Encontré mi caja de píldoras en la bolsa y me tomé siete u ocho soneínas. Quería probar algo nuevo. Tenía el cuerpo destrozado después de la pelea con Khan, pero no se trataba del dolor sólo. Quería ver cómo el opiáceo afectaba a mis sensaciones aumentadas por puro interés científico. Mientras esperaba a Okking, conocí la verdad de modo empírico. El daddy que limpiaba el alcohol de mi sistema con tanta rapidez, hacía lo mismo con las soneínas. ¿Quién lo necesitaba? Me desconecté el moddy y me tomé otro puñado de soneínas.
Okking llegó boyante. Ésa es la única palabra que le describía. Nunca había visto a nadie tan satisfecho. Estaba atento y simpático conmigo, se interesó por mis heridas y mi dolor. Se mostró tan gentil que creí que la gente de las noticias holo estaría por allí, pero me equivoqué.
—Creo que ahora te debo una, Audran —dijo. Pensé que me debía bastante más que eso. —He hecho tu maldito trabajo por ti, Okking. Ni siquiera eso desinfló su júbilo.
—Es posible, es posible. Al menos, ahora dormiré un poco. No podía ni comer sin pensar en Selima, Seipolt y los demás.
Khan se despertó; sin un moddy en su enchufe, empezó a sollozar. Recordé lo mal que me había encontrado cuando me quité los daddies después de unos días. Quién sabe cuánto tiempo llevaba Khan —cualquiera que fuese su verdadero nombre— escondiéndose tras un moddy y luego otro. Quizá sin una falsa personalidad conectada no fuera capaz de afrontar los actos inhumanos que había cometido. Yacía en el pavimento, con las manos esposadas a la espalda y los tobillos encadenados, mascullando y amenazándonos con maldiciones. Okking le miró unos segundos.
—Lleváoslo de aquí —dijo a un par de oficiales uniformados.
No fueron demasiado gentiles con él, pero Khan no me caía simpático.
—¿Y ahora, qué? —pregunté a Okking. La alegría se le pasó un poco.
—Creo que ha llegado la hora de presentar mi dimisión.
—Cuando circule la noticia de que has aceptado dinero de un gobierno extranjero, no vas a ser muy popular. Has deteriorado tu credibilidad.
Asintió.
—El rumor se ha difundido ya, al menos en los círculos que cuentan. Me han dado la posibilidad de encontrar empleo fuera de la ciudad o pasar el resto de mi vida detrás de los barrotes de uno de vuestros típicos y cochambrosos agujeros de mierda. No sé cómo pueden encerrar a la gente en esas prisiones, son como las de los Tiempos Oscuros.
—Tú has metido allí a buena parte de la población. Tendrás un gran comité de bienvenida esperándote.
Se estremeció.
—Creo que en cuanto reúna mis objetos personales, haré las maletas y me desvaneceré en la noche. Espero que me den una recomendación. Me refiero a que, agente extranjero o no, he hecho un buen trabajo por la ciudad. Nunca he comprometido mi integridad, excepto unas pocas veces.
—¿Cuánta gente puede, con honestidad, decir lo mismo? Tú eres de su misma especie, Okking.
Era la clase de tipo que saldría de eso y además lo convertiría en una recomendación a su favor. Encontraría trabajo en cualquier lugar.
—¿Te gusta verme en problemas, Audran?
De hecho, sí. Pero en lugar de responder, me volví hacia mi bolsa y volví a meter todo en ella. Había aprendido la lección, así que me guardé la pistola entre los pliegues de mi túnica. De la conversación de Okking deduje que el interrogatorio formal había acabado y podía irme.
—¿Vas a quedarte en la ciudad hasta que agarren al asesino de Nikki? —pregunté—. ¿Vas a hacer eso, como mínimo?
Volví el rostro hacia él. Estaba sorprendido.
—¿Nikki? ¿De qué me hablas? Tenemos al asesino, ahora mismo va camino al talego. Estás obsesionado, Audran. No tienes ninguna prueba de un segundo asesino. Deja de joder o pronto aprenderás lo rápido que los héroes pasan a ser ex héroes. Te pones demasiado pesado con eso.
