15

Desde la noche en que Bogatyrev fue asesinado en el local de Chinga, yo había sentido todas las emociones fuertes que una persona puede sentir. Asco, terror y júbilo. Había conocido el amor y el odio, la esperanza y la desesperación. En ocasiones había sido tímido y audaz en otras. Sin embargo, nada me llenó tanto como la furia que surgía ahora en mí. El forcejeo preliminar había acabado, las ideas como honor, justicia y deber se supeditaban a la todopoderosa necesidad de seguir vivo, de evitar ser asesinado. El tiempo de la duda había pasado. Me amenazaban, a mí, personalmente. Ese mensaje anónimo captó mi atención. Mi rabia estaba dirigida directamente contra Okking. Me había ocultado información, quizá encubría algo y, con ello, ponía mi vida en peligro. Si quiso poner en peligro a Abdulay o a Tami, bien, creo que era asunto de la policía. Pero si me ponía en peligro a mí, era asunto mío. Cuando fuera a su oficina, Okking se enteraría, de malas maneras.

Caminé a grandes y furiosas zancadas «Calle» arriba y, mientras, pensaba y ensayaba lo que iba a decirle al teniente. No me costaría mucho. Okking se sorprendería al verme de nuevo, a la hora de salir de su oficina. Planeaba irrumpir en ella, dar un portazo tan fuerte que los cristales temblasen, meterle la amenaza de muerte en las narices y pedirle una relación completa de pruebas. Si no, le arrastraría a una de las salas de interrogatorios y le haría rebotar contra sus propias paredes. Apostaba a que el sargento Hajjar me prestaría toda la ayuda que yo necesitara.

Mientras me encaminaba hacia la puerta del extremo Este del Budayén, vacilé entre paso y paso. Una idea afloró en mi mente. Esa mañana había sentido el mismo hormigueo, como de asunto sin zanjar, cuando hablé con Okking. Lo sentí después de ver el cadáver de Selima. Siempre dejo que mi subconsciente trabaje en esos hormigueos y, más tarde o más temprano, los desvela. Tenía la respuesta, como un timbre eléctrico sonando en mi cabeza.

Pregunta: ¿Qué falta en este cuadro?

Respuesta: Observémoslo de cerca. Primero, en las últimas semanas tenemos varios crímenes sin resolver en el vecindario. ¿Cuántos? Bogatyrev, Tami, De vi, Abdulay, Nikki, Selima. Ahora, ¿qué hace la policía cuando se enfrenta a un hueso duro de roer en una investigación homicida? El trabajo de la policía es reiterativo, aburrido y metódico: acuden a todos los testigos una y otra vez, y les hacen repetir sus declaraciones por si han descuidado alguna pista vital. Los policías repiten las mismas preguntas, cinco, diez, veinte y cien veces. Te arrastran a la comisaría o te despiertan a mitad de la noche. Más preguntas, las mismas tediosas respuestas.

Con una pizarra que muestra seis asesinatos sin resolver relacionados en apariencia, ¿por qué la policía no ha importunado más, haciendo pesquisas y averiguaciones? No tenía que volver a repasar mi versión y dudo que Yasmin o alguien necesitara hacerlo.

Deberían despedir a Okking y al resto del departamento. Por mi honor y por mis ojos, ¿por qué no lo hacen? Seis muertos por el momento, y yo estaba seguro de que la cuenta aumentaría. Me habían prometido personalmente al menos un cadáver más, el mío.

Al llegar a la comisaría de policía, entré en el despacho del sargento sin decir una palabra. No pensaba en los modales ni en el protocolo, sino en la sangre. Quizá era la expresión de mi rostro o el aura negra como la medianoche que me rodeaba, lo cierto es que nadie me detuvo. Subí la escalera y atravesé el laberinto de pasillos hasta llegar ante Hajjar, sentado fuera del pequeño cuartel general de Okking. También Hajjar debió percatarse de mi expresión, porque sacudió el pulgar por encima de su hombro. No iba a cruzarse en mi camino, ni tampoco a correr riesgos con su jefe. Hajjar no era inteligente, aunque sí astuto. Dejaría que Okking y yo nos sacudiéramos pero no estaría cerca. No recuerdo si le dije algo a Hajjar o no. Lo siguiente que recuerdo es que me apoyaba en el escritorio de Okking y le tenía agarrado de la camisa en mi puño tenso. Los dos gritamos.

—¿Qué demonios significa esto? —dije a voces, moviendo el papel de ordenador frente a sus ojos.

Eso es todo lo que puedo recordar antes de ser volteado, derribado e inmovilizado contra el suelo por dos policías, mientras otros tres me apuntaban con sus pistolas de agujas. Mi corazón estaba acelerado todavía, no podía ir más rápido sin explotar. Quería darle una patada en el rostro, pero mi movilidad estaba controlada.

—Soltadle —ordenó Okking.

También él respiraba agitado.

—Teniente —objetó uno de los hombres—, si…

—Soltadle.

Le obedecieron. Me puse en pie y miré a los hombres uniformados guardar sus armas y abandonar el despacho. Hubo un revuelo general. Okking esperó a que el último de ellos cruzase el umbral y cerró despacio la puerta, se pasó la mano por el cabello y volvió a su escritorio. Empleó mucho tiempo y esfuerzo en intentar calmarse. Supongo que no quería hablar hasta haberse controlado. Por último, se sentó en su silla giratoria y me miró.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Sin burla, sin sarcasmo, sin amenazas veladas ni artimañas de policía. El tiempo del temor y la incertidumbre había acabado para mí, también el del desdén y la condescendencia para Okking.

