4

Había aprendido algo interesante.

Eso no me compensó la mierda de día que había pasado, pero era un hecho para archivar en mi estimado cerebro: a los tenientes de policía rara vez les entusiasman los homicidios sobre los que les informas menos de media hora antes de que su servicio acabe.

—Tu segundo cadáver en menos de una semana —observó Okking cuando apareció en el apartamento de la calle Trece—. No vamos a pagarte comisión, si es lo que andas buscando. En general, tratamos de disuadir a la gente de este tipo de acciones, si podemos.

Miré el rostro con expresión de cansancio y enrojecido de Okking y supuse que en mitad de la noche eso pasaba por una irónica broma de policía. No sabía de dónde procedía Okking, tal vez de algún país europeo, arruinado y en bancarrota, o de una de las federaciones del Norte de América; pero tenía un verdadero don para congeniar con las innumerables facciones belicosas que residían en su jurisdicción. Su árabe era el peor que yo había oído jamás —solíamos mantener conversaciones exacerbadas en francés—; sin embargo, era capaz de manejar a las diversas sectas musulmanas, a los religiosos devotos y a los no practicantes, a los árabes y a los no árabes, a los ricos y a los pobres, a los honrados y a los no tan honrados, con el mismo toque elegante de humanidad e imparcialidad. Creedme, odio a los policías. Mucha gente en el Budayén les odia o desconfía de ellos o, simplemente, no les gustan. Yo les odio. Cuando yo era muy joven, mi madre se vio obligada a prostituirse para alimentarnos y criarnos. Recuerdo con dolorosa nitidez los juegos a los que los policías la sometían. Eso ocurrió en Argelia, hace mucho tiempo; pero, para mí, un policía es un policía. Excepto el teniente Okking.

La expresión del forense, estoica por lo general, reveló un ligero gesto de asco al ver a Tamiko. Hacía unas cuatro horas que había muerto, informó. Dio una descripción general del asesino a partir de las huellas dactilares del cuello de Tami y otras pistas. El asesino tenía dedos gruesos y cortos; los míos son largos y delgados, además de que disponía de una coartada: la prescripción del hospital con la hora de mi visita estampada y la receta escrita.

—Bien, amigo —dijo Okking, jovial a su manera cáustica—, creo que no es peligroso devolverte a las calles.

—¿Qué opina? —le pregunté, señalando el cadáver.

Okking se encogió de hombros.

—Parece obra de un maníaco. Ya sabes que las putas suelen acabar como ésta. Forma parte de sus gastos generales, como el maquillaje y la tetraciclina. Las otras putas lo dan por perdido e intentan no pensar en ello. Harían mejor en meditar sobre ello, porque quien lo haya hecho puede repetirlo, ésa es mi experiencia. Tendremos dos o tres o cinco o diez muertos antes de que le echemos el guante. Cuéntales a tus amigas lo que has visto. Cuéntaselo tú, a ti te escucharán. Corre la voz. Diles a los seis u ocho sexos que tenemos entre estas murallas que no acepten citas con hombres de metro setenta, corpulentos, con dedos cortos y gruesos, y propensión al sadismo máximo mientras se acuesta con ellas.

Ah, sí, el forense descubrió que el asesino había dado la vuelta al mundo mientras golpeaba a Tami, marcaba su cuerpo desnudo con un hierro y la estrangulaba. Había encontrado rastros de semen en sus tres orificios.

Hice lo que pude para correr la voz. Todos compartían mi secreta opinión: sería mejor que quien hubiera matado a Tami vigilase su propio culo. Quien jode a las «Viudas Negras» suele salir jodido y hecho una mierda. Devi y Selima buscarían a todo aquel que se ajustara a la descripción general, con la esperanza de encontrar al tipo adecuado. Yo tenía la sensación de que no le inocularían la toxina a la primera oportunidad. Había aprendido en mí mismo cuánto les divertía lo que ellas consideraban un estímulo erótico.

El día siguiente Yasmin libraba; la llamé sobre las dos de la tarde. No había estado en casa en toda la noche; aunque aquello no era de mi incumbencia, me sentía molesto y me sorprendió descubrir que me sentía algo celoso. Quedamos para comer a las cinco en nuestro café favorito. Puedes sentarte en una mesa de la terraza y mirar el tráfico de la «Calle». A sólo dos manzanas de la puerta, la «Calle» no parece tan lúgubre. El restaurante era un buen lugar para descansar. Por teléfono, no le comenté a Yasmin los problemas del día anterior. Me habría tenido hablando toda la tarde, y ella necesitaba tres horas para llegar puntual a la cita.

