Al llegar al hotel dejé a la rubia en una cómoda silla del vestíbulo. Se llamaba Trudi a secas, me dijo con despreocupación, simplemente. Trudi. Era una amiga íntima de Lutz Seipolt. Llevaba más de una semana en su casa. Les había presentado un amigo común. Esa Trudi era una chica bonita y espectacular, y no podía pedir un hombre más dulce que Seipolt; a pesar de todos esos crímenes e intrigas, él enloquecía a la gente.
Fui a hacer la llamada telefónica, pero no quería hablar con nadie del hotel, sino con Okking. Me dijo que cuidara de Trudi hasta que él pudiera mover su culo gordo. Me desconecté los daddies que llevaba, y volví a ponerme el de alemán; sin él, no hubiera podido decirle a Trudi ni una sola palabra. Entonces aprendí el «Hecho de Importancia Vital 154» sobre los potenciadores especiales que «Papa» me había dado.
En este mundo todo tiene un precio.
¿Veis?, lo sabía. Lo aprendí hace mucho tiempo, en las rodillas de mi madre. Es algo que olvidas y necesitas aprender de nuevo a cada poco rato. Nadie hace nada por nada.
Todo el tiempo que estuve en casa de Seipolt. los daddies controlaban mis hormonas. Cuando volví a la casa para investigar en el escritorio de Seipolt, hubiera debido sentirme indefenso y mareado, al saber que los cuerpos mutilados no llevaban mucho tiempo muertos, al saber que el bastardo de Khan podía estar todavía merodeando por allí. Cuando Trudi gritó: «¿Lutz?», debía haberme provocado un ataque de nervios.
Al desconectarme los daddies supe que no había evitado esas terribles sensaciones, sino que las había relegado. De repente, mi cerebro y mis nervios se liaron en una angustiosa maraña, como una madeja de hilo. No podía desenredar las distintas corrientes emocionales: por un lado, puro y sorprendente horror contenido por los daddies durante unas horas; por otro, furia repentina, dirigida contra Khan por la satánica manera que había elegido de salir del anonimato y hacerme testigo de los resultados de sus infames actos; por otro, dolor físico y cansancio máximo, mientras la fatiga envenenaba mis músculos y me dejaba casi desvalido (el daddy había dicho a mi cerebro y a mi parte carnal que ignorase el agravio y la fatiga y ahora los estaba sufriendo a ambos). Me di cuenta de la terrible sed que tenía y de que empezaba a sentir un poco de hambre. Mi vejiga, a la que el daddy había ordenado no comunicarse con ninguna otra parte de mi cuerpo, se encontraba a punto de estallar. Se estaba vertiendo ACTH en mi cuerpo, y eso hacía que me preocupara aún más. Mis suprarrenales bombeaban epinefrina, y hacían que mi corazón latiera con más rapidez todavía, preparándome para luchar o volar, sin importar que la amenaza hubiera desaparecido hacía rato. Experimentaba la reacción que normalmente hubiera atravesado hace unas tres o cuatro horas, condensada en un sólido y desgarrador flujo de emociones y privaciones.
Volví a conectarme los daddies tan rápido como pude, y el mundo dejó de tambalearse. En un minuto volví a sentirme en calma. Mi respiración se tornó normal, mi corazón se tranquilizó, la sed, el hambre, el odio, el cansancio y la sensación de tener la vejiga llena se esfumaron. Me sentí agradecido, pero supe que sólo lo estaba retrasando; cuando se produjera, sería el fin de todo y, a su lado, la peor resaca de droga que he conocido, parecería un beso fugaz en la oscuridad. Las resacas, ils sont un motherfucker, n’est-ce pas, monsieur?
Me veía obligado a estar de acuerdo.
Mientras regresaba al vestíbulo con Trudi, alguien me llamó. Estaba contento de haberme conectado otra vez los daddies. No me gusta que griten mi nombre en lugares públicos, en especial cuando voy disfrazado.
— ¿Monsieur Audran?
Me di la vuelta y dirigí una gélida mirada a uno de los empleados del hotel.
—Si —dije.
—Han dejado un mensaje para usted en su casillero.
Notaba que tenía problemas con mi galabiyya y mi keffiya. Tenía la impresión de que sólo había europeos en aquel bonito y limpio hotel.
