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Bismillah ar-Rahman ar-Raheem. En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.


En el mes del Ramadán, en el que fue revelado el Corán, una guía para la humanidad, pruebas claras de orientación y el criterio sobre el bien y el mal. Que quien esté presente ayune este mes, y que quien esté enfermo, o de viaje, ayune el mismo número de días. Alá deseó el reposo para vosotros. No deseó ninguna severidad y deseó que completaseis el período y que venerarais a Alá por haberos guiado y, si pudiera ser, que fueseis agradecidos.


Éste es el versículo ciento ochenta y uno de la azora Al-Baqarah, la Vaca, la segunda azora del noble Corán. El mensajero de Dios, que la bendición de Alá y la paz esté con él, dio las directrices para la observancia del mes santo del Ramadán, el noveno mes lunar del calendario musulmán. Esta observancia es considerada como uno de los cinco pilares del Islam. Durante este mes, los musulmanes tienen prohibido comer, beber y fumar desde que el sol sale hasta que se pone. La policía y los líderes religiosos velan para que quienes, como yo, son negligentes, en el mejor de los casos, con sus deberes espirituales, los cumplan. Los cabarets y los bares permanecen cerrados durante el día, y también los cafés y los restaurantes. Está prohibido tomar más de un vaso de agua, incluso después de una polvareda. Cuando la noche cae y es propicio servir la comida, los musulmanes de la ciudad se divierten. Incluso los que evitan el Budayén el resto del año, vienen y se relajan en un café.

En el mundo musulmán, durante este mes, la noche reemplaza al día por completo, de no ser por las cinco llamadas diarias a la oración. Éstas deben ser atendidas como es habitual, de modo que los musulmanes respetuosos se levantan al alba y rezan, pero no quebrantan su ayuno. Por la tarde, el patrón les permite irse a casa unas horas para dormir, para recuperar el sueño que pierden al levantarse a horas tan tempranas de la mañana, para alimentarse y disfrutar de lo que no pueden durante el día.

En muchos aspectos, el Islam es una fe hermosa y elegante, pero es propio de las religiones premiar la adecuada atención al rito en lugar de la propia conveniencia. El Ramadán puede presentar muchos inconvenientes a los pecadores y granujas del Budayén.

No obstante, al mismo tiempo, hace que las cosas sean más sencillas. Simplemente, retraso mis planes algunas horas, y no me molesto en absoluto. Los cabarets alteran su horario del mismo modo. Podría ser peor si yo tuviera otros asuntos que atender durante el día, por ejemplo, encararme a La Meca y rezar cada poco rato.

El primer miércoles del Ramadán, después de acostumbrarme al cambio de horario, me senté en un pequeño café llamado Café Solace, en la calle Doce. Era casi medianoche, y jugaba a las cartas con otros tres jóvenes, bebía café fuerte sin azúcar y comía pedacitos de baqlawah. Eso era precisamente lo que Yasmin envidiaba. Ella estaba en el club de Frenchy, meneando su lindo trasero y encandilando a los extranjeros para que la invitaran a cócteles de champán. Yo comía pastas dulces y jugaba. No veía nada malo en relajarme cuando podía, aun cuando a Yasmin todavía le quedasen diez largas y agotadoras horas. Parecía ser el orden natural de las cosas.

Los otros tres de mi mesa formaban una fauna variada. Mahmud era un transexual, más bajo que yo, pero más ancho desde los hombros hasta las caderas. Fue mujer hasta cinco o seis años antes, incluso trabajó un tiempo para Jo-Mama, y ahora vivía con una mujer de verdad que trajinaba en el mismo bar. Fue una coincidencia interesante.

Jacques era un marroquí cristiano, heterosexual, que se sentía y actuaba como si tuviera privilegios especiales porque era tres cuartos europeo, con lo que me llevaba todo un abuelo de ventaja. Nadie hacía mucho caso a Jacques y, cuando se planeaban celebraciones y fiestas, se enteraba demasiado tarde. Sin embargo, se le admitía en los juegos de cartas porque alguien tenía que perder, y bien podía ser un quisquilloso cristiano.

