Los musulmanes suelen ser muy supersticiosos por naturaleza. Nuestros compañeros de viaje a través de la desconcertante creación de Alá incluyen todo tipo de djinn, demonios, monstruos, y ángeles buenos y malos. Existen legiones de hechiceros dotados de peligrosos poderes, siendo el mal de ojo el más frecuente. Esto no hace a la cultura musulmana más irracional que otras, todo grupo étnico tiene su propio conjunto de cosas hostiles y ocultas que acechan para abalanzarse sobre el desprevenido ser humano. En el mundo del espíritu es normal que haya más enemigos que protectores, aunque se supone que existen incontables ejércitos de ángeles y demás. Quizá todos estén de campo y playa desde la expulsión de Satán del Paraíso, no lo sé.
De cualquier modo, una de las prácticas supersticiosas asociadas a algunos musulmanes, en particular a las tribus nómadas y a los bárbaros fellahin del Magreb —la familia de mi madre, por ejemplo— es llamar a un recién nacido por el nombre de una calamidad o una cualidad horrible para evitar que cualquier espíritu o brujo envidioso pueda fijarse demasiado en él. Me dijeron que eso lo hace en todo el mundo gente que nunca ha oído hablar del Profeta, la paz sea con su nombre. Me llamaron Marîd, que significa «enfermedad», y me dieron ese nombre con la esperanza de que no sufriera muchas enfermedades en el transcurso de mi vida. El hechizo parece haber surtido cierto efecto positivo. Me extirparon un apéndice inflamado hace algunos años, pero ésa es una operación corriente y rutinaria, y ha sido el único problema médico serio que he tenido. Creo que quizá sea debido al avance de los tratamientos en esta era de prodigios, pero ¿quién sabe? Alabado sea Alá y todas esas cosas.
De modo que no tengo mucha experiencia en hospitales. Unas voces me despertaron y tardé algún rato en saber dónde me encontraba y otro rato en recordar por qué demonios estaba allí. Abrí los ojos. No podía ver nada, excepto una borrosa oscuridad. Parpadeé una y otra vez. mas era como si alguien hubiera intentado pegarme los ojos con arena y miel. Traté de levantar la mano para restregarme los ojos, pero mi brazo estaba demasiado débil, no podía cruzar la insignificante distancia que separa el pecho del rostro. Parpadeé un poco más y entorné los ojos.
Por fin, pude distinguir a dos enfermeros, de pie, a los pies de mi cama. Uno era joven, con barba negra y voz diáfana. Sostenía un cuadro clínico y daba instrucciones al otro.
—El señor Audran no te dará demasiados problemas —dijo.
El otro enfermero era bastante más viejo, con cabello gris y voz ronca. Asintió.
—¿Medicamentos? —preguntó. El joven enarcó las cejas.
—Es extraordinario. Puede tomar lo que quiera, con la aprobación de los médicos. Y creo que la obtendrá con sólo pedirla. Cualquier cosa y con la frecuencia que quiera.
El hombre del cabello gris soltó un bufido de indignación.
—¿Qué es lo que hizo, ganar un concurso? ¿Unas vacaciones con todas las drogas pagadas en el hospital de su elección?
—Baja la voz, Alí. No se mueve, pero quizá pueda oírte. No sé quién es; el hospital lo ha tratado como a un dignatario extranjero o algo parecido. El dinero que se ha gastado en suprimirle el menor signo de incomodidad podría aliviar el dolor de una docena de pobres que sufren en los pabellones de la caridad.
Como es natural, eso me hizo sentir como un cerdo asqueroso. Me refiero a que también tengo sentimientos. Yo no había pedido ese tratamiento —al menos no recuerdo haberlo hecho —, y decidí ponerle fin tan pronto como pudiera. Bien, si no fin, quizá reducirlo un poco. No quería que me tratasen como a un caíd feudal.
El joven siguió consultando el cuadro clínico.
—El señor Audran ingresó para que le practicaran una selecta operación intracraneal. Un complicado injerto de circuitos, muy experimental, creo. Por eso ha estado en cama tanto tiempo. Podrían darse efectos secundarios imprevistos.
Eso me puso un poco nervioso. ¿Qué efectos secundarios? Nadie me lo había dicho antes.
—Echaré un vistazo a su cuadro esta noche —dijo el hombre de cabello gris.
