Era uno de esos raros momentos de felicidad compartida, de satisfacción total. Esperábamos que lo ya maravilloso no hiciera más que mejorar con el paso del tiempo. Esos momentos son los más raros y frágiles del mundo. Debes apresar el día; no olvidar todas las vilezas y porquerías que has soportado para conseguir esta paz. Debes acordarte de disfrutar cada minuto, cada hora, porque, aunque creas que va a durar siempre, el mundo tiene otros planes. Quieres agradecer cada segundo precioso, pero, simplemente, no puedes hacerlo. Vivir la vida al máximo no es propio de la naturaleza humana. ¿No habéis notado que cantidades de dolor y alegría iguales parecen tener la misma duración? El dolor se prolonga hasta que te preguntas si la vida volverá a ser soportable de nuevo. Sin embargo, el placer, una vez alcanza su culminación, se agosta con más rapidez que una gardenia pisoteada, y tu memoria busca la dulce fragancia en vano.
Yasmin y yo hicimos el amor al despertarnos, esta vez de costado, con su espalda vuelta hacia mí. Al terminar, nos estrechamos en un abrazo; pero sólo por breves instantes porque Yasmin quería vivir la vida al máximo otra vez. Le recordé que tampoco eso es propio de la naturaleza humana, al menos por lo que a mí respecta. Yo quería disfrutar un poco más la fragancia de la gardenia, todavía fresca en mi mente. Yasmin deseaba otra gardenia. Le pedí que esperara un par de minutos.
—Sí — dijo—, mañana, con los albaricoques.
Era el equivalente levantino a «Cuando las gallinas críen pelo».
Me hubiera gustado abrazarla hasta que pidiera compasión, pero mi carne estaba débil todavía.
—Ésta es la parte que llaman el crepúsculo —dije—. La gente sensual y voluptuosa como yo la valora tanto como el propio abrazo.
—Jódete, tío —exclamó—, estás envejeciendo.
Sabía que no lo decía en serio, sólo se burlaba de mí, o lo intentaba, al menos. En realidad, mi débil carne empezaba a revitalizarse de nuevo y ya estaba casi a punto de proclamar mi duradera juventud cuando llamaron a la puerta.
—Oh, oh, aquí está tu sorpresa —dije.
Para ser un solitario, estaba teniendo un montón de visitas últimamente.
—Me pregunto quién será. Ya no debes dinero a nadie. Me enfundé los téjanos.
—Entonces, es alguien que viene a pedir dinero prestado —dije. Y me dirigí hacia la mirilla de la puerta.
—¿A ti? Tú no darías un fíq de cobre a un mendigo que conociera el secreto del universo.
Mientras iba hacia la puerta, miré a Yasmin.
—El universo no tiene secretos —repuse, cínico—, sólo mentiras y engaños.
Mi indulgente humor se desvaneció en décimas de segundo cuando di una ojeada a través de la mirilla.
¡Hija de puta! —exclamé entre dientes. Volví a la cama —. Yasmin —dije con dulzura—, dame tu bolso.
—¿Por qué? ¿Quién es?
Buscó su bolso y me lo pasó. Sabía que siempre llevaba una pistola como protección. Yo nunca voy armado. Me paseaba solo y sin armas entre los criminales del Budayén, porque yo era especial, libre, orgulloso y estúpido. Me hacía esas ilusiones, y vivía en una especie de falacia romántica. No era más excéntrico que la mayoría de los locos de atar. Así el arma y regresé junto a la puerta. Yasmin me observaba, nerviosa y en silencio.
Abrí la puerta. Era Selima. Le apoyé el cañón del arma entre los dos ojos…
—Qué alegría verte —dije —, entra. Hay algo que deseaba preguntarte.
—No vas a necesitar el arma. Marîd —aseguró Selima.
No hice caso. Pareció molesta al ver a Yasmin y, en vano, buscó algún lugar donde sentarse. Observé que estaba terriblemente incómoda y muy preocupada por algo.
—De modo que querías dar los últimos coletazos antes de que alguien os liquide como a Tami —dije, cruel.
Selima se enfureció, se volvió y me abofeteó. Me lo había ganado.
