No había ningún «quizá» para Bill. El nunca «bajaría». Cuando esos momentos de horror absoluto empezaban, no había forma de remediar la ansiedad. Uno no podía decirse que si se colgaba demasiado, volvería a la normalidad por la mañana. Bill jamás volvería a la normalidad. Eso era lo que él quería. Y en cuanto a la muerte, célula a célula, de su sistema nervioso, Bill se encogía de hombros.
—Algún día han de morir, ¿no?
—Sí —respondí, al tiempo que me agarraba, nervioso, al asiento de su taxi mientras éste se precipitaba por estrechas y tortuosas callejas.
Y si se mueren todas al unísono, los demás darán una fiesta en tu funeral. No tendrás nada. Te enterrarán. En cambio, de esta manera, yo podré despedirme de las células de mi cerebro. Han hecho mucho por mí. Adiós, adiós, buen viaje, me alegro de haberos conocido. Me despediré de todas ellas, pequeñas malditas jodidas. Si te mueres como una persona normal, ¡bam! estás muerto, detención violenta de cada maldita parte de ti, azúcar en el depósito, agua en el carburador, parada forzosa… , dispones de un segundo, tal vez dos, para avisar a Dios de tu llegada. Horrible modo de terminar. Vives una existencia violenta que acaban con una muerte violenta. Yo sólo suelto una neurona cada vez. Una noche llegará mi hora, me iré dulcemente. Y a la mierda quien diga que no. Ese mamón de muerto, tío, ¿qué sabe él? Ni siquiera tiene coraje para poner en práctica sus convicciones. Quizá cuando me haya muerto, los demonios no sepan que estoy allí si mantengo la boca cerrada. Tal vez me dejen tranquilo. No quiero que me jodan después de muerto, tío. ¿Cómo puedes protegerte después de muerto? Piénsalo, tío. Me gustaría ponerle las manos encima al tipo que inventó los demonios, tío. ¡Y ellos me llaman loco… !
Yo no tenía ganas de discutir.
Bill me llevó hasta la casa de Seipolt. Siempre iba en el taxi de Bill cuando salía de la ciudad por cualquier motivo. Su locura me distraía de la persistente normalidad de mi entorno, la carencia de caos impuesta en todas partes. Viajar con Bill era como llevar un poco del Budayén conmigo, por seguridad. Como llevarse una botella de oxígeno al profundo y oscuro abismo.
La casa de Seipolt se hallaba lejos de! centro de la ciudad, en el extremo sudeste. Estaba a un paso del reino de las arenas perpetuas, donde las dunas esperaban que nos relajáramos un poco para cubrirnos como cenizas, como polvo. La arena acabaría con todos los conflictos, todos los esfuerzos, todas las esperanzas. Se abalanzaría como un ejército victorioso sobre una ciudad conquistada, y descansaríamos para siempre bajo la arena, en las oscuras profundidades del abismo. La noche señalada llegaría, pero no ahora. No, aquí no, todavía no.
Seipolt velaba por mantener el orden y detener el desierto. Las palmeras se encorvaban en torno a la villa y los jardines florecían porque el agua era obligada a fluir hasta ese inhóspito paraje. Las buganvillas estaban en flor y la brisa perfumaba el aire con seductores aromas. Las puertas de hierro se conservaban en buen estado, pintadas y engrasadas, los largos y sinuosos caminos limpios y rastrillados, las paredes encaladas. Era una magnífica residencia, el hogar de un hombre rico. Un refugio contra la arena al acecho, contra la noche al acecho, que aguardaban con toda paciencia.
Me senté en el asiento posterior del taxi de Bill. Su ingenio se desperdiciaba groseramente y él murmuraba y reía para sí. Me sentí pequeño y necio: la mansión de Seipolt me imponía respeto. ¿Qué iba a decirle a Seipolt? El hombre tenía poder. Yo no podría detener ni siquiera un puñado de arena, aunque lo intentase con toda mi voluntad y rezase a Alá al mismo tiempo.