¡Vaya forma de pensar de un poli! Atrapé a Khan y se lo entregué a Okking; y éste iba a decir a todo el mundo que Khan era el asesino de todos, desde Bogatyrev a Seipolt. Por supuesto, Khan había matado a Bogatyrev y a Seipolt, pero yo estaba seguro de que era inocente con respecto a los asesinatos de Nikki, Abdulay y Tami. ¿Tenía alguna prueba? No, nada tangible; sin embargo, si fuese de otro modo, todo carecía de sentido. Era un nido de ratas internacional. Un bando intentaba secuestrar a Nikki y llevarla con vida al país de su padre, y el otro quería matarle para prevenir el escándalo. Si Khan había asesinado a gente de los dos bandos, su acción tenía sentido sólo si no era más que un psicópata que se cargaba a la gente de forma insensata y sin plan preconcebido alguno. Eso no era cierto. Se trataba de un asesino cuyas víctimas habían sido liquidadas según el esquema de sus patrones, y para proteger su propio anonimato. El hombre que mutiló a Seipolt no era un loco, no era el verdadero Khan, sólo llevaba un moddy de Khan.
Y ese hombre no tenía nada que ver con la muerte de Nikki.
Otro asesino andaba suelto por la ciudad, aunque a Okking le pareciera conveniente olvidarle.
Unos diez minutos después de que Okking con sus hombres y yo siguiéramos caminos distintos, el teléfono sonó. Era Hassan que me volvía a llamar para contarme lo que «Papa» había dicho.
—Yo también tengo algunas noticias, Hassan.
—Friedlander Bey te verá en seguida. Enviará un coche a buscarte dentro de quince minutos. Confío en que estás en casa.
—No, esperaré fuera del edificio. Tenía una compañía muy interesante, pero ahora todos se han marchado.
—Muy bien, hijo mío. Te merecías un agradable descanso con tus amigos.
Miré el cielo cubierto de nubes; pensé en mi enfrentamiento con Khan y me pregunté si me reiría de las palabras de Hassan.
—No he tenido mucha tranquilidad.
Le dije lo que había ocurrido desde la última vez que habíamos hablado hasta que se llevaron al asesino contratado por Okking.
Hassan tartamudeó, asombrado.
—Audran —dijo cuando recobró el control—, a Alá le place que estés a salvo, que el maníaco haya sido capturado y que la sabiduría de Friedlander Bey triunfe.
—Tienes razón —dije —. Dale todos los méritos a «Papa». Él me concedió el beneficio de su sabiduría. Ahora que lo pienso, no obtuve más ayuda de él que de Okking. Sí, me arrinconó e hizo que me abrieran la cabeza; después de eso, se limitó a sentarse y arrojó dinero a mi paso. «Papa» sabe todo lo que ocurre en el Budayén, Hassan. ¿Quieres decir que él y Okking han estado ociosos, absolutamente desconcertados? No me lo creo. Descubriré cuál era el papel de Okking en todo esto. Aunque preferiría saber qué hacía «Papa» entre bastidores.
— ¡Silencio, hijo de perro enfermo! —Hassan perdió sus modales congraciadores y dejó asomar su verdadero ser, algo que no hacía muy a menudo—. Tienes mucho que aprender todavía sobre mostrarte respetuoso con los mayores y mejores que tú.
Entonces, de repente, el viejo Hassan, el mendaz y casi bufonesco Hassan prosiguió:
—Aún te hallas bajo la tensión del conflicto. Perdóname por perder la paciencia contigo, soy yo quien debe ser más comprensivo. Todo sucede como Alá desea, ni más ni menos. Así que, hijo mío, el coche irá a buscarte pronto. Friedlander Bey estará satisfecho.
—¿No es momento para hacerle un pequeño regalo, Hassan?
Hassan se rió.
—Tus noticias serán suficiente regalo. Ve en paz, Audran.
No dije nada y corté la comunicación. Volví a echarme la bolsa al hombro y caminé hacia el edificio de mi antiguo apartamento. Me encontraría con «Papa» y luego me escondería en el armario de Ishak Jarir. El lado bueno después de lo ocurrido era que Khan estaba ahora fuera de escena. Y Khan fue el único de los dos asesinos que demostró deseos de eliminarme. Eso significaba que probablemente el otro me dejaría vivir. Al menos, en eso confiaba.