Y así fue, tomé dos copas mientras la esperaba. Llegó a las seis menos cuarto. Cuarenta y cinco minutos tarde era casi un récord para ella; de hecho, yo no la esperaba hasta la seis. Deseaba llevarle dos bebidas de ventaja. Sólo había dormido cuatro horas, con horribles pesadillas todo ese tiempo. Quería tomar algún licor, una buena comida y que Yasmin me cogiese de la mano mientras le contaba mis aventuras.

—¡Marhaba! —gritó, alegre, mientras se aproximaba entre las mesas y las sillas de hierro.

Hice una seña a Ahmed, nuestro camarero, que tomó nota de la bebida de Yasmin y nos dejó el menú. La miré mientras estudiaba la carta. Llevaba un veraniego vestido de algodón fino, de estilo europeo, amarillo con mariposas blancas. Su negro cabello estaba cepillado, suave y lustroso. Una media luna de plata colgaba de una cadena alrededor de su moreno cuello. Estaba adorable. Yo odiaba molestarla con mis noticias. Decidí retrasarlas tanto como pudiera.

—¿Cómo te ha ido? —dijo, mirándome con una sonrisa.

—Tamiko está muerta —solté.

Yo estaba loco. Debía de existir otra forma de empezar la historia con un golpe menos horrible.

Me miró, aturdida. Murmuró una supersticiosa frase en árabe para ahuyentar al mal.

Aspiré una bocanada de aire. Empecé por el amanecer, la mañana del día anterior y el ardiente despertar de las «hermanas». Seguí por el día y acabé con la despedida de Okking y mi cansado y solitario regreso a casa.

Vi que una lágrima se deslizaba despacio por una de sus mejillas, delicadamente sonrojadas. Durante varios segundos fue incapaz de hablar. No supuse que pudiera afectarle tanto. Me reprendí por mi estupidez.

—Me hubiese gustado estar contigo anoche —dijo por último, sin darse cuenta de lo fuerte que me apretaba la mano—. Tenía una cita, Marîd, un tipo del club. Lleva viniendo a verme algunas semanas y anoche, por fin, me ofreció doscientos kiam por irme con él. Es un buen tipo, supongo, pero…

Levanté la mano. No necesitaba oírlo. No era asunto mío cómo pagaba el alquiler. A mí también me hubiera gustado contar con ella la noche anterior, que estuviera conmigo cuando las pesadillas.

—Ya ha pasado todo, espero —dije —. Déjame gastar el resto de mis cincuenta kiam en esta comida y luego vayamos a dar un largo paseo.

—¿De verdad crees que ya ha pasado todo? Me mordí el labio.

—Excepto para Nikki. Creo que yo sabía lo que la llamada significaba. No podía comprender que me hubiera dejado plantado de ese modo, haciéndome pagar los tres mil de Abdulay. En el Budayén nunca estás seguro de la lealtad de tus amigos, pero yo había sacado a Nikki de dos o tres líos. Creí que se podía contar con ella.

Los ojos de Yasmin se abrieron aún más, y sonrió. Yo no entendía por qué estaba de tan buen humor. Yo tenía todavía el rostro partido y lleno de hematomas, y las costillas me dolían como mil demonios. El día anterior no había sido nada gracioso.

—Nikki fue a verme ayer por la mañana —dijo Yasmin.

—¿Cómo?

Entonces recordé que Chiriga había visto a Nikki sobre las diez y que ésta se había ido para reunirse con Yasmin. Yo no había relacionado esa visita a Chiri con la posterior desaparición de Nikki.

—Parecía muy nerviosa —continuó Yasmin—. Me dijo que dejaba el trabajo y se mudaba al apartamento de Tami. No me explicó la razón. También me dijo que había intentado ponerse en comunicación contigo una y otra vez, pero sin conseguirlo.

—Claro que no, cuando Nikki intentaba hablarme por teléfono, me encontraba inconsciente en el suelo.

—Me dio este sobre, y me dijo que me asegurase de que lo recibías —prosiguió Yasmin.

—¿Por qué no se lo dejó a Chiri?

Eso me habría ahorrado mucho sufrimiento físico y mental.

—¿No te acuerdas? Hace un año, o quizá más, Nikki trabajó en el club de Chiri. Ésta se dio cuenta de que estafaba a los clientes y que robaba de los frascos de propinas de las otras chicas.

Asentí, acababa de recordar que Nikki y Chiri no se llevaban demasiado bien.