—Siéntate en la cama, Selima. Yasmin te hará sitio. En cuanto al arma, debí tenerla a mano cuando tú y tus amigas irrumpisteis aquí esa mañana con semejante estruendo. ¿O es que ya se te ha olvidado?
—Marîd —dijo, humedeciéndose sus brillantes labios rojos—, siento lo que pasó. Fue un error.
—Ah, bueno, eso lo arregla todo.
Miré a Yasmin taparse con la sábana y apartarse de Selima tan lejos como pudo, apoyando la espalda en el rincón, con las rodillas dobladas. Los inmensos senos de Selima eran el distintivo de las «hermanas Viudas Negras»; por lo demás, apenas tenía modificaciones. Resultaba más bonita que la mayoría de los transexuales. Tamiko se había convertido en una caricatura de la modesta y recatada geisha. Devi había acentuado su herencia del este de la India, y completado con una marca de casta en su frente, a la que no tenía derecho, y cuando no trabajaba, vestía un sari de seda de vivos colores, bordado en oro. Por el contrario, Selima llevaba el velo y la capa con capucha, una sutil fragancia y tenía los modales de una mujer musulmana de clase media de la ciudad. No estoy seguro, pero creo que era religiosa. No puedo imaginar cómo compaginaba sus robos y su violencia habitual con las enseñanzas del Profeta, quizá las oraciones y la paz la ayudasen. No soy el único loco iluso del Budayén.
—Por favor, Marîd, deja que te explique…
Nunca había visto a Selima, ni a ninguna de sus «hermanas», en un estado tan próximo al pánico.
—¿Sabes que Nikki se ha ido de casa de Tami?
Asentí.
—No creo que se fuera por su gusto. Pienso que alguien la obligó.
—Eso no es lo que tengo entendido. Me escribió una carta en la que se refería a un tipo alemán, y me hablaba de lo maravillosa que iba a ser su vida, el pez había mordido el anzuelo e iba a pasárselo bien con él, y con todo lo que tenía.
—Todos hemos recibido la misma carta. Marîd, ¿no has notado nada sospechoso en ella? Es posible que no conozcas la caligrafía de Nikki tan bien como yo. Puede que no prestaras atención a las palabras que emplea en ella. Algunos indicios en la carta nos hacen pensar que trataba de decir algo entre líneas. Creo que alguien hizo que escribiera esas cartas para que nadie se extrañara de su desaparición. Nikki es diestra y las cartas están escritas con la mano izquierda. La letra era desastrosa, nada parecida a la suya habitual. Escribió nuestras notas en francés, aunque sabe perfectamente que ninguna de nosotras entiende ese idioma. Ella habla inglés, y tanto Devi como Tami lo leen, es el idioma que hablaban entre ellas. Nunca nos mencionó a ese viejo alemán amigo de su familia. Ese hombre pudo haber existido cuando era más joven, pero el modo en que se llamaba a sí misma «joven e introvertido muchachito»… , bueno, eso no hace más que acentuar el mal palpito que la carta nos ha causado. Nikki contaba muchas historias de su vida antes de someterse al cambio. Era reservada en algunos aspectos —de dónde era en realidad, y detalles por el estilo—; pero siempre se reía de lo terrible que había sido. Quería parecerse a nosotras y por eso sacaba esos relatos biográficos de sus travesuras a relucir. No era ni tímida ni introvertida. Marîd, esa carta apesta desde el comienzo hasta el final.
Dejé caer mi mano con la pistola. Lo que Selima acababa de explicar tenía sentido, ahora que lo pensaba.
—Por eso estás tan preocupada —murmuré, pensativo—. Crees que Nikki se encuentra en algún apuro.
—Sí, lo creo —dijo Selima—; pero no estoy tan asustada por eso. Marîd, Devi está muerta. Asesinada.
Cerré los ojos y lancé un gemido. Yasmin emitió un sonoro resuello y pronunció otra fórmula supersticiosa —«Lejos de ti»— para protegernos del mal que acababa de ser mencionado. Me sentí cansado, como si una sobredosis de noticias escalofriantes me impidiera reaccionar del modo adecuado.
—No me lo digas, deja que lo adivine, igual que Tami. Marcas de quemaduras, señales en las muñecas, jodida por todas partes, estrangulada y degollada. Y crees que alguien va detrás de vosotras tres, y que tú eres la próxima.