Dejé la nota sobre su cuaderno y esperé a que la leyera. Me senté en una silla de plástico, dura y angulosa, frente al escritorio de Okking y esperé. Le vi acabar de leer. Cerró los ojos y se los frotó, fatigado.

—Jesús —murmuró.

—Quienquiera que fuese ese James Bond, ha cambiado de moddy. Dice que yo sabría cuál si lo pensaba. No se me ocurre nada.

Okking miró la pared que había a mi espalda, mientras recordaba la escena del asesinato de Selima. Primero, sus ojos se abrieron un poco; luego, su boca. Entonces gruñó.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

—¿Qué?

—¿Qué te parece Xarghis Moghadhíl Khan?

Yo había oído ese nombre antes, pero no estaba muy seguro de qué Khan se trataba. Sabía que no iba a gustarme.

—Háblame de él.

—Fue hace unos quince años. Ese psicópata se proclamó a sí mismo el nuevo profeta de Dios en Assam o Sikkim o uno de esos lugares del este. Dijo que un fulgurante ángel azul le hacía revelaciones y proclamas divinas. Lo más terrible fue que Khan salía y se follaba a cualquier mujer blanca que encontraba y asesinaba a cualquiera que se cruzara en su camino. Alardeaba de haber matado a doscientos o trescientos hombres, mujeres y niños antes de ser detenido. También antes de ser ejecutado asesinó a cuatro más en la cárcel. Le gustaba sacarle los órganos a sus víctimas y sacrificarlas a su ángel azul metálico. Diferentes órganos, según el día de la semana o las fases de la luna o alguna maldita razón.

Hubo un silencio nervioso durante unos segundos.

—Será mucho peor como Khan que como Bond —dije. Okking asintió, tétrico.

—Al lado de Xarghis Moghadhil Khan toda la pandilla de asesinos del Budayén parecerían dibujos animados del gato y el ratón.

Cerré los ojos, me sentía indefenso.

—Tenemos que averiguar si sólo se trata de un asesino lunático o trabaja para alguien.

El teniente volvió a mirar por encima de mí, a la pared mientras se le ocurría otra idea. Su mano derecha jugaba nerviosa con la figura de una barata sirena de bronce que tenía sobre su escritorio. Por fin me miró.

—Puedo ayudarte en eso —dijo con calma.

—Estaba seguro de que sabías más de lo que me contabas. Sabes para quién trabaja este James Bond-Khan. Sabías que yo tenía razón en que los crímenes eran ejecuciones, ¿no es así?

—No tenemos tiempo para pataletas ni medallas. Eso vendrá más tarde.

—Será mejor que me cuentes toda la historia. Si Friedlander Bey se entera de que has ocultado esta información, perderás tu empleo antes de que te dé tiempo a pedirle perdón.

—Yo no estaría tan seguro, Audran —dijo Okking—, pero no deseo comprobarlo.

—Pues dímelo, ¿para quién trabajaba James Bond? El policía parecía reacio. Cuando me miró, había angustia en su semblante.

—Trabajaba para mí, Audran.

La pura verdad es que no esperaba oír eso. No supe cómo reaccionar.

—Walláhnl-aztm —murmuré. Dejé que Okking lo explicara.

—Has tropezado con algo más importante que una serie de asesinatos —dijo—, pero no tienes ni idea de cuánto más importante. Creo que lo intuías. Está bien. Yo recibía dinero de un gobierno europeo para localizar a alguien que se ocultaba en la ciudad. Esa persona era el candidato para gobernar un país. Una facción política de su lugar de origen deseaba asesinarle. El gobierno para el que trabajo quería que le encontrara y le devolviera sano y salvo. No necesitas saber todos los detalles de la intriga, pero ésa es la idea básica. Contraté a James Bond para que encontrara al tío y también para impedir que el otro partido intentara asesinarle.

Me costó unos segundos asimilar todo eso. Era demasiado grande para digerirlo de golpe.

—Bond mató a Bogatyrev y a Devi, y, después de convertirse en Xarghis Khan, a Selima —resumí—. De modo que yo estaba sobre la pista correcta desde el principio: Bogatyrev fue asesinado a propósito. No se trató de un desgraciado accidente como tú, «Papa» y todo el mundo insistíais. Y por eso no has excavado más hondo en estos crímenes. Sabes exactamente quién les mató a todos.

—Creía que lo sabía, Audran. —Okking parecía cansado y un poco enfermo—. No tengo la menor idea de quién trabaja por el otro lado. Tengo bastantes pistas, las señales y marcas de las manos en los cuerpos torturados, una descripción bastante buena de la talla y el peso del asesino, un montón de pequeños detalles forenses como éstos. Pero no sé quién es, y eso me asusta.

—¿Te asusta? Vaya mierda de ánimos tienes. Todo el Budayén está metido en sus escondrijos desde hace semanas porque se preguntan quién será la próxima víctima de esos dos psicópatas, y tú estás asustado. ¿De qué demonios estás asustado, Okking?

—El otro bando ha vencido, el príncipe ha sido asesinado, pero los crímenes no cesan. No sé por qué. El asesinato debería haber zanjado la cuestión. Los asesinos están eliminando a cualquiera que pueda identificarles.

Me mordí el labio y pensé.

— Necesito retroceder un poco —dije —. Bogatyrev trabajaba para la legación de uno de los reinos rusos. ¿Cómo liga eso con Devi y Selima?