Mientras esperaba el automóvil de «Papa», pensé en mi lucha con Khan. Odiaba a aquel tipo de una manera terrible; todo lo que hice fue recordar el horror del cuerpo mutilado de Selima, y la repulsión que sentí cuando tropecé, por casualidad, con los cadáveres en la mansión de Seipolt. Primero, él había matado a Bogatyrev, el tío de Nikki, quien, a su vez, deseaba la muerte de ésta. Nikki era la clave; el resto de los homicidios formaban parte de una frenética cobertura que se suponía mantendría el escándalo ruso en secreto. Creo que había funcionado; bueno, en la ciudad lo sabía bastante gente, pero sin un príncipe de la corona vivo que obstaculizara a la monarquía, el escándalo no estallaría en la Rusia blanca. El rey Vyacheslav estaba a salvo en su trono, los realistas habían ganado. De hecho, con un poco de astucia y cuidado, podrían utilizar el asesinato de Nikki para fortalecer su dominio sobre el inestable país.
Nada de eso me preocupaba. Después de la pelea con Khan, le dejé vivir… un rato: tenía una cita con el verdugo en el tribunal de justicia de la mezquita Shimaal. Mientras tanto, aliviémosle de sus brutalidades en el temor de Alá.
La limusina llegó y me condujo hasta la finca de Friedlander Bey. El mayordomo me escoltó hasta la misma salita de espera que había visto dos veces antes. Esperé a que «Papa» terminara sus plegarias. Friedlander Bey no hacía de su devoción un espectáculo, lo que, en cierto sentido era de alabar. A veces, su fe me avergonzaba; en esas ocasiones, acudían a mi memoria las crueldades y crímenes de los que él era responsable. Me engañaba a mí mismo; Alá sabe que nadie es perfecto. Estoy seguro de que Friedlander Bey no se hacía ilusiones sobre sí mismo. Al menos, rogaba a Dios que le perdonase. En una ocasión, «Papa» me lo había explicado: tenía que velar por un gran número de parientes y asociados y, a veces, el único modo de protegerles consistía en mostrarse inflexible y duro con los extraños. Bajo ese prisma, era un gran gobernante y un padre severo, pero amante de su gente. Por otro lado, yo era un don nadie que llevaba a cabo bastantes acciones ilegales sin provecho y ni siquiera tenía el atenuante de suplicar el perdón de Alá.
Al fin uno de los dos enormes nombres que custodiaban a «Papa» me hizo una señal. Entré en el despacho. Friedlander Bey me esperaba sentado en el antiguo diván lacado.
—Una vez más, es un gran honor —dijo, al tiempo que me indicaba que me sentara al otro lado de la mesa, en el otro diván.
—El honor de desearte buenas tardes es mío.
—¿Tomarás un bocado de pan conmigo?
—Eres muy generoso, oh, caíd.
No me mostraba cauteloso como en nuestros anteriores encuentros. Después de todo, había hecho lo imposible por él. Debía recordarme que el gran hombre estaba ahora en deuda conmigo.
Los criados sirvieron el primer plato, y Friedlander Bey encauzaba la conversación de un asunto trivial a otro. Probamos una pequeña muestra de varios platos diferentes, todos suculentos y olorosos. Decidí desconectarme el daddy para evitar el hambre y, cuando lo hice, me di cuenta de lo hambriento que estaba. Me hallaba dispuesto para hacer los honores al banquete de «Papa». Pero no para quitarme los otros daddies, todavía no.
Los criados sirvieron bandejas con cordero, pollo, ternera y pescado, acompañado todo ello con verduras delicadamente sazonadas y sabroso arroz. Terminamos con una selección de fruta fresca y quesos. Cuando todos los platos hubieron sido retirados, «Papa» y yo nos relajamos con café fuerte aromatizado con especias.
—Que tu mesa sea eterna, oh, caíd —dije—. Ha sido la mejor comida que he probado en mi vida.