Saied, el «Medio-Hajj», era alto, bien formado, rico y homosexual. Jamás se le veía en compañía de una mujer, ya fuese auténtica, renovada o reconvertida. Le llamaban «Medio-Hajj» porque era tan cabeza de chorlito que no podía acabar un proyecto sin que, a medias de él, se distrajese con otros dos o tres. Hajj es el título que uno recibe cuando realiza el santo peregrinaje a La Meca, que es uno de los otros pilares del Islam. Saied había emprendido el viaje varios años atrás, recorrió ochocientos kilómetros y se volvió porque tenía una idea magnífica para hacer dinero, idea que había olvidado cuando llegó a casa. Saied era algo mayor que yo, con su bigote cuidadosamente recortado, del que se sentía muy orgulloso. No sé por qué. Yo nunca había pensado en un bigote como algo meritorio, a no ser que la vida te lo hubiera concedido, como a Mahmud. Es decir, como a las mujeres. Todos mis compañeros tenían el cerebro lleno de alambres. Saied llevaba un moddy y dos daddies. El moddy era un módulo general de personalidad, no de una persona en particular, sino de una clase particular. Ese día actuaba con firmeza, en silencio y tenía mala suerte, ni siquiera los potenciadores podían echarle una mano jugando a cartas. Él y Jacques nos estaban haciendo más ricos aún a mí y a Mahmud.

Esos tres patanes eran mis mejores amigos. Pasábamos muchas tardes juntos (o anocheceres, durante el Ramadán). Yo contaba con dos fuentes principales de información en el Budayén: ellos tres y las chicas de los clubs. La información que obtenía de una persona, a menudo, contradecía la versión que otra me ofrecía, así que hacía tiempo que me había acostumbrado a oír tantas historias como pudiese para luego cotejarlas todas. En alguna de ellas estaba la verdad, el problema era encontrarla.

Yo había ganado la mayor parte del dinero de la mesa, y Mahmud el resto. Jacques estaba a punto de arrojar sus cartas y abandonar el juego. Yo quería comer algo más y «Medio-Hajj», también. Los cuatro nos hallábamos a punto de salir del Solace y buscar un sitio para comer, cuando Fuad llegó corriendo. Era el flacucho y patilargo hijo de camello llamado (entre otras cosas) Fuad al-Manhus, o Fuad, el desafortunado crónico. Supe que no comería nada durante un buen rato. La mirada de al-Manhus me decía que estaba a punto de comenzar una pequeña aventura.

—Alabado sea Alá por haberos encontrado aquí —dijo, lanzándonos rápidas miradas.

—Que Alá te acompañe, hermano —repuso Jacques con acritud—. Creo haberle visto siguiendo ese camino, hacia la puerta Norte.

Fuad le ignoró.

—Necesito ayuda —dijo.

Parecía más desesperado de lo normal. De vez en cuando tenía pequeñas aventuras, pero esa vez parecía preocupado de verdad.

—¿Qué pasa, Fuad? —pregunté. Me miró agradecido, como un niño.

—Una negra puta me ha birlado treinta kiam —dijo, escupiendo en el suelo.

Miré a «Medio-Hajj», que pedía fuerzas al cielo. Observé a Mahmud. que se reía. Jacques parecía exasperado.

—Las putas te la juegan con bastante regularidad, ¿no, Fuad? —preguntó Mahmud.

—Eso es lo que tú crees —respondió aquél en su defensa. —¿Qué ha sucedido esta vez? —preguntó Jacques—. ¿Dónde? ¿Alguien que conozcamos? —Una nueva.

Siempre es una nueva —murmuré. —Trabaja en el Red Light.

Pensé que tenías prohibido entrar allí —dijo Mahmud.

—Lo tenía —trataba de explicar Fuad —, todavía no puedo gastar mi dinero allí. Fátima no me deja, pero trabajo para ella como portero, por eso estoy todo el rato allí. Ya no vivo en la tienda de Hassan; me dejaba dormir en su almacén, pero Fátima me deja dormir debajo de la barra.

—No te da una copa en su establecimiento —dijo Jacques—, pero te deja sacar la basura.

—Y barrer y limpiar los espejos.

Mahmud asintió convencido.

—Siempre he dicho que Fátima tiene un gran corazón —dijo—. Todos lo habéis oído.