— Te he dicho que no quiero darte todos los detalles. Es algo sucio, Audran. ¿No estás satisfecho con lo que te he contado?

— Volví a enfurecerme.

— Okking, tu jodido hombre viene a por mí. Tengo el maldito derecho a saber toda la historia. ¿Por qué no puedes decir a tu asesino que deje de trabajar?

— Porque ha desaparecido. Después de que el príncipe fuera asesinado por el otro partido, James Bond desapareció del mapa. No sé dónde está ni cómo ponerme en contacto con él. Ahora trabaja por su cuenta.

— O alguien le ha dado nuevas instrucciones.

— No pude evitar un escalofrío cuando el primer nombre que cruzó por mi mente no fue el de Seipolt —la elección lógica—, sino el de Friedlander Bey. Me había engañado a mí mismo sobre los motivos de «Papa»: el temor por su vida y un loable interés por proteger a los demás ciudadanos. No, «Papa» nunca había sido tan honrado. Pero ¿de qué manera podía estar detrás de esos terribles acontecimientos? Era una posibilidad que ya no podía desdeñar.

— Okking estaba perdido en sus propios pensamientos, con un destello de temor en sus ojos, mientras jugueteaba con su pequeña sirena.

—Bogatyrev no era un pequeño empleado de la legación rusa. Era el gran duque Vasili Petrovich Bogatyrev, el hermano menor del rey Vyacheslav de Bielorrusia y Ucrania. Su sobrino, el príncipe de la corona, se convirtió en un gran estorbo en la corte y hubo de ser enviado fuera. Los partidos neofascistas de Alemania querían encontrar al príncipe y devolverle a Bielorrusia, con la idea de utilizarle para destronar a su padre y sustituir la monarquía por un protectorado controlado por los alemanes. Partidarios del comunismo soviético les apoyaban, querían destruir la monarquía, pero planeaban reemplazarla por su propio gobierno.

— Una alianza temporal de la extrema derecha con la extrema izquierda — dije.

— Okking sonrió lánguidamente.

— Ya ocurrió antes.

— Y tú trabajas para los alemanes. —Exacto.

— ¿Por mediación de Seipolt? Okking asintió. No me gustaba nada.

— Bogatyrev quería que encontrases al príncipe —prosiguió —. Cuando lo hicieras, el hombre del duque, sea quien fuere, le mataría.

— Yo estaba asombrado.

— ¿Bogatyrev preparó el asesinato de su propio sobrino? ¿Del hijo de su hermano?

Sí, para preservar la monarquía en casa. Decidieron que era una pena, pero necesaria. Te dije que se trataba de algo sucio. Cuando indagas en los asuntos internacionales al más alto nivel, casi siempre hay algo sucio.

—¿Por qué me necesitaba Bogatyrev para encontrar a su sobrino? Okking se encogió de hombros.

—En los últimos tres años de exilio del príncipe, éste se las arregló para disfrazarse y esconderse muy bien. Antes o después, se dio cuenta de que su vida corría peligro.

—El hijo de Bogatyrev no murió en un accidente de tráfico. Me mentiste, todavía vivía y me dijiste que habíais cerrado el caso. Pero has dicho que, a pesar de todo, los bielorrusos le mataron.

—Era ese transexual amigo tuyo. Nikki. Nikki era, en realidad, el príncipe de la corona Nikolai Konstantin.

—¿Nikki? —exclamé con voz apagada.

Estaba desconcertado por las verdades que había solicitado escuchar y por el peso del remordimiento. Recordaba la voz aterrorizada de Nikki durante esa breve, interrumpida llamada telefónica. ¿Podría haberle salvado? ¿Por qué no había confiado más en mí? ¿Por qué no me dijo la verdad, lo que sospechaba?

—Luego Devi y las otras dos «hermanas» fueron asesinadas…

—Sólo porque estaban muy cerca de ella. Daba igual si en realidad sabían o no algo peligroso. El asesino alemán, ahora Khan, y el ruso no corren ningún riesgo. Por eso estás en la lista. Por eso… esto.

El teniente abrió un cajón, sacó algo y me lo lanzó por encima de su escritorio.

Era otra nota en papel de ordenador, igual que la mía, sólo que dirigida a Okking.

—No voy a salir de la comisaría hasta que todo haya acabado —aseguró—. Voy a quedarme aquí con ciento cincuenta policías amigos guardándome las espaldas.

—Espero que ninguno de ellos sea el hombre del cuchillo de Bogatyrev —dije.

Okking se sobresaltó. La idea ya se le había ocurrido.

Me hubiera gustado saber lo larga que era la lista, cuántos nombres seguían al mío y al de Okking. Pensar que el de Yasmin podía ser uno de ellos resultó un duro golpe. Sabía tanto como Selima, más, porque yo le había contado lo que sabía y lo que imaginaba. Y Chiriga, ¿estaba su nombre en ella? ¿Y Jacques. y Saied y Mahmud? ¿Cuántos más conocidos? Me sentí abatido al pensar en Nikki, que había pasado de príncipe a princesa muerta; al pensar en lo que me esperaba. Miré a Okking y comprobé su abatimiento. Mucho mayor que el mío. Su carrera en la ciudad había acabado, ahora que admitía ser un agente extranjero.

—No tengo nada más que contarte —dijo.

—Si sabes algo, o si necesito ponerme en contacto contigo…

—Estaré aquí —repuso con voz apagada—. Inshallah.

Me levanté y salí de la oficina. Fue como escapar de la cárcel.