Estuvo satisfecho.
—Doy gracias a Dios de que así haya sido. ¿Quieres más café?
—Sí, gracias, oh, caíd.
Los criados se retiraron y también las dos «rocas parlantes». El propio Friedlander Bey me sirvió café, un gesto de sincero respeto.
—Debes reconocer que mis planes para ti eran correctos —dijo con dulzura.
—Sí, oh, caíd. Y te estoy agradecido.
Hizo un displicente ademán.
—Somos nosotros, la ciudad y yo, quienes te estamos agradecidos, hijo mío. Ahora, hablemos del futuro.
—Perdóname, oh, caíd, pero no podemos pensar en el futuro con tranquilidad hasta que no estemos seguros del presente. Uno de los dos asesinos que nos amenazaban ha sido capturado, pero el otro anda suelto todavía. Ese malvado puede haber regresado a su hogar, es cierto; ha pasado algún tiempo desde que dio muerte a sus víctimas. Sin embargo, sería prudente considerar la posibilidad de que todavía se halle en la ciudad. Debemos ser precavidos para descubrir su identidad y sus escondites.
El anciano frunció el ceño.
—Oh, hijo mío, sólo tú crees en la existencia de ese otro asesino. No veo la razón de que el hombre que era James Bond y Xarghis Khan, no pudo torturar también a Abdulay de modo tan indescriptible. Has mencionado todos los módulos de personalidad que tenía en su poder. ¿No pudo alguno de ellos convertirle en el demonio que también asesinó al príncipe de la corona, Nikolai Konstantin?
¿Qué debía yo hacer para convencerles?
—Oh, caíd —dije —, tu teoría supone que un hombre realiza sendos trabajos para la alianza fascista-comunista y para los bielorrusos leales. En ese caso, se hubiera neutralizado a sí mismo por turnos. Eso habría retrasado el desenlace, lo cual tal vez le beneficiara, aunque no comprendo cómo, y sería capaz de informar de resultados positivos a ambos bandos al mismo tiempo. Sin embargo, si todo eso es cierto, ¿cómo habrá podido resolver la situación? Al final sería recompensado por un bando y castigado por el otro. Es un despropósito el que un hombre pueda proteger a Nikki y, a la vez, trate de asesinarla. Además, el forense de la policía determinó que el hombre que asesinó a Tami, Abdulay y Nikki era más bajo y corpulento que Khan, con dedos anchos y gruesos.
El rostro de Friedlander Bey tembló con una débil sonrisa.
—Tu visión, respetado, es aguda aunque de perspectivas limitadas. Yo mismo, a veces, me encuentro alentando a los dos antagonistas de una riña. ¿Qué otra cosa puedo hacer cuando mis amigos se pelean?
—Con perdón, oh, caíd, hablamos de varios homicidios a sangre fría, no de riñas o disputas. Y ni los alemanes ni los rusos son tus queridos amigos. Sus contiendas internas no nos importan en la ciudad.
«Papa» sacudió la cabeza.
—Perspectiva limitada —repitió bajito—. Cuando las tierras infieles del mundo se separan, nosotros revelamos nuestra fortaleza. Cuando los grandes demonios, Estados Unidos y Unión Soviética, se desmembraron en diferentes Estados, fue un signo de Alá.
—¿Un signo? —pregunté, planteándome qué tenía todo eso que ver con Nikki, los cables de mi cráneo y la pobre y olvidada gente del Budayén.
Las cejas de Friedlander Bey se juntaron y, de repente, me pareció un nómada del desierto; se asemejaba a los orgullosos caudillos que le habían precedido empuñando la irresistible Espada del Profeta.
—Jihad —murmuró.
Jihad. Guerra santa.
Sentí un aguijón en mi piel y la sangre fluyendo hacia mis orejas. Ahora que las grandes naciones de antaño estaban indefensas en su pobreza y discordias, era el momento de que el Islam completara la conquista que había iniciado muchos siglos atrás. La expresión de «Papa» se parecía mucho a la mirada que yo había visto en los ojos de Xarguis Khan.
—Es lo que a Alá le place —dije.