—Duerme la mayor parte del tiempo, no te molestará demasiado. Alá misericordioso, entre la burbuja de etorpina y las inyecciones debería dormir durante los próximos diez o quince años.
Por supuesto, estaba subestimando mi maravilloso y eficiente hígado y mi sistema enzimático. Todo el mundo cree que exagero.
Abandonaban la habitación. El más viejo abrió la puerta y se fue. Intenté hablar, no me salió nada. Sólo un susurro quebrado. Tragué un poco de saliva y murmuré:
—Enfermero.
El hombre de la barba negra dejó mi cuadro sobre la consola, al lado de mi cama, y se dirigió hacia mí con su rostro inexpresivo.
—En seguida estoy con usted, señor Audran —dijo con frialdad.
Luego salió y cerró la puerta.
La habitación era limpia y sencilla, casi sin decoración, pero cómoda. Mucho más cómoda que la sala de la caridad donde me trataron después de la apendicitis. Una época desagradable. Lo único atractivo fue que me salvaron la vida, gracias a Alá, y mi iniciación a la soneína, una vez más sea Alá alabado. Las salas de la caridad no son filantrópicas por completo; me refiero a que el fellahin que no puede pagarse doctores privados recibe atención médica gratis, pero el principal interés del hospital es proporcionar a los estudiantes internos, residentes y enfermeros amplia gama de casos poco comunes con los que practicar. Todo el que te examina, te hace cualquier prueba o cualquier operación menor, a la cabecera de tu cama, sólo está familiarizado de lejos con su trabajo. Eran formales y sinceros, pero sin experiencia; podían convertir una simple extracción de sangre en una desagradable experiencia y un procedimiento más doloroso en una tortura infernal. Eso no ocurría en aquella habitación privada. Estaba cómodo, tranquilo y libre de dolor, rodeado de paz, descanso y cuidados competentes. Friedlander Bey me lo proporcionaba, pero yo debería corresponderle. Él se encargaría de que lo hiciera.
Supongo que debí dormirme un rato, porque cuando la puerta se abrió, me desperté sobresaltado. Esperaba ver al enfermero, mas era un joven con una bata de quirófano verde. Tenía la tez oscura y quemada por el sol, vivos ojos marrones y un bigote negro de los más espesos y grandes que he visto en mi vida. Le imaginé tratando de metérselo bajo la mascarilla quirúrgica y eso me hizo sonreír. Mi médico era turco. A mí me costaba entender su árabe y a él comprenderme.
—¿Cómo se encuentra hoy? —dijo sin mirarme.
Me echó un vistazo a través de las notas del enfermero y luego se dirigió al terminal de información que había junto a mi cama. Tocó unas cuantas teclas y las funciones en la pantalla del terminal cambiaron. No hacía ningún ruido, tampoco los médicos suelen chasquear o alentar el zumbido. Contempló el incesante desfile de números y retorció los extremos de su bigote. Por fin me miró.
—¿Cómo se encuentra?—Bien —dije de modo evasivo.
Cuando trato con médicos, imagino siempre que buscan una información determinada, pero no van al grano y te preguntan lo que necesitan saber porque temen que distorsiones la verdad y les digas lo que tú crees que desean oír; así que se andan con rodeos como si de esa forma no intentases averiguar qué quieren saber y distorsionases la verdad de todos modos.
—¿Algún dolor?
—Un poco —dije.
Era mentira. Estaba rizando el rizo. Nunca digas a un médico que no sufres, porque le inducirá a bajarte la dosis de calmante.
—¿Duerme?
—Sí.
—¿Ha comido algo?
Lo pensé un instante. Tenía un hambre desatorada, pese a que el gotero vertía una solución de glucosa directamente por una vena del dorso de mi mano.
—No —respondí.
—Empezaremos con algunos líquidos por la mañana. ¿Se ha levantado de la cama?
—No.
—Bien. Se quedará aquí otro par de días. ¿Mareos? ¿Manos o pies entumecidos? ¿Náuseas? ¿Sensaciones extrañas, luces, oye voces, se le duerme algún miembro, o algo parecido?
—¿Miembros dormidos?
—No.
Aunque hubiera sido así, no se lo habría dicho.
—Va reaccionando bien, señor Audran. Todo según lo previsto.
—Gracias a Alá. ¿Cuánto hace que estoy aquí? El doctor me miró y luego miró mi cuadro. —Poco más de dos semanas —dijo.
¿Cuándo me operaron?
