El viernes fue un día de descanso y recuperación. Últimamente, mi cuerpo había sido maltratado y golpeado por un montón de gente, algunos eran amigos y conocidos, a otros había estado a punto de cazarles en un callejón oscuro hacía poco. Una de las mejores cosas del Budayén es la profusión de callejones oscuros. Creo que han sido planeados ex profeso. En algún lugar de alguna sagrada escritura dice: «Y serán obligados a construir oscuros callejones donde los insolentes y los pecadores se abrirán la cabeza por turnos, y, de igual modo, sus gruesos labios serán partidos, e incluso esto será agradable a los ojos del cielo». No podría citaros con exactitud la procedencia de este versículo. Lo debí soñar el viernes, por la mañana temprano.
Las «Viudas Negras» habían sido las primeras en zurrarme, varios criados de Lutz Seipolt, Friedlander Bey y el teniente Okking me habían hecho sufrir, igual que sus pulcros y sonrientes amos, y la noche anterior había sido benignamente castigado por ese James Bond lunático. Mi caja de píldoras estaba vacía, nada, excepto el polvo de color pastel en el fondo que podía recoger con los dedos, en espera de un miligramo de ayuda. Los opiáceos fueron los primeros en acabarse, la provisión de soneína que había comprado a Chiriga y luego al sargento Hajjar se había agotado en rápida progresión, al ritmo que las punzadas y los espasmos de dolor de mi cuerpo aumentaban. Cuando las soneínas se terminaron probé con los paxium, las pequeñas píldoras de lavanda que algunos consideran el último regalo del universo de la química orgánica, la «Respuesta a todas las pequeñas preocupaciones de la vida», aunque estoy llegando a la conclusión de que no valen su peso en moco de chacal. De cualquier forma, las tomé y las bañé en unos tragos del Jack Daniels que Yasmin trajo de su trabajo a casa. Muy bien, quedaban los asfixiantes triángulos azules. En realidad, no sé qué demonios hacen contra el dolor, pero estaba dispuesto a ofrecerme voluntario para la investigación. La ciencia avanza. Me tomé los tres trifets y el efecto fue fascinante, desde el punto de vista farmacológico. En media hora, empecé a sentir un enorme interés por mi ritmo cardíaco. Me tomé el pulso: algo así como cuatrocientas veintidós pulsaciones por minuto, pero me distraje con los lagartos fantasmas que reptaban por los extremos de mi visión periférica. Estoy casi convencido de que, en realidad, mi corazón no bombeaba tan rápido.
Las drogas son tus amigas, trátalas con respeto. No arrojarías a tus amigos a la basura. No tirarías a tus amigos por el retrete. Si tratas de esa forma a tus amigos y a tus drogas, no mereces a ninguno de los dos. Dámelos a mí. Las drogas son maravillosas. No escucharé a nadie que intente convencerme de que las deje. En todo caso, abandonaría la comida y la bebida; de hecho, a veces lo hago.
El efecto de todas esas píldoras era que mi mente delirase. En realidad, ninguna señal de vida era reconfortante. La vida estaba adquiriendo un tono sombrío, agrio, punzante de verdad y horrible, que no me gustaba nada.
Para colmo, recordé que Saied «Medio Hajj» me había dado un par de cápsulas de RPM. Es la misma mierda que Bill, el taxista, hace discurrir por sus venas todo el tiempo, a costa de su alma inmortal. Tenía que acordarme de no viajar con Bill nunca más. Jesús, ese material asusta de verdad y lo peor era que había pagado dinero contante y sonante por el privilegio de ponerme así de asqueroso. En ocasiones, las cosas que hago me molestan, y tomo la resolución de enmendarme. Lo prometí cuando bajé del RPM, si es que lo había hecho alguna vez…
El viernes era sabbath, un día de descanso excepto para todos aquellos del Budayén que reanudaban el trabajo en cuanto el sol se ponía. Observamos el mes sagrado del Ramadán, pero los policías de la ciudad y los buenos de la mezquita nos dejan un poco libres los viernes. Se sienten felices por cooperar en lo que pueden. Yasmin se fue a trabajar y yo me quedé en la cama leyendo a Simenon; creo que lo había leído a los veinte años y luego un par de veces más. Es difícil explicar lo que pasa con Simenon. Escribe el mismo libro una docena de veces; pero tiene tantos libros distintos, escritos una docena de veces, que debes leerlos todos y luego clasificarlos por una especie de orden racional en función de una base lógica, temática, que siempre se me escapa. Los empiezo por el final (si está impreso en árabe) o por el principio (si está en francés) o por la mitad (si tengo prisa o estoy demasiado lleno de mis amigas, las drogas).