Le pedí a Bill que esperase y le observé hasta comprobar que, en algún recóndito lugar de su mente, me había comprendido. Salí del taxi, crucé la puerta de hierro, y anduve por el camino de gravilla blanca hasta la entrada principal de la villa. Sabía que Nikki estaba loca. Sabía que Bill estaba loco. Y, en esos momentos, caí en la cuenta de que tampoco yo estaba bien del todo.
Mientras oía el crujido de mis pies contra las piedrecillas, me pregunté por qué no regresábamos al lugar de donde procedíamos. Ése era el verdadero tesoro, el mayor don: hallarse en el lugar que te corresponde en realidad. Si tenía suerte, algún día encontraría ese lugar. Inshallah. Si es la voluntad de Alá.
La puerta principal era de madera rubia maciza, con grandes goznes y una rejilla de hierro. Se abrió cuando yo levantaba la mano para asir la aldaba de bronce. Un europeo alto, delgado y rubio me amedrentó con la mirada. Tenía ojos azules (al contrario que los del Bill, los de ese hombre eran de aquellos que siempre se describen como «penetrantes» y, por las barbas del Profeta, me sentí atravesado), nariz recta con grandes agujeros, mandíbula cuadrada y una boca de labios tensos que parecía detenida en una expresión permanente de leve repugnancia. Se dirigió a mí en alemán. Negué con la cabeza.
—Anaa la afham —dije, con la sonrisa del estúpido campesino por el que me había tomado.
El hombre rubio parecía impaciente. Lo intentó en inglés. Sacudí la cabeza de nuevo, sonreí, me disculpé y le llené los oídos de árabe. Era obvio que no encontraba sentido alguno a mis palabras y que no iba a esforzarse en buscar otro idioma que yo comprendiera. Cuando estaba a punto de cerrarme la pesada puerta en las narices, vio el taxi de Bill. Eso le dio que pensar. Yo parecía un árabe; para aquel hombre, todos los árabes eran más o menos iguales y una de sus características comunes era la pobreza. Sin embargo, yo había tomado un taxi para que me condujera a la residencia de un hombre rico e influyente. Le costaba entenderlo, pero ya no parecía tan dispuesto a echarme con cajas destempladas. Me señaló y murmuró algo. Supongo que era «Espera aquí». Sonreí, toqué mi corazón y mi frente y alabé a Alá tres o cuatro veces.
Un minuto después, el rubio volvió con un viejo, un árabe empleado en la casa. Los dos hombres hablaron brevemente. El viejo fellah se volvió hacia mí y me sonrió.
—¡La paz sea contigo! — dijo.
—Y contigo —respondí—. Compadre, ¿es este hombre el honorable y excelente Lutz Seipolt Pasha?
El viejo se rió un poco.
—Te equivocas. No es sino el portero, un sirviente como yo.
Dudé que fueran iguales. Resultaba evidente que el rubio formaba parte de la comitiva que Seipolt se había traído de Alemania.
—¡Por mi honor, soy un estúpido! —dije—. He venido a hacerle una importante pregunta a su excelencia.
Los términos árabes de cortesía suelen emplear con frecuencia esa esmerada adulación. Seipolt era alguna especie de hombre de negocios. Ya estaba dispuesto a llamarle pashá (título obsoleto empleado en la ciudad para congraciarse) y excelencia (como si fuera una especie de embajador). El viejo y curtido árabe comprendió perfectamente lo que yo hacía. Se dirigió al alemán y le tradujo la conversación.
El alemán pareció menos complacido aún, y respondió con una simple y lacónica frase.
—Reinhardt, el portero —me dijo el árabe—, desea oír la pregunta.
Sonreí ante los duros ojos de Reinhardt.
—Busco a mi hermana, a Nikki.
El árabe se encogió de hombros y transmitió la pregunta. Reinhardt pestañeó e inició un gesto, pero se arrepintió. Le dijo algo al viejo fellah.
—Aquí no hay nadie con ese nombre —me tradujo el árabe—. No hay ninguna mujer en esta casa.
—Estoy seguro de que mi hermana se encuentra aquí. Es cuestión del honor de mi familia.
Sonó como una amenaza. Los ojos del árabe se abrieron.