Era moderadamente imposible que alguien hubiera dejado un mensaje para mí por dos razones: la primera, que nadie sabía que me encontraba allí; y la segunda, que me había registrado bajo nombre falso. Quería ver qué necio error había cometido y luego arrojárselo al rostro de los camisas tiesas del hotel. Cogí el mensaje.
Papel de computadora, ¿no?
AUDRAN:
TE HE VISTO EN CASA DE SEIPOLT, PERO NO ERA EL MOMENTO ADECUADO.
LO SIENTO.
TE QUIERO TODO PARA MÍ, SOLO Y TRANQUILO.
NO DESEO QUE NADIE PIENSE QUE SÓLO ERES PARTE DE UN FORTUITO GRUPO DE VÍCTIMAS.
CUANDO ENCUENTREN TU CUERPO, QUIERO ASEGURARME DE QUE SE ENTEREN QUE RECIBISTE UNA ATENCIÓN INDIVIDUAL.
Con injertos o no, las rodillas me fallaban. Doblé la nota y la metí en mi bolsa.
—¿Se encuentra bien, monsieur! —preguntó el empleado.
—La altura — dije—. Siempre me cuesta un poco acostumbrarme.
—Pero si aquí no hay ninguna —dijo perplejo.
—Eso es lo que quiero decir.
Regresé j unto a Trudi.
Me sonrió como si la vida hubiera perdido su valor mientras yo estaba fuera. Me pregunté qué pensaba. Todo «solo y tranquilo». Me sobresalté.
—Siento haber permanecido tanto tiempo fuera —murmuré.
Le hice una pequeña reverencia y me senté a su lado.
—He estado bien —dijo. Se pasó un buen rato cruzando y descruzando sus piernas. De allí a Osaka, todo el mundo debió mirar cómo lo hacía—. ¿Ha hablado con Lutz?
—Sí. Estuvo aquí, pero tenía un asunto urgente que resolver. Algo oficial con el teniente Okking.
—¿Teniente?
—Es el encargado de controlar que no suceda nada malo en el Budayén. ¿Ha oído hablar de esa parte de la ciudad?
Asintió.
—Pero ¿por qué querría el teniente Okking hablar con Lutz? Él no tiene nada que ver con el Budayén, ¿verdad?
Sonreí.
—Perdóneme, querida, pero parece un poco ingenua. Nuestro amigo es un hombre muy ocupado, siempre con mucho trabajo. Dudo que suceda algo en la ciudad que Lutz Seipolt no sepa.
—Me lo imagino.
Todo mentira. Seipolt era un ejecutivo medio, en el mejor de los casos. Estaba claro que no se trataba de Friedlander Bey.
—Ha enviado un coche para nosotros, para que nos encontremos tal y como habíamos planeado. Luego decidiremos qué hacer el resto de la noche.
Su rostro volvió a iluminarse. No se perdería su nuevo vestido y su noche gratis en la ciudad.
—¿Quiere beber algo mientras esperamos? —pregunté.
Así es como pasamos el tiempo hasta que un par de policías de paisano de placa dorada se arrastraron con cansancio por la gruesa alfombra azul hacia nosotros. Me levanté, hice las presentaciones y dejamos a los buenos amigos del vestíbulo del hotel. Continuamos nuestra agradable conversación en el trayecto hacia las inmediaciones de. la comisaría. Subimos la escalera pero el sargento Hajjar me detuvo. Los dos hombres de paisano escoltaron a Trudi a ver a Okking.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hajjar de malos modos.
Estaba comportándose como todo un policía. Sólo para demostrarme que podía hacerlo.
—¿Qué crees que ha sucedido? Xarghis Khan, que buscaba a Seipolt y a tu jefe, ha dado un paso más. Muy concienzudo es ese chico. Si yo fuera Okking, estaría más nervioso que una mierda. Quiero decir que el teniente es todavía un paso sin dar.
—Él lo sabe. Nunca le había visto tan impresionado. Le hice un regalo de treinta o cuarenta paxium. Se tomó un buen puñado para comer —dijo Hajjar sonriendo.
Uno de los policías uniformados salió de la oficina de Okking.
—Audran —dijo, e inclinó la cabeza ante mí.
Era parte del equipo, todos me respetaban.
—Un minuto —me volví hacia Hajjar—. Escucha, quiero echarle un vistazo a lo que saquéis del escritorio y los archivos de Seipolt.