Me quedé atónito ante su respuesta.
—No, te equivocas. La encontré en su cama, como si durmiera plácidamente. Le habían disparado, Marîd, con un arma antigua, de las que usaban balas de metal. El agujero de la bala estaba centrado exactamente en su marca de casta, sin signos de lucha o de otras cosas. El apartamento no aparecía revuelto. Sólo Devi. Una parte de su rostro estaba desfigurada y había manchas de sangre en las sábanas y las paredes. Me largué. Nunca había visto nada parecido. Esas viejas armas son tan sangrientas y brutales…
Y lo decía una mujer que había partido tantas caras.
—Apuesto a que a nadie le han disparado una bala desde hace cincuenta años.
Era obvio que Selima no sabía nada de mi ruso… , como quiera que se llamara. Los cadáveres no arman mucho escándalo ni revuelo en el Budayén. No resultan raros allí. Son más bien un inconveniente. Limpiar grandes manchas de sangre de las sedas o del casimir es un trabajo aburrido.
—¿Has llamado a Okking? —pregunté.
Selima asintió.
—No estaba de servicio. El sargento Hajjar vino y me interrogó. Me hubiera gustado que fuese Okking.
Sabía a lo que se refería. Hajjar era el tipo de policía que pasa por mi mente cuando pienso «policía». Se pasea como si llevara un corcho en el culo, busca a los pequeños camorristas y olvida a los peces gordos. Se porta con particular dureza con los árabes que desatienden sus deberes espirituales, personas como yo, y casi todos en el Budayén.
Guardé el arma en el bolso de Yasmin. Mi humor había cambiado por completo. De repente, por primera vez, sentí simpatía por Selima. Yasmin le puso la mano en el hombro en un gesto de consuelo.
—Haré café —dije. Miré a la última de las «Viudas Negras»—. ¿Prefieres un té?
Estaba agradecida por nuestra amabilidad y creo que también por nuestra compañía.
—Té, gracias —dijo, mientras iba tranquilizándose.
Puse la tetera a hervir.
—Dime sólo una cosa: ¿por qué me disteis esa paliza el otro día?
—Que Alá se apiade de mí —murmuró Selima.
Sacó un trozo de papel doblado de su bolso y me lo dio.
—Ésta es la caligrafía de Nikki, aunque resulta evidente que tenía mucha prisa.
Estaba escrita en inglés, garabateada rápidamente en el dorso de un sobre.
—¿Qué dice? —pregunté.
Selima me echó un rápido vistazo y, en seguida, volvió a mirar el papel.
—Dice: «Socorro. Daos prisa. Marîd». Por eso hicimos aquello. Lo entendimos mal. Creímos que eras el responsable del lío en el que ella se había metido. Ahora sé que le habías hecho el favor de negociar su liberación de ese cerdo de Abdulay y que te debía dinero. Quería que te hiciéramos saber que necesitaba ayuda, pero no le dio tiempo a escribir nada más. Probablemente tuvo suerte al poder escribir esto.
Pensé en la paliza que me habían dado, en mis horas de inconsciencia, en el dolor que había sufrido, y aún sufría, en la larga espera de pesadilla en el hospital, en lo enfurecido que estaba con Nikki, en los mil kiam que me había costado… Lo junté todo y traté de olvidarlo. No pude. Todavía sentía una rabia desacostumbrada en mí, pero ahora no tenía a nadie en quien descargarla. Miré a Selima.
—Olvídalo —dije.
No se movió. Pensé que cada uno de los dos pondría algo de su parte; pero entonces recordé con quién estaba tratando.
—Algo no marcha. Y tú lo sabes bien —me recordó—. Todavía estoy preocupada por Nikki.
—Después de todo, la carta que escribió puede ser verdadera —dije, mientras servía té en las tres tazas—. Tus sospechas pueden tener una inocente explicación.
No me creía ni una palabra de las que dije. Sólo lo hice para que Selima se sintiera mejor.
Cogió una taza de té.
—No sé qué hacer ahora —dijo.
—Puede que haya un loco detrás de vosotras tres —sugirió Yasmin—. Tal vez sería mejor que te escondieras durante un tiempo.
—Ya he pensado en ello —dijo Selima.