—Hace quince días. Antes estuvo dos días de preparación en el hospital.
—Oh, oh.
Quedaba menos de una semana de Ramadán. Me preguntaba qué habría sucedido en la ciudad durante mi ausencia. Esperaba que algunos de mis amigos y asociados siguieran vivos. Si alguien había resultado herido —es decir, muerto—, «Papa» tendría que cargar con la responsabilidad. Eso era casi como echarle la culpa a Dios, e igual de práctico. No conseguirías abogado para demandar a ninguno de los dos.
—Dígame, señor Audran, ¿qué es lo último que recuerda?
Resultaba difícil de contestar. Lo pensé un rato, era como zambullirse en un oscuro y tormentoso frente de nubes; no había nada, excepto un turbio y pasado presentimiento. Tenía vagas sensaciones de voces serias, el recuerdo de manos que me movían en la cama y sobresaltos de dolor. Recuerdo que alguien dijo: «No tiren de ahí», pero yo no sabía quién había hablado ni qué significaba. Seguí investigando en mi mente y me percaté de que no recordaba haber entrado a la operación, ni salido de mi apartamento para ir al hospital. Lo último que recordaba con claridad era…
Nikki.
—Mi amiga —dije, con la boca repentinamente seca y un nudo en la garganta.
—¿La que fue asesinada? —preguntó el médico.
—Si.
—Eso fue hace casi tres semanas. ¿No recuerda nada posterior a eso?
—No. Nada.
—Entonces, ¿no recuerda haberme visto antes? ¿Nuestras conversaciones?
El oscuro frente de nubes surgía para empañarlo todo, pensé que era un buen momento para hacerlo. Odiaba esos vacíos en mi consciencia. Eran un fastidio, incluso esos pequeños vacíos de doce horas. Un pedazo de tres semanas perdido de mi pastel mental era más molesto de lo que deseaba afrontar. Ni siquiera tenía la energía para mostrar un pánico decente.
—Lo siento —dije—. No me acuerdo.
El doctor asintió.
—Soy el doctor Yeniknani, ayudante de su cirujano, el doctor Lisán. Durante los últimos días ha ido recobrando la memoria de forma paulatina. Pero si ha olvidado el contenido de nuestras charlas, es muy importante que discutamos esa información de nuevo.
Sólo deseaba volver a dormirme. Me restregué los ojos con mano fatigada.
—Si me lo explica todo otra vez, es probable que lo olvide y tenga que repetírmelo todo mañana o pasado.
El doctor Yeniknani se encogió de hombros.
—Es posible, pero usted no tiene otra cosa que hacer y a mí me pagan tan bien que estoy más que deseoso de cumplir con mi deber.
Me ofreció una amplia sonrisa para hacerme saber que bromeaba. Esos tipos duros tienen que hacerlo así o, de otro modo, nunca lo adivinarías. El médico parecía empuñar un rifle en alguna emboscada en la montaña, en lugar de manejar cuadros clínicos y depresores de lengua, pero eso era sólo mi mente trivial dedicada a construir estereotipos. Me divertía. El médico volvió a mostrarme sus grandes y torcidos dientes amarillos.
—Además, siento un enorme amor por la humanidad — dijo—. Es la voluntad de Alá que empiece a poner fin al sufrimiento humano manteniendo con usted esta insípida charla cada día, hasta que por fin la recuerde. Estamos aquí para hacer estas cosas, comprenderlas es cosa de Alá.
Volvió a encogerse de hombros. Era muy expresivo, para ser turco.
Alabé el nombre de Dios y esperé a que el doctor Yeniknani reiniciase su atento y gentil trato.
—¿Se ha visto? —me preguntó.
—No, todavía no.
Nunca tengo prisa por ver mi cuerpo después de haber sido agraviado de modo serio. Las heridas no me producen una especial fascinación, sobre todo si son mías. Cuando me extirparon el apéndice, fui incapaz de mirarme más abajo del ombligo durante un mes. Ahora, con el cerebro recién modificado y la cabeza rasurada, no quería ponerme delante de un espejo, eso me haría pensar en lo que me habían hecho, por qué, y adonde me conduciría. Si era prudente y listo, podría pasarme en esa cama de hospital, plácidamente sedado, meses, años incluso. No parecía un destino tan terrible. Era preferible ser un vegetal atontado que un cadáver listo. Me preguntaba cuánto tiempo podría fingirme enfermo antes de volver a ser arrojado a la dura «Calle». No tenía prisa, eso seguro.