Fuera de la comisaría, descolgué mi teléfono y hablé mientras caminaba. Llamé al hospital y pregunté por el doctor Yeniknani. —Hola, señor Audran —dijo su voz grave.

—Quería interesarme por la anciana, Laila.

—Para serle franco, todavía es pronto para hablar. Puede recuperarse con el paso del tiempo, pero no parece probable. Es anciana y está débil. Le he dado un sedante y la tengo bajo constante observación. Temo que entre en coma irreversible. Aunque eso no suceda, hay una probabilidad muy elevada de que jamás recobre sus facultades inteligentes. Nunca será capaz de valerse por sí misma o de realizar las tareas más simples.

Solté un bufido. Me sentía culpable.

—Son los designios de Alá —dije con torpeza.

—Alabado sea Alá.

—Pediré a Friedlander Bey que corra con los gastos médicos. Lo ocurrido es el resultado de mis investigaciones.

—Lo comprendo —dijo el doctor Yeniknani—. No hay necesidad de hablar con su patrocinador. La mujer está siendo atendida como un caso de caridad.

—En nombre de Friedlander Bey y en el mío propio, no hay palabras para agradecérselo.

—Es un deber sagrado —dijo con sencillez—. Nuestros técnicos han determinado lo que el módulo tiene registrado. ¿Quiere saberlo?

—Sí, por supuesto —dije.

—Hay tres bandas. La primera contiene, como sabe, las reacciones de un enorme, poderoso, pero hambriento, maltratado y cruelmente azuzado felino, parece ser un tigre de Bengala. La segunda banda tiene la huella cerebral de un niño pequeño. La última es la más repulsiva de todas. Contiene la consciencia apresada y fugaz de una mujer asesinada recientemente.

Sabía que buscaba a un monstruo, pero en mi vida había oído nada más depravado.

Estaba completamente asqueado. Ese lunático no tenía ninguna restricción moral.

—Un consejo, señor Audran. Nunca emplee un módulo barato manufacturado. Están rudamente registrados, con mucho «ruido» perjudicial. Carecen de las garantías de los módulos industriales. El uso frecuente de módulos ilegales ocasiona daños en el sistema nervioso central y, a través de él, a todo el cuerpo.

—Me pregunto dónde acabará.

—Muy sencillo de predecir, el asesino tendrá hecho un duplicado del módulo.

—A no ser que Okking o yo o algún otro le encuentre primero. —Tenga cuidado, señor Audran. Como usted ha dicho, es un monstruo.

Di las gracias al doctor Yeniknani y volví a poner el teléfono en mi cinturón. No podía dejar de pensar en la desgraciada y miserable vida que le esperaba a Laila. También pensé en mi enemigo sin nombre, que utilizaba a una comisión de monárquicos bielorrusos como licencia para hacer realidad su deseo reprimido de cometer atrocidades. Las noticias del hospital cambiaron mis planes por completo. Ahora sabía lo que debía hacer y tenía algunas ideas para llevarlo a cabo.

Por la calle me encontré a Fuad, el tonto de remate.

—Marhaba —dijo.

Mientras me miraba, se hacía sombra con una mano sobre sus débiles ojos.

—¿Cómo te va, Fuad? —pregunté.

No me sentía de humor para pasar el rato hablando con él. Necesitaba hacer algunos preparativos.

—Hassan quiere verte. Es algo relacionado con Friedlander Bey. Me dijo que tú lo entenderías.

—Gracias, Fuad.

—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que quiere decir?

Me miró, hambriento de chismes.

Suspiré.

—Sí, muy bien. Vete a paseo.

Traté de deshacerme de él.

—Hassan dijo que era muy importante. ¿De qué va todo esto? Puedes contármelo, Marîd, sé guardar un secreto.

No respondí. Dudaba de que Fuad pudiera guardar algo, y menos un secreto. Le di una palmada en el hombro como a un amigo y él me la devolvió en la espalda. Me detuve en la tienda de Hassan antes de ir a casa. El muchacho americano estaba sentado en su taburete en la calle vacía. Me ofreció una deprimente y sugestiva sonrisa. Ahora estaba seguro, a ese chico le gustaba. No dije ni una palabra, sino que me metí en la trastienda y busqué a Hassan. Hacía lo de siempre: comprobaba facturas y listaba sus cajas y embalajes. Me vio y sonrió. En apariencia, él y yo manteníamos buenas relaciones. Era tan difícil seguirle la pista a los humores de Hassan que había desistido de intentarlo. Dejó su cuaderno, me puso una mano en el hombro y me besó en la mejilla al estilo árabe.

—Bienvenido, querido hijo.

—Fuad me ha dicho que tenías algo que decirme de parte de «Papa».

Hassan se puso serio.

—Sólo se trata de lo que le dije a Fuad. Le dije eso de mi parte. Estoy preocupado, oh, magrebí. Más que preocupado, estoy aterrorizado. Hace cuatro noches que no duermo bien y cuando logro conciliar el sueño, tengo las más horribles pesadillas. Creo que nada podía ser peor que encontrar a Abdulay… Cuando le encontré… —su voz temblaba—. Abdulay no era bueno, ambos lo sabemos, pero llevábamos muchos años de socios. Sabes que le empleé como Friedlander Bey me emplea a mí. Ahora Friedlander Bey me ha advertido que…

La voz de Hassan se quebró y fue incapaz de decir nada durante un momento. Temí ver a ese cerdo gordo romperse en pedazos delante de mí. La idea de cogerle la mano y decirle: «Tranquilo, tranquilo», me resultaba repugnante por completo. Sin embargo, se repuso y continuó:

—Friedlander me ha advertido de que otros amigos míos podrían estar en peligro, eso te incluye a ti, oh, inteligentísimo, y también a mí. Estoy seguro que hace semanas que comprendiste los riesgos, pero yo no soy un hombre valiente. Friedlander Bey no me eligió para realizar tu tarea porque sabe que no tengo valor, ni recursos internos, ni honor. Debo ser duro conmigo porque ahora comprendo la verdad. No tengo honor. Sólo pienso en mí mismo, en el peligro que me acecha, en la posibilidad de sufrir el mismo fin que…

En ese punto, Hassan se derrumbó. Se echó a llorar. Esperé con paciencia a que el chaparrón pasara; poco a poco, las nubes se apartaron, pero ni siquiera entonces el sol brilló.