—¿Así que Nikki fue a ver a Chiri con el único propósito de conseguir tu dirección?

—Le hice muchas preguntas, pero no las respondió. Sólo decía: «Asegúrate de que Marîd reciba esto», una y otra vez.

Deseé que fuera una carta, una disculpa, con una dirección donde yo pudiera encontrarla. Quería que me devolviese mi dinero. Yasmin me dio el sobre y lo abrí. Dentro estaban mis tres mil kiam y una nota escrita en francés. Nikki decía:


Querido Marîd:

Me hubiera gustado darte el dinero personalmente. Te he telefoneado muchas veces, sin obtener respuesta. Le dejo esta carta a Yasmin, pero si nunca llega a tus manos ¿cómo lo sabrás? Entonces, me odiarás siempre. Cuando nos encontremos de nuevo, no lo entenderé. Mis sentimientos son tan confusos…

Voy a vivir con un viejo amigo de mi familia. Es un rico hombre de negocios alemán, que siempre me regalaba algo cuando nos visitaba. Eso ocurría cuando yo era un muchachito tímido e introvertido. Ahora que soy… bueno, que soy lo que soy, el hombre de negocios alemán ha descubierto que tiene más inclinación aún a hacerme regalos. Siempre he sentido afecto por él, Marîd. aunque no pueda amarle. Pero estar con él será mucho más agradable que quedarme con Tamiko.

El nombre del caballero es Herr Lutz Seipolt. Vive en una casa magnífica, al otro lado de la ciudad, tendrás que decirle al conductor que te lleve (lo he copiado para ti) a Bayt el—Simsaar el-Almaani Seipolt. Eso te llevará hasta la villa.

Recuerdos a Yasmin y a todos. Visitaré el Budayén cuando pueda, pero creo que disfrutaré haciendo el papel de señora de una hacienda como ésa, durante un tiempo al menos. Estoy segura de que tú, sobre todo, Marîd, lo entenderás: los negocios son los negocios, mush hayk (¡Apuesto a que pensabas que nunca aprendería una sola palabra de árabe!) Con mucho amor,

Nikki


Cuando acabé de leer la carta, suspiré y se la di a Yasmin. Había olvidado que ella no entendía ni una palabra de francés, de modo que se la traduje.

—Espero que sea feliz —comentó mientras yo doblaba la carta.

—¿Custodiada por un viejo bratwurst alemán? ¿Nikki? La conoces. Necesita acción tanto como yo. o como tú. Volverá. Creo que ahora toca la hora del querido papá en el espectáculo de la princesa Nikki.

Yasmin sonrió.

—Volverá, estoy de acuerdo, pero a su tiempo. Y le hará pagar a ese viejo bratwurst cada minuto.

Los dos sonreímos. El camarero llegó con la bebida de Yasmin y pedimos la comida.

Una vez que hubimos acabado, nos tomamos una última copa de champán.

—Vaya día el de ayer —murmuré, pensativo—; ahora, todo vuelve a ser normal. Tengo mi dinero, excepto los mil kiam de intereses. Cuando salgamos de aquí, quiero encontrar a Abdulay y pagarle.

—Pero aun así —dijo ella—, no todo ha vuelto a la normalidad. Tami sigue muerta.

Mostré mi desagrado.

—Es problema de Okking. Si quiere mi consejo de experto, ya sabe dónde encontrarme.

—¿De verdad vas a volver a hablar con Devi y Selima para saber porqué te golpearon?

—Puedes apostarte tus lindas tetas de plástico a que sí. Y será mejor que las «hermanas» tuvieran un maldito buen motivo.

—Debe de tener algo que ver con Nikki.

Yo estaba de acuerdo con ella, aunque no podía imaginarme qué ocurría.

—Ah —dije —, pasemos por el club de Chiriga. Le debo las provisiones que me prestó anoche.

Yasmin me echó una mirada por encima de su copa de champán.

—Me parece que iremos tarde a casa —exclamó con dulzura.

—Y cuando lleguemos a casa, tendremos suerte sí encontramos la cama.

Yasmin hizo un gesto de borracho.

—Joder con la cama —dijo.

—No —contesté —, tengo mejores propósitos.

Yasmin lanzó una tímida risa, como si nuestra relación estuviera comenzando aún desde la primera noche que pasamos juntos.

—¿Qué moddy quieres que use esta noche? —me preguntó.

Suspiré, cautivado por su adorable, sereno y natural encanto. Era como si la viera de nuevo por primera vez.

