3

A la una menos cuarto encontré el edificio del apartamento en la calle Trece. Era una vieja casa de dos plantas dividido en distintos pisos. Eché un vistazo al balcón de Tamiko, que daba a la calle. Un cinturón de hierro lo ceñía y en las esquinas se alzaban decorativas columnas de hierro por las que la enredadera trepaba hasta el saliente del tejado. Podía oír su maldita música de koto procedente de una ventana abierta. Música de koto electrónica, de sintetizador. La aguda y estridente voz que la acompañaba me daba escalofríos. Debía ser una voz sintética, tal vez Tami. ¿Os había dicho que Nikki estaba un poco loca? Bien, pues al lado de Tami, Nikki era un amoroso conejito blanco. Tamiko había sustituido una de sus glándulas salivares por una bol—Sita de plástico llena de una toxina de efecto rápido. Un conducto de plástico expulsaba el veneno a través de un diente artificial. La toxina resultaba dolo rosa si era ingerida; pero un suplicio horrible y letal si se diluía en la sangre. Tamiko podía destapar el diente siempre que lo necesitara o que lo deseara. Por eso, ella y sus amigas eran llamadas las «Viudas Negras».

Apreté el botón que tenía el nombre de Tami, pero nadie respondió. Golpeé el pequeño panel de plexiglás de la puerta. Al final, opté por gritar desde la calle. Vi la cabeza de Nikki que asomaba por la ventana.

—En seguida bajo —gritó.

Ella no podía oír nada con aquella música de koto. No he conocido a nadie más que soporte el koto. Tamiko estaba loca de remate. La puerta se abrió un poco y apareció Nikki.

—Oye —dijo preocupada—. Tami se encuentra de muy mal humor. Está un poco cargada. No hagas ni digas nada que pueda molestarla.

Me pregunté si de verdad quería seguir con todo eso. En realidad, no necesitaba esos cien kiam de Nikki. Pero le había dado mi palabra, de modo que asentí y subí la escalera tras ella hasta el apartamento.

Tami se hallaba tendida sobre un montón de almohadones de dibujos vivaces, con la cabeza apoyada en uno de los altavoces de su equipo holo. La música se oía desde la calle; pero, en ese momento comprendí lo que significaba «alta». Debía de retumbar en el cráneo de Tami como la peor migraña del mundo, aunque no parecía importarle, al compás de quién sabe qué droga que hubiera tomado. Tenía los ojos entreabiertos y movía la cabeza con lentitud. Su rostro estaba pintado de blanco, como el de una geisha; sin embargo, los labios y párpados aparecían de color negro. Era como el espectro vengador de un personaje asesino de Kabuki.

—Nikki —dije. No me oyó. Tuve que acercarme hasta ella y gritaren su oído —: ¿Por qué no salimos de aquí? ¿Dónde podemos hablar?

Tamiko había quemado una especie de incienso y el aire estaba cargado de un empalagoso olor dulzón. Yo necesitaba un poco de aire fresco.

Nikki sacudió su cabeza y señaló a Tami.

—Ella no me dejará salir.

—¿Porqué no?

—Cree que me protege.

—¿De que?

Nikki se encogió de hombros.

—Pregúntaselo.

Mientras la observaba, Tami canturreó de forma alarmante y se desplomó en un lento movimiento hasta que su mejilla pintada de blanco chocó con el desnudo suelo de madera.

—Es buena cosa poder cuidarse uno mismo, Nikki. Se rió débilmente.

—Sí, eso creo. Gracias por venir, Marîd.

—No tiene importancia —dije.