Reinhardt dudó. No sabía si darme con la puerta en las narices o subir la escalera para transmitir el problema. Supuse que era un cobarde, y estaba en lo cierto. No quiso asumir la responsabilidad de la decisión, de modo que convino en trasladarme a algún lugar de la fresca y lujosa villa. Me alegró el poder escapar del ardiente sol. El viejo árabe desapareció, regresó a sus obligaciones. Reinhardt no se dignó mirarme ni dirigirme la palabra. Se internó en la casa y yo le seguí. Llegamos hasta otra pesada puerta de madera oscura con finas vetas. Reinhardt llamó. Respondió una voz ronca con la que Reinhardt habló. Hubo una corta pausa; luego, la voz ronca dio una orden. Reinhardt giró el picaporte, empujó la puerta un poco y entró. Le seguí con la necia expresión de campesino árabe en mi rostro. Junté las manos suplicante e incliné la cabeza unas cuantas veces como buena medida.
—¿Es usted Su Excelencia? —pregunté en árabe.
Me encontraba frente a un hombre de toscas facciones, calvo, corpulento, de unos sesenta años, con un moddy y dos o tres daddies conectados en su cráneo, brillante de sudor. Se sentaba tras un desordenado escritorio. Sostenía el teléfono con una mano y con la otra una pistola automática de azulado acero. Me sonrió.
—Por favor, hágame el honor de acercarse —dijo en un árabe sin acento, probablemente era el idioma de su daddy el que hablaba por él.
Me incliné otra vez. Intentaba pensar, pero mi mente estaba como un papel en blanco. A veces, las pistolas automáticas me lo provocan.
—Excelencia —dije—, le pido perdón por las molestias.
—Al infierno con toda esa mierda de excelencia. Di por qué estás aquí. Sabes quién soy. Sabes que no tengo tiempo que perder.
Saqué la carta de Nikki de la bolsa que llevaba colgada del hombro y se la entregué. Supuse que se haría una rápida idea.
La leyó y colgó el teléfono, pero no dejó el arma.
—Entonces, ¿tú eres Marîd? —dijo, dejando de sonreír.
—Tengo ese privilegio.
—No te hagas el listo conmigo. Siéntate en esa silla —ordenó Seipolt, indicándomela con la pistola—. He oído una o dos cosas acerca de ti.
—¿De Nikki?
Seipolt negó con la cabeza.
—Aquí y allí en la ciudad. Ya sabes cómo les gusta comentar a los árabes.
Sonreí.
—No sabía que tuviera esa reputación.
—No hay por qué alterarse, chico. ¿Qué te hace pensar que Nikki. quienquiera que sea, se encuentra aquí? ¿Esa carta?
—Esta casa parece un buen lugar para empezar a buscar. Si no se halla aquí, ¿por qué su nombre ocupa un lugar tan destacado en sus planes?
Seipolt parecía realmente desconcertado.
—No tengo ni idea, ésa es la verdad. Nunca había oído hablar de tu Nikki y no siento ningún interés en ella. Como mi personal te confirmará, hace años que no siento interés por ninguna mujer.
—Nikki no es cualquier mujer. Es una mujer en apariencia, reconstruida sobre un chasis de hombre. Quizá eso es lo que ha despertado su interés todos estos años.
En el semblante de Seipolt creció la impaciencia.
—Deja de molestarme, Audran. Yo ya no tengo el aparato para interesarme sexualmente por nadie ni por nada. Ya no siento el deseo de satisfacer ese requisito. He descubierto que prefiero los negocios. Versteh?
Asentí.
—Imagino que no me permitirá inspeccionar su adorable casa. No le molestaré mientras trabaja. No se preocupe por mí, estaré tan quieto como un jerbo.
—No, los árabes roban.
Su sonrisa creció lentamente hasta convertirse en algo maligno. No me altero con facilidad, así que me limité a ignorarle. —¿Sería tan amable de devolverme la carta? —pregunté. Seipolt se encogió de hombros. Me acerqué a su mesa, recogí la nota de Nikki y la metí en mi bolsa.