—No quiero que utilices ningún moddy —repuse tranquilamente—, deseo hacer el amor «contigo».

—Oh, Marîd —dijo.

Apretó mi mano y así nos quedamos, mirándonos a los ojos mientras aspirábamos el perfume del dulce olivo y escuchábamos el canto de los petirrojos y los ruiseñores. El momento fue casi eterno… y, entonces… , recordé que Abdulay me esperaba. Era mejor no olvidarle. Un proverbio árabe dice que el error de un hombre listo es igual que los errores de mil locos.

Sin embargo, antes de salir del café, Yasmin quiso consultar el libro. Le dije que el Corán no me reconfortaba demasiado.

—No me refiero al Libro, la mención sabia de Dios —dijo—. Hablo del «libro».

Sacó un aparato del tamaño de un paquete de cigarrillos. Era su 7 Ching electrónico.

—Aquí —dijo, y me lo ofreció—, enciéndelo y pulsa la H.

Tampoco tengo mucha fe en el I Ching, pero a Yasmin le fascina el destino, la palabra oculta, el momento y todo eso. Hice lo que me indicaba. Cuando presioné la pequeña tecla cuadrada y blanca de la H, el pequeño ordenador emitió una melodía aguda y tintineante y una indeleble voz de mujer dijo: «Hexagrama dieciocho. Ku. El trabajo en lo que ha sido echado a perder. Cambios en la quinta y sexta líneas».

—Ahora, pulsa la D, de Dictamen —me indicó Yasmin.

Lo hice. El ordenador repitió su maldita cancioncilla una y otra vez, y dijo: «Dictamen:


El esfuerzo en lo echado a perder proporciona grandes éxitos. Es provechoso atravesar las grandes aguas. Prestar atención tres días antes del comienzo. Prestar atención tres días antes de la terminación.


»Lo que ha sido echado a perder puede ser subsanado mediante el esfuerzo. No temas el peligro… al cruzar las grandes aguas. El éxito depende de la reflexión; sé precavido antes del comienzo. El retorno a la ruina debe ser evitado; sé precavido antes de terminarlo.

»El noble arrastra a la gente, de quien fortalece el espíritu».

Miré a Yasmin.

—Espero que deduzcas algo de todo esto —dije—, porque no significa nada para mí.

—Oh, sí —repuso ella con voz susurrante—. Ahora, sigue. Pulsa la l de líneas.

Así lo hice. La espantosa máquina continuó: «Un seis en el quinto puesto significa:

Rectificar lo que el padre ha echado a perder. Uno cosecha elogios.

»Un nueve arriba significa:


No está al servicio de reyes y príncipes. Se propone metas más elevadas».


—¿De quién me hablas, Yasmin? —pregunté.

—De ti, querido, ¿de quién si no?

—Y ahora, ¿qué hago?

—Verás que las líneas cambiantes convierten el hexagrama en otro. Pulsa la c de cambio.

«Hexagrama cuarenta y siete. Kun. Opresión.»

Pulsé la D.

«Dictamen:


Opresión. Éxito. Perseverancia.

El gran hombre obra ventura.

Ningún defecto.

Cuando uno tiene algo que decir, no es escuchado.


»El gran hombre permanece sereno ante la adversidad, y esta serenidad fundamenta éxitos posteriores. Es la constancia, más fuerte que el destino. Debe aceptar que, durante un tiempo, él no será garantía de poder, y su consejo se ignorará. En épocas de adversidad, es importante mantener la serenidad y hablar lo menos posible.

»Si uno es débil en la adversidad, permanece junto a un árbol sin frutos, y cae más profundamente en la desesperación. Es una decepción interna que debe superar a cualquier precio. » Que así sea, el oráculo había hablado.

—¿Podemos irnos ahora? —pregunté, quejumbroso. Yasmin parecía en un ensueño, en otra dimensión china. —Estás destinado a grandes cosas, Marîd —murmuró.

—De acuerdo, pero lo importante es si esta caja parlante puede adivinar mi peso. ¿Qué ves de bueno?

Yo nunca he tenido el buen juicio para saber cuándo estaba siendo aconsejado por un libro.

—Debes encontrar algo en lo que creer —dijo con seriedad.

—Mira, Yasmin, lo intento. De verdad, lo hago. ¿Era algún tipo de predicción? ¿Estaba interpretando mi futuro?

Su ceño se frunció.