Me senté en un sillón y la miré. Nikki era una exótica en una ciudad de exóticos: su largo y rubio cabello le caía hasta la cintura. Su rostro tenía el color del marfil joven, casi tan blanco como la pintura de Tami. Sus ojos, extrañamente azules, reflejaban un destello de locura. La delicadeza de sus rasgos faciales contrastaban de forma desconcertante con el tamaño y la firmeza de su contorno. Era un error bastante corriente: la gente elegía modificaciones quirúrgicas que admiraban en otros, sin darse cuenta de que los cambios parecerían fuera de lugar en el conjunto de su propio cuerpo. Observé la forma inerte de Tami. Resaltaba el emblema de las «Viudas Negras»: unos inmensos e increíbles injertos de senos. Era probable que el busto de Tami midiera casi metro y medio. Resultaba divertido sorprender la expresión de asombro en el rostro de un turista cuando, por casualidad, se topaba con una de las «Viudas Negras». Era divertido hasta que imaginabas lo que posiblemente iba a suceder.

—Ya no quiero trabajar para Abdulay —dijo Nikki, mientras miraba cómo sus dedos rizaban sus cabellos color champán.

—Lo comprendo. Llamaré y concertaré una cita con Hassan. ¿Conoces a Hassan el chiíta? Es el brazo derecho de «Papa». Hemos de tratar con él.

Nikki sacudió la cabeza. El brillo de su mirada resplandeció en la habitación. Estaba preocupada.

—¿Será peligroso? —preguntó. Sonreí.

—Pierde cuidado —dije —. Habrá una mesa preparada, yo me sentaré a un lado junto a ti, y Abdulay en el otro. Hassan se sentará en medio. Yo presentaré tu versión, Abdulay, la suya. Entonces, Hassan lo meditará. Luego emitirá su veredicto. Lo normal es que tengas que pagar a Abdulay. Hassan fijará la cantidad. Tendrás que untar antes a Hassan, y debemos hacerle algún regalo a «Papa». Eso ayuda.

Nikki no parecía muy convencida. Se levantó y se metió la camiseta negra por dentro de sus ceñidos téjanos negros.

—No conoces a Abdulay.

—Apuesta el culo a que lo consigo.

Tal vez le conocía mejor que ella. Me levanté y atravesé la habitación hasta el holo Telefunken de Tami. Silencié la música de koto con la yema del dedo. Se hizo la paz, el mundo me lo agradeció. Tamiko se quejó en sueños.

—¿Y si no mantiene su parte del acuerdo? ¿Y si me persigue y me obliga a volver a trabajar para él? Le gusta golpear a las mujeres, Marîd. Le gusta mucho.

—Le conozco. Pero respeta la influencia de Friedlander Bey igual que todos. No se atreverá a contradecir la decisión de Hassan. Y es mejor que tú tampoco. Si te escapas sin pagar, «Papa» enviará a sus matones detrás de ti. Entonces sí volverías a trabajar en serio, cuando sanases.

Nikki se estremeció.

—¿Alguien te ha engañado alguna vez?

Fruncí el entrecejo. Una vez, la recordaba muy bien. Fue la última que he estado enamorado.

—Si —dije.

—¿Qué hicieron «Papa» y Hassan?

Era un recuerdo triste y no quería reavivarlo.

—Bueno, como había sido su representante, fui responsable del pago. Tuve que volver con tres mil doscientos kiam. Estaba hecho añicos, pero, créeme, conseguí el dinero. Tuve que pasar un montón de locuras y peligros para obtenerlo, mas se lo debía a «Papa» por esa mujer. A «Papa» le gusta que le paguen rápido. En estos casos, «Papa» no tiene mucha paciencia.

—Lo sé —dijo Nikki —. ¿Y qué le ocurrió a la chica?

Me costó unos segundos pronunciar esas palabras.

—La encontraron en su escondite. No les fue difícil dar con ella. La trajeron con las dos piernas rotas por tres lugares distintos y el rostro destrozado. La pusieron a trabajar en uno de los burdeles más inmundos. Sólo ganaba uno o dos kiam a la semana en un lugar como ése y le dejaban quedarse diez o quince. Todavía está ahorrando para reconstruir sus facciones.