El doctor Yeniknani asintió, ausente.
—Su… patrón… —dijo, eligiendo juiciosamente la palabra—, su patrón especificó que le hicieran la reticulación intracraneal más completa posible. Por eso, el propio doctor Lisán en persona realizó la operación. El doctor Lisán es el mejor neurocirujano de la ciudad, y uno de los más respetados del mundo. Mucho de lo que le ha sido hecho a usted, lo ha inventado él, o mejorado, y, en su caso, el doctor Lisán ha ensayado uno o dos procedimientos nuevos que podríamos llamar… experimentales.
Eso no me halagó en absoluto. No me importaba lo buen cirujano que el doctor Lisán fuera. Soy partidario del «Más vale prevenir que curar». Podría ser igual de feliz con un cerebro que careciera de uno o dos ingenios «experimentales», pero que no corriera el riesgo de volverse tarumba si se concentraba demasiado. Pero ¡qué demonios! Le dediqué una torva y temeraria sonrisa, y me di cuenta de que colocar peligrosos cables en ignotos recodos de mi cerebro para ver qué sucedía no era mucho peor que recorrer la ciudad en el asiento trasero del taxi de Bill. Quizá tuviera algún tipo de pulsión de muerte o alguna clase de estupidez simple.
El médico levantó la tapadera de la mesa-bandeja, que había junto a mi cama, y descubrió un espejo debajo. Entonces, movió la mesa para que pudiera verme en él. Estaba horrible. Parecía un muerto que se hubiera perdido camino del infierno y se encontrara en ninguna parte; no vivo, desde luego, pero tampoco decentemente muerto. Mi barba aparecía arreglada con toda pulcritud, me había afeitado cada día o alguien lo había hecho por mí; sin embargo, tenía la tez pálida, de un color poco saludable, como papel de periódico viejo, y profundas ojeras. Me miré al espejo un buen rato antes de darme cuenta de que estaba casi calvo, sólo una fina pelusilla cubría mi cuero cabelludo, como musgo pegado a una roca insensible. La conexión injertada no era visible, oculta tras capas protectoras de vendajes. Intenté tocarme la coronilla con la mano, pero no pude hacerlo. Sentía un extraño y desagradable hormigueo en las tripas, y desistí. Mi mano se desplomó y miré al médico.
—Cuando le quitemos el vendaje —dijo—, notará que tiene dos conexiones, una anterior y otra posterior.
—¿Dos? —nunca había oído que nadie tuviera dos conexiones.
—Sí. El doctor Lisán le ha aumentado al doble el injerto corímbico convencional.
Esa enorme capacidad en mi cerebro era como ponerle un cohete a una carreta de bueyes; nunca volaría. Cerré los ojos, me sentía algo más que asustado. Empecé a murmurar Al-Fatiha, la primera azora del noble Corán, una consoladora oración que siempre me sale en ocasiones como ésa. Es el equivalente islámico del Padrenuestro cristiano. Luego abrí los ojos y contemplé mi imagen. Todavía estaba asustado, pero al menos había dado a conocer mi incertidumbre al cielo y, en adelante, aceptaría todo como la voluntad de Alá.
—¿Eso significa que puedo conectarme dos moddies distintos a la vez y ser dos personas al mismo tiempo?
El doctor Yeniknani frunció el ceño.
—No. señor Audran. La segunda conexión sólo aceptará potenciadores de software, no un módulo de personalidad completo. No intente probar dos módulos a la vez. Acabaría con los dos hemisferios cerebrales carbonizados y la parte posterior de su cerebro serviría sólo de pisapapeles. Le hemos proporcionado un aumento, como… —Casi comete una indiscreción y menciona un nombre— su patrón ordenó. Un terapeuta le enseñará el uso correcto de sus injertos corímbicos. El modo como usted los emplee cuando salga del hospital es asunto suyo. Recuerde que ahora trata directamente con su sistema nervioso central. No se trata de tomarse unas cuantas pastillas y amodorrarse un rato hasta recobrar la sobriedad. Si comete alguna imprudencia con sus injertos, podría tener efectos irreversibles. Aterradores efectos irreversibles.
