes al clima. Pagó su martini y se me acercó con una mano extendida.

—Me alegro de volver a verte, viejo —dijo.

Estreché su mano.

—No creo haber tenido el honor de conocerle, caballero —dije en árabe.

Bond me respondió en un francés perfecto.

—Otro bar, en otras circunstancias. No tuvo mayores consecuencias. Todo salió bien al final.

Habría salido bien para él. Por el momento, el ruso muerto no tenía ninguna opinión.

—Que Alá me perdone, mis amigos me esperan —dije.

Bond esbozó su famosa media sonrisa. Y me contestó con un dicho árabe, en perfecto árabe del lugar:

—Lo que ha muerto, ha pasado —dijo, encogiéndose de hombros.

No estaba seguro de si Bond intentaba decir que lo pasado, pasado estaba, o que sería buena política para mí olvidar las muertes recientes. Asentí, desconcertado por la fluidez de su idioma. Entonces recordé que llevaba un moddy de James Bond. probablemente con un daddy de árabe conectado. Llevé mi bebida a la mesa donde Mahmud y Jacques estaban sentados, y escogí una silla desde la que pudiera vigilar la barra y la única entrada al bar. Mientras me sentaba, Bond había acabado su martini y salía a la empedrada «Calle». Sentí una cobarde ráfaga de indecisión: ¿qué se suponía que debía yo hacer? ¿Tenía esperanzas de cazarle ahora, antes de que modificaran mi cerebro? Me encontraba desarmado. ¿Qué bien podía hacer atacando a Bond prematuramente? Aunque Friedlander Bey, con toda seguridad lo consideraría una oportunidad desperdiciada, que quizá significase la muerte de alguien, alguien querido…

Decidí seguirle. Dejé mi bebida sin probar sobre la mesa y no ofrecí ninguna explicación a mis amigos. Me levanté de la silla y salí por la puerta del Silver Palm, a tiempo para ver a Bond girar a la izquierda, hacia una calle adyacente. Le seguí con sigilo. Pero no con el suficiente cuidado, porque cuando me detuve en la esquina y observé a mi alrededor con precaución, James Bond había desaparecido. No existía ninguna otra paralela a la «Calle» por la que pudiese haber girado. Debía haber entrado en alguno de los edificios bajos, encalados y de tejado plano de la manzana. Al menos era alguna información. Ya había dado la vuelta para volver al Silver Palm, cuando sentí un fuerte dolor detrás de la oreja izquierda. Caí de rodillas y una fornida y bronceada mano me cogió del ligero tejido de mi galabiyya y me arrastró hacia mis pasos. Murmuré algunas maldiciones y levanté el puño. El canto de su mano me golpeó en el hombro y mi brazo se desplomó, aturdido e inutilizado.

James Bond se rió con tranquilidad.

—Siempre que veis a un europeo bien vestido en uno de vuestros mugrientos y pintorescos bares, creéis que podéis ir tras él y privarle de su cartera. Bien, amigo mío, a veces, uno se equivoca de europeo.

Me abofeteó aunque no muy fuerte, me arrojó contra la pared y me miró como si le debiera una explicación o una disculpa. Decidí que tenía razón.

—Mil perdones, effendi —murmuré.

En algún lugar de mi mente nació la idea de que ese James Bond tenía mucho mejor aspecto que hacía un par de semanas, cuando permitió que le echara del club de Chiri. Esa noche, su maldito mechón negro no estaba fuera de lugar. Ni siquiera respiraba con dificultad. Todo tenía una explicación lógica. Dejé que «Papa» o Jacques o el / Ching lo averiguaran, me dolía mucho la cabeza y los oídos me repiqueteaban.

—No te molestes con toda esa palabrería de effendi —dijo con severidad—. Eso es una adulación turca y tengo algunas quejas contra los turcos. Aunque no eres turco, lo desmiente tu aspecto.

Su boca, algo cruel, hizo un gesto malicioso. Entonces, se largó, como si yo no constituyera una amenaza para su seguridad o su cartera. A fuer de sincero, ésa era la pura verdad. Acababa de tener mi segundo encuentro con el hombre que se llamaba James Bond a sí mismo. Por el momento, ganábamos un punto cada uno de un posible tanteo de dos. No había prisa alguna por jugar el partido de desempate. Parecía haber aprendido mucho desde nuestro último encuentro o, por alguna razón especial, me permitió que le echase con tanta facilidad del club de Chiri. Aquí estaba en clara desventaja.

Mientras caminaba despacio y dolorido hacia el Silver Palm, tomé una decisión importante: le diría a «Papa» que no le ayudaría. No sólo porque temía que me preparasen el cerebro, mierda, sino porque ni con él modificado de aquí al cumpleaños del Profeta, podría competir con esos asesinos. Ni siquiera era capaz de seguir a James Bond una maldita manzana en mi propio barrio sin que me dieran una patada en el culo. No tenía la más mínima duda de que Bond podía haberme tratado con más rudeza, si hubiera querido. Pensó que era un ladrón, un vulgar ratero árabe y me trató como se suele tratar a los vulgares ladrones árabes. Debió ser su lance del día.

No, nada me persuadiría de lo contrario. No necesitaba tres días para pensarlo. «Papa» y su maravilloso plan podían irse al infierno.

Volví al Sil ver Palm y acabé mi bebida de dos grandes tragos. Entre las protestas de Mahmud y de Jacques, dije que había tenido que marcharme. Besé a Heidi en la mejilla y le susurré una proposición licenciosa al oído, la misma proposición que siempre le susurraba, y me respondió con el mismo molesto rechazo. Pensativo, regresé al club de Frenchy para explicarle a Yasmin que no sería un héroe, que no serviría a grandes fines, ni a reyes, ni a príncipes y el resto de esa estupidez. Yasmin no estaría de acuerdo conmigo y era probable que no jadeara con ella en . una semana, pero eso era mejor que dejar que me degollaran y esparcieran mis cenizas sobre la planta de tratamiento de residuos.

Tendría que dar un montón de explicaciones a todo el mundo, y también un montón de disculpas. Todos, desde Selima, Chiri, el sargento Hajjar y el propio Friedlander Bey, pedirían mis huevos, pero había tomado una decisión. Yo era yo, y no me presionarían a aceptar un destino terrible, aunque moralmente justo y bueno para la comunidad como ellos pretendían. La copa del Silver Palm, las dos del local de Frenchy, un par de trifets, cuatro soneínas y ocho paxium estaban de acuerdo conmigo. Antes de regresar al club de Frenchy, la noche era cálida e inofensiva y estaba totalmente de mi parte, y todos los que me instaban a llenar mi cerebro de cables se hallaban sometidos en un profundo y oscuro agujero en el que yo planeaba no mirar nunca. Por mí, podían joder a otro tonto. Yo dirigía mi propia vida.

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