—¿Importación-exportación? —pregunté. Seipolt se sorprendió.
—Sí —dijo, bajando la vista hasta un montón de tarjetas de embarque.
—¿Algo en particular, o los excedentes acostumbrados?
—¿Qué demonios te importa lo que yo…?
Esperé a que pronunciara la mitad de su colérica respuesta para golpearle rápidamente en el brazo derecho con mi zurda, apartando el orificio del arma, y en su rollizo y blanco rostro con mi derecha. Le aferré su muñeca derecha con fuerza. Luchamos en silencio durante unos instantes. Estaba sentado y yo sobre él, forcejeábamos, con el ímpetu y la sorpresa de mi lado. Le retorcí la muñeca, forzando los pequeños huesos de su antebrazo. Lanzó un gemido y soltó el arma sobre el escritorio; con un movimiento de mi derecha, hice que la pistola se deslizara por toda la habitación. No intentó recuperarla.
—Tengo otras armas —dijo con serenidad—; y alarmas para avisar a Reinhardt y a los demás.
—No lo dudo —repuse, pero no relajé mi fuerza sobre su muñeca.
Noté que mi vena sádica empezaba a disfrutar con todo aquello.
—Hábleme de Nikki.
—Nunca ha estado aquí, no sé una maldita cosa de ella —insistió Seipolt. Empezaba a sufrir—. Puedes apuntarme con el arma, luchar y forcejear conmigo por la habitación, pelear con mis hombres, inspeccionar la casa. ¡Maldición, no sé quién es tu Nikki! Si no me crees ahora, no hay una maldita cosa en el mundo que pueda decir para hacerte cambiar de opinión. Ahora, déjame ver lo listo que eres.
—Al menos cuatro personas recibieron la misma carta —dije, pensando en voz alta—. Dos de ellas han muerto. Quizá la policía pueda hallar alguna pista aquí, aunque yo no pueda.
—Suelta mi muñeca.
Su voz sonó glacial y autoritaria. Le solté. No tenía mucho sentido continuar sujetándosela.
—Ve y llama a la policía. Que busquen. Que ellos te convenzan. Cuando se vayan, haré que te arrepientas de haber puesto los pies en mi propiedad. Y si no sales de mi oficina ahora mismo, idiota incivilizado, no tendrás otra oportunidad. Versteh?
«Idiota incivilizado» era un insulto popular en el Budayén que no es fácil de traducir. Dudaba que el vocabulario del daddy de Seipolt lo incluyese. Me divertía que hubiera aprendido el idioma en los años que había pasado entre nosotros.
Eché un rápido vistazo a su automática, que descansaba sobre la alfombra a unos metros de mí. Me hubiera gustado llevármela, pero hubiera sido un acto de mala educación. Aunque tampoco iba a dársela a Seipolt. Que Reinhardt la recogiese.
—Gracias por todo —dije, con una sonrisa amistosa. Después cambié mi expresión por la del muy respetuoso y necio árabe —. Estoy en deuda con usted, excelencia. ¡Que pase un buen día! ¡Que mañana se despierte con buena salud!
Seipolt me lanzó una mirada de odio. Me volví hacia él, no por desconfianza, sino para exagerar la cortesía árabe con la que me burlaba. Atravesé la puerta del despacho y la cerré con cuidado. Me di de bruces con Reinhardt. Sonreí e hice una reverencia, él me mostró la salida. Me detuve ante la puerta principal para admirar unas estanterías repletas de diversas y raras obras de arte: piezas precolombinas, cristal de Tiffany, cristal Lauque, iconos religiosos rusos, fragmentos de esculturas egipcias y griegas. Entre la mezcolanza de períodos y estilos había un anillo, oscuro y poco llamativo, un simple aro de plata y lapislázuli. Había visto ese anillo antes, en uno de los dedos de Nikki, mientras ésta jugueteaba sin cesar dando vueltas a los rizos de su cabello. Reinhardt me vigilaba de cerca. Yo hubiera querido coger el anillo, pero no me fue posible.
