20

El doctor Yeniknani, el amable sufí turco, fue quien, por fin, me dio el alta. Había recibido mi ración de heridas de Hassan, aunque no las recuerdo, por lo que doy gracias a Alá. Las heridas de las agujas, lesiones y laceraciones constituyeron la parte fácil. El equipo médico se limitó a recomponerme y llenarme de vendajes. Esa vez, el ordenador se ocupaba de la medicación y no los desdeñosos enfermeros. El doctor programó una lista de drogas en la máquina, y la cantidad y la frecuencia con la que se me permitía recibirlas. Si había esperado el tiempo conveniente, el ordenador vertía soneína intravenosa por mi tubo alimenticio. Permanecí casi tres meses en el hospital y cuando salí, mi culo se sentía tan alegre y suave como el día en que nací. Tenía que comprarme uno de esos administradores de droga. Podría revolucionar la industria de narcóticos de la «Calle». Echan a unas cuantas personas del trabajo, pero ése ha sido siempre el precio de la libre empresa y el progreso.

Los golpes físicos que recibí, mientras intentaba reducir al viejo Hassan el chiíta a huesos para caldo, no fueron tan graves como para mantenerme en la cama tanto tiempo. En realidad, habrían podido curarme esas heridas en la sala de urgencias y habría salido a cenar y a bailar pocas horas después. El verdadero problema estaba dentro de mi cabeza. Había visto y hecho demasiadas cosas terribles, y el doctor Yeniknani y sus colegas consideraron la posibilidad de que si se limitaban a desconectar el daddy de castigo y el resto de los daddies, cuando todos los hechos y recuerdos golpearan mi pobre y desprotegido cerebro, terminaría tan loco como una araña con patines.

El chico americano me encontró —nos encontró, me refiero a mí, a Hassan y a Okking—, y llamó a la policía. Me llevaron al hospital y todos esos especialistas, en apariencia bien pagados y hábiles, no quisieron saber nada de mí. Nadie arriesgaba su reputación haciéndose cargo. «¿Le dejamos los potenciadores? ¿Se los quitamos? Si se los quitamos, puede quedar permanentemente loco. Si se los dejamos, pueden quemarle hasta el vientre. » Todo ese tiempo, el daddy negro estaba exprimiendo el centro de castigo de mi cerebro. Perdí el conocimiento una y otra vez, pero no soñé con la Dulce Pilar, podéis apostar por eso.

Primero, desconectaron mi chip de castigo, pero dejaron los otros para que me quedase en una especie de limbo insensible. Me devolvieron la plena consciencia muy despacio, analizándome a cada paso. Estoy orgulloso de poder decir que hoy me encuentro tan sano como siempre; guardo todos los daddies en su bolsa de plástico por si me pongo nostálgico.

Esa vez no tuve ninguna visita en el hospital. Quería que mis amigos tuvieran un buen recuerdo. Me dio la oportunidad de que la barba y el cabello volvieran a crecerme. Era un martes por la mañana cuando el doctor Yeniknani firmó mi alta.

—Le pido a Alá que no volvamos a verle por aquí —dijo.

Me encogí de hombros.

—A partir de ahora, voy a buscarme un pequeño negocio, tranquilo, vendiendo monedas falsas a los turistas. No quiero más problemas.

El doctor Yeniknani sonrió.

—Nadie quiere problemas, pero hay bastantes problemas en el mundo. No podemos escondernos de ellos. ¿Recuerda la azora más corta del noble Corán? Es una de las primeras reveladas por el Profeta, que las bendiciones y la paz sean con él. Dice: «Busco refugio en el Señor de la Humanidad, el Rey de la Humanidad, el Dios de la Humanidad, del taimado mal que susurra en los corazones de la Humanidad, de los djinn y de la Humanidad».

—Los djinn, la Humanidad, las armas y los cuchillos —dije.

El doctor Yeniknani sacudió la cabeza tranquilamente.

—Si buscas armas encontrarás armas. Si buscas a Alá encontrarás a Alá.

—Bueno —repuse con voz débil —, entonces tendré que empezar mi vida de nuevo cuando salga de aquí. Cambiaré de estilo y de forma de pensar, y olvidaré mis años de experiencia.

—Se burla de mí —dijo con tristeza—, pero quizá algún día escuche sus propias palabras. Rezo a Alá para que cuando ese día llegue todavía esté a tiempo de hacer lo que dice.

Entonces, firmó mis papeles y volví a ser libre, volví a ser yo, sin ningún lugar adonde ir.