Está bien, me lo había vendido. Haría lo que «Papa» y todos los demás quisieran, mi cerebro estaba modificado. El bueno del doctor Yeniknani me había asustado y me dije a mí mismo allí, en la cama del hospital, que yo nunca había prometido usar tal cosa. Saldría del hospital en cuanto pudiera, iría a casa, olvidaría los injertos y resolvería mis asuntos como de costumbre. Me conectaría el moddy el día que hiciese frío en Jiddah. Tendría las conexiones de adorno. En la amplificación subcraneal de Marîd Audran, amigo, las pilas no iban incluidas e intentaría que así fuera. Excitar de vez en cuando mis pequeñas células grises con química no las incapacitaba para siempre, pero no iba a chamuscarlas en una freidora eléctrica. Sólo pude llegar hasta allí, luego, mi perversidad innata se impuso.
—Así que —dijo el doctor Yeniknani con más ánimo—, al margen de esa advertencia obligatoria, supongo que deseará oír lo que las mejoras de su mente y su cuerpo son capaces de hacer por usted.
—Puede apostar lo que quiera —dije sin entusiasmo.
—¿Qué sabe sobre las actividades del cerebro y el sistema nervioso?
Me eché a re ir.
—Tanto como cualquier buscavidas del Budayén que apenas puede leer y escribir su nombre. Sé que el cerebro está en la cabeza y he oído que no es una buena idea dejar que un criminal te lo esparza sobre la acera. Aparte de eso, desconozco todo lo demás.
En realidad, no sabía tan poco como le había dicho, mas siempre guardo algo de reserva. Ser un poco más rápido, más fuerte y más listo de lo que la gente cree es una buena política.
—Bien, el injerto corímbico posterior es del todo convencional. Eso le permite conectarse un módulo de personalidad. Usted sabe que la profesión médica no tiene una opinión unánime sobre estos módulos. Algunos de nuestros colegas piensan que los posibles abusos superan los beneficios. Estos beneficios, en realidad, son mínimos al principio. Los módulos se fabrican, sobre bases limitadas, como ayudas terapéuticas a pacientes con graves perturbaciones neurológicas. Sin embargo, los módulos han sido adquiridos por los medios populares, y se emplean para propósitos muy diferentes a los que, en un principio, sus inventores pretendían. Ahora, es demasiado tarde ya para hacer algo al respecto y aquellos que lo consideran una afrenta y prohibirían el uso de los módulos, apenas encuentran audiencia para sus ideas. De modo que tendrá acceso a una amplia gama de módulos de personalidad de venta al público, módulos extremadamente serviciales que pueden ahorrar gran cantidad de trabajos duros que la mayoría de la gente considera ofensivos.
De inmediato pensé en el módulo de Dulce Pilar.
—Puede ir a una tienda y convertirse en Saladino. un verdadero héroe, el gran sultán que expulsó a los cruzados, o convertirse en el mítico sultán Shahryar y divertirse con la hermosa narradora y las Mil y una noches. Su injerto posterior está capacitado para aceptar hasta seis potenciadores de software.
—Ése es el tipo de injerto que tienen mis amigos —dije —. ¿Cuáles son las ventajas experimentales que ha mencionado? ¿Qué peligro existe en conectarlas?
El doctor sonrió brevemente.
—Es difícil decirlo, señor Audran. después de todo, son experimentales. Se han probado en muchos animales y en unos pocos voluntarios humanos. Los resultados han sido satisfactorios, pero no unánimes. Dependerá mucho de usted, si a Alá le place. Permítame empezar por explicarle a qué controles me refiero. Los módulos de personalidad alteran su consciencia y le hacen creer temporalmente que usted es otro. Los potenciadores alimentan su memoria a corto plazo y le proporcionan un conocimiento instantáneo sobre cualquier tema, que se desvanece en cuanto el chip es retirado. Los potenciadores que puede emplear con el injerto anterior afectan a algunas otras estructuras diencefálicas más complejas. —Sacó un rotulador negro y esbozó un tosco mapa del cerebro—. Primero, hemos insertado un cable de plata muy delgado con revestimiento de plástico en su tálamo. El cable tiene menos de una centésima de milímetro de diámetro y es de manipulación muy delicada. Ese cable conectará su sistema reticular a un único potenciador que nosotros le entregaremos, eso le permitirá amortiguar la red neuronal que cataloga los detalles sensoriales. Por ejemplo, si es vital que se concentre, puede elegir bloquear o alterar las señales visuales, audibles, táctiles o de otro tipo.
Enarqué las cejas.
—Ya veo que puede ser útil —dije.