—No es una predicción verdadera, Marîd. Se trata de una especie de eco del «momento» del que formamos parte. Debido a quién eres, qué piensas, qué sientes, qué has hecho y qué planeas hacer, sólo podía salirte el hexagrama dieciocho, con los cambios en esas dos líneas precisamente. Si lo haces de nuevo, justo en este mismo segundo, obtendrás una lectura diferente, un hexagrama diferente, porque el primero ha cambiado el «momento» y el modelo es diferente.

—Sincronismo, ¿no? —dije.

Parecía turbada.

—Algo así.

Despedí a Ahmed con la nota y un montón de kiam. Era una tarde calurosa, lujosa y seca, y se convertiría en una hermosa noche. Me levanté y me desperecé.

—Busquemos a Abdulay —dije—. Los negocios son los negocios, maldición.

—¿Y después? —sonrió ella.

—La acción es la acción.

La agarré de la mano y empezamos a andar por la «Calle», hacia la tienda de Hassan.

El guapo muchacho americano seguía sentado en su taburete, todavía mirando a las musarañas. Me pregunté si en verdad tendría pensamientos o si era algún tipo de personaje con un circuito electrónico que sólo cobraba vida cuando alguien se aproximaba o escuchaba el sonido de unos cuantos kiam. Nos miró, sonrió y volvió a hacernos una pregunta en inglés. Quizá muchos de los clientes de Hassan hablaban inglés, aunque lo dudo. No era lugar para turistas, no se trataba de esa clase de tienda de recuerdos. El chaval debía de ser tonto, incapaz de hablar árabe y sin un daddy de idiomas. Debía de estar desvalido; es decir, dependiente, de Hassan, para muchas cosas.

Yo sabía un poco de inglés elemental; si me hablaban despacio, entendía unas pocas palabras. Podía decir: «¿Dónde está el lavabo?» y «Una “Big Mac” con patatas fritas» y «Jódete», pero ése era todo mi vocabulario. Miré al chico y él me miró a mí. Esbozó una tranquila sonrisa. Creo que yo le gustaba.

— ¿Dónde está Abdulay? —le pregunté en inglés.

El chico pestañeó y farfulló una respuesta indescifrable. Moví la cabeza para darle a entender que no había comprendido ni una palabra. Se encogió de hombros. Lo intentó en otro idioma, español, creo. Negué con la cabeza de nuevo.

—¿Dónde está el sahib Hassan? —le pregunté.

El muchacho sonrió y farfulló otra retahíla de palabras de sonido áspero, pero señaló a la cortina. Fantástico, estábamos comunicándonos.

—Shukran —dije, conduciendo a Yasmin hacia la trastienda.

—De nada —repuso el chico en inglés.

Eso me chocó. El sabía que le había dicho «gracias» en árabe, pero no sabía cómo responder «De nada» en el mismo idioma. ¡Qué muchacho tan estúpido! El teniente Okking le encontraría cualquier noche en un callejón. O le encontraría yo, con la suerte que tengo.

Hassan estaba en el almacén e inspeccionaba el embalaje de unas mercancías. Las cajas estaban dirigidas a él en escritura árabe, pero había otras palabras estarcidas en algún idioma europeo. Las cajas podían contener cualquier cosa, desde pistolas automáticas hasta cabezas reducidas. A Hassan le daba igual lo que compraba y vendía, con tal de conseguir algún beneficio. Era el ideal platónico del mercader hábil.

A través de la cortina, oyó que nos acercábamos, y me saludó como a un hijo pródigo. Me abrazó y me preguntó:

—¿Te sientes mejor hoy?

—Gracias a Alá —contesté.

Su mirada paseaba de mí a Yasmin y de Yasmin a mí. Creo que le sonaba de la «Calle», aunque supongo que no la conocía personalmente. No vi necesidad de presentársela. Era un acto contrario a la etiqueta, pero tolerado en ciertas ocasiones. Y determiné que ésa era una de tales ocasiones. Hassan alargó una mano.

—¡Venid, tomad un café conmigo!

—Que tu mesa sea eterna, Hassan; pero acabamos de comer y tengo prisa por encontrar a Abdulay. Estoy en deuda con él, ¿recuerdas?

—Sí, sí, lo recuerdo muy bien. —Hassan frunció el ceño—. Mi querido e inteligente Marîd, hace horas que no veo a Abdulay. Creo que estará divirtiéndose en algún sitio.

El tono de Hassan implicaba que la diversión de Abdulay consistía en alguno de sus vicios.

—Sin embargo, ahora tengo el dinero y quiero cumplir mi palabra.