Simenon. ¿Por qué hablaba yo de Simenon? Iba a conducirme a un punto crucial y revelador. Simenon sugiere a lan Fleming, los dos son escritores, los dos hacen thrillers, cada uno a su modo, los dos están muertos y ninguno sabía cómo hacer un buen martini: el «agitado pero no revuelto» de Fleming, ¡por la inefable teta izquierda de mi santa y puta madre! lan Fleming conduce lisa y llanamente hasta James Bond. El hombre del moddy de James Bond no volvió a dejar ninguna otra huella de cero cero siete en la ciudad, ni la colilla de un Morlands Special con los anillos dorados, ni una rodaja de cáscara de limón, ni un agujero de bala de Beretta. Sí, con Bogatyrev y Devi había utilizado la Beretta, la pistola que Bond prefería en las primeras novelas de Fleming, hasta que algún lector avispado le indicó que era un «arma de mujer», sin poder decisivo. Así que Fleming hizo que Bond se pasara a la Walter PPK, una automática pequeña, pero fiable. Si nuestro James Bond hubiera empleado la Walter, habría hecho un boquete peor en el rostro de Devi; la Beretta le hizo un agujero bastante pulcro y pequeño, como la argolla de una lata de cerveza. El sopapo que me dio fue lo último que alguien vio u oyó de James Bond en la ciudad. Me parece que no soportaba el aburrimiento.
Existe otra razón de primer orden para daros a conocer medicinas y correctivos. El aburrimiento puede resultar tedioso; pero no cuando te tomas el pulso a más de cuatrocientas pulsaciones por minuto. Por la vida de mi barba y las sagradas pelotas del Apóstol de Dios, que las bendiciones de Alá y la paz estén con él; en realidad, ¡sólo quería dormir! Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, un efecto estroboscópico en blanco y negro empezaba a destellar, y ante mí flotaban cosas púrpura y verde, cosas gigantescas. Grité, mas no me dejaban solo. No comprendía que Bill pudiera conducir su taxi a través de ellas.
Así transcurrió el viernes, en un breve resumen. Yasmin regresó a casa con el Jack Daniels, maté el resto de mis provisiones de drogas, pasó el mediodía y, cuando me desperté, Yasmin se había ido. Era sábado ya. Tenía dos días más para disfrutar de mi cerebro.
A primeras horas de la tarde del sábado, noté que mi dinero se había evaporado. Deberían quedarme aún algunos kiam. Había gastado un poco, desde luego, y seguramente me había fundido algo más que no había contado. Sin embargo, tenía la sensación de que debían quedarme más de los noventa kiam que encontré en mi bolsa. Los noventa kiam no me iban a dar para mucho. Unos téjanos nuevos me costarían cuarenta ornas.
Empezaba a sospechar que Yasmin se dedicaba a ordeñar mis finanzas. Es algo que odio en las mujeres, incluso en aquellas cuyos rasgos genéticos celulares dicen que son hombres todavía. Jo-Mama asegura: «Precisamente, porque la gata tiene a los gatitos en el horno no les hace galletas». Busca un chico guapo, córtale sus couilles y cómprale un balcón de silicona que pueda alojar cómodamente a una familia de tres, y estará vaciando tu cartera antes de que te des cuenta. Se toman todas tus pastillas y tus cápsulas, se gastan tu dinero, te putean sobre la maldita sábana y la manta, se miran toda la noche, arrebatadas, en el espejo del cuarto de baño, hacen inocentes comentarios sobre las pavas imponentes que pasan en dirección contraria, quieren que las tomes después de una hora de haberte agotado follándolas en las alfombras, y luego se ponen hechas unas fieras porque miras por la ventana con una ligera expresión de fastidio en el rostro. ¿Qué tiene eso de malo, cuando una diosa casi perfecta deambula por tu apartamento, y decora el suelo con su ropa interior sucia? Debes tomar algo para elevarte la moral, pero la preciosa puta lo ha consumido todo ya, ¿recuerdas?