Ya no tenía mi apartamento. Todo lo que poseía era una bolsa con un montón de dinero dentro. Llamé un taxi desde el hospital y nos dirigimos a casa de «Papa». Ésa era la segunda vez que aparecía sin estar citado, pero tenía la excusa de que no podía telefonear a Hassan para concertar una. El mayordomo me reconoció, incluso me obsequió con un instantáneo cambio de expresión. Era evidente que me había convertido en una celebridad. Los políticos y las estrellas del sexo pueden abrazarte y eso no significa nada, pero cuando los mayordomos del mundo se fijan en ti, te das cuenta de que algo de lo que crees de ti mismo es cierto.

Incluso pasaron de la sala de espera. Una de las «rocas parlantes» apareció ante mí, se dio media vuelta y empezó a andar. Le seguí. Entramos en el despacho de Friedlander Bey y avancé unos pasos hacia el escritorio de «Papa». Él se levantó, su anciano rostro se arrugó tanto al sonreír que temí se le quebrase en mil pedazos. Se apresuró hacia mí, agarró mi rostro entre sus manos y me besó.

—¡Oh, hijo mío! —gritó.

Luego, volvió a besarme. No hallaba palabras para expresar su alegría.

Por mi parte, me sentía algo incómodo. No sabía si representaba al héroe cabeza de ladrillo o al chico que justo se hallaba en el lugar adecuado en el momento preciso. La verdad era que deseaba salir de allí lo antes posible con otro grueso sobre de dinero de recompensa y no volver a relacionarme nunca más con aquel viejo hijo de puta. Me lo ponía difícil. Seguía besándome.

Al final, resultó un poco ridículo, incluso para un potenciado árabe de la vieja ola como Friedlander Bey. Me soltó y se retiró tras el formidable bastión de su escritorio. Parecía que no íbamos a compartir una exquisita comida, ni té, ni a intercambiar historias sobre cuerpos mutilados mientras me contaba lo maravilloso que yo había estado. Sólo me miró durante un buen rato. Una de las «rocas parlantes» se acercó despacio por detrás de mí, hasta mi hombro derecho. Sentí un miedo reminiscente de mi primera entrevista con Friedlander Bey en el motel. Ahora, en ese escenario más suntuoso, era alguien que pasaba de ser el héroe conquistador a un vil pícaro a quien pillan con la mano en el bolsillo de otro y luego sobre la alfombra. No sabía cómo lo hacía «Papa», pero eso era parte de su magia. Todavía no sabía cuáles habían sido sus móviles.

—Lo has hecho bien, oh, excelente —dijo Friedlander Bey.

Su tono era atento y no del todo aprobador.

—Alá en su grandeza me dio buena fortuna y tú, tu prudencia —repliqué.

«Papa» asintió. Estaba acostumbrado a ser relacionado con Alá de ese modo.

—Toma, pues, el signo de mi gratitud.

Una de las «rocas» puso un sobre contra mis costillas; lo cogí.

—Gracias, oh, caíd.

—No me des las gracias a mí, sino a Alá en su magnificencia.

—Sí, tienes razón.

Me metí el sobre en el bolsillo. Me preguntaba si podría irme ya.

—Muchos de mis amigos han muerto —musitó «Papa»—, y muchos de mis valiosos asociados también. Sería bueno proceder de modo que esto no suceda jamás.

—Sí, oh, caíd.

—Necesito amigos fieles en cargos de autoridad, en quienes pueda delegar. Siento vergüenza al recordar la confianza depositada en Hassan.

—Era un chiíta, oh, caíd.

Friedlander Bey movió una mano.

—Sin embargo, es el momento de reparar las injurias a que hemos sido sometidos. Tu labor no ha terminado todavía, hijo mío. Debes ayudar a construir una nueva estructura de seguridad.

—Haré lo que pueda, oh, caíd.

No me gustaba el cariz que estaban adquiriendo las cosas, pero, una vez más, me hallaba indefenso.

—El teniente Okking está muerto y habrá ido a su paraíso. Inshallah. Su puesto será ocupado por el sargento Hajjar, un hombre a quien conozco bien y cuya palabra y obra no debo temer. Estoy planeando un nuevo y enérgico departamento: una relación entre mis amigos del Budayén y las autoridades.

Nunca en mi vida me había sentido tan pequeño y solo.

Friedlander Bey prosiguió:

—Te he escogido a ti para que administres una nueva fuerza de supervisión.