Nikki no pudo decir nada durante un buen rato. Dejé que reflexionara sobre lo que le había dicho. Le vendría bien.

—¿Puedes llamar ahora para concertar la cita? —preguntó por fin.

—Sí —dije —. El lunes, ¿es demasiado pronto?

Sus ojos se abrieron.

—¿No podemos quedar para esta noche? Necesito zanjarlo esta noche.

—¿Por qué tanta prisa, Nikki? ¿Vas a alguna parte?

Me dirigió una mirada penetrante. Su boca se abrió y se volvió a cerrar.

—No —respondió con voz temblorosa.

—No se puede concertar una cita con Hassan cuando a uno le viene engaña.

—Inténtalo, Marîd. ¿Puedes llamar e intentarlo? Hice un pequeño gesto de rendición.

—Llamaré y preguntaré, pero Hassan dispondrá la cita a su conveniencia.

Nikki asintió.

—Sí —dijo.

Desenganché mi teléfono y lo abrí. No necesité pedir el código de Hassan a información. El teléfono sonó una vez, y uno de los secuaces de Hassan contestó. Le dije quién era y lo que deseaba, me respondió que esperase; ellos siempre te dicen que esperes y tú lo haces. Me senté, miraba a Nikki jugar con su cabello y escuchaba el suave ronquido de Tamiko en el suelo, con una respiración tranquila, envuelta en un ligero kimono de algodón negro mate. Nunca llevaba joyas o adornos. Con su kimono, su negro cabello artísticamente dispuesto, sus párpados modificados quirúrgicamente y su rostro pintado parecía una geisha asesina, que es lo que en realidad era. Para alguien no oriental de nacimiento, Tamiko resultaba muy convincente, arrugas epicánticas incluidas.

Después de un cuarto de hora, en el que Nikki paseó nerviosa por el apartamento, el esbirro me habló. Teníamos una entrevista por la noche, justo después de las plegarias del crepúsculo. No me molesté en darle las gracias. A pesar de todo, tengo mucho orgullo. Colgué el teléfono en mi cinturón.

—Pasaré a recogerte sobre las siete y media —dije a Nikki. Otra vez tenía ese tic nervioso en el ojo.

—¿Podemos encontrarnos allí?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no? ¿Sabes dónde?

—¿En la tienda de Hassan?

—Pasa la cortina. Detrás, hay un almacén. Cruza el almacén y sal por la puerta trasera al callejón. En la pared opuesta verás una puerta de hierro. La encontrarás cerrada, aunque estarán esperándote. No necesitarás llamar. Sé puntual, Nikki.

—Lo seré. Gracias, Marîd.

—Y una mierda gracias. Quiero mis cien kiam ahora.

Pareció sorprendida. Quizá fui demasiado brusco, demasiado maleducado.

—¿Puedo dártelos después…?

—Ahora, Nikki.

Sacó algún dinero del bolsillo de su pantalón y contó cien.

—Toma.

De nuevo hubo frialdad entre nosotros.

—Dame otros veinte para el regalito de «Papa». También has de hacerte cargo del bakshish de Hassan. Te veré esta noche.

Y salí de aquel lugar antes que la locura desenfrenada empezara a filtrarse en mi cerebro.

Fui a casa. Había dormido poco, tenía un dolor de cabeza insoportable y el efecto de los trifets se había desvanecido en algún momento de la tarde de verano. Yasmin dormía todavía y me metí en la cama junto a ella. Las drogas no me dejarían conciliar el sueño, pero deseaba relajarme un poco y descansar con los ojos cerrados. Debí darme cuenta de que, en cuanto me relajara, los trifets empezarían a zumbar en mi cabeza más fuerte que nunca. A través de mis párpados cerrados, la oscuridad rojiza empezó a destellar como una luz estroboscópica. Me sentí aturdido. Imaginé dibujos azules y verde oscuros, que se agitaban como criaturas microscópicas en una gota de agua. Abrí los ojos y traté de librarme de los destellos. Sentía calambres involuntarios en los músculos de las pantorrillas, en las manos y en la mejilla. Estaba más tenso de lo que yo creía. No hay descanso para los miserables.