Friedlander Bey resolló y me dirigió una benevolente mirada de aprobación. Estaba siguiéndole la corriente. Era más peligroso de lo que yo había sospechado jamás. Ejercía un poder casi dictatorial sobre la ciudad, eso, junto con su avanzada edad y su ilusión, me hizo mostrarme cauteloso en su presencia.
—Me harás un gran favor si aceptas esto —dijo, al tiempo que dejaba un sobre en la mesa.
Supongo que alguien de su posición piensa que el dinero es el regalo perfecto de una persona que lo tiene todo. Nadie lo habría considerado ofensivo. Agarré el sobre.
—Me abrumas —murmuré —. No tengo palabras para expresarte mi agradecimiento.
—Yo soy el que está en deuda contigo, hijo mío. Has obrado bien, y siempre recompenso a quienes cumplen mis deseos.
No miré el sobre, aunque sabía que hubiera sido una falta de buenos modales.
—Eres el padre de la generosidad —dije.
Lo estábamos haciendo bien. Yo le gustaba mucho más ahora que en nuestro primer encuentro, mucho tiempo antes.
—Estoy cansado, hijo mío, debes perdonarme. Mi chófer te llevará a tu casa. Ven a visitarme pronto y hablaremos de tu futuro.
—Con ojos y cabeza, oh, señor de hombres. Estoy a tu disposición, —repliqué.
—No hay majestad ni poder sino en Alá el glorioso y el grande.
Parece una simple fórmula, pero se reserva para momentos de peligro o antes de alguna acción crucial. Busqué alguna pista en el hombre de cabello gris, mas él me ignoró. Me despedí y salí de su despacho. Todo el trayecto hacia el Budayén lo hice reflexionando.
Era lunes por la noche y el club de Frenchy estaría ya lleno. Había una mezcla de tipos de la marina naval y mercante, que venían a veinte kilómetros del puerto; había cinco o seis turistas que buscaban una clase de acción y estaban a punto de encontrar otra, y unas cuantas parejas de turistas en busca de historias vivas y pintorescas para llevarse a casa. También había un pequeño número de hombres de negocios de la ciudad que probablemente conocían el riesgo, pero, a pesar de eso, venían para tomar una copa y mirar cuerpos desnudos.
Yasmin estaba sentada entre dos marineros, que se reían y se hacían señas por encima de su cabeza; debían creer que habían encontrado lo que buscaban. Yasmin bebía su cóctel de champán y tenía siete vasos vacíos delante. Desde luego, ella sí había encontrado lo que buscaba. Frenchy cobraba ocho kiam por cóctel, que compartía con la chica que los pedía. Yasmin ya había limpiado treinta y dos kiam a esos alegres vagabundos del mar y, por el aspecto que tenía, aún iba a arrancarles más, la noche era joven todavía. Y eso sin incluir las propinas. Era una joya digna de ser contemplada, podía separar a un tipo de su dinero más rápido que nadie, excepto quizá Chiriga.
Había varios asientos libres en la barra, uno cerca de la puerta y otros al fondo. No me gusta sentarme cerca de la puerta, pareces una especie de turista o algo así. Me dirigí al oscuro interior del club. Antes de que llegase al taburete, Indihar se me acercó.
—Estará más cómodo en un sillón, señor —dijo ella.
Sonreí. No me reconoció con mis ropas y sin mi barba. Sugirió el sillón porque si me sentaba en el taburete, no podría sentarse cerca de mí y trabajarme la cartera. Indihar era una persona bastante agradable, nunca había tenido ningún incidente con ella.
—Me sentaré en la barra — dije—. Quiero hablar con Frenchy.
Me hizo un gesto indiferente, se dio media vuelta y sorteó a la gente. Como un halcón de caza, había avistado tres mercaderes de rica apariencia sentados con una chica y un transexual. Siempre había espacio para una más. Indihar hincó sus garras.
Dalia, la chica de la barra de Frenchy, se acercó a mí, pasando la bayeta por el mostrador. Dio un par de pasadas a la mancha que había ante mí y dejó caer un posavasos de corcho.
—¿Cerveza? —preguntó.
—Ginebra y bingara con un chorrito de lima —pedí. Me miró parpadeando.