Hassan reflexionó un instante sobre el problema.

—Por supuesto, ya sabes que una parte de ese dinero me será pagada, indirectamente a mí.

—Sí, oh, sapientísimo.

—Pues déjame todo el dinero a mí, y yo le daré su parte a Abdulay en cuanto le vea.

—Excelente idea, pero preferiría que Abdulay me extendiera un recibo. Tu integridad está fuera de toda duda, pero Abdulay y yo no nos apreciamos de la misma manera que tú y yo.

A Hassan no le sentó demasiado bien, pero no podía ponerme objeción alguna.

—Creo que hallarás a Abdulay detrás de la puerta de hierro.

Nos volvió la espalda con rudeza y continuó con su trabajo.

—Tu acompañante debe quedarse aquí —dijo sin volver el rostro hacia nosotros.

Miré a Yasmin, que se encogió de hombros. Atravesé el almacén rápidamente, entré en el callejón y llamé a la puerta de hierro. Esperé unos segundos mientras alguien me identificaba desde algún lugar. La puerta se abrió. Apareció un viejo con barba, alto y cadavérico, llamado Karim.

—¿Qué desea? —me preguntó, rudo.

—Paz, oh, caíd, he venido a pagar mi deuda con Abdulay Abu-Zayd. La puerta se cerró. Un momento después, Abdulay la abría. —Dámelo. Lo necesito ahora.

Por encima de su hombro pude ver a varios hombres entregados a un animado juego.

—Aquí está todo, Abdulay —dije—, pero has de extenderme un recibo. No quiero que vayas por ahí diciendo que no te he pagado.

Parecía enfadado.

—¿Crees que yo haría tal cosa?

Le devolví una mirada feroz.

—El recibo. Después, te daré tu dinero.

Me llamó un par de asquerosos insultos y se metió en la habitación. Garabateó el recibo y me lo enseñó.

—Dame los mil quinientos kiam —dijo refunfuñando.

—Primero quiero el recibo.

—¡Dame el maldito dinero, macarra!

Durante unos segundos pensé en darle un buen golpe en la nariz con el dorso de la mano y partírsela. Fue una imagen deliciosa.

—¡Mierda, Abdulay! Trae aquí a Karim. ¡Karim! —grité. Cuando el viejo de barbas blancas volvió, le dije:

—Voy a darte un dinero, Karim, y Abdulay te dará ese pedazo de papel que tiene en la mano. Tú le entregarás el dinero a él y el papel a mí.

Karim titubeó, como si la transacción fuera demasiado complicada para él. Después, aceptó. El intercambio se realizó en silencio. Me di la vuelta y regresé por el callejón.

—¡Hijo de puta! —gritó Abdulay.

Sonreí. Ése es un insulto gravísimo en el mundo musulmán, pero como era cierto, nunca me ofendía demasiado. Tal vez fuera por Yasmin y nuestros planes para esa noche, pero dejé que Abdulay abusara más allá de mis límites habituales. Me prometí que pronto ajustaríamos cuentas. En el Budayén no es conveniente que te crean alguien que se somete con mansedumbre a la insolencia y la intimidación.

—Ya puedes pedirle tu parte a Abdulay, Hassan —dije mientras pasaba por el almacén y me dirigía hacia Yasmin—. Es mejor que te des prisa, creo que está perdiendo mucho.

Hassan asintió, pero no me respondió.

—Me alegro de que todo esté solucionado —dijo Yasmin.

—No más que yo.

Doblé el recibo y me lo guardé en el bolsillo del pantalón.

Fuimos al club de Chiri y esperamos a que terminase de servir a tres jóvenes, con uniformes de la Marina calabresa.

—Chiri —dije—, no podemos quedarnos mucho rato, pero quería darte esto.

Conté setenta y cinco kiam y los dejé sobre la barra. Chiri no hizo el más mínimo movimiento hacia el dinero.

—Yasmin, estás preciosa, cielo. Marîd, ¿qué es esto? ¿Las provisiones de anoche?

Asentí.

—Ya sé que te importa mantener tu palabra, pagar tus deudas y toda esa historia del honor. Pero no voy a cobrarte los precios de la «Calle». Guárdate algo. Sonreí.

—Chiri, te arriesgas a ofender a un musulmán. Ella rió.

—Musulmán, mi culo negro. Pues os invito a una copa. Esta noche hay mucho movimiento, un montón de dinero fácil. Las chicas están de buen humor y yo también.

—Tenemos una celebración, Chiri —dijo Yasmin.