Me levanté y escribí una nota para Yasmin.

—Creí que querías salir hoy —dijo medio dormida.

Me volví.

—Lo hice. Hace horas.

—¿Qué hora es?

—Casi las tres.

¡Yaa salam! ¡Se supone que a las tres he de estar en el trabajo! Suspiré. Yasmin era famosa en todo el Budayén por llegar siempre tarde. Frenchy Benoit, el propietario del club donde trabajaba, le descontaba cincuenta kiam si llegaba aunque fuera un minuto tarde. Eso no hacía que Yasmin moviera su precioso culito; se lo tomaba con calma, pagaba a Frenchy los cincuenta kiam casi cada día y lo recuperaba la primera hora en bebidas y propinas. Nunca he visto a nadie que separase a un mamón de su dinero con tanta facilidad como ella. Trabajaba mucho, y no era nada perezosa. Simplemente, le gustaba dormir. Tendría que haber nacido un gran lagarto, para tomar el sol sobre una roca caliente.

Tardó cinco minutos en saltar de la cama y vestirse. Me dio un beso abstracto, que no acertó en el blanco, mientras salía por la puerta, al tiempo que buscaba en su bolso el módulo que empleaba en el trabajo. Dijo algo por encima de su hombro en su pésimo acento levantino.

Me quedé solo. Me gustaba el giro que mi suerte había dado. Hacía meses que no sentía tal abundancia. Mientras me preguntaba si deseaba algo que mi repentina riqueza pudiera proporcionarme, la imagen de la blusa empapada en sangre de Bogatyrev se sobreimprimió en los escasos y miserables muebles de mi apartamento. ¿Me sentía culpable? ¿Yo? El hombre que caminaba por el mundo sin afectarle su corrupción y sus vulgares tentaciones. Yo era el hombre sin deseos, el hombre sin miedo; un catalizador, un agente humano del cambio. Los catalizadores activan el cambio, pero sin alterarse. Prestaba mi ayuda a quienes la necesitaban y no tenía otros amigos. Participaba en la acción, pero nunca resultaba tocado. Observaba, mas guardaba mis secretos. Así me veía a mí mismo. Así me preparaba para ser herido.

En el Budayén —y, ¡qué demonios!, tal vez en todo el mundo—, sólo hay dos tipos de personas: espabilados y primos. O eres de una clase o eres de la otra. No puedes ser agradable y sonreír y decirle a todo el mundo que vas a quedarte sentado sin participar. Espabilado o primo o, a veces, un poco de cada. Cuando entras por la puerta Este, antes de dar diez pasos «Calle» arriba, te encasillas para siempre en uno u otro. Espabilado o primo. No había tercera opción, y yo iba a tener que aprender ese difícil camino. Como siempre.

No sentía hambre, pero me obligué a comer unos huevos revueltos. Debía cuidar mi dieta algo más, lo sabía, mas era demasiado trabajo. A veces, las únicas vitaminas que probaba eran las de las rodajas de lima de mi bebida. Iba a ser una noche larga y penosa, y necesitaría todos mis recursos. Los tres triángulos azules se habrían agotado antes de mi cita con Hassan y Abdulay, de hecho, era de suponer que aparecería en mi peor faceta: deprimido, agotado, sin facultades para representar a Nikki. La respuesta era obvia: «más» triángulos azules. Me reanimarían; me harían actuar a velocidad sobrehumana, con la precisión de un ordenador y un conocimiento previo del orden de las cosas. Sincronización, tío. Proyectado en el momento, el ahora, la convergencia del tiempo y el espacio, la vida y el jodido y sagrado curso de los humanos. Al menos, así lo veía yo, y frente a Abdulay, al otro lado de la mesa, daría la cara con todo lo bueno y auténtico de mi ser. Con la mente alerta y la moral despierta, ese hijo de puta de Abdulay se enteraría de que yo no había ido allí para que me dieran una patada en el culo. Me ofrecía estos persuasivos argumentos mientras cruzaba mi pobre habitación para buscar la caja de píldoras.