—¿Yo, oh, caíd? —dije con voz trémula—. No te referirás a mí.

Asintió.

—Que así sea.

Sentí una rabia repentina y avancé hacia su escritorio.

—¡Al infierno tú y tus planes! — grité—. Te sientas aquí y lo manipulas todo, ves morir a mis amigos, pagas a un tipo y a otro, y te importa una mierda lo que les ocurra con tal de que tu dinero se multiplique. No tengo ninguna duda de que tú estabas detrás de Okking y los alemanes, y Hassan y los rusos.

De repente me callé. No lo había pensado de prisa, sólo estaba sacando afuera mi ira; pero por la súbita tensión que observé alrededor de la boca de Friedlander Bey podía decir que había tocado una fibra extremadamente sensible.

—Fuiste tú, ¿no es cierto? —dije con suavidad—. No te importa una jodida mierda lo que le ocurra a nadie. Jugabas a los dos bandos. No para el centro, no había ningún centro. Sólo tú, tú, cadáver andante. No tienes ni un átomo de humano. No amas, no odias, nada te importa. Con todas tus reverencias y tus oraciones no hay nada en ti. He visto puñados de arena con más conciencia que tú.

Lo realmente extraño fue que ninguna de las dos «rocas parlantes» se acercara, me echara fuera o me rompiera la cara. «Papa» debió hacerles una seña para que dijera mi pequeña oración. Di otro paso hacia él y alzó las comisuras de sus labios en un penoso intento de sonrisa de viejo. Me detuve en seguida, como si hubiera topado con una invisible pared de cristal.

Baraka. El encanto carismático que rodea a los santos, a las tumbas, a las mezquitas y a los hombres sagrados. No podía hacer daño a Friedlander Bey, y yo lo sabía. Abrió un cajón del escritorio y sacó un dispositivo de plástico gris que se adaptaba perfectamente a la palma de su mano.

—¿Sabes qué es esto, hijo mío? —me preguntó.

—No.

—Es una parte de ti.

Apretó un botón y la horrible pesadilla que me había convertido en un animal, que me había llevado a desgarrar y destrozar a Okking y a Hassan, inundó mi cráneo con toda su furia irrefrenable.

Me puse en posición fetal sobre la alfombra de «Papa».

—Esto han sido sólo quince segundos —me dijo con calma.

Le miré, sombrío.

—¿Es así como vas a obligarme a hacer lo que tú quieras? Me ofreció otra sonrisa.

—No, hijo mío.

Me lanzó el dispositivo de control en un perfecto arco y lo cogí. Le miré.

—Cógelo —dijo—. Lo que deseo es tu amante cooperación, no tu miedo.

Baraka.

Me guardé la unidad de control remoto en el bolsillo y esperé. «Papa» asintió.

—Que así sea —dijo otra vez.

Y de ese modo me convertí en policía. Las «rocas parlantes» se acercaron a mí. Para poder respirar, tuve que adelantarme a un metro de ellos. Me escoltaron fuera de la habitación hasta el salón y también fuera de la casa de Friedlander Bey. No tuve la oportunidad de decir nada más. Me encontré en la calle, bastante más rico. Era una especie de remedo de agente de refuerzo de la ley, con Hajjar como jefe inmediato. Ni en mis peores pesadillas medio locas e inducidas por las drogas había tramado algo tan horrible.

Como suele ocurrir con las noticias, ésta se divulgó con rapidez. Era probable que ya lo supieran antes que yo, mientras me recuperaba y hacía solitarios con la soneína. Cuando entré en el Silver Palm, Heidi no me sirvió. En el Solace, Jacques, Mahmud y Saied miraron el aire húmedo a medio metro de mi hombro y dijeron que había mucho ajo; ni siquiera hicieron caso de mi presencia. Me di cuenta de que Saied «Medio Hajj» había heredado la custodia del muchacho americano de Hassan. Deseé que fueran muy felices juntos. Por último, fui al club de Frenchy y Dalia colocó un posavasos ante mí. Parecía muy incómoda.

—¿Cómo estás, Marîd? —me preguntó.

—Bien. ¿Todavía me hablas?

—Claro, Marîd, hace tiempo que somos amigos.

Pero echó una larga y preocupada mirada al final de la barra.

Yo también miré. Frenchy se levantó de su taburete y se acercó pausadamente hacia mí.

—No quiero saber nada de ti, Audran —dijo con rudeza.

—Frenchy, cuando cacé a Khan me dijiste que aquí podría beber gratis el resto de mi vida.