Intercambiaron una especie de señal secreta, quizá ese tipo de velada transferencia de conocimiento acompaña a la operación de cambio de sexo. Fuera como fuese, Chiri lo entendió. Tomamos las copas que nos ofreció y nos levantamos para irnos.

—Que paséis una buena noche —nos deseó.

Los setenta y cinco kiam habían desaparecido hacía ya tiempo. No recuerdo haber visto lo que les sucedió.

Kwa herí —dije cuando nos íbamos.

Kwa heríniya kuonana —repuso ella, y luego—: Muy bien, ¿cuál de vosotras, perezosas putas de culo gordo, se supone que debe estar bailando en el escenario? ¿Kandy? Bien, quítate la jodida ropa y ¡a trabajar!

Chiri parecía contenta. Todo iba bien en el mundo.

—Podemos pasar por casa de Jo-Mama —dijo Yasmin—. Hace semanas que no la veo.

Jo-Mama era una mujer enorme, de casi dos metros, entre ciento cincuenta y doscientos kilos, cuyo cabello cambiaba según cierto ciclo esotérico: rubio, pelirrojo, moreno, negro; después, el marrón oscuro empezaba a crecer y cuando ya lo tenía lo bastante largo, se transformaba en rubio otra vez, como por arte de magia. Era una mujer gruesa y fuerte y nadie ocasionaba problemas en su barra, que se abastecía de marinos mercantes griegos. Jo-Mama no tenía ningún reparo en emplear su pistola o su perforador Solingen y crear una paz general, aunque hubiera de mancharlo todo de sangre. Estoy seguro de que Jo-Mama podría enfrentarse a dos Chirigas a la vez y. al mismo tiempo, preparar tranquilamente un Bloody Mary para un cliente. A Jo-Mama, o le gustabas mucho, o te odiaba a muerte. De hecho, deseabas gustarle. Nos detuvimos, nos saludó a gritos con su característica manera de hablar, rápida y distraída.

—¡Marîd! ¡Yasmin!

Nos dijo algo en griego, olvidando que ninguno de nosotros lo entendía. Hablo menos griego que inglés. Todo lo que sé lo he aprendido fijándome en el club de Jo-Mama: sé pedir ouzo y retsina (unas bebidas), decir kalimera (hola) y puedo llamarle a alguien malaka, que parece ser su insulto favorito (por lo que sé, significa «masturbarse»).

Como pude, le di un abrazo a Jo-Mama. Está tan llena que, probablemente, Yasmin y yo, juntos, no podríamos rodear su cintura. Nos incluyó en la historia que contaba a otro cliente en ese momento.

—… así que Fuad regresa corriendo y me dice: «¡Esa negra puta me la ha jugado!». Ahora, ambos sabemos que nada da tanto miedo a Fuad como ser esquilmado por una negra puta.

Jo-Mama me miró, con expresión interrogadora, y yo asentí. Fuad era ese chico increíblemente flaco que sentía fascinación por las negras putas, cuanto más malas y peligrosas fueran, mejor. Fuad no gustaba a nadie, pero él solía salir a la caza de alguna, y estaba tan desesperado por agradar que salía durante toda la noche, hasta que encontraba a la chica de la que resultaba estar enamorado esa semana.

—Así que le pregunté cómo se las había arreglado esta vez para dejarse engañar, porque pensé que, a esas alturas, él conocía ya todos los trucos. Quiero decir, Dios, ni siquiera Fuad es tan estúpido como Fuad, ya sabéis a lo que me refiero. Dijo: «Es una camarera del Big AFs Old Chicago. Pedí una bebida y cuando me trajo el cambio, había humedecido la bandeja con una esponja y la sostenía en alto, donde yo podía verla. Tuve que alargar el brazo para coger el cambio, y el último billete se quedó pegado a la parte húmeda de la bandeja». Así que le tiré de las orejas. «Fuad, Fuad —le dije —, ése es el truco más viejo del libro. Debes haberlo visto un millón de veces. Recuerdo cuando Zainab te lo hizo el año pasado. » Y el estúpido esqueleto asiente con la cabeza, y el gran bulto de su nuez sube y baja, sube y baja, y me contesta: «Sí, pero las otras veces eran billetes de un kiam. ¡Nadie me lo había hecho con uno de diez!». ¡Como si eso lo cambiara todo!

Jo-Mama empezó a reír, del mismo modo que un volcán comienza a rugir antes de estallar; y cuando rió de veras, la barra se movió y los vasos y las botellas tintinearon mientras nosotros notamos las vibraciones en nuestros taburetes a través de la barra. La risa de Jo-Mama podía ocasionar más daños que alguien lanzando sillas.