En la puerta me volví para ofrecer algunas muestras de gratitud árabe a Reinhardt, pero no tuve oportunidad. Esa vez, con gran placer por su parte, el rubio bastardo ario cerró la puerta, casi me rompe la nariz. Volví por el camino de gravilla, perdido en mis pensamientos. Me metí en el taxi de Bill.
—A casa —dije.
—Huh —gruñó Bill—. Juega duro, haz daño. Decirlo es fácil para él, maldito hijo de puta. Y he aquí la mejor línea defensiva de la historia en espera de que mueva mi rosado culo, en espera de que me corten la cabeza y me la entreguen. «Sacrificio. » Espero que griten un lindo pase y me dejen descansar, pero no, hoy no. El defensa era un demonio, de ser humano tenía sólo la apariencia. Le había calado. Cuando la tocaba, la pelota estaba siempre tan caliente como el carbón. Me hubiera gustado que algo hubiese sucedido, incluso al revés. Diablos de fuego. Un poco de azufre ardiendo y humo, y el arbitro no puede verles cuando te agarran el protector facial. Trucos de demonios. Los demonios quieren que sepas cómo será cuando estés muerto, cuando puedan hacerte todo lo que deseen. Les gusta jugar así con tu mente. Demonios. Siguieron gritando jugadas del placador toda la tarde. Caliente como el infierno.
—Vámonos a casa, Bill —dije con un tono más fuerte.
Se volvió para mirarme.
—Para ti es fácil decirlo —murmuró.
Puso su viejo taxi en marcha y lo condujo de vuelta por el camino de Seipolt.
Llamé al teniente Okking en el trayecto de regreso al Budayén. Le hablé sobre Seipolt y la nota de Nikki. No pareció muy interesado.
—Seipolt es un cualquiera —dijo Okking—. Sólo un rico don nadie de la Nueva Alemania reunificada.
—Nikki estaba asustada, Okking.
—Es probable que os mintiera en esas cartas. Por alguna razón, mintió acerca de su lugar de destino. No le salió como esperaba y trató de comunicarse contigo. El que se fue con ella no dejó que terminara.
Casi podía verle encogerse de hombros.
—Ella no actuó con inteligencia, Marîd. Tal vez ella resultase perjudicada, pero Seipolt no fue.
—Seipolt puede ser un don nadie —repuse con amargura—, pero miente muy bien bajo presión. ¿Tienes algo sobre el asesinato de Devi? ¿Está relacionado con el de Tamiko?
—Es probable que no guarden relación alguna, amigo, por mucho que tú y tus criminales colegas os empeñéis. Las «Viudas Negras» son el tipo de personas que piden que las maten, así de fácil. Lo buscan y lo consiguen. Es sólo una coincidencia que a dos de ellas se las pulieran en tan breve lapso de tiempo.
—¿Qué pistas encontraste en el de Devi? Hubo un breve silencio.
—Qué demonios, Audran, ¿de repente tengo un nuevo compañero? ¿Quién cojones te crees que eres? ¿Quieres parar de interrogarme? Como si no supieras que no puedo hablar de asuntos de la policía contigo, aunque quisiera, lo cual no es cierto ni por un segundo. Déjame en paz, Marîd, me das mala suerte.
Y cortó la comunicación.
Guardé el teléfono en mi bolsa y cerré los ojos. Fue un largo, polvoriento y caluroso viaje de regreso al Budayén. Hubiera resultado tranquilo, de no ser por el constante monólogo de Bill, y cómodo, de no ser por el agonizante taxi de Bill. Pensé en Seipolt y en Reinhardt. en Nikki y en las «hermanas», en el asesino de Devi, y en el demente torturador de Tamiko, quienesquiera que fuesen. Nada tenía sentido alguno para mí.
Okking me había dicho esa verdad: parecía no tener sentido porque no lo tenía. No puedes encontrar un móvil en un asesinato sin móviles. Me acababa de dar cuenta de la violencia fortuita en la que había vivido durante años, en la que había participado e ignorado, creyéndome inmune a ella. Mi mente trataba de apresar los acontecimientos inconexos de los últimos días e integrarlos en un modelo, como se crean guerreros y animales míticos a partir de las estrellas dispersas en el cielo de la noche. Sin sentido, sin móvil, pero la mente humana busca explicaciones. Pide orden y sólo algo como el RPM o la soneína puede aplacar ese clamor o, al menos, distraer la mente en otra cosa.