—Estoy tomando precauciones, Hassan. Todos debemos tomarlas. Los que han sido asesinados han muerto por necios o demasiado confiados, que es lo mismo.

—Yo no confío en nadie —dijo Hassan.

Lo sé. Eso quizá te salve la vida, si es que algo puede hacerlo.

Cómo estar seguro —dijo dubitativo.

No sabía qué quería, ¿una promesa escrita de que yo le garantizaría su escabrosa y miserable vida?

—Estarás bien, Hassan. Pero si estás tan asustado, ¿por qué no pides asilo a «Papa» hasta que agarren a los asesinos?

—Entonces, ¿crees que hay más de uno? —Losé.

—Eso hace todo dos veces peor.

Se golpeó el pecho con el puño varias veces, apelando a la justicia de Alá: ¿qué había hecho Hassan para merecer eso?

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó el rollizo mercader. —Todavía no lo sé.

Hassan estaba distraído, pensativo.

Entonces, que Alá te proteja.

La paz sea contigo. Hassan.

—Y contigo. Toma este regalo de parte de Friedlander Bey.

El «regalo» era otro grueso sobre con dinero fresco dentro.

Atravesé la cortina colgada y la tienda vacía sin mirar a Abdul-Hassan. Decidí ir a ver a Chiri, para advertirle y darle algunos consejos. También quería esconderme allí media hora y olvidar que me jugaba la vida.

Chiriga me saludó con su entusiasmo característico.

—Habari gañil —gritó.

Era el equivalente en suahili de «¿Qué hay de nuevo?». Abrió mucho los ojos al ver mis injertos.

—Lo había oído, pero esperaba verte para creerlo. ¿Dos?

—Dos —admití.

Se encogió de hombros.

—Posibilidades —murmuró.

Me pregunté qué estaría pensando. Chiri iba siempre un par de pasos por delante de mí cuando se trataba de imaginar modos de pervertir y corromper las buenas intenciones de las instituciones legales.

—¿Qué tal lo has pasado? —pregunté.

—Bien, creo. Poco dinero, no ha ocurrido nada, el mismo viejo, maldito y aburrido trabajo.

Me mostró sus afilados dientes para demostrarme que aunque el club no hiciera dinero, y las chicas y los transexuales tampoco, Chiri sí lo hacía. Y no estaba preocupada.

—Bien —dije—, vamos a tener que trabajar para mantenerlo todo en orden.

Frunció el ceño.

—Debido al, uh… —movió la mano en un pequeño círculo.

Yo también hice un pequeño círculo con la mano.

—Sí, debido al «uh». Nadie quiere creer que estos asesinatos no han terminado y que casi todos los que conozco son posibles víctimas.

—Sí, tienes razón, Marîd —dijo Chiri en voz baja—. ¿Qué demonios crees que debo hacer?

Allí me tenía. Tan pronto como llegamos a un acuerdo, quiso que le explicase la lógica empleada por los asesinos. Diablos, había pasado un montón de tiempo corriendo de aquí para allá buscándola. Cualquiera podía resultar muerto, en cualquier momento, por cualquier motivo. Ahora, cuando Chiriga me pedía un consejo práctico, todo lo que podía decirle era: «Ten cuidado». Parecía como si tuvieras dos opciones: hacer lo habitual, pero con los ojos más abiertos, o irte a vivir a otro continente para estar a salvo. Lo último en el supuesto de que no escogieras el continente equivocado y te metieras en la boca del lobo o que te siguiera adonde fueses.

De modo que me encogí de hombros y le pregunté qué le parecía una ginebra con bingara al caer la tarde. Se sirvió una bebida larga y a mí un doble a cargo de la casa, nos sentamos y nos miramos el uno en los infelices ojos del otro durante un rato. Sin bromear, sin flirtear, sin mencionar el moddy de Dulce Pilar. Ni siquiera eché un vistazo a sus nuevas chicas. Chiri y yo estábamos demasiado cerca como para que alguien pudiera irrumpir y decir hola. Cuando acabé con mi bebida, di un trago de su tende; empezaba a saber mejor. La primera vez que lo probé fue como morder el costado de un animal muerto bajo un tronco una semana atrás. Me levanté para marcharme, pero entonces una ternura repentina, que no fui lo bastante rápido de reprimir, me impulsó a acariciar la mejilla escarificada de Chiri y darle un golpecito en la mano. Me dirigió una mirada que casi devolvía la fuerza. Salí de allí antes de que decidiéramos huir juntos al Kurdistán libre o a cualquier otro sitio.

En mi apartamento, Yasmin se estaba esforzando por llegar tarde al trabajo. Esa mañana se había levantado pronto para verter su sufrimiento sobre mí, de modo que para llegar tarde al club de Frenchy tenía que volver a dormirse y empezar de nuevo. Me ofreció una soñolienta sonrisa desde la cama.