—Y ¿qué pasó? —pregunté.

Odio escuchar a Fuad darle vueltas y vueltas al mismo tema durante media hora.

—Fue en el Red Light —dijo—. Fátima me había dicho que entrase otro par de botellas de Johnny Walker y había ido a decirle a Nassir que me diera las botellas para llevárselas a Fátima y que las pusiera debajo de la barra. Luego le pregunté: «¿Qué quieres que haga ahora?», y ella me dijo: «¿Por qué no te vas a beber lejía?», y yo le dije: «Me voy a sentar un rato», y ella me dijo: «Muy bien, siéntate en la barra y mira un rato», y la chica vino y se sentó junto a mí…

—Una negra —dijo Saied «Medio Hajj».

—¡Aja!

«Medio Hajj» me miró.

—Tengo una sensibilidad especial para estos casos —comentó entonces.

Yo me reí.

Fuad continuó:

—¡Aja! Esa negra era bonita de verdad. Nunca la había visto; me contó que había empezado a trabajar para Fátima esa noche; yo le dije que era un bar un poco bullicioso y que, a veces, hay que vigilar por la gente que va, y me contestó que me estaba muy agradecida por el consejo, y que la gente de la ciudad es muy fría y no se preocupa por nadie más que por ellos mismos, y que estaba bien encontrarse un tipo tan agradable como yo. Me dio un beso en la mejilla y me dejó que le pasara el brazo a su alrededor, y entonces empezó…

—A meterte mano —le interrumpió Jacques.

Fuad se ruborizó, furioso.

—Quería saber si le invitaba a una copa pero le dije que sólo tenía dinero para mi manutención de las dos semanas próximas. Me preguntó cuánto tenía, pero yo no estaba seguro. Dijo que apostaba a que tenía bastante dinero para invitarla a una copa. «Mira —contesté—, si tengo más de treinta, te invito; si tengo menos, no puedo. » Ella respondió que le parecía bien. Saqué mi dinero y ¿sabéis qué? Tenía treinta exactos, y no habíamos comentado nada de si tenía exactamente treinta. Ella me dijo que estaba bien, que no la invitase. Pensé que era muy gentil por su parte. Y siguió besándome y abrazándome y tocándome, y pensé que en verdad yo le gustaba mucho. Y ¿sabéis qué?

—Te sacó el dinero —exclamó Mahmud—. Quería que lo contases sólo para ver dónde lo guardabas.

—No me di cuenta hasta más tarde, cuando quise comer algo. Se lo había quedado todo, como si lo hubiera cogido de mi bolsillo.

—Ya te la han jugado antes —dije—. Sabías lo que iba a hacer. Creo que eso te gusta, que lo buscas.

—Eso no es cierto —replicó Fuad, obstinado—. De verdad, pensé que yo le gustaba mucho y a mí ella, y pensé que podría pedirle que saliéramos cuando acabase de trabajar. Entonces me di cuenta de que mi dinero había volado y supe que había sido ella. Sé cuánto suman dos y dos, no soy tan estúpido.

Todos asentimos sin pronunciar palabra.

—Se lo dije a Fátima pero ella no hizo nada, de modo que fui a Joie (así es como se hace llamar, aunque ella me dijo que ése no era su verdadero nombre), y se puso como una loca, diciendo que no había robado nada en su vida. Yo sabía que lo había hecho, y ella se enfureció más y más. Entonces sacó una navaja de su bolso, y Fátima le ordenó que la guardase, que yo no merecía la pena; pero Joie estaba como loca y se me acercó con la navaja; en ese momento salí de allí y os busqué por todas partes.

Jacques cerró los ojos, fatigado, y se los frotó.

—¿Quieres que recuperemos tus treinta kiam? ¿Por qué demonios íbamos a hacerlo? Eres un imbécil. ¿Nos pides que busquemos a una furcia loca, que esgrime una navaja, sólo porque tú no puedes atender tus propios asuntos?

—No trates de razonar con él, Jacques, es como hablarle a una pared —comentó Mahmud.

La frase original en árabe dice: «Tú hablas hacia el este, él responde hacia el oeste», lo cual es una descripción muy adecuada de lo que sucedía con Fuad al-Manhus.