¿Dos trifets más? ¿Tres, para estar a salvo? ¿O me dejarían muy tenso? No quería estrellarme contra la pared como cuando se rompe una cuerda de guitarra. Tomé dos y me guardé la tercera en el bolsillo, por si acaso.

Tío, el día siguiente iba a ser funesto y despreciable. Mejor vivir a través de la química, no importaba que obtuviera la energía adicional de golpe, en forma de pequeño pastel de píldoras, aunque, por usar una de las frases favoritas de Chiriga, las resacas son unas putas. Si me las arreglaba para sobrevivir al asombroso encontronazo que se iba a producir, sería ocasión de regocijo general alrededor del trono de Alá.

Recuperé el ritmo en media hora. Me duché; me lavé la cabeza; me recorté la barba, pasándome la maquinilla por los escasos lugares de mis mejillas y mi cuello donde no quería barba; me lavé los dientes; limpié el lavabo y la bañera, y caminé desnudo por el apartamento en busca de otras cosas para limpiar o arreglar; después, me calmé.

—Tranquilo, chico —murmuré.

Me vino bien tomar dos bangers tan pronto; antes de que llegara la hora de irme me había serenado.

El tiempo transcurría despacio. Se me ocurrió llamar a Nikki para recordarle la cita, pero no tenía sentido. Pensé en llamar a Yasmin o Chiri, mas estaban en sus trabajos respectivos. Me recosté contra la pared y empecé a temblar, casi llorando: Jesús, la verdad era que no tenía amigos. Me hubiera gustado disponer de un sistema holo como el de Tamiko, para matar el tiempo. Hubiera visto algunos holoporno, que convertirían la realidad en algo fétido y enfermizo.

A las siete y media me vestí: una camisa vieja y gastada, los téjanos y las botas. No hubiese podido tener buen aspecto ante Hassan aunque hubiera querido. Mientras salía del edificio, oí el crujido de la estática y amplificada voz del muecín al gritar: «Laa’illaha’illallahu», un hermoso sonido aliterativo para llamar a la oración, conmovedor incluso para un perro blasfemo y no creyente como yo. Me apresuré por las calles vacías; las busconas cesaron su búsqueda para orar, los macarras cortaron sus enredos para orar. Mis pasos resonaban sobre los viejos adoquines de piedra como acusaciones. Cuando llegué a la tienda de Hassan, todo había vuelto a la normalidad. Tras la última llamada de la tarde a la oración, las busconas y los macarras volvieron a sus trapicheos de comercio y explotación mutua.

A esa hora, un muchacho americano, joven y flaco, al que todos llamaban Abdul-Hassan, vigilaba la tienda de Hassan. Abdul significa «esclavo de», y suele acompañarse de uno de los noventa y nueve nombres de Dios. En este caso, la ironía estribaba en que el muchacho americano era de Hassan, en todas las acepciones que podáis imaginar, excepto, quizá, en el aspecto genético. En la «Calle» se rumoreaba que Abdul-Hassan no era hombre de nacimiento, como Yasmin no era mujer de nacimiento, pero yo no conocía a nadie que tuviera el tiempo, o la intención, de emprender una investigación seria.

Abdul-Hassan me preguntó algo en inglés. Para el cazador ocasional de gangas, era un misterio lo que se vendía en la tienda de Hassan. Sobre todo, porque aparecía casi vacía. En la tienda de Hassan se vendía de todo; por lo tanto, no había razón alguna para exhibir nada. Yo no entendía inglés, así que me limité a señalar con el pulgar hacia la cortina estampada y sucia. El chico asintió y volvió a su ensueño.