—Eso fue antes de lo que le hiciste a Hassan y a Okking. Nunca les tuve mucho aprecio pero aquello…

Volvió la cabeza y escupió.

—Pero fue Hassan quien…

Me interrumpió. Se volvió a la chica de la barra.

—Dalia, si alguna vez sirves a este bastardo, estás despedida, ¿entiendes?

—Sí —dijo, mirándonos nerviosa a Frenchy y a mí.

El gran hombre se volvió hacia mí.

—Ahora lárgate —ordenó.

—¿Puedo hablar con Yasmin? —pregunté.

—Habla con ella y lárgate.

Frenchy me dio la espalda y se alejó, del modo en que te alejas de algo que no quieres ver, oler o tocar.

Yasmin estaba sentada en una butaca con un pavo. Me acerqué a ella, ignorando al tipo.

—Yasmin, y o no…

—Es mejor que te vayas, Marîd —dijo con voz gélida—. He oído lo que hiciste. He oído hablar de tu nuevo y asqueroso trabajo. Te has vendido a «Papa». Lo habría esperado de cualquiera, pero de ti, Marîd… ; al principio no podía creerlo. Sin embargo, lo hiciste, ¿no? ¿Todo lo que dicen?

—Fue el daddy, Yasmin, no sabes cómo me puso. Tú querías que me…

—Supongo que fue el daddy lo que hizo un policía de ti, ¿verdad?

—Yasmin…

Allí estaba yo, el hombre cuyo orgullo le bastaba, que no necesitaba nada, que no esperaba nada, que vagaba por los solitarios caminos del mundo imperturbable porque no había más sorpresas. ¿Cuánto tiempo lo había creído, pensando que, en realidad, me regía por eso, viéndome a mí mismo de ese modo? Y ahora suplicaba…

—Vete, Marîd, o llamaré a Frenchy. Estoy trabajando.

—¿Puedo llamarte más tarde?

—No, Marîd, no.

Así que me fui. Había estado solo antes, pero ésta era una experiencia nueva. Supongo que debía imaginármelo, pero eso me dolió más que todo el terror y el horror que había sufrido. A mis propios amigos, mis antiguos amigos, les resultaba más fácil tachar mi nombre y borrarme de sus vidas que enfrentarse a la verdad. No querían admitir el peligro que habían corrido; el peligro que algún día podrían volver a correr. Querían simular que el mundo era hermoso y sano, y que trabajaban de acuerdo a unas reglas que alguien había escrito en alguna parte. No necesitaban saber qué reglas eran ésas, sólo necesitaban saber que existían, por si acaso. Yo era el recuerdo constante de que no había reglas, que la locura reinaba en el mundo y que su seguridad y sus vidas estaban siempre amenazadas. No querían pensar en ello, así que llegaron a una simple determinación: yo era el villano, yo era el chivo expiatorio, me llevé todo el honor y todo el castigo. Dejemos que Audran lo haga, que Audran pague por ello, jodido Audran.

De acuerdo, si así iba a ser. Entré con estruendo en el club de Chiri y eché a un joven negro de mi taburete habitual. Maribel se encontraba sentada en un taburete al final de la barra y se me acercó, borracha.

—Te he estado buscando, Marîd —dijo con voz gruesa.

—Ahora no, Maribel, no me encuentro de humor.

Chiriga paseó la mirada desde mí hasta el joven negro, que estaba a punto de pelearse conmigo.

—¿Ginebra y bingara? —me preguntó, con un alzamiento de cejas. Ésa fue toda la expresividad que mostró conmigo—, ¿o tende?

Maribel se sentó a mi lado.

—Tienes que escucharme, Marîd.

Miré a Chiri, era una decisión difícil. Me pasé a los gimlets de vodka.

—Recuerdo quién fue —dijo Maribel—. El tipo que me llevé a casa. El de las cicatrices, el que andabas buscando. Era Abdul-Hassan, el muchacho americano. Hassan debió hacerle esas señales. ¿Ves? Te aseguré que lo recordaría. Ahora estás en deuda conmigo.

Se sentía orgullosa de sí misma. Intentó sentarse erguida en el taburete.

Miré a Chiri, que me ofreció sólo el leve indicio de una sonrisa.

—¡Qué demonios! —exclamé.

—¡Qué demonios! —repitió ella.

El joven negro todavía estaba de pie allí. Nos dirigió una mirada de asombro y salió del club. Seguramente yo le había ahorrado una pequeña fortuna.


FIN
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