—Me lo imagino —dijo Hajjar—. El teniente se halla demasiado atareado para ocuparse de eso. Me ha ordenado que me encargue de todo. Me aseguraré de que lo veas antes.
—Muy bien. Es importante. Al menos, eso espero.
Entré en el recinto acristalado de Okking justo cuando los dos policías de paisano acompañaban a Trudi fuera. Me sonrió y me dijo:
—Marhaba.
Entonces me di cuenta de que ella hablaba árabe también.
—Siéntate, Audran —dijo Okking, con voz ronca.
Me senté.
—¿Adonde la llevas?
—Vamos a interrogarla en profundidad. Vamos a escudriñar su cerebro a conciencia. Luego, dejaremos que se vaya a su casa, dondequiera que esté.
Eso me pareció buen trabajo de policía. Me pregunté si Trudi estaría en condiciones de irse cuando la hubieran escudriñado. Emplean hipnosis, drogas y estimulación eléctrica del cerebro, lo cual es un poco tortuoso. Eso es lo que tengo entendido.
—Khan se está acercando —dijo Okking—, pero el otro no ha asomado desde lo de Nikki.
—No sé lo que eso significa. Dime, teniente, ¿Trudi no es Khan? Quiero decir, ¿podía haber sido James Bond alguna vez?
Me miró como si yo estuviera loco.
—¿Cómo puedo saberlo? Nunca he visto a Bond en persona, hacíamos los tratos por teléfono, por correo. Tú eres la única persona vivaque lo ha visto cara a cara; por eso no puedo deshacerme de esa molesta sospecha, Audran. Hay algo raro en ti.
¿En mí? Me pareció una desfachatez, sobre todo proviniendo de un agente extranjero que se embolsaba cheques de los nacionalsocialistas. Me molestaba oír que Okking no sería capaz de reconocer a Khan en una rueda de presos, si tuviéramos suerte. No sabía si me mentía, aunque era probable que dijera la verdad. Sabía que se hallaba al principio de la lista, si no el primero, para ser ejecutado. Hablaba en serio cuando me dijo lo de no abandonar la habitación: había instalado un catre en su oficina y sobre la mesa de su despacho se veía una bandeja con alimentos sin acabar.
—Lo único que sabemos seguro es que ambos usan sus moddies no sólo para matar, sino para sembrar el terror. Tu tipo lo está haciendo muy bien —dije. Okking me dirigió una mirada terrible, pero ¡qué demonios!, era la verdad—. Tu tipo ha cambiado de Bond a Khan. El otro sigue siendo el mismo, por lo que yo sé. Espero que el matador de rusos se haya ido a casa. Me gustaría estar seguro, a ciencia cierta, de que ya no tenemos que preocuparnos más por él.
—Sí —dijo Okking.
—¿Le sacaste algo útil a Trudi antes de mandarla abajo? Okking se encogió de hombros y cogió un bocadillo de la bandeja. —Sólo la información habitual. Su nombre y todo eso. —Me gustaría saber cómo se ha enrollado con Seipolt. Okking levantó las cejas.
—Fácil, Audran. Seipolt era el mejor postor de esta semana. Solté un exasperado suspiro.
—Me lo imaginaba, teniente. Me dijo que alguien le había presentado a Seipolt. —Mahmud.
—¿Mahmud? ¿Mi amigo Mahmud? ¿El que solía ser una tía en el club de Jo-Mama antes de cambiarse de sexo?
—Ése.
—¿Qué saca Mahmud de esto?
—Mientras estuviste en el hospital, Mahmud se convirtió en promotor. Tomó el puesto que la muerte de Abdulay dejó vacante.
Mahmud. En un par de zancadas, había pasado de ser una dulce cosita que trabajaba en los clubs griegos, a una pequeña artista de la cama, a un importante promotor de la trata de blancas. Pensé: «¿En dónde, si no es en el Budayén, podía suceder algo así?». Igualdad de oportunidades para todos.
—Tengo que hablar con Mahmud —murmuré.
—Le he avisado. Estará aquí en seguida, en cuanto mis muchachos le encuentren.
—Hazme saber lo que te dice. Okking esbozó una mueca de sonrisa.
—Por supuesto, amigo. ¿No te lo he prometido? ¿No se lo he prometido a «Papa»? ¿Qué más puedo hacer por ti?
Me levanté y me incliné sobre su escritorio.