Sólo quedaba un día y medio de cerebro de Marîd Audran tal y “J” gonorreico por no seguir con el plan de «Papa». En un minuto, todo estaba dispuesto: el lunes por la mañana iba a reunirme con los cirujanos de Friedlander Bey y electrificar mis pensamientos. Al minuto siguiente, sería un asqueroso bastardo que no se preocuparía por lo que a sus amigos les sucediera. Ella no se acordaba de si iban a modificarme el cerebro o no. No podía retroceder lo suficiente como para recordar el último argumento. (Yo sí: no iban a modificármelo, y punto. ) Ni el viernes ni el sábado salí de la cama en todo el día. Miré las sombras alargarse y empequeñecerse y volver a agrandarse. Oí al muecín llamar a los fieles a la oración, y después, a mí me pareció unos minutos más tarde, volvió a llamarles. Dejé de prestar atención a Yasmin y a sus malos humores en algún momento del sábado por la tarde, antes de que se preparase para ir a trabajar.
Andaba de un lado a otro de la habitación, mientras me llamaba todo tipo de originales insultos; algunos no los había oído nunca, a pesar de mis años de vagabundeo. Eso sólo me hizo querer a esa pequeña puta aún más. No salí de la cama hasta que Yasmin se fue a Frenchy. Mi cuerpo pasaba de las sacudidas y los escalofríos a los accesos de fiebre, estaba tan mal que tuve que tranquilizarme en la ducha. Después, me eché en la cama y me puse a temblar y a sudar. Empapé las sábanas y la funda del colchón y me cogí a la sábana con los nudillos blancos. Los lagartos fantasma reptaban ahora por mi rostro y mis brazos, aunque con menos frecuencia. Me sentí lo bastante seguro como para volver a ir al baño, algo que pensaba hacía rato. No tenía hambre, pero sí un poquito de sed. Me bebí un par de vasos de agua y me volví a meter en la cama, tiritando. Me hubiera gustado que Yasmin regresara a casa.
Pese a los enfermizos efectos de la sobredosis de droga y mi creciente temor, borré el lunes por la mañana de mi mente. La noche del sábado la pasé con más sudores fríos y fiebre remitente, y contemplé insomne el techo, incluso después de que Yasmin volviera, borracha, a dormir. El domingo, justo antes de la salida del sol, mientras se arreglaba para ir a trabajar, salí de la cama y me puse, desnudo, detrás de ella. Se pintaba los ojos, ponía expresiones divertidas y se maquillaba los párpados con cosméticos de algún almacén de puta rica de fuera del Budayén. Ella no empleaba cosméticos baratos de los bazares como todo el mundo, como si alguien en Frenchy pudiera examinarla bien en esa oscuridad. Era el mismo maquillaje que vendían en los tenderetes del zoco, pero Yasmin pagaba elevados precios por él en la ciudad. Quería estar arrebatadora en escena, cuando ni siquiera un estúpido loco le miraría los ojos. Buscaba un efecto combinado de azul y verde bajo sus anchas y repasadas cejas. Luego se dedicó a espolvorear elegantes y resplandecientes destellos dorados. Los destellos era lo más difícil. Los hizo uno a uno.
—Vete pronto a la cama —dijo.
Eso me disgustó. —Tu cerebro, ¿te acuerdas?
—Mi cerebro, lo recuerdo —dije—. No va a ningún sitio raro. No he trazado ningún plan para él.
—¡Van a modificarte tu inútil cerebro!
Se volvió hacia mí como un gavilán en el nido hacia un halcón. —No, la última vez que pensé sobre ello, decidí que no.