Atravesé la cortina, el almacén y el callejón. Cuando llegué hasta la puerta de hierro, se abrió casi en silencio.

—Ábrete, sésamo —susurré.

Entré en una habitación débilmente iluminada y eché un vistazo a mi alrededor. Las drogas me hacían olvidar el temor. También me llevaban a olvidar la prudencia; pero mi instinto era mi vida, y está siempre alerta, día y noche, con drogas o sin ellas. Hassan fumaba en un narguile, reclinado sobre un montón de cojines. Olí el aroma del hachís; el único ruido en la habitación era el burbujeo de la pipa de agua de Hassan. Nikki, con visible cortedad, se sentó, erguida, en el extremo de una alfombra, con una taza de té frente a sus piernas cruzadas. Abdulay descansaba sobre unos cuantos cojines, y susurraba algo al oído de Hassan. Éste tenía una expresión tan ausente como un puñado de viento. Era su hora del té. Me quedé de pie y esperé a que él hablara.

—Ahlan wa sahlan —dijo, con una rápida sonrisa.

Era un saludo formal, que significaba algo así como «Estás con tu gente y en tu casa». Pretendía establecer el tono de la conversación. Di la respuesta apropiada y fui invitado a sentarme. Lo hice junto a Nikki, y pude observar que llevaba un potenciador sencillo entre su cabello rubio claro. Debía ser un daddy de árabe, porque yo sabía que ella no entendería ni una palabra sin él. Acepté una tacita de café, aderezada con cardamomo. La levanté hacia Hassan y dije:

—Que tu mesa dure eternamente.

Hassan movió una mano en el aire.

—Que Alá te conserve la vida.

Después me dieron otra taza de café. Propiné un codazo a Nikki porque no había bebido su té.

No esperes que los negocios empiecen en seguida, no hasta que te hayas bebido tres tazas de café como mínimo. Si declinas la invitación demasiado pronto, te arriesgas a insultar a tu huésped.

Todo el tiempo que duró la degustación de té y café, Hassan y yo nos preguntamos mutuamente sobre la salud del resto de la familia y amigos, y pedimos las bendiciones de Alá para unos y otros, y protección para nosotros y todo el mundo musulmán contra las depredaciones del infiel.

Murmuré entre dientes a Nikki que siguiera tomando el té de sabor singular. Su presencia le resultaba desagradable a Hassan por dos razones: se trataba de una prostituta, y no era una mujer de verdad. Los musulmanes nunca se han hecho a la idea. Trataban a las mujeres como ciudadanos de segunda, pero no sabían qué hacer con los hombres que se transformaban en mujeres. El Corán no prevé esas cosas. Sin duda, el hecho de que yo no fuera un devoto del Libro no mejoraba las cosas. Así que Hassan y yo seguimos bebiendo, asintiendo, sonriendo y alabando a Alá, e intercambiando cumplidos como en una partida de tenis. La expresión más frecuente del mundo musulmán es Inshallah, si Dios quiere. Lo cual le libra a uno de toda culpa, recayendo sobre Alá. Si el oasis se ha secado y desaparecido, era la voluntad de Alá. Si te sorprenden en la cama con la mujer de tu hermano es voluntad de Alá. Si te cortan la mano, o la polla o la cabeza en represalia, también es la voluntad de Alá. En el Budayén no se hace nada sin discutir cómo va a sentarle a Alá.

Así pasó una hora, y creo que Nikki y Abdulay empezaban a inquietarse. Yo lo estaba haciendo bien. Hassan me brindaba una amplia sonrisa a cada minuto, mientras inhalaba hachís en grandes cantidades.

Por último, Abdulay no pudo soportarlo más. Quería hablar sobre el dinero. En concreto, cuánto debería pagarle a Nikki por su libertad.