—Mira, Okking, tú estás acostumbrado a ver trozos de cuerpos esparcidos por las bonitas salas de estar de la gente, pero no te puedes ir sin recogerlos. —Le enseñé mi último mensaje de Khan—. Quiero saber si me puedes dar un arma o algo.
—¿A mí qué cojones me importa? —respondió tranquilamente, casi hipnotizado por la nota de Khan.
Esperé. Me miró y atrajo mi atención. Abrió un cajón de su escritorio y sacó varias armas.
—¿Cuál quieres?
Había un par de pistolas de agujas, otro par de pistolas estáticas, una gran pistola automática de proyectiles. Escogí una pequeña pistola de agujas Smith Wesson y el cañón de la General Electric. Okking puso para mí una caja de cargadores de agujas sobre su cuaderno de notas, doce agujas en cada cargador, cien cargadores en la caja. Los cogí y me los guardé en el bolsillo.
—Gracias —dije.
—¿Te sientes protegido ahora? ¿Te proporcionan un sentimiento de invulnerabilidad?
—¿Te sientes tú invulnerable, Okking?
Su sorna se tambaleó y se quebró.
Al infierno —repuso.
Con la mano me indicó que me fuera. Salí de allí más agradecido que nunca.
Cuando abandonaba el edificio, el cielo se oscurecía por el este. Por toda la ciudad se oía la grabación de los gritos de los muecines desde los minaretes. Había tenido un día muy ocupado. Necesitaba una copa, pero todavía tenía cosas que hacer antes de descansar un poco. Caminé hasta el hotel, subí a mi habitación, me quité la ropa y tomé una ducha. Dejé que el agua caliente golpeara mi cuerpo durante un cuarto de hora. Di vueltas como un cordero en el asador. Me lavé el cabello y me enjaboné la cara durante dos o tres minutos. La barba tenía que desaparecer, era pesado, pero necesario. Yo obraba con astucia, mas el recordatorio de Khan en mi buzón dejaba claro que no con la suficiente. Primero, corté mi largo cabello marrón rojizo.
No me había visto el labio superior desde que era un adolescente, así que las cortas y ásperas pasadas de la navaja de afeitar suscitaron un ápice de arrepentimiento en mí. Pasaron rápido; al cabo de un rato, sentía verdadera curiosidad por ver cómo quedaba. En otros quince minutos, había eliminado mi barba por completo, repasando mi cuello y mi rostro hasta que la piel me escoció y la sangre brotó de los cortes rojos.
Cuando me di cuenta de lo que yo mismo me recordaba, no pude contemplar mi imagen por más tiempo. Me lavé con agua fría y me sequé. Me imaginé haciendo morisquetas burlonas a Friedlander Bey y al resto de los sofisticados indeseables de la ciudad. Luego, tomando el camino de regreso a Argelia y pasando el resto de mi vida allí, viendo morir a las cabras.
Me cepillé el cabello y abrí los paquetes de la tienda de caballeros en el dormitorio. Me vestí despacio, mientras varios pensamientos rondaban por mi mente. Una idea eclipsaba a todas las demás: ocurriera lo que ocurriese, no iba a conectarme un módulo de personalidad otra vez.
Utilizaría cualquier daddy que me resultara útil, pero que sólo potenciaría mi propia personalidad. Ninguna máquina humana pensante, real o de ficción era buena para mí, ninguna se había enfrentado jamás a esta situación, ninguna había estado jamás en el Budayén. Necesitaba mis propios ingenios, no ésos construidos de cualquier manera.
Me sentí bien al hacer esa declaración. Era el compromiso que había buscado desde que «Papa» me dijo por primera vez si permitiría que me modificasen el cerebro. Sonreí. Me quité un peso —insignificante, quizá un cuarto de libra— de encima.
No sabría decir cuánto tiempo me llevó ponerme la corbata. Existían corbatas con prendedor, pero la tienda donde lo había comprado todo desaprobaba su existencia.
Me metí la camisa por dentro del pantalón, me abroché todo, me puse los zapatos y saqué la americana del traje. Me acerqué a mirarme en el espejo. Limpié alguna sangre seca de mi cuello y mi barbilla. Tenía buen aspecto, más veloz que la luz, con dinero en el bolsillo. Ya sabéis lo que quiero decir. El mismo de siempre, pero con ropas excelentes. Eso estaba bien porque mucha gente se fija sólo en la ropa. Lo más importante era que, por primera vez, creía que la pesadilla acabaría pronto. Había recorrido la mayor parte del trayecto de un oscuro túnel y sólo una o dos sombras ocultaban el nacimiento de la luz al final de éste.