Agarró su pequeño bolso de noche azul.
—Bien, hijo de puta, de horrible madre kaffir —gritó—, ¡que te jodas, tú y el caballo que montas!
Al salir de mi apartamento hizo más ruido del que creí que fuera posible hacer, y eso fue antes de que cerrara la puerta. Todo quedó en silencio después del portazo, lo que me hubiera permitido pensar. Pero fui incapaz de hacerlo. Caminé por la habitación, quité una o dos cosas, cambié a puntapiés mi ropa de derecha a izquierda y al revés, y me tumbé en la cama. Había estado tanto tiempo acostado que no era agradable volver a ella; pero no había mucho más que hacer. Miré la oscuridad de la habitación extenderse y alcanzarme. Tampoco eso era ya excitante. El dolor había desaparecido, la histeria provocada por la sobredosis, también; mi dinero se había evaporado, y Yasmin no estaba conmigo. Reinaba la paz y la alegría. Odié cada maldito segundo.
En ese silencioso centro de reposo y despreocupación, libre del frenesí que me había rodeado esos días, me sorprendí a mí mismo con un retazo de verdadera intuición. Me felicité por caer en la cuenta de que el hombre del moddy de James Bond empuñaba una Beretta en lugar de una Walter. Pensar en él me condujo a otra idea, y juntos provocaron una o dos ideas más, y todo iluminó un detalle inexplicable que, por lo menos, llevaba un par de días cociéndose en mi memoria. Repasé mi última visita al teniente Okking. Recordé que no parecía estar nada interesado en mis teorías o en las proposiciones de Friedlander Bey. Eso no era tan raro. Okking se resistía a las intromisiones de nadie. Le molestaban aunque fueran intromisiones positivas, en forma de auténtica ayuda. No era en Okking en quien se centraban mis pensamientos, sino en algo de su despacho.
Uno de los sobres estaba dirigido a Universal Export. Recordaba haberme preguntado sin mucha atención si Seipolt trabajaba en esa compañía o si Hassan el chifla había recibido unos curiosos embalajes de ella. El nombre de la compañía era tan común que probablemente habría cientos de Universal Export por todo el mundo. Quizá Okking enviaba una orden de pedido por correo de algún mueble de mimbre de jardín para ponerlo junto a la barbacoa de su patio.
El carácter común de Universal Export era la razón por la que M. , el jefe de la sección especial cero cero de James Bond, lo empleara como falsa cobertura y nombre en clave en los libros de Tan Fleming. El olvidadizo nombre nunca habría acudido a mi memoria sin esa relación con las aventuras de James Bond. Quizá Universal Export era una referencia encubierta al hombre que llevaba el moddy de James Bond. ¡Cómo me hubiera gustado recordar la dirección de aquel sobre!
Me senté, confuso. Si la explicación de Bond era cierta, ¿qué pintaba aquel sobre en la casilla de salidas del teniente Okking? Me dije que estaba poniéndome tan nervioso como un saltamontes en una sartén. Buscaba miel donde era probable que no hubiera abejas. Volví a notar el estómago revuelto. Me sentía arrastrado sin quererlo a una confusión de senderos tortuosos y mortales.
Era el momento de actuar. Había pasado el viernes, el sábado y la mayor parte del domingo paralizado entre las gastadas y asquerosas sábanas. Era el momento de empezar a moverse, salir del apartamento y abandonar ese morbo y ese miedo asiduos. Tenía noventa kiam. Podía comprarme algunos butacuálidos y tener un sueño decente.
Saqué la galabiyya, que empezaba a estar un poco sucia, las sandalias y mi libdeh, el gorro ajustado. Camino de la puerta agarré mi bolsa y bajé la escalera de prisa. De repente quería conseguir algunos butacuálidos. Me refiero a que los necesitaba de verdad. Había pasado tres días horribles, sudando demasiado, expulsando cualquier porquería de mi cuerpo y, de repente, se me ocurría comprar más. Anoté en mi imaginación que debía frenar un poco el consumo de drogas, arrugué la imaginaria nota y la tiré a una papelera también imaginaria.