La teoría de Yasmin no me parecía verosímil. Tamiko y Devi habían sido asesinadas de formas muy distintas. Claro que no descartaba la posibilidad de un asesino con imaginación. Pese a todas esas perogrulladas de los policías sobre el modus operandi de un criminal, no existía razón alguna por la que un asesino no fuese capaz de usar dos técnicas inusitadas. Aunque guardé silencio al respecto.
—Puedes ir a mi apartamento —dijo Yasmin—. Yo me quedaré aquí con Marîd.
Tanto a Selima como a mí nos sorprendió el ofrecimiento de Yasmin.
—Es muy gentil por tu parte —respondió Selima—. Lo pensaré, querida, pero quiero intentar un par de cosas. Ya te diré algo.
—Si mantienes los ojos bien abiertos, no te ocurrirá nada —dije—. No hagas ningún negocio en dos días y no te mezcles con extraños.
Selima asintió. Me dio su té, que ni siquiera había probado.
—He de irme —dijo—. Espero que ahora todo esté arreglado entre nosotros.
—Tienes cosas más importantes de las que preocuparte, Selima. Nunca habíamos estado muy unidos antes. Por alguna morbosa razón, puede que esto nos convierta en mejores amigos.
—El precio ha sido demasiado alto —me respondió.
Era muy cierto. Selima había empezado a decir algo, pero se arrepintió. Dio media vuelta y fue hacia la puerta, salió y la cerró tras ella con cuidado.
Yo estaba de pie en la cocina, con las tres tazas de té.
¿Quieres una? —pregunté.
No —dijo Yasmin. —Yo tampoco.
Tiré el té por el fregadero.
—Hay un gran bastardo retorcido suelto, que anda por ahí matando gente —musitó Yasmin—, o lo que es peor, dos cabrones distintos que trabajan en la misma acera de la calle. Casi me da miedo ir a trabajar.
Me senté junto a ella y acaricié su perfumado cabello.
—En el trabajo estarás bien. Haz caso de lo que le he dicho a Selima: No te ligues a ningún tío que no conozcas. Quédate conmigo en lugar de ir a casa sola.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—No puedo traerme a ningún tío aquí, a tu apartamento —dijo.
—Tienes una jodida franqueza. Olvídate de enrollarte a ningún tipo hasta que este asunto esté resuelto y hayan cogido al asesino. Tengo dinero suficiente para mantenernos los dos una temporada.
Puso los brazos alrededor de mi cintura y recostó la cabeza en mi hombro.
—Estás muy bien —dijo.
—Tú también, cuando no roncas como un demonio.
Como represalia, me rascó fuerte la espalda con sus largas uñas, pintadas de color claro. Nos abrazamos sobre la cama y nos divertimos durante media hora.
Desperté a Yasmin a las dos y media, le preparé algo de comer mientras se duchaba y se arreglaba y la insté a que se fuera a trabajar sin que la multasen por llegar tarde. Cincuenta kiam son cincuenta kiam, siempre se lo recordaba. Su respuesta era: «Entonces, ¿por qué preocuparse? Un billete de cincuenta kiam es igual que los otros. Si no me llevo a casa uno, me llevaré otro». No podía hacerle comprender que si se daba un poco más de prisa, podía llevarse los dos a casa.
Me preguntó qué iba a hacer esa tarde. Estaba un poco celosa porque sabía que yo dispondría de dinero las próximas semanas. Me sentaría todo el día en algún café; fanfarronearía y chismorrearía con los amigos de otras bailarinas y con los profesionales. Le dije que tenía que hacer unos recados y que estaría ocupado.
—Voy a ver qué pasa con Nikki —dije.
—¿No crees a Selima? —preguntó Yasmin.
Conozco a Selima desde hace tiempo. Sé que le gusta exagerar estas situaciones. Apuesto a que Nikki está sana y salva con ese tal Seipolt. Selima tenía que inventar alguna historia para dar exotismo y riesgo a su vida.
Yasmin me dirigió una mirada de duda.
—Selima no tiene por qué inventar historias. Su vida es exótica y arriesgada. ¿Cómo se puede exagerar un agujero de bala en la frente? Un muerto es un muerto, Marîd.
Tenía razón en eso; pero no me sentía como para felicitarla en voz alta.
—Ve a trabajar.
La besé y acaricié, y la eché de mi apartamento.