—¿Marîd?
—Mi nuevo aspecto —dije.
Soltó la bayeta en la barra y me miró. No dijo ni una palabra hasta que recuperó el aliento.
—¿Dalia? —dije.
Abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.
—Frenchy —gritó—, ¡está aquí!
Yo no sabía lo que significaba aquello. La gente de mi alrededor se volvió para mirarme. Frenchy se levantó de su asiento cerca de la caja registradora y avanzó con estruendo hacia mí.
—Marîd — dijo—, he oído que has agarrado a ese tipo que se cargó a las «hermanas».
Me daba la impresión de que ahora era alguien importante.
—Oh, en realidad, él me agarró a mí. Lo estaba haciendo muy bien, hasta que decidí ponerme serio.
Frenchy sonrió.
—Eres el único que ha tenido huevos de ir tras él. Los mejores de la ciudad iban diez pasos por detrás de ti. Has salvado un montón de vidas, Marîd. A partir de ahora, beberás gratis aquí y en cualquier lugar de la «Calle». Sin propinas, tampoco, daré la orden a las chicas.
Era el único gesto significativo que Frenchy podía hacer, y yo lo aprecié.
—Gracias, Frenchy —dije.
Aprendí muy rápido lo embarazoso que puede resultar ser un gran tipo.
Hablamos un rato. Intenté convencerle de que aún quedaba un segundo asesino en la ciudad, pero no quiso creerlo. Prefirió pensar que el peligro había pasado. Después de todo, yo no tenía pruebas de que el asesino continuara en la ciudad. Desde la muerte de Nikki no había empleado un cigarrillo para quemar a nadie.
—¿Qué estás buscando? —me preguntó Frenchy.
Miré el escenario donde Blanca bailaba. Ella era quien había descubierto el cadáver de Nikki en el callejón.
—Tengo una pista y una idea de lo que le gusta hacer a sus víctimas.
Le hablé a Frenchy del moddy que Nikki llevaba en el bolso, y de los morados y las quemaduras de cigarrillo en los cuerpos.
Frenchy parecía pensativo.
—Sabes —dijo —. Recuerdo que alguna chica me habló de un tipo que se había ligado.
—¿Qué te contó? ¿Intentó quemarla o algo así? Frenchy sacudió la cabeza.
—No, eso no. Por lo que me dijo, cuando le quitó las ropas al tipo, estaba lleno de quemaduras y señales.
—¿Quién era, Frenchy? Necesito hablar con ella.
Retrocedió a mediados de la semana anterior, tratando de recordar.
—Ah — dijo al fin —, fue Maribel.
—¿Maribel? —pregunté con incredulidad.
Maribel era la vieja que ocupaba un taburete en el ángulo de la barra. Andaba entre los sesenta y los ochenta, había sido una bailarina medio siglo antes, cuando aún tenía un rostro y un cuerpo. Luego dejó de bailar y se concentró en los aspectos de la industria que proporcionaba beneficios líquidos más inmediatos. A medida que se hacía mayor, tuvo que bajar su margen de ganancias para poder competir con los nuevos modelos. Ahora llevaba una peluca de nylon rojo que tenía todo el aspecto y la prestancia del césped del distrito europeo. Nunca había tenido dinero para hacerse modificaciones físicas o mentales. Rodeada de los cuerpos más hermosos que se puedan comprar con dinero, su rostro la hacía parecer más vieja de lo que era. Maribel se encontraba en clara desventaja. Sin embargo, la superó por medio de astutas técnicas de marketing que hacían hincapié en la atención personalizada y en la satisfacción del cliente: por el precio de un cóctel de champán, proporcionaría al hombre que estuviera a su lado el beneficio de su destreza manual y sus años de experiencia. En la misma barra, sentados y charlando como si estuvieran solos en la habitación de cualquier motel. Maribel suscribía el clásico proverbio árabe: «Las mejores atenciones se hacen de prisa». Claro que ella realizaba la mayor parte del trato, pero si no te fijabas de cerca —o el tipo no podía disimular la expresión de su rostro— no te enterabas de que semejante encuentro íntimo estaba teniendo lugar.