Parecía que los butacuálidos escaseaban. Chiriga no tenía ninguno pero me dio una copa de tende gratis mientras me contaba la cantidad de problemas que tenía con la chica nueva y que todavía guardaba el moddy de Dulce Pilar para mí. Recordé el anuncio holoporno fuera de la tienda de la vieja Laila.
—Chiri —dije —, estoy pasando una gripe o algo parecido, pero te prometo que iremos a cenar alguna noche de la semana que viene. Entonces inshallah. probaremos tu moddy.
Ni siquiera sonrió. Me miró como si observara un pez herido que se agita en el agua.
—Marîd, querido —repuso con tristeza—, ahora en serio, hazme caso, tienes que acabar con esas píldoras. Te estás haciendo mierda.
Tenía razón, pero no gusta oír esos consejos de nadie. Asentí, tragué el resto del tende y salí del club sin decir adiós.
Me reuní con Jacques, Mahmud y Saied en el Big Als Old Chicago. Me dijeron que estaban arruinados, tanto en lo financiero como en lo medicinal.
—Me alegro de volver a veros —dije.
—Marîd —comenzó Jacques—, quizá no sea de mi…
—No lo es —le interrumpí.
Pasé por el Silver Palm. Tampoco allí había acción. Fui a la tienda de Hassan, pero él no estaba en la trastienda, y su pollo americano me miró con ojos voluptuosos. Entré en el Red Light —empezaba a desesperar—, y Fátima me dijo que el amigo de una de sus chicas blancas tenía una maleta llena de mercancía variada, pero que no llegaría hasta quizá las cinco de la mañana. Le dije que si no se presentaba nada mejor hasta entonces, volvería. Fátima no me invitó a una copa.
Por último, en el refugio helénico de Jo-Mama, tuve un poco más de suerte. Compré seis butacuálidos a la segunda chica de la barra de Jo-Mama, Rocky, otra mujer corpulenta de cabello negro, corto e hirsuto. Rocky se pasó un poco en el precio, aunque, en ese momento, no me importó. Me ofreció, para tragármelas, una cerveza a cuenta de la casa pero le dije que me iba a mi habitación y a meterme en la cama.
—Sí, tienes razón —dijo Jo-Mama—, tienes que acostarte temprano para levantarte por la mañana, haragán, y que te abran el cráneo.
Cerré los ojos un instante y suspiré.
—¿Dónde has oído eso? —pregunté.
Jo-Mama dibujó una algo ofendida, aunque inocente por completo, expresión en su rostro.
—Todo el mundo lo sabe, Marîd. ¿Verdad, Rocky? Eso es lo que nadie creía. Quiero decir, que te modificaras el cerebro. Seguro que lo próximo que oímos es que Hassan se dedica a regalar alfombras o rifles o artesanía a los primeros veinte que llamen a su puerta.
—Tomaré esa cerveza —acepté, muy cansado.
Rocky me puso una. Por un momento, nadie supo si ésa era la cerveza gratis o si ya la había tomado y se trataba de otra que debería pagar.
—Ésta es a mi cuenta —dijo Jo-Mama.
—Gracias, Mama. No van a modificarme el cerebro. —Tomé un largo trago de cerveza—. No me importa lo que digan, no me importa quién lo diga. Soy yo, Marîd, el que habla: no van a modificarme el cerebro. ¿Comprende?— Jo-Mama se encogió de hombros como si no me creyese; después de todo, ¿qué era mi palabra contra la de la «Calle»?
—Voy a contarte lo que sucedió anoche aquí —comentó ella, a punto de iniciar una de sus inacabables y divertidas historias.
Casi quería oírla porque tenía que ponerme al día de las noticias, pero fui rescatado.
—¡Estás aquí! —gritó Yasmin, que irrumpió en el bar y me dio un violento golpe con el bolso.
Agaché la cabeza, pero me golpeó en el costado.
—¡Qué demonios…! — empecé a decir.
—Hacedlo en la calle —ordenó Jo-Mama de forma automática.