Me pareció una gran idea. Saqué mi caja de píldoras y me tragué cuatro soneínas. No me molesté en ofrecer ninguna a Bill, él había pagado por adelantado y, de cualquier modo, tenía su propia proyección privada.
Hice que Bill me dejara en la puerta Este del Budayén. La tarifa era treinta kiam, le di cuarenta. Observó el dinero durante un buen rato hasta que se lo quité de las manos y se lo guardé en el bolsillo de su camisa. Me miró como si nunca me hubiera visto.
—Para ti es fácil decirlo —murmuró.
Necesitaba saber unas cuantas cosas, así que fui directamente a la tienda de moddies de la calle Cuatro. Estaba regentada por una nerviosa anciana que había sido objeto de uno de los primeros trabajos en el cerebro. Creo que los cirujanos olvidaron parte de lo que pretendían hacer, de otro modo Laila no te provocaría el deseo de huir lo antes posible cuando te hallabas en su presencia. Laila no podía hablar sin gimotear. Encorvaba la cabeza, y te miraba como si fuera una especie de molusco de jardín y estuvieras a punto de pisarla. A veces te planteabas hacerlo, pero era demasiado rápida. Tenía un largo y despeinado cabello gris, pobladas cejas grises, ojos amarillos, labios caídos y mandíbulas despobladas, piel negra, pelada y escamosa, y los mismos dedos curvos y engarfiados de una bruja. Siempre tenía un moddy u otro conectado todo el día, pero su propia personalidad —y no era nada agradable— se traslucía a través de él como si el moddy no excitase las células adecuadas, o no las suficientes, o lo hiciera con demasiada energía. Laila tenía retazos de Janis Joplin, de la marquesa Josephine Rose Kennedy con el gimoteo nasal de Laila; pero se trataba de su tienda y su mercancía y si no querías soportarla, tenías que largarte a otro sitio.
Me dirigí a Laila porque, aunque yo no estaba preparado para conectarme moddies, ella me «prestaría» cualquier moddy o daddy que tuviera en surtido, conectándoselo ella misma. Cuando necesitaba realizar una pequeña investigación, acudía a Laila y esperaba que no distorsionase lo que yo había aprendido de un modo letal.
Esa tarde era ella misma, sólo llevaba conectados un potenciador de librero y otro de manejo de inventarios. Otra vez era esa época del año. Cómo vuelan los meses cuando tomas muchas drogas.
—Laila —dije.
Se parecía tanto a la vieja bruja de Blancanieves que no podían menos que decírselo. Laila era una persona con la que resultaba imposible charlar poco, no importaba lo que quisieras de ella.
Levantó la vista mientras sus labios murmuraban números, cifras, rebajas y ganancias. Asintió.
—¿Qué sabes de James Bond?
Apagó su micrograbadora y la apartó. Me miró unos segundos, abriendo mucho los ojos y luego entornándolos.
—Marîd —dijo.
Se las arregló para pronunciar mi nombre.
—¿Qué sabes de James Bond? —Vídeos, libros, fantasías de poder del siglo veinte. Espías, ese tipo de acción. Resultaba irresistible para las mujeres. ¿Quieres ser irresistible? —me susurró de modo sugestivo.
—Lo intento por mi cuenta, gracias. Sólo quiero saber si alguien te ha comprado un moddy de James Bond últimamente.
—No, estoy segura. Hace tiempo que no tengo ninguno en catálogo. James Bond es. en cierto modo, una historia antigua, Marîd. La gente busca rollos nuevos. Los rollos de espías son demasiado pintorescos, por decirlo de alguna manera.
Cuando cesó de hablar, sus labios formaban números, mientras sus daddies continuaban hablando a su cerebro.