—Hola —dijo con una débil vocecilla.

Creo que ella y «Medio Hajj» eran las únicas personas de la ciudad que no estaban absolutamente aterrorizadas. Saied tenía su moddy para estimular el coraje, pero Yasmin sólo me tenía a mí. Estaba absolutamente convencida de que yo iba a protegerla. Eso la hacía incluso más torpe que Saied.

—Yasmin, mira, tengo un millón de cosas que hacer y vas a tener que estar en tu casa unos días, ¿de acuerdo?

Parecía herida otra vez.

—¿No me quieres a tu lado? —dijo, queriendo significar: «¿Hay otra ahora?».

—No te quiero a mi lado porque soy un gran blanco luminoso. Este apartamento va a volverse peligroso para cualquiera que se encuentre en él. No quiero que te halles en la línea de fuego, ¿lo comprendes?

Eso le gustó más, significaba que todavía me preocupaba por ella, la muy puta. Tienes que estar diciéndoselo cada diez minutos o creen que vas a escabullir el bulto.

—Está bien, Marîd. ¿Quieres que te devuelva tus llaves?

Lo pensé un segundo.

—Sí. Así sabré dónde están. Conozco a alguien que te las robaría para entrar en mi casa.

Las sacó del bolso, me las lanzó y las recogí en el aire. Hizo el ademán de ir-a-trabajar y le dije veinte o treinta veces que la quería, que sería extremadamente cuidadoso y astuto, y que la llamaría un par de veces al día como comprobación. Me besó, miró furtivamente la hora, lanzó un sonoro suspiro y se apresuró hacia la puerta. Hoy tendría que pagar cincuenta de los grandes a Frenchy.

En cuanto Yasmin se fue, empecé a reunir todo lo que tenía y pronto me di cuenta de lo poco que era. No quería que ninguno de los asesinos me cazara en mi propia casa, de modo que necesitaba un lugar para estar hasta que volviera a sentirme a salvo. Por la misma razón, en la calle quería parecer diferente. Todavía tenía un montón de dinero de «Papa» en mi cuenta corriente y el dinero en efectivo que Hassan me había dado me permitiría moverme con un poco de libertad y seguridad. Nunca tardo mucho en hacer las maletas. Metí algunas cosas en una bolsa de nylon con cremallera, envolví la caja de daddies especiales en una camiseta y la puse encima de todo, cerré la bolsa y salí del apartamento. Cuando pisé la acera, me pregunté si a Alá le placería dejarme regresar a ese lugar. Sabía que me preocupaba sin motivo, como cuando sigues tocándote un diente dolorido. Jesús, qué fastidio era estar desesperado por seguir vivo.

Dejé el Budayén y atravesé la gran avenida hasta un conjunto de tiendas bastante caras; parecían más boutiques que el zoco que yo esperaba. Los turistas encontraban los recuerdos que buscaban, a pesar de que la mayor parte de abalorios estaban hechos en otros países, a muchos kilómetros de distancia. Probablemente no exista artesanía local en toda la ciudad, así que los turistas curioseaban felices entre loros de paja de alegres colores de México y abanicos de plástico de Kowloon. A los turistas no les importaba; así, nadie quedaba decepcionado. Todos éramos muy civilizados aquí, al borde del desierto.

Fui a un almacén de ropa de caballero donde vendían trajes europeos. Normalmente, no tengo dinero ni para comprarme un par de calcetines, pero «Papa» me estaba costeando una nueva imagen. Era tan diferente que ni siquiera sabía lo que necesitaba comprar. Me puse en manos del empleado, que parecía interesado de verdad en ayudar a los clientes. Le hice saber que era serio; a veces, \osfellahin entran en estas tiendas sólo para dejar su sudor sobre los trajes Oxford. Le dije que quería vestirme de los pies a la cabeza, lo que quería gastarme y que reuniese el vestuario. Yo no sabía combinar camisas y corbatas: ni siquiera sabía cómo hacer el nudo de la corbata, así que me llevé un folleto impreso con los diferentes nudos; en verdad, necesitaba la ayuda del empleado. Imaginé que se llevaba una comisión, así que le dejé que se excediese en un par de cientos de kiam. Hacía más que simular amabilidad, como la mayoría de dependientes. Ni siquiera evitaba tocarme y yo entonces estaba de lo más zarrapastroso que se puede estar. En el Budayén, eso incluye una amplia gama de estados andrajosos.

Pagué la ropa, le di las gracias al empleado y me llevé los paquetes dos manzanas más allá, al hotel Palazzo di Marco Aurelio. Formaba parte de una gran cadena internacional de capital suizo: todos eran iguales y ninguno tenía la elegancia que hacía al original tan encantador. No me importó. No buscaba elegancia ni encanto, buscaba un lugar para dormir en donde nadie me dejase frito por la noche. Tampoco sentí curiosidad para preguntar por qué un hotel, en esta plaza fuerte del Islam, llevaba el nombre de algún hijo de puta romano.

El tipo del despacho no mostró la actitud del vendedor de la tienda de ropa. En seguida supe que el encargado de las habitaciones era un esnob, que le pagaban por serlo, que el hotel le había llevado a elevar su esnobismo natural a cumbres etéreas. Nada de lo que yo pudiera decir rompería su enojo, era más tieso que un palo. Sin embargo, podía hacer algo y lo hice. Saqué todo el dinero que llevaba encima y lo desparramé sobre el mostrador de mármol rosado. Le dije que necesitaba una buena habitación individual para una semana o dos y le pagué en efectivo por adelantado.