Parecía tan sorprendida como yo.
Yasmin no estaba de humor para escucharnos a ninguno de los dos. Me agarró por la muñeca, su mano era tan fuerte como la mía y mi muñeca estaba cogida.
—Ven conmigo, soplapollas.
—Yasmin, cierra tu jodida boca y déjame en paz.
Jo-Mama sacó su taburete, eso podía ser un aviso, pero Yasmin no le prestó atención. Todavía tenía mi muñeca agarrada y sus dedos me apretaban más fuerte. Tiró de mi brazo.
—Vas a venir conmigo —dijo con tono ominoso—, porque tengo algo bonito que mostrarte, maldito gato de vientre amarillo.
Me sentí furioso de verdad. Nunca había estado tan furioso con Yasmin, y todavía no sabía de qué me hablaba.
—Dale una bofetada —me dijo Rocky desde detrás de la barra.
En los holoespectáculos eso siempre da resultado con las heroínas excitables y los oficiales jóvenes presas del pánico. No lo había pensado, pero quizá tranquilizase a Yasmin. Era probable que así dejara de darme el coñazo, y luego se podía ir a donde le diera la gana. Levanté el brazo que todavía tenía apresado, lo giré un poco hacia afuera, me liberé de su presión y le agarré la muñeca. Entonces, le retorcí el brazo hacia atrás y lo apreté contra su espalda en una llave. Gritó de dolor. Apreté más, y volvió a gritar.
—Esto es por insultarme de ese modo —dije con un gruñido bajo cerca de su oído—. Puedes hacerlo en casa siempre que quieras, pero no delante de mis amigos.
—¿Quieres que te haga daño? —dijo con rabia.
—Inténtalo.
—Más tarde. Todavía tengo algo que enseñarte.
Le solté el brazo y se lo frotó un instante. Recogió su bolso y abrió la puerta del club de Jo-Mama de un puntapié. Hice un gesto a Rocky. Jo-Mama me dirigió una divertida sonrisita, porque eso le proporcionaría una historia mejor que la que no había llegado a contarme. Al menos, Jo-Mama iba a sacar algo.
Seguí a Yasmin al exterior. Se volvió hacia mí; antes de que pudiera decir una palabra, le puse la mano derecha alrededor de la garganta y la empujé contra un viejo muro de ladrillos. No me importaba si le hacía daño.
—No vuelvas a hacerme eso nunca —dije con una voz peligrosamente serena—. ¿Me entiendes?
Y sólo por puro placer sádico sacudí su cabeza con violencia contra los ladrillos.
—¡Que te jodan, maricón!
—De acuerdo, pero cuando creas que eres lo bastante hombre, mutilado y castrado hijo de puta —dije.
Entonces Yasmin rompió a llorar y sentí que algo se derrumbaba en mi interior. Me di cuenta de que había hecho lo peor que podía hacer, y que no había forma de remediarlo. Podía arrastrarme de rodillas todo el camino a La Meca pidiendo perdón y Alá me perdonaría, pero Yasmin, no. Hubiera dado todo lo que poseía, todo lo que pudiera robar por que los últimos minutos no hubieran transcurrido, pero había ocurrido y, para los dos, olvidarlos sería muy difícil.
—Marîd —susurró entre sollozos.
La abracé. No había una maldita palabra en el mundo que pudiera pronunciarse. Permanecimos abrazados, muy juntos, mientras Yasmin lloraba. Yo hubiese querido hacerlo también pero me sentí incapaz. Así estuvimos durante cinco, diez o quince minutos. La poca gente que pasaba por la acera simuló que no nos veía. Jo-Mama asomó la cabeza por la puerta y la volvió a meter. Un momento después, Rocky nos miró como si casualmente estuviera contando la multitud inexistente en esa calle oscura. Yo no pensaba en nada, no sentía nada. Abrazaba a Yasmin y ella me abrazaba a mí.
—Te quiero —murmuré por fin.
Cuando encuentras la ocasión apropiada, es siempre la mejor y la única frase que puedes decir.