Conocía a James Bond porque había leído libros… , reales, libros físicos hechos de papel. Había leído algunos, como mínimo cuatro o cinco. Bond era un mito euroamericano como Jarían o Johnny Carson. Habría querido que Laila tuviera un moddy de James Bond. Me habría ayudado a comprender lo que el asesino de Devi pensaba. Sacudí la cabeza , algo volvía a rondar por mi mente…
Le di la espalda a Laila y salí de la tienda. En la acera, miré el anuncio holográfico del escaparate. Era Dulce Pilar. Parecía medir dos metros y medio, y estaba completamente desnuda. Cuando se es Dulce Pilar, sólo se puede ir desnuda. Recorrió su excitante cuerpo con sus lascivas manos. Se sacudió el cabello claro de los ojos y me observó. Deslizó la rosada punta de su lengua por sus labios artificialmente llenos y brillantes. Me quedé de pie mirando el holoporno, fascinado. Para eso era, y lo hacía muy bien. En el límite de mi consciencia me di cuenta de que varios hombres y mujeres se habían detenido a mirarla también. Entonces, Dulce habló. Su voz, pensada electrónicamente para producir escalofríos de deseo en mi cuerpo devorado por la lujuria, me recordaba deseos adolescentes en los que hacía años que no pensaba. Tenía la boca seca, mi corazón latía acelerado.
El holograma vendía el nuevo moddy de Dulce, el que Chiri ya tenía. Y si le comprase uno a Yasmin…
—Mi moddy descansa sobre el océano —dijo Dulce en una voz suave y susurrante, mientras sus manos se deslizaban despacio por las copiosas laderas de sus perfectos senos…
—Mi moddy descansa sobre el mar. —Se retorcía los pezones con las manos, que luego se abrieron paso por la deliciosa parte inferior de esos senos y continuaron hacia abajo… —. Ahora, alguien está jodiendo con mi moddy —confesó mientras tocaba ligeramente su vientre liso con sus fogosas uñas, todavía investigando, todavía buscando…
—¡Ahora sabe lo que es joderme!
Entornó los ojos en éxtasis. Su voz se convirtió en un prolongado gemido, en una súplica de la continuación del placer. Me suplicaba, mientras sus manos se deslizaban por fin fuera de la vista entre sus bronceados muslos.
Mientras el holograma se desvanecía la voz de otra mujer explicaba los detalles de fabricación y el precio.
—¿No ha probado usted ayudas modulares matrimoniales? ¿Todavía utiliza el holoporno? Mire, si usar un preservativo es como besar a su hermana, ¡el holoporno es como besar una foto de su hermana! ¿Por qué mirar un holoporno de Dulce Pilar si con su nuevo moddy puede joderla furiosamente una y otra vez, siempre que quiera? ¡Vamos! ¡Regale a su amiga o amigo el nuevo moddy de Dulce Pilar! Las ayudas modulares matrimoniales se venden sólo como artículos de novedad!
La voz se extinguió y me permitió recuperar el control de mi mente. Los otros espectadores, también liberados, se dirigieron a sus asuntos con algo de desasosiego. Me dirigí hacia la «Calle», pensando, primero, en Dulce Pilar; después, en el moddy que le daría a Yasmin como regalo de aniversario (lo más pronto posible, como aniversario de lo que fuera. ¡Demonios, no me importaba!) y, por último, en la exasperante idea que me molestaba. Me había asaltado después de hablar con Okking del disparo en el cabaret de Chiriga, y otra vez en ese momento.
Alguien que sólo pretendiera divertirse un poco asesinando no emplearía un moddy de James Bond. No, un moddy de James Bond es demasiado particular y demasiado improductivo. James Bond no obtenía placer matando a la gente. Si algún psicótico quería utilizar un módulo de personalidad para matar con más satisfacción, hubiera elegido entre el de una docena de malhechores. También había moddies clandestinos. que no estaban a la venta en las tiendas de moddies respetables. Por un buen puñado de kiam podías conseguir el moddy de Jack «el Destripador». Existían moddies de personajes de ficción y de personajes reales, grabados directamente de sus cerebros o reconstruidos por inteligentes programadores. Me ponía enfermo pensar en los perversos que querían moddies ilegales y la industria del mercado negro que les surtían de módulos de Charles Manson, Nosferatu o Heinrich Himmler.