El doctor Yeniknani sonrió.
—Es sólo la décima parte de lo que le hemos hecho, hay otros cables en otras áreas. Cerca del tálamo, en el centro de su cerebro, está el hipotálamo. Es un órgano pequeño, pero con variadas y vitales funciones. Será capaz de controlar, aumentar o anular muchas de ellas. Por ejemplo, si lo desea, puede ignorar el hambre; con sólo emplear el potenciador adecuado no sentirá nada de hambre por mucho tiempo que ayune. Ejercerá el mismo control sobre la sed y la sensación de dolor. Podrá regular a conciencia su temperatura corporal, su presión sanguínea y su estado de excitación sexual. Y lo que es más útil quizá, será capaz de suprimir la fatiga.
Me senté y lo miré con los ojos muy abiertos, como si hubiera abierto un tesoro fabuloso o una verdadera lámpara de Aladino para mí. Pero el doctor Yeniknani no era un djinn esclavizado. Lo que me ofrecía no era magia, aunque para mí como si lo fuese. No sabía si creerle del todo, pero tendía a creer en los fieros turcos en posiciones de autoridad. Como mínimo, les hago caso, así que le dejé seguir.
—Le será más fácil aprender nuevas habilidades e información. Contará con potenciadores electrónicos para introducirlas en su memoria a corto plazo, pero si quiere transferirlas permanentemente a su memoria a largo plazo, su hipocampo y otras áreas asociadas están preparadas para ello. Si lo necesita, puede alterar sus relojes circadianos y lunares. Será capaz de dormir cuando lo desee y despertarse automáticamente según los chips que emplee. El circuito de su pituitaria le dará control directo sobre sus otros endocrinos, tales como la tiroides y las glándulas de adrenalina. Su terapeuta entrará en más detalles sobre cómo podrá sacarle partido a estas funciones. Como ve, podrá dedicar toda su atención a su trabajo, sin necesidad de interrumpirlo tan a menudo para las necesidades corporales habituales. Ahora bien, no se puede estar indefinidamente sin dormir o beber agua o vaciar la vejiga, pero si lo desea puede evitar los molestos signos de aviso insistentes y crecientes.
—Mi patrón no quiere que me distraiga —dije secamente.
El doctor Yeniknani suspiró.
—No, no quiere.
—¿Hay algo más?
Se mordisqueó el labio un instante.
—Sí, pero su terapeuta se lo explicará y le dará las instrucciones y los folletos. Puedo asegurarle que usted será capaz de controlar el sistema límbico que influye en sus emociones. Eso es uno de los nuevos logros del doctor Lisán.
¿Podré elegir mis sentimientos como escojo la ropa que me voy a poner?
Hasta cierto punto, sí. También al operar en estas áreas del cerebro, somos capaces de afectar a más de una función en un emplazamiento. Por ejemplo, como avance positivo, su sistema será capaz de quemar el alcohol de modo más eficiente y más rápido que lo normal, treinta gramos por hora. Si lo desea.
Me dirigió una breve mirada de complicidad, porque un buen musulmán no bebe alcohol. Debió darse cuenta de que yo no era el más devoto de la ciudad. Sin embargo, era una cuestión delicada entre dos relativos extraños.
— A mi patrón le gustará eso, estoy seguro. Bien. No puedo esperar. Seré una fuerza del bien entre los malvados y los corruptos.
— Inshallah —dijo el doctor—. Como Alá desee.
— Alabado sea Alá —añadí, con humildad ante su sincera fe. —Todavía hay algo más. Deseo darle un consejo personal, algo de mi propia filosofía. Lo primero, como debe saber, es que el cerebro —el hipotálamo, para ser exactos— tiene un centro de placer que puede ser estimulado por medios electrónicos. Lancé un hondo suspiro.
— Sí, he oído hablar de ello. Se supone que el efecto es absolutamente aplastante.
— Los animales y las personas que tienen conductores en esa área y permiten estimular el centro del placer, suelen olvidar todo lo demás: la comida, el agua, cualquier otra necesidad o impulso. Podrían seguir excitando su centro del placer hasta el extremo de morir. —Sus ojos se abrieron —. El centro del placer de usted no ha sido modificado. Su patrón cree que habría sido una gran tentación para usted y que tiene algo más que hacer que pasar el resto de su vida en un sueño celestial.