«Medio-Hajj» llevaba el moddy que le convertía en un hombre de acción, así que se retorció el bigote y ofreció una ruda sonrisa a Fuad.

—Vamos — dijo —, enséñame a esa Joie.

—Gracias —exclamó el flaco Fuad, mientras hacía reverencias alrededor de Saied—, muchas gracias. No tengo ni un maldito fíq, se ha quedado con todo el dinero que había ahorrado para las próximas…

—Ahórrate las palabras —dijo Jacques.

Nos levantamos y seguimos a Saied y Fuad hasta el Red Light. Sacudí la cabeza. No quería verme mezclado en eso, pero debía seguir. Odio comer solo, así que me dije: «Ten paciencia; después, todos iremos al Café de la Feé Blanche a comer. Todos menos este maldito». Mientras tanto, tragué dos trifets, sólo para que me dieran suerte.

El Red Light era un tugurio peligroso; cuando entrabas allí, ya sabías a lo que te exponías, de modo que o te enrollabas o te la jugaban; era difícil hallar a alguien que te brindase un poco de simpatía. En primer lugar, la policía pensaba que eras un loco por entrar y se reían en tus narices si les ibas con alguna queja. A Fátima y a Nassir sólo les importaba lo que podían obtener de cada botella de licor que vendían y cuántos cócteles de champán se sacaban sus chicas, y no se molestaban en seguir la pista a lo que ellas hacían por su cuenta. Practicaban la libre empresa, en su forma más pura y manifiesta.

Yo me mostraba reacio a poner el pie en el Red Light debido a que no quería encontrarme ni con Fátima ni con Nassir, por eso fui el último de nuestro pequeño grupo en sentarme. Lo hicimos en una mesa, lejos de la barra. Estaba tan oscuro como el local de Chiri. Había un olor fuerte y agrio a cerveza derramada. Una chica de rostro enjuto bailaba en el escenario. Tenía un cuerpo pequeño y hermoso, hasta que te fijabas en lo que había sobre su cuello. Lo que hacía en escena estaba pensado para que apartases la atención de sus defectos y la dirigieras hacia lo que ella vendía. Recordé su nombre, Fanya. La llamaban Fanya «espectáculo de suelo», porque su idea del baile era más horizontal que vertical, como era lo normal.

La noche era todavía joven, así que pedimos cervezas, pero el viril Saied «Medio-Hajj», haciendo caso de su moddy de macho, pidió un Wild Turkey para acompañar su cerveza. Nadie le preguntó al desnutrido Fuad si quería tomar algo.

—Es aquella de allí —dijo en un susurro, y nos señaló a una chica bajita y fea que trabajaba vestida con un traje de negocios a la europea.

—No es una chica, Fuad, es un travesti —le informó Mahmud.

—¿Crees que no sé diferenciar entre un hombre y una mujer? —respondió Fuad acalorado.

Nadie quiso emitir su opinión. Por lo que a mí respecta, estaba demasiado oscuro para asegurar nada. Lo sabría más tarde, cuando la viera mejor.

Saied ni siquiera esperó su bebida. Se levantó y trató de acercarse a Joie. Ya sabéis: «Nada puede alterarme porque, en lo más hondo, soy Atila el Huno y vosotros, maricas, es mejor que vigiléis vuestro culo». Entabló conversación con Joie. Yo no oía ni una palabra, y tampoco me interesaba. Fuad siguió a «Medio-Hajj» como una ovejita, cacareaba con su voz chillona, con enérgicos gestos de asentimiento a Saied y furiosas negativas a la nueva puta.

—No sé nada de los treinta kiam de éste, tronco —dijo ella.

—Ella los cogió, mira su bolso —chilló el desafortunado.

—Tengo más que eso, hijo de puta —gritó Joie —. ¿Cómo vas a probar que son tuyos?

Los ánimos se caldeaban. «Medio-Hajj» tuvo el buen sentido de enviar a Fuad a nuestra mesa, pero Joie siguió al larguirucho fellah. entre empujones e insultos. Fuad se hallaba al borde de las lágrimas. Saied intentó separar a Joie y ella se volvió hacia él.

—Cuando llegue mi gente, te van a dar por el culo —gritó ella.