—¿Qué deseáis, Marîd? ¿Ouzo y retsina para la joven dama? ¿O una cerveza? Estrujaos el cerebro, no dispongo de toda la noche, tengo un puñado de griegos de Skorpios. Su barco transporta cajas llenas de potentes explosivos para la revolución de Holanda. Les queda un buen trecho de navegación, y se muestran tan nerviosos como una carpa en una convención de gatos; están dejándome seca de bebida. ¿Qué demonios queréis tomar? ¡Maldición! Sacaros una respuesta es como sacarle una propina a un chino.

Se detuvo el tiempo suficiente para que yo pudiera decir unas pocas palabras. Pedí un gin con bingara y lima y Yasmin un Jack Daniels con Coca-cola. Jo-Mama empezó otra historia, yo la observaba como un halcón porque algunas veces empieza historias que cautivan y hacen que te olvides del cambio. A mí nunca me ocurre eso.

—Dame el cambio en billetes de uno, Mama —dije, interrumpiendo su historia y recordándoselo, por si mi cambio se le había ido de la memoria.

Me lanzó una mirada divertida, me devolvió el cambio y le di todo un kiam de propina. Se lo metió en el sostén. Tenía espacio en él para todo el dinero que había visto en mi vida. Terminamos nuestras bebidas después de dos o tres historias más, le dimos un beso de despedida y vagamos «Calle» arriba. Nos paramos en Frenchy y en algunos otros lugares y, cuando llegó la hora de irse a casa, ya estábamos convenientemente colocados.

No intercambiamos ni una palabra, ni siquiera nos detuvimos a encender la luz o ir al baño. Nos desnudamos y nos acostamos muy juntos. Deslicé mis dedos sobre el dorso de sus muslos, le encanta. Ella me rascaba la espalda y el pecho, que es lo que a mí me gusta. Yo tocaba ligeramente su piel con las yemas de los dedos, apenas rozándola, desde su axila, por su brazo, hasta su mano, y luego le acariciaba la palma y los dedos. Recorrí otra vez su brazo hacia abajo, por su costado, y pasé por sus excitantes nalgas. Empecé a rozar sus pliegues más íntimos de igual modo. Oí que emitía suaves sonidos, no se dio cuenta de que sus manos habían quedado debajo de su cuerpo, ella se tocó los senos. Alargué los brazos y la agarré por las muñecas, inmovilizando sus brazos sobre la cama. Abrió los ojos, sorprendida. Emití un suave gruñido, coloqué su pierna derecha alrededor de mi cuerpo, con un poco de rudeza, y le separé la izquierda con la mía. Ella se estremeció con un gemido. Trataba de tocarme pero yo no le soltaba las muñecas, la tenía inmovilizada. Sentí un fuerte, casi cruel sentimiento de control, aunque manifestado del modo más cuidadoso y tierno. Parece una contradicción. Si no habéis sentido lo mismo alguna vez, no puedo explicároslo. Yasmin se entregaba a mí sin palabras, por completo, cuando la tomaba, y con el deseo de que lo hiciera. Le gustaba un poco de violencia de vez en cuando. La fuerza moderada que me permitía, sólo la excitaba más. Entonces entré en ella, y exhalamos juntos un suspiro de placer. Nos movimos despacio, levantó las piernas, abiertas, puso sus rodillas en mis caderas y se apretó contra mí, tanto como pudo, mientras yo la penetraba, tan íntimamente como me era posible. Nos estrechamos así, despacio, y prolongamos cada dulce caricia, cada choque sorpresa de fuerza durante un buen rato. Yasmin y yo nos abrazamos mientras los latidos de nuestros corazones y nuestra respiración se aceleraban. Nos unirnos hasta que nuestros cuerpos se calmaron, y permanecimos abrazados, satisfechos, vivificados por esa nueva declaración de necesidad mutua, de confianza mutua y, sobre todo, de amor mutuo. Supongo que nos separamos y dormimos algún rato, pero a la mañana siguiente, cuando me desperté, nuestras piernas seguían entrelazadas, y la cabeza de Yasmin reposaba sobre mi hombro.

Todo estaba arreglado, vuelto a la normalidad. Tenía el amor de Yasmin, dinero en el bolsillo para unos cuantos meses y acción siempre que la desease. Sonreí con dulzura y, poco a poco, me sumergí en sueños tranquilos.

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