Su expresión no cambió —seguía odiando mis tripas—, pero llamó a un ayudante y le dio instrucciones para que me encontrara una habitación. No le costó mucho. Subí los paquetes en el ascensor y los puse sobre la cama de la habitación. Creo que era una habitación agradable, con una buena vista de la parte trasera de unos edificios en el distrito comercial. Tenía mi propio aparato holo y bañera en lugar de una simple ducha. Vacié la bolsa sobre la cama y me puse›el traje árabe. Era el momento de hacerle otra visita a Herr Lutz Seipolt. Ésta vez, llevé unos cuantos daddies conmigo. Seipolt era un hombre astuto y su chico, Reinhardt, me causaría problemas. Me conecté un daddy de alemán y me llevé algunos de los controles mente-corporales. De ahora en adelante, sólo iba a ser algo borroso para la gente normal. No planeaba merodear por ningún sitio lo suficiente como para que alguien hiciera puntería conmigo. Marîd Audran, el supermán de las arenas.

Bill estaba sentado en su viejo y cascado taxi, y me senté a su lado en el asiento delantero. No se dio cuenta. Esperaba órdenes desde dentro como era lo normal. Le llamé por su nombre y le sacudí el hombro durante casi un minuto antes de que se volviera y me mirara.

—¿Sí? —dijo.

—Bill, ¿me llevas a casa de Lutz Seipolt?

— ¿Te conozco?

—Aja. Fuimos allí hace unas semanas.

—Para ti es fácil decirlo. Seipolt, ¿eh? ¿El alemán que le van las rubias con piernas? Puedo decirte ahora mismo que tú no eres, en absoluto, su tipo.

Seipolt me había dicho que ya no le iba nadie. Dios mío, Seipolt me había mentido. Yo estaba impresionado. Me senté y miré pasar la ciudad desde el coche mientras Bill la atravesaba. Siempre hace el viaje un poco más difícil de lo que es. Claro que esquivaba cosas en la carretera que la mayoría de la gente ni siquiera puede ver y lo hacía muy bien. No creo que chafase ni un solo demonio en todo el trayecto hasta la casa de Seipolt.

Salí del taxi y caminé despacio hasta la puerta de madera maciza de la casa de Seipolt. Llamé a la puerta y al timbre, y esperé… , nadie acudió. Rodeé la casa esperando encontrar al viejo encargado fellah que había visto la primera vez que estuve allí. La hierba crecía frondosa y las flores palpitaban en el curso de su temporada botánica. Oí el canto de los pájaros en lo alto de un árbol, sonido bastante raro en la ciudad, pero nada que indicara la presencia de personas en la finca. Quizá Seipolt había ido a la playa. Tal vez estaba comprando cigüeñas de bronce a la medínah. Quizá Seipolt y Reinhardt, ojos azules, se habían tomado la tarde libre para deambular por los cálidos lugares de la ciudad, e ir a cenar y a bailar bajo la luz de la luna y de las estrellas.

Alrededor de la gran casa, hacia la derecha, entre dos altos palmitos, se hallaba una puerta lateral en la pared encalada. Pensé que Seipolt no la había utilizado nunca; debía servir para entrar los víveres y sacar la basura. En esa parte de la casa crecían los áloes y la yuca y florecían los cactus, distintos de los de la parte frontal de la villa, con sus brotes de selva tropical. Empuñé el pomo y cedió. Alguien había ido a la ciudad a por el periódico. Entré y miré: hacia abajo, un tramo de la escalera sumido en la árida oscuridad; hacia arriba, un tramo más corto se adentraba en la despensa. Subí, atravesé la despensa, una fulgurante y bien equipada cocina, y un cuidado comedor. No vi ni oí a nadie. Hice un poco de ruido para hacer saber a Seipolt y a Reinhardt que estaba allí. No quería que me disparasen, pensando que era un espía o algo por el estilo.

Del comedor crucé por un recibidor y bajé por el pasillo donde estaba la colección de artefactos antiguos de Seipolt. Ahora me encontraba en terreno conocido. El despacho de Seipolt se hallaba precisamente… encima… de mí. La puerta permanecía cerrada, así que me situé frente a ella y llamé fuerte. Esperé y volví a llamar. Nada. Abrí la puerta y entré en la oficina de Seipolt. Estaba a oscuras con las cortinas corridas sobre las ventanas. La atmósfera olía a cargada y rancia, como si el aire acondicionado no funcionara y la habitación llevase cerrada bastante tiempo. Me pregunté si me atrevería a registrar el material del escritorio de Seipolt. Me acerqué y hojeé rápidamente algunos de los informes que se hallaban encima de una pila de papeles.

Seipolt yacía en una especie de glorieta, entre el ventanal de detrás de su escritorio y dos cómodas situadas contra la pared derecha. Llevaba un traje oscuro, oscurecido aún más por la sangre. Cuando miré sobre el escritorio por primera vez. pensé que era un tapete gris extendido sobre la alfombra marrón clara, pero entonces vi que se trataba de un trozo de su camisa azul pálido y una mano. Me acerqué unos pasos, sin mucho interés por comprobar lo cortado a pedacitos que estaba. Tenía el pecho abierto desde la garganta hasta la ingle y un par de masas sanguinolentas estaban desparramadas sobre la alfombra. Uno de sus órganos internos estaba metido en su otra mano tiesa.