Al fin solo. «Solo» significaba estar mucho más tranquilo que nunca. Creo que hubiese preferido un poco de ruido y gente y excitación a mi alrededor. Mala señal para un solitario. Y todavía peor para un agente solitario, para un tipo duro que vive de la acción y el peligro, la clase de tipo valiente y competente que me gustaba creer que era. Cuando el silencio te produce delirium tremens es cuando descubres que no eres un héroe. Oh. sí, yo conocía a un montón de gente peligrosa de verdad, y había hecho un montón de cosas peligrosas. Estaba metido en el ajo, era uno de los tiburones, y no uno de los peces pequeños, y gozaba del respeto de los otros tiburones. El problema estribaba en que estar todo el día con Yasmin empezaba a ser agradable, pero no se ajustaba al perfil de lobo solitario.
Me dije todo esto mientras me afeitaba el cuello, delante del espejo del cuarto de baño. Intentaba convencerme de algo, pero me costaba. Cuando lo logré, mi conclusión no me satisfizo en absoluto. Yo no había tenido mucho éxito esos últimos días con tres personas muertas a mi alrededor, personas que conocía, personas que no conocía. Si seguía con esa racha, podía poner a Yasmin en peligro.
¡Demonios, y a mí mismo!
Yo había dicho que quizá Selima estaba nerviosa sin motivo. Era una mentira. Mientras Selima me contaba su historia, recordé la breve, y desesperada llamada telefónica: «¿Marîd? Tienes que… ». No había podido asegurar si era Nikki; ahora, sí y me sentía culpable por no haber actuado en consecuencia. Si Nikki resultaba herida del modo que fuese, viviría con esa culpa el resto de mis días.
Me puse una galabiyya de algodón blanco, cubrí mi cabeza con el familiar tocado árabe, la kefiyya blanca que sujeté con una cuerda akal. Me puse unas sandalias. Ahora parecía cualquier pobre, despreciable árabe de la ciudad, un fellahin, es decir, un campesino. Dudo que me haya vestido así más de diez veces en todos los años que he vivido en el Budayén. Siempre me ha gustado la ropa europea, ya en mi juventud en Argelia y después, cuando me marché hacia el este. Ahora no parecía un argelino, quería que me tomasen por un fellah del lugar. Sólo mi barba rojiza desentonaba, pero el alemán no se daría cuenta. Al salir de mi apartamento y caminar por la «Calle» hacia la puerta, no oí mi nombre ni una sola vez, ni sorprendí una mirada de reconocimiento. Pasé entre mis amigos, pero no sabían que era yo porque, habitualmente, no vestía de esa manera. Me sentía invisible, y la invisibilidad me confería cierto poder. Mi incertidumbre de unos momentos antes se había evaporado, reemplazada por mi antigua serenidad. Volvía a ser un tipo peligroso.
Justo al otro lado de la puerta Este se abría el amplio bulevar el-Jamed, enmarcado por una hilera de palmeras a ambos lados. Un espacioso paseo, lleno de distintas variedades de arbustos, separaba el tráfico rodado de una y otra dirección. Cada mes del año había alguna variedad en flor, que llenaban el aire del bulevar de fragantes esencias y distraían la mirada de quienes paseaban con los sorprendentes colores de sus flores: sensuales rosados, ardientes carmesíes, ricos púrpuras, azafranados amarillos, prístinos blancos, azules tan diversos como el mar e incluso más. En los árboles, por encima de la calle, y alojada en los aleros de los tejados, una multitud de pájaros cantores, alondras y tórtolas lanzaba sus trinos al aire. La combinación de tales bellezas incitaba a dar gracias a Alá por aquellos generosos dones. Me detuve un momento en el paseo. Yo salía del Budayén vestido como lo que en realidad era: un árabe con pocos kiam, sin muchos conocimientos y con unas perspectivas bastante limitadas. Me sorprendió la excitación que despertó en mí. Me sentía emparentado con los escurridizos fellahin que me rodeaban, un parentesco que se limitaba, por el momento, a la parte religiosa de la vida cotidiana que había descuidado durante tanto tiempo. Me prometí que muy pronto atendería esas obligaciones, tan pronto como tuviera ocasión; primero debía encontrar a Nikki.