Me cogió de la mano y nos encaminamos despacio hacia el final del Budayén. Pensé que dábamos un paseo; pero, al cabo de unos pocos minutos, me di cuenta de que Yasmin me conducía a alguna parte. La desagradable sensación de que no deseaba mirar lo que iba a mostrarme creció en mí.
Vi un cuerpo metido en una gran bolsa de basura, alguien había hurgado en el montón de bolsas. La bolsa donde se encontraba Nikki estaba abierta y ella yacía tendida sobre los húmedos y sucios adoquines de un angosto callejón sin salida.
—Creí que estaba muerta por tu culpa —lloriqueó Yasmin—. Porque no te has esforzado demasiado para tratar de encontrarla.
Cogí la mano de Yasmin y estuvimos un rato de pie. Contemplamos el cadáver de Nikki sin pronunciar palabra durante un rato. Yo sabía que aquélla era la forma en que tenía que ver a Nikki. Creo que lo supe desde el principio, cuando Tamiko fue asesinada y Nikki me hizo esa corta y desesperada llamada telefónica.
Solté la mano de Yasmin y me arrodillé junto al cadáver. Estaba lleno de sangre, metido en la bolsa de basura negra, sobre los adoquines cubiertos de musgo del pavimento.
—Yasmin, cariño —dije mirando su desolado semblante —, no mires más. ¿Por qué no llamas a Okking y luego te vas a casa? Yo iré en seguida.
Yasmin hizo un gesto vago y sin significado.
—Telefonearé a Okking —susurró con voz inexpresiva—; pero he de volver al trabajo.
—Esta noche, Frenchy puede joderse —dije—. Quiero que vayas a casa. Escucha, cielo, te necesito.
—Está bien.
Y sonrió un poco a través de las lágrimas.
Después de todo, nuestra relación no estaba rota. Con un poco de cuidado podía volverse tan buena como al principio, incluso mejor aún. Era un alivio sentirse esperanzado de nuevo.
—¿Cómo supiste que estaba aquí? —pregunté.
—Blanca la encontró —dijo Yasmin—. La puerta trasera de su casa está cerca, y ella pasa por aquí para ir al trabajo.
Señaló a lo lejos del callejón, donde había una puerta desvencijada y pintada de gris en la desnuda pared de ladrillo.
Asentí y miré a Yasmin caminar despacio en dirección a la «Calle». Me volví hacia el cuerpo destrozado. Había sido el degollador, podía ver los morados en las muñecas y el cuello de Nikki, las señales de las quemaduras y un montón de pequeños cortes y heridas. El asesino había invertido más tiempo y pericia en terminar con Nikki del que había dedicado a Tami o a Abdulay. Estaba seguro de que el forense encontraría también rastros de violación.
Habían metido la ropa y el bolso de Nikki en la bolsa con ella. Miré sus ropas, mas no encontré nada. Busqué el bolso, pero tuve que levantar la cabeza de Nikki. Había sido golpeada con salvaje crueldad hasta que su cráneo, cabello, sangre y sesos formaron una masa repulsiva. Le habían cortado el cuello de un modo tan brutal que casi estaba decapitada. En mi vida había visto tan blasfema, profanadora y perversa crueldad. Limpié los desperdicios esparcidos de una zona y dejé con cuidado el cadáver de Nikki sobre los adoquines rotos. Me alejé unos pasos, me arrodillé y vomité. Vomité y tuve náuseas hasta que los músculos del estómago me dolieron. Cuando el mareo pasó, me obligué a volver y buscar en su bolso. Hallé dos objetos curiosos y notables: una reproducción en bronce de un antiguo escarabajo egipcio que había visto en casa de Seipolt y un rudimentario moddy que parecía hecho en casa. Me guardé ambos objetos. Después elegí la bolsa de basura menos hedionda y me puse todo lo cómodo que pude. Dirigí una oración a Alá por el alma de Nikki. Luego, esperé.
—Bueno —dije tranquilamente mirando el sórdido y sucio lugar donde habían dejado a Nikki —. Me gustaría levantarme por la mañana y tener el cerebro modificado.
Maktoob, está bien, estaba escrito.