Era obra de Xarghis Moghadhil Khan. Es decir, el James Bond que había trabajado para Seipolt. hasta hacía muy poco. Otro testigo y otra pista eliminados.

Encontré a Reinhardt en el piso de arriba, en su habitación, en el mismo estado. El pobre viejo árabe había sido asesinado en el césped, detrás de la casa, mientras trabajaba entre las hermosas flores que alimentaba desafiando a la naturaleza y al clima. Asesinados y luego desmembrados. Khan había pasado de una víctima a otra, asesinándolas de prisa y sin hacer ruido. Se movió más en silencio que un fantasma. Antes de volver a la casa, me enchufé unos cuantos daddies que suprimían el miedo, el dolor, la angustia, el hambre y la sed. El daddy de alemán todavía estaba en su sitio, pero me pareció que no iba a serme de mucha utilidad esa noche.

Me dirigí al despacho de Seipolt. Quería volver y buscar en su escritorio. Pero, antes de llegar a la habitación, alguien me dijo:

—¿Lutz?

Me giré para verle. Era una rubia con piernas.

¿Lutz? —preguntó —. Bist du noch bereifi Ich heisse Marîd Audran, Fraulein. Wissen Sie wo Lutz ist?

En ese momento, mi cerebro se había tragado todo el potenciador de alemán. No era como si simplemente tradujese al alemán el árabe, sino como si estuviera hablando un idioma que conocía desde mi más tierna infancia.

—¿No está aquí abajo? —preguntó ella.

—No, y tampoco puedo encontrar a Reinhardt.

—Deben haber ido a la ciudad. Dijeron algo así después de comer.

—Apuesto a que han ido a mi hotel. Teníamos un compromiso para cenar y entendí que debía encontrarme con él aquí. Alquilé un coche para venir. ¡Qué maldita estupidez! Creo que llamaré al hotel, dejaré un mensaje para Lutz y llamaré a otro taxi. ¿Quiere venir?

Se mordisqueó la uña del pulgar.

—No sé si debo —dijo.

—¿Ha visto ya la ciudad?

Frunció el ceño.

—No he visto otra cosa que esta casa desde que he llegado —respondió malhumorada.

Asentí con la cabeza.

—Así es él, demasiado duro. Siempre dice que se lo va a tomar con calma y a disfrutar, pero se muestra severo consigo y con todos los que le rodean. No quiero decir nada contra él —después de todo, es uno de mis más viejos asociados y de mis más queridos amigos—, pero creo que es malo para él comportarse de esa forma. ¿Tengo razón?

—Eso es lo que yo le digo —respondió ella.

—Entonces, ¿por qué no volvemos al hotel? Puede que nos encontremos allí, los cuatro, nosotros le relajaremos un poco esta noche. Cena y espectáculo como mis invitados, insisto.

Sonrió.

—Déjeme…

—Debemos apresurarnos —dije—. Si no regresamos rápido, Lutz volverá aquí. Es un hombre impaciente. Entonces tendremos que hacer otro viaje… por un camino horroroso, ya sabe. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

—Pero si vamos a ir a cenar…

Debí haberlo pensado.

—Creo que ese vestido le sienta de maravilla, querida, pero si lo prefiere, le suplico que me permita complacerla con cualquier otra prenda que usted desee y cualquier accesorio que considere necesario. Lutz me ha ofrecido muchos regalos a lo largo de los años. Sería un gran placer responder a su generosidad de este modo. Podemos ir de compras antes de cenar. Conozco algunas tiendas inglesas, francesas e italianas muy exclusivas. Estoy seguro de que le encantarán. Podrá elegir su traje para la noche mientras Lutz y yo nos ocupamos de nuestros asuntos. Todo será maravilloso.

La cogí por el brazo y la saqué por la puerta principal. Caminamos por el camino de grava hasta el taxi de Bill. Abrí una de las portezuelas traseras y la ayudé a entrar, di la vuelta por detrás del taxi y penetré por el otro lado.

—Bill —dije en árabe —, regresamos a la ciudad. Al hotel Palazzo di Marco Aurelio.

Bill me miró con tristeza.

—Marco Aurelio también está muerto, ya sabes —dijo mientras ponía el taxi en marcha.

Sentí un escalofrío al preguntarme qué quería decir con ese «también».

Me dirigí a la hermosa mujer que estaba a mi lado.

—No se preocupe por el taxista —dije en alemán—. Como todos los americanos, está loco. Es la voluntad de Alá.

—No ha telefoneado al hotel —dijo, sonriéndome con dulzura.

Le gustaba la idea de un vestido nuevo y joyas sólo porque salíamos a cenar. Yo era un árabe loco con demasiado dinero. A ella le gustaban los árabes locos, lo sabía.

—No, no lo he hecho. Llamaré tan pronto lleguemos.

Ella arrugó la nariz, pensativa.

— Pero si llegamos…

—No lo entiende —dije—. El recepcionista es capaz de hacer estos recados a los huéspedes corrientes, pero cuando los huéspedes son, como le diría… especiales, como Herr Seipolt o yo mismo, se debe hablar directamente con el encargado.

Sus ojos se abrieron.

—Ah —dijo.

Miré hacia atrás, hacia el refrescante jardín regado que el dinero de Seipolt había impuesto en el mismo extremo de las amenazadoras dunas. En un par de semanas, ese lugar parecería tan seco y muerto como el centro del Empty Quarter. Me volví hacia mi compañera y sonreí con serenidad. Charlamos todo el viaje de regreso a la ciudad.

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