— No sabía si alegrarme con esas noticias o no. No quería malograrme por el resultado de un orgasmo mental interminable, pero si la opción era ésa o ir tras dos asesinos locos y salvajes, creo que, en un momento de debilidad, preferiría el exquisito placer que no se extinguiera o palideciera. Podría acostumbrarme un poco, pero estoy seguro que me colgaría.
— Cerca del centro de placer —dijo el doctor Yeniknani— existe un área que produce un comportamiento agresivo, rabioso y feroz. También es un centro de castigo. Cuando se estimula, el individuo experimenta un tormento comparable al éxtasis del centro de placer. Esta área ha sido modificada. Su patrocinador cree que eso puede ser útil para él en su empresa y le proporcionará un medio de influir en usted.
— Lo dijo en un tono de clara desaprobación. A mí, tampoco me enloquecieron las noticias.
— Si usted prefiere usarlo para su propio provecho, puede convertirse en una rabiosa e imparable criatura de destrucción.
— Se detuvo; era evidente que no aprobaba el modo en que Friedlander Bey había explotado el arte de la neurocirugía.
— Mi… patrón ha pensado en todo —dije, con ironía.
— Sí. supongo que sí. Y usted también debe procurar imitarle en eso.
— Entonces, el médico hizo algo desacostumbrado. Se acercó y puso la mano sobre mi hombro. Era un cambio repentino en la atmósfera formal de nuestra conversación.
— Señor Audran —dijo con solemnidad, al tiempo que me miraba a los ojos con fijeza —, tengo mejor concepto de la razón por la que ha sufrido todas estas operaciones.
— Oh, oh —exclamé, curioso, en espera de oír lo que tenía que decirme.
—En el nombre del Profeta, que la paz y las bendiciones estén con su nombre, no debe temer a la muerte.
Eso me sorprendió.
—Bien —dije —, yo no pienso demasiado en ella. De todos modos, los injertos no son tan peligrosos, ¿no es cierto? Admito que temía que frieran mi ingenio si algo salía mal, pero no pensaba que pudieran matarme.
—No, no me ha entendido. Cuando salga de este hospital, cuando se encuentre en la circunstancia por la que ha sufrido esta ampliación, no tenga miedo. El gran shair inglés, Wilyam al-Shaykh Sebir, en la segunda parte de su espléndida obra Enrique V dice: «Debemos una muerte a Dios… , y dejemos que ocurra como deba ocurrir, quien muera este año no lo hará el próximo». Ya ve que la muerte nos llega a todos. Es inevitable. La muerte es deseable como paso al paraíso, alabado sea Alá. Así que cumpla con su deber, señor Audran, y que un impropio temor a la muerte no le obstaculice en su búsqueda de la justicia.
Maravilloso mi médico; era una especie de místico sufí o algo por el estilo. Le miré, incapaz de encontrar una maldita cosa que responder. Me apretó el brazo y se puso en pie.
Con su permiso —se excusó. Hice un gesto vago.
Que sus días sean prósperos —dije. —La paz sea con usted.
—Y con usted —respondí.
Luego, el doctor Yeniknani salió de la habitación. Jo-Mama habría disfrutado con esta historia. Yo tenía ganas de oír cómo la contaría. Poco después de que el médico hubiera salido, el enfermero joven volvió para ponerme una inyección.
—Oh —dije, en un intento de explicarle que antes no le pedía un pinchazo, sino que deseaba hacerle unas cuantas preguntas.
—Dese la vuelta —ordenó el tipo con brusquedad—. ¿Qué lado? Me moví un poco en la cama, tenía resentidos los dos glúteos, ambos me dolían por igual.
—¿Puede pincharme en otro sitio? ¿En el brazo?
—No puedo pincharle en el brazo. Pero puedo hacerlo en el muslo.
Tiró de la sábana, frotó la parte anterior de mi muslo, más o menos en el centro y me clavó la aguja. Volvió a pasarme rápido la gasa, tapó la jeringuilla y se fue sin decir una palabra. Yo no era uno de sus pacientes favoritos, saltaba a la vista.
Quise decirle algo, hacerle saber que yo no era el desenfrenado, depravado y asqueroso que él creía. Pero antes de poder pronunciar una palabra, antes de que él llegase a la puerta de la habitación, mi cabeza empezó a dar vueltas y me sumergí en el cálido y familiar abrazo del aturdimiento. Mi último pensamiento, antes de perder la consciencia, fue que nunca en mi vida me lo había pasado tan bien.