La mayoría de las chicas se hacían invitar a siete u ocho cócteles antes de empezar a negociar. El reloj de Maribel estaba estropeado, no tenía tiempo para eso. Si Yasmin parecía un Neiman-Marcus, y lo era, en mi opinión, Maribel era las rebajas del centro comercial del loco Abdul de las busconas.
Por eso me costaba creer la historia de Frenchy. Maribel no tenía la oportunidad de ver las cicatrices de su pavo. No, si estaba sentada en la esquina de la barra.
—Se llevó a ese tipo a su casa —dijo Frenchy, sonriente.
—¿Quién se iría a casa con Maribel? Era difícil de creer.
—Alguien que necesitara dinero.
—Hija de puta. ¿Paga a los hombres por joder con ella?
—El dinero circula como nada en este mundo.
Le di las gracias a Frenchy por la información y le dije que necesitaba hablar con Maribel. Se rió y volvió a su silla. Me trasladé al taburete que había junto a ella.
—Hola, Maribel —saludé.
Tuvo que mirarme un rato antes de reconocerme.
—Marîd —dijo feliz.
Entre la primera sílaba y la segunda, su mano se posó en mi regazo.
—¿Me invitas a un cóctel?
—De acuerdo.
Indiqué a Dalia que le sirviera un cóctel de champán a la vieja. Dalia me dirigió una turbia sonrisa y yo me limité a encogerme de hombros, indefenso. Las chicas y las transexuales del club de Frenchy siempre tienen una copa alta de acero para el agua con hielo junto a sus bebidas. Dicen que es porque no les gusta el sabor del licor y que para bajar todo ese alcohol necesitaba beber agua helada con él. Beben un poco de champán o de un licor fuerte y luego pasan al agua con hielo. Los pavos piensan en lo duro que debe resultar para esas pobres chicas tener que tragar cada noche veinte o treinta copas si no les gusta el alcohol. La verdad es que nunca se tragan la bebida, la escupen en la copa de metal. A cada rato, Dalia retira la copa y la vacía con el pretexto de refrescar e) agua helada. Maribel no necesitaba la copa para escupir. Le gustaba la bebida.
Debía admitirlo, la mano de Maribel era tan diestra como una silversmith. Creo que la práctica la había hecho perfecta. Estaba a punto de decirle que se detuviera, cuando me dije a mí mismo, ¡qué demonios! Era una instructiva experiencia.
—Maribel, Frenchy me ha contado que viste a alguien con marcas de quemaduras y morados por todo el cuerpo. ¿Recuerdas a quién?
—¿Le vi?
Alguien que fue a casa contigo.
¿Cuándo?
—No lo sé. Si pudiera encontrar a esa persona, me diría algo que salvaría algunas vidas.
—¿De verdad? ¿Obtendría yo algún tipo de recompensa?—Cien kiam, si lo recuerdas.
Eso la detuvo. No había visto cien kiam juntos desde sus días de gloria y eso pertenecía a otro siglo. Se sumió en sus desordenados recuerdos, e intentó dibujar un desesperado cuadro mental.
—Te lo diré, vi a alguien así, me acuerdo muy bien, pero por mi vida, no puedo recordar a quién. Aunque lo conseguiré. Lo de la recompensa…
—Sigue en pie. Cuando lo recuerdes, llámame o díselo a Frenchy.
—No tendré que repartir el dinero con él, ¿verdad?
—No —la tranquilicé.
Yasmin estaba en el escenario. Me vio sentado con Maribel, y el brazo de ésta moviéndose arriba y abajo. Yasmin me lanzó una mirada de enfado y dio media vuelta. Me reí.
—Gracias, pero ya está bien, Maribel.
— ¿Te vas, Marîd? —preguntó Dalia—. No ha tardado mucho.
—A dar una vuelta, Dalia —dije.
Salí del club de Frenchy preocupado porque mis amigos, Okking, Hassan y Friedlander Bey, se creían a salvo. Casi deseaba que hubiera ocurrido algo terrible, sólo para que se convencieran de que yo tenía razón, pero no quería sentirme culpable por ello.
En medio de su alivio y celebración, estaba más solo que antes.