«Medio-Hajj» le ofreció una de sus despreciativas y heroicas sonrisas.

—Lo veremos cuando lleguen —dijo con calma—. Mientras tanto, le devolveremos su dinero a mi amigo, y no quiero oír que vuelves a desplumarle, ni a él ni a ninguno de mis amigos, o recibirás tantos cortes en el rostro que tendrás que ligarte a los tíos con una bolsa en la cabeza.

En ese momento, mientras Saied sostenía a Joie por las muñecas y Fuad, de pie en e! otro lado, gritaba al oído, entró el macarra de Joie.

—Ya está armada —murmuré.

Joie le llamó y le contó lo que sucedía.

—¡Estos soplapollas intentan quedarse mi dinero! —gritó.

El macarra, un árabe tuerto llamado Tewfik, a quien todos llamaban Courvoisier Sonny, no necesitó oír ni una palabra de nadie. Abofeteó a Fuad casi sin mirarle. Agarró la muñeca derecha de Saied y le obligó a soltar a Joie. Luego golpeó en el hombro a «Medio-Hajj», que cayó hacia atrás, tambaleándose.

—Si molestas a mi chica puedes salir malparado, hermano —dijo con una voz falsamente suave.

Saied regresó a nuestra mesa.

—Es un travesti —dijo—. Un hombre con un vestido.

Él y Sonny estaban de pie un poco más arriba de donde me encontraba, y deseé que siguiesen sus negociaciones fuera. El altercado pareció no atraer la atención de Fátima ni de Nassir. Mientras tanto, Fanya había terminado su turno en escena y una transexual americana negra, alta y larguirucha, empezó a bailar.

—Tu horrible y ladrona puta sifilítica le ha quitado treinta kiam a mi amigo —dijo Saied con la misma voz fina que Sonny.

—¿Vas a dejar que me insulte, Sonny? —preguntó Joie—, ¿delante de todas estas putas?

—Alabado sea Alá —dijo Mahmud con tristeza—, se ha convertido en un asunto de honor. Era mucho más sencillo cuando se trataba de un simple latrocinio.

—No permito que nadie te insulte, nena —repuso Sonny, ahuecando un poco su fina voz, y dirigiéndose a Saied—: Cierra tu jodida boca.

—Oblígame —dijo Saied, sonriendo.

Mahmud, Jacques y yo cogimos nuestras cervezas y nos levantamos un poco de nuestros asientos. Demasiado tarde. Sonny tenía un cuchillo en el cinto de su galabiyya y lo buscó. Saied fue más rápido en sacar el suyo. Oí el grito de Joie para avisar a Sonny. Vi los ojos de éste cerrarse mientras caía de espaldas. Saied golpeó la mandíbula de Sonny con el puño izquierdo, pero éste se amagó. Saied avanzó un paso, bloqueó el brazo derecho de Sonny, se inclinó un poco y le clavó el cuchillo en el costado.

Oí a Sonny emitir un débil sonido, un tranquilo, gorjeante, gemido de sorpresa. La sangre brotó en todas direcciones, más sangre de la que parece posible que tenga una persona. Sonny se tambaleó, dio un paso a su izquierda; luego, dos hacia adelante y acabó por desplomarse sobre la mesa. Gruñó, se convulsionó, se revolvió unas cuantas veces y resbalo de la mesa al suelo. Todos le mirábamos. Joie no hizo ningún otro ruido. Saied no se había movido, todavía seguía en la misma postura que cuando su cuchillo había atravesado el corazón de Sonny. Se irguió despacio, dejó caer la mano que sostenía el cuchillo a lo largo del cuerpo. Respiraba pesada y sonoramente. Se dio la vuelta y cogió su cerveza, los ojos vidriosos y sin expresión. Estaba empapado en sangre. Tenía el cabello, el rostro, la ropa, las manos y los brazos cubiertos de la sangre de Sonny. Había sangre sobre la mesa; sobre nosotros. Yo estaba casi bañado en ella. Me costó un rato, pero entonces me di cuenta de toda la sangre que me manchaba y me horroricé. Me levanté e intenté quitarme del cuerpo la empapada camisa. Joie empezó a gritar sin parar, hasta que la abofeteé unas cuantas veces y se calló. Por último, Fátima hizo salir a Nassir de la trastienda y él llamó a la policía. El resto nos sentamos en otra mesa. La música cesó, las chicas se fueron a los vestuarios, los clientes se escabulleron del bar antes de que la policía llegase. Mahmud pidió a Fátima una jarra de cerveza para nosotros.