Estaba seguro de que quien empleó el módulo de James Bond lo había hecho por un motivo diferente, con la seguridad de que no le proporcionaría mucho placer. Porque el falso James Bond no buscaba eso. No tenía la excitación como meta, sino la ejecución.
La muerte de Devi —y, por supuesto, la del ruso— no era obra de un loco navajero de las heces de la sociedad. Los dos crímenes habían sido asesinatos. Asesinatos políticos.
Okking no escucharía nada de eso sin una prueba. Yo no tenía ninguna. Ni siquiera estaba seguro de lo que significaba. ¿Qué conexión había entre Bogatyrev. un pequeño funcionario de una delegación de un reino débil e indigente de Europa del Este, y Devi, una de las «Viudas Negras»? Sus mundos no tenían en común nada en absoluto.
Necesitaba más información; pero no sabía de dónde obtenerla. Me encontré andando con resolución hacia ninguna parte. Me preguntaba adonde ir. Al apartamento de Devi, por supuesto. Los hombres de Okking estarían peinándolo todavía en busca de pistas. Habría barreras y un cordón que advertiría ESCENA DEL CRIMEN. Habría…
Nada. Ni barreras, ni cordón, ni policía. Una luz en la ventana. Me dirigí hacia las persianas verdes que se empleaban para cubrir la puerta. Estaban abiertas de modo que la habitación principal de Devi era claramente visible desde la acera. Un árabe de mediana edad estaba arrodillado, pintando una pared. Nos saludamos, me preguntó si deseaba alquilarlo. Estaría arreglado en dos días. Eso fue todo lo que se conmemoró a Devi. Ése fue todo el esfuerzo que Okking había hecho para encontrar a su asesino. Devi, igual que Tami, no mereció mucho tiempo de las autoridades. No habían sido buenas ciudadanas; no se habían ganado el derecho a la justicia.
Paseé la mirada de un lado a otro de la manzana. Todos los edificios de la acera de Devi eran iguales: casas bajas, encaladas, de tejado plano, con persianas verdes que cubrían puertas y ventanas. No vi sitio alguno donde James Bond hubiera podido esconderse para abordar a Devi. Sólo pudo hacerlo dentro del mismo apartamento y esperar a que ella regresara de trabajar, o aguardar en algún lugar cercano. Crucé la vieja calle empedrada. En la acera de enfrente algunas casas tenían porches bajos con barandillas de hierro. Me senté justo enfrente de la casa de Devi, en el peldaño más alto, y miré a mi alrededor. En el suelo, junto a mí, a la derecha de la escalera, vi unas cuantas colillas de cigarrillos. Alguien se había sentado en ese porche, fumando. Quizá la persona que vivía en esa casa, o quizá no. Me agaché y observé las colillas. En el filtro tenían tres bandas doradas.
En las novelas, James Bond fumaba cigarrillos hechos especialmente para él, de una mezcla de tabacos que se diferenciaba de las demás por las tres bandas doradas. El asesino se tomó el trabajo en serio. Empleó una pistola de pequeño calibre, tal vez una Walter PPK, igual que James Bond. Éste guardaba sus cigarrillos en una pitillera de acero con capacidad para cincuenta. Me preguntaba si también el asesino tendría una.
Guardé las colillas en mi bolsa. Okking quería una prueba, ya la tenía. Eso no significaba que él estuviera de acuerdo. Levanté la vista al cielo. Se hacía tarde, y esta noche no habría luna. El fino gajo de la luna nueva aparecería al día siguiente por la noche, portando consigo el inicio del mes santo del Ramadán.
El frenético Budayén se volvería más histérico aún cuando la noche siguiente cayera. Todo estaría mortalmente tranquilo durante el día. Mortalmente tranquilo. Esbocé una tímida sonrisa mientras me encaminaba hacia el bar de Frenchy Benoit. Ya había visto bastante muerte, la idea de paz y tranquilidad me pareció muy tentadora.
¡Qué loco estaba!