Puse el teléfono en mi cinturón y quedaba oculto bajo la chaqueta. Como ocurrencia tardía, deslicé la pequeña pistola de agujas en mi bolsillo, apenas abultaba y pensé: «Más vale prevenir que curar». Mi maliciosa mente me decía: «Más vale prevenir que curar», aunque por la noche era demasiado tarde para escuchar a mi mente, lo había estado haciendo todo el día. Me disponía a bajar al bar del hotel un rato, eso era todo.
Aunque Xarghis Khan conocía mi aspecto, yo no sabía nada de él, excepto que seguramente no se parecería nada a James Bond. Recordé lo que Hassan me había dicho pocas horas antes: «No confíes en nadie».
Ese era el plan, pero ¿resultaba práctico? ¿Se podía pasar todo el día sospechando de todo? ¿En cuánta gente confiaba sin ni siquiera pensar en ello, gente que, de haber querido, podrían haberme asesinado rápida y sencillamente? Yasmin, por ejemplo. A «Medio Hajj» incluso le había invitado a mi apartamento. Todo lo que necesitaba para ser el asesino era el moddy equivocado. Incluso Bill, mi taxista favorito, o Chiri, que poseía la más amplia colección de moddies del Budayén. Me volvería loco si pensaba todo eso.
¿Y si el propio Okking era el asesino cuya pista simulaba seguir? ¿O Hajjar?
¿O Friedlander Bey?
Estaba pensando como el comedor de judías magrebí que todos creían que era. Pasé de todo, salí de la habitación del hotel y bajé en ascensor hasta el bar poco iluminado del entresuelo. No había mucha gente. Para empezar, la ciudad tenía demasiados turistas y ése era un hotel caro y tranquilo. Miré en el bar y vi tres hombres sentados en taburetes, juntos, charlando tranquilamente. A mi derecha había cuatro grupos más, la mayoría de hombres, sentados a las mesas. La grabación de música europea o americana sonaba con poco volumen. El tema del bar parecía expresado en las macetas de helechos y las paredes de estuco pintadas de color pastel y anaranjado. Cuando el camarero dirigió su vista hacia mí, le pedí una ginebra y bingara. Lo preparó como a mí me gustaba, la lima debajo. Un punto para los cosmopolitas.
Me trajeron mi bebida y la pagué. Bebí mientras me preguntaba por qué pensaba que el sentarme allí me ayudaría a resolver mis problemas. Entonces, ella se me acercó, con una lenta cadencia inhumana al moverse, como si estuviera medio dormida o drogada. Algo que su sonrisa o su lenguaje no demostraba.
¿Te importa si me siento contigo?
Por supuesto que no.
Le sonreí, amable, mas mi pensamiento se hallaba ocupado en otras cuestiones.
Le dijo al camarero que quería un schnapps de menta. Tendría que pagar quince kiam por él. Esperé hasta que lo terminara, pagué y ella me lo agradeció con otra lánguida sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
Ella arrugó la nariz.
—¿A qué te refieres?
—Después de todo el día contestando preguntas de los hombres del teniente.
—Ah, fueron tan amables como pudieron. No dije nada en unos segundos.
—¿Cómo me has encontrado?
—Bueno… —Hizo un gesto impreciso—. Sabía que estabas aquí. Esta tarde me trajiste aquí. Y tu nombre… —Nunca te dije mi nombre. —… lo oí a los policías.
—¿Y me has reconocido pese a que no tengo el mismo aspecto que cuando me encontraste? ¿A pesar de que nunca he usado estas ropas antes y me he afeitado la barba?
Me ofreció una de esas sonrisas que dicen que los hombres son unos locos.
—¿No te alegras de verme? —me preguntó, con aquel destello de sentimientos heridos que a Trudi le salían tan bien.
Volví con mi ginebra.
—Una de las razones por la que he bajado al bar era la posibilidad de encontrarte.
—Aquí me tienes.
—Eso siempre lo tengo presente —dije—. ¿Me disculpas un momento? Te llevo un par de bebidas de ventaja.
—Sí, no te preocupes. —Gracias.