Dos manzanas al norte de la puerta Este del Budayén, en dirección a la mezquita Shimaal, encontré a Bill. Sabía que estaría cerca del barrio amurallado, tras el volante de su taxi, mirando con indolencia, amor, curiosidad y frialdad a la gente que pasaba por la acera. Bill era casi de mi talla, aunque más musculoso. Tenía los brazos llenos de tatuajes verdeazulados, tan viejos que se habían semiborrado y estaban confusos. Nunca supe lo que una vez representaron. Hacía años que no se cortaba el cabello o la barba color arena, muchos años. Parecía un patriarca hebreo. La parte de su piel expuesta al sol mientras conducía por la ciudad se veía quemada, de un rojo intenso, como un cangrejo olvidado en un frasco. En su rostro rojizo, los azules ojos brillaban con una intensidad enfermiza que siempre me obligaba a apartar la mirada. Bill estaba loco, de una locura que él había elegido con tanto cuidado como Yasmin sus marcados y excitantes pómulos.
Conocí a Bill poco después de mi llegada a la ciudad. Hacía años que él había aprendido a convivir con los parias, los miserables y los bribones del Budayén, y me ayudó a integrarme en esa discutible sociedad. Bill había nacido en los Estados Unidos de América —tan viejo era—, en la parte que ahora llamamos Sovereign Desert. Cuando la unión estadounidense se fraccionó en varias recelosas naciones balcanizadas, Bill dio la espalda a su lugar de nacimiento para siempre. No sé cómo se ganó la vida hasta que aprendió lo que ahora hace. Tampoco él lo recuerda. De cualquier modo, consiguió la pasta suficiente para pagarse una única modificación quirúrgica. En lugar de llenar su cerebro de alambres, como hacen muchas almas perdidas del Budayén, Bill prefirió una modificación más sutil, más alarmante. Le extirparon uno de sus pulmones y se lo reemplazaron por una enorme glándula artificial que segrega, a perpetuidad, cierta cantidad de una droga psicodélica de la cuarta generación en su flujo sanguíneo. Bill no recordaba qué droga había pedido; pero, a juzgar por lo abstracto de su lenguaje y la naturaleza de sus alucinaciones, creo que era la ribopropilmetionina, RPM, o acetilato de neocorticina.
La RPM o el acetilato de neocorticina puede comprarse en la calle. No hay mucho mercado de estas drogas. Ambas tienen efectos idénticos a largo plazo. Después de repetidas dosis de estas drogas, comienza una degeneración del sistema nervioso del individuo. Afectan a los centros aglutinantes del cerebro humano que utilizan la acetilcolina, un neuro-transmisor. Estas nuevas drogas psicodélicas atacan y ocupan esos centros de la misma forma que un ejército victorioso se adueña de una ciudad conquistada. No pueden ser eliminadas, ni por las propias defensas naturales del cuerpo, ni por terapia médica alguna. Las experiencias alucinatorias no tienen paralelismo en la historia farmacológica; pero el precio que se paga por ellas resulta exorbitante, desde el punto de vista de la lesión. A la persona que los emplea, se le seca el cerebro, en el sentido literal de la palabra, sinapsis a sinapsis. La condición resultante tiene unos síntomas indiferenciables de un Parkinson o un mal de Alzheimer avanzados. Cuando las drogas empiezan a obstaculizar el sistema nervioso autónomo, su uso continuado es probable que resulte fatal.
Bill no había alcanzado todavía ese estado. Vivía una existencia de ensueño que duraba día y noche. Algunas veces recuerdo como es, cuando tomo una droga psicodélica menos peligrosa y me invade el temor a «no bajar jamás», una ilusión común que empleas para torturarte a ti mismo. Te sientes como si esta vez en especial, esta particular experiencia de una droga, al contrario que las placenteras sensaciones pasadas, te quedes colgado y algo se rompa en tu cabeza. Tiemblas, aterrorizado, mientras te prometes a ti mismo que nunca volverás a tomar otra píldora de ésas, y te enfrentas a las embestidas de tus sueños más negros. Sin embargo, por fin, te recuperas, el efecto de la droga desaparece y, más tarde o más temprano, olvidas lo horrible que fue. Y vuelves a repetirlo. Quizá en esta ocasión tengas más suerte, quizá no.