El sargento Hajjar se tomó su tiempo. Cuando por fin llegó, me sorprendió comprobar que había acudido solo.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando el cadáver de Sonny con la punta de su bota.

—Un tío muerto —respondió Jacques.

—Muertos, todos son iguales —fue el comentario de Hajjar. Se dio cuenta de que todo estaba salpicado de sangre—. Un tipo grande, ¿eh?

—Sonny —le informó Mahmud.

—Ah, ese cabrón.

—Murió por treinta asquerosos kiam —dijo Saied, moviendo su cabeza sin acabar de creerlo.

Hajjar paseó su mirada por el bar, pensativo, luego me miró directamente.

—Audran —dijo, ahogando un bostezo—, ven conmigo.

Se dio la vuelta para salir del bar.

—¿Yo? —grité—. ¡No tengo nada que ver con esto!

— ¿Con qué? —preguntó Hajjar, sorprendido.

—Con el navajazo.

—Al infierno el navajazo. Vas a venir conmigo.

Me metió en el coche patrulla. No le importaba nada ese asesinato. Si hubiese sido alguna puta de turista rica, la policía se hubiera roto los cuernos en busca de huellas dactilares, midiendo ángulos e interrogando veinte o treinta veces a todos. Pero si alguien rajaba a ese gorila tuerto o a Tami o a Devi, los policías se aburrían tanto como un buey en una colina. Hajjar no iba a interrogar a nadie ni a sacar fotos de nada. Esa vez no merecía la pena. Para los oficiales, Sonny había recibido su merecido. Según la filosofía de Chiriga: «Las resacas son unas cabronas». A la policía no le importaba si todo el Budayén se diezmaba, un degenerado sin importancia menos cada vez.

Hajjar me encerró en el asiento posterior, y se colocó al volante.

—¿Esto es un arresto? —pregunté.

—Cállate, Audran.

—¿Me estás arrestando, hijo de puta?

—No.

Eso me contuvo un poco.

—Entonces, ¿por qué me has sacado del bar? Ya te he dicho que no tengo nada que ver con el asesinato.

Hajjar me miró por encima del hombro.

— ¿Quieres olvidar a ese tipo de una vez? Esto no tiene nada que ver.

—¿Adonde me llevas?

Hajjar se volvió para mirarme, y me sonrió con sadismo.

—«Papa» quiere hablar contigo.

Sentí frío.

—¿«Papa»?

Había visto a Friedlander Bey alguna vez. Lo sabía todo de él; pero nunca había sido conducido a su presencia.

—Y por lo que he oído, Audran, está que echa chispas. Te iría mejor si yo te detuviera por asesinato.

—¿Chispas? ¿A mí? ¿Por qué?

Hajjar se limitó a encogerse de hombros.

—No lo sé. Sólo me han dicho que vaya a buscarte. Que te lo explique el propio «Papa».

En ese preciso instante de creciente temor y peligro, los trifets decidieron actuar y aceleraron los latidos de mi corazón todavía más. Había empezado siendo una bonita noche: con algún dinero, la idea de una buena cena y con Yasmin, que iba a pasar otra noche conmigo. Sin embargo, estaba en el asiento posterior de un patrullero de la policía, con la camisa y los téjanos empapados de la sangre de Sonny, mientras el rostro y los brazos empezaban a picarme por la sangre que se coagulaba en ellos, y me dirigía a una cita con Friedlander Bey, el dueño de todo y de todos. Yo estaba seguro de que había algún tipo de razón, pero no podía imaginarme cuál. Siempre he tenido mucho cuidado con no herir los sentimientos de «Papa». Hajjar no me diría más. Se limitaba a sonreír como un lobo y a decir que no le gustaría estar en mi pellejo. Tampoco a mí, pero allí era donde había estado últimamente.

—Es la voluntad de Alá —murmuré, nervioso.

«Señor, me acerco a Ti. »

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