Fui al lavabo de caballeros, me metí en uno y descolgué mi teléfono. Di el número de Okking. Una voz que no reconocí me dijo que estaba en su oficina, durmiendo, y que tenía órdenes de no despertarle si no se trataba de una emergencia. ¿Era una emergencia? Le dije que no lo creía, pero que le volvería a llamar si lo fuera. Pregunté por Hajjar. pero se encontraba fuera, en una investigación. Me dieron el número de Hajjar y le llamé.
Dejó sonar su teléfono un rato. Me pregunté si de verdad estaba investigando o tomando el aire.
—¿Qué pasa? —gruñó.
—¿Hajjar? Pareces sin aliento. ¿Rebajando peso o algo parecido?
—¿Quién es? ¿Cómo me has…?
—Audran. Okking está durmiendo. Oye, ¿qué habéis averiguado de la rubia de Seipolt?
El teléfono permaneció silencioso durante unos segundos; luego, la voz de Hajjar regresó, un poco más amistosa:
—¿Trudi? La golpeamos, la escudriñamos tan a fondo como pudimos y revolvimos en su memoria. No sabía nada. Eso nos preocupó, así que la interrogamos por segunda vez. Nadie sabría tan poco como ella y continuaría con vida. Pero está limpia. Audran. He conocido palos que aguantan su vela mejor que ella, pero todo lo que sabe de Seipolt es su nombre de pila.
—Entonces, ¿por qué está viva, y Seipolt y los otros no?
El asesino no sabía que estaba allí. Xarghis Khan la habría jodido viva y luego la habría matado quizá. Según parece, nuestra Trudi se hallaba durmiendo la siesta en su. habitación después de comer. No recuerda si cerró con llave. Está viva porque sólo había estado allí tres días y no forma parte del personal de la casa.
¿Cómo reaccionó ante las noticias?
Le contamos los hechos y sacó fuera todo el espanto. Fue como silo leyese en los periódicos.
Alabado sea Alá. los policías sois encantadores. ¿Has puesto a alguien tras ella?
¿Ves a alguien? Eso me sorprendió.
¿Por qué estás tan seguro de que estoy con ella?
—¿Por qué si no me preguntarías por ella a estas horas de la noche? Está limpia, mamón, por lo que a nosotros respecta. En cuanto a todo lo demás, bueno, no le hemos hecho un análisis de sangre, así que a tu aire.
La comunicación se cortó.
Hice una mueca, colgué el teléfono en mi cinturón y regresé al bar. Pasé el resto de la ginebra con tónica buscando la sombra de Trudi, pero no vi ninguna posible candidata. Salimos a comer algo para darme la oportunidad de calmar mi mente. Al final de la cena, me aseguré de que nadie nos seguía ni a Trudi ni a mí. Volvimos al bar, tomamos algunas copas y empezamos a conocernos mejor. Ella decidió que nos conocíamos lo bastante bien justo antes de la medianoche.
—Hay un poco de ruido aquí, ¿no crees? —dijo.
Asentí, solemnemente. Sólo quedaban otras tres personas en la barra, incluyendo el tocho de madera que nos preparaba las bebidas. Había llegado el momento de que Trudi o yo empezáramos a decir estupideces y ella se me adelantó. Estuvo bien olvidar mi precaución y, de paso, darle una lección a Yasmin. Estaba un poco bebido, deprimido y solo… , Trudi era una muchacha dulce de verdad y muy atractiva, ¿qué más podía pedir?
Cuando subimos la escalera, Trudi me sonrió y me besó, despacio y profundamente, como si la mañana no fuera a llegar hasta después de comer. Luego me dijo que era su turno para usar el cuarto de baño. Esperé cerca de la puerta y llamé a recepción para asegurarme de que me despertasen a las siete de la mañana. Saqué la pequeña pistola de agujas, quité la colcha y escondí el arma con rapidez. Trudi salió del cuarto de baño con el vestido desabrochado. Me sonrió, con una sonrisa indolente y sagaz. Mientras se acercaba, mi único pensamiento se centraba en que ésa era la primera ve/ que dormía con una pistola bajo la almohada.
—¿Qué piensas? —preguntó.
—Oh, que no estás mal para ser una mujer de verdad.
—¿No te gustan las mujeres de verdad? —me susurró al oído. —Hace tiempo que no estoy con una.
—¿Te gustan más los juguetes? —murmuró, pero no había espacio para discusiones.