A Hassan no le gustó su impaciencia. Levantó sus manos y miró hacia el cielo con expresión de cansancio, al tiempo que recitaba un proverbio árabe que dice: «La codicia reduce lo cosechado». Proviniendo de Hassan, era una afirmación lúdica. Miró a Abdulay.

—¿Tú has sido el protector de esta joven mujer? —preguntó.

Existen muchas formas de decir «joven mujer» en tan antiguo lenguaje; cada una posee un matiz sutil y diferente significado. La cuidadosa elección de Hassan fue almahroosa, tu hija. El significado literal de almahroosa es «la protegida», y se ceñía por completo a la situación. Así era como Hassan se había convertido en el notable brazo derecho de «Papa», abriéndose paso, sin errores, entre las exigencias de la cultura y las necesidades del momento.

—Sí, oh, sapientísimo —respondió Abdulay—, durante más de dos años.

—¿Y te ha disgustado? Abdulay frunció el ceño.

—No, oh, sapientísimo.

—¿Y no te ha perjudicado en modo alguno?

—No.

Hassan se volvió hacia mí. Nikki estaba bajo su consideración.

—¿Desea la protegida vivir en paz? ¿No tramará ninguna maldad contra Abdulay Abu-Zayd?

—Lo prometo —dijo.

Los ojos de Hassan se abrieron.

—Tus promesas no significan nada aquí, infiel. Debemos salvaguardar el honor de los hombres y hacer un contrato de palabras y dinero.

—Que quienes te escuchen, vivan —dije.

Hassan asintió, complacido sólo por mis modales, y por ninguna otra cosa de mí o de Nikki.

—En nombre de Alá. el benefactor, el misericordioso —declaró Hassan, mientras levantaba las manos con las palmas hacia arriba—. Emito ahora mi dictamen. Que todos los presentes lo oigan y lo obedezcan. La protegida devolverá todas las joyas y adornos que Abdulay le haya dado. Devolverá todos los regalos de valor. Devolverá toda la ropa cara, y se guardará sólo la ropa apropiada para el vestido diario. Por su parte, Abdulay Abu-Zayd debe prometer que permitirá a la protegida dedicarse a sus asuntos sin trabas. Si surge alguna disputa, yo decidiré.

Miró a ambos, y dejó bien claro que no habría disputas. Abdulay asintió, Nikki parecía triste.

—Además, la protegida deberá pagar la suma de tres mil kiam a Abdulay Abu-Zayd antes de la oración del mediodía de mañana. Ésta es mi palabra, Alá es el más grande.

Abdulay esbozó una sonrisa.

—¡Que tengas salud y felicidad! —gritó. Hassan suspiró.

—Inshallah —murmuró, colocándose la boquilla del narguile entre los dientes.

También yo estaba obligado por la costumbre a dar las gracias a Hassan, aunque había tratado con algo de desprecio a Nikki.

—Estoy en deuda contigo —dije. Entonces, levanté a Nikki y la arrojé a sus pies.

Hassan movió su mano, como si espantase una mosca. Mientras atravesábamos la puerta de hierro, Nikki se volvió, escupió y gritó los peores insultos que su potenciador pudo proporcionarle:

—Himmar oo ibnhimmar! Ibn wushka! Yil’an abok!

La cogí de la mano con fuerza y corrimos. Dejamos atrás las risas de Abdulay y Hassan. Se habían repartido su ración de la noche y se sintieron generosos al permitir que Nikki escapase sin castigo por sus obscenidades.

Cuando volvimos a la «Calle», aflojé el paso, casi sin respiración.

—Necesito una copa —dije, llevándola a la Palmera de Plata.

—Bastardos —exclamó Nikki.

—¿No dispones de los tres mil?

—Desde luego que sí. Pero no quiero dárselos, eso es todo. Tenía otros planes para ellos.

Me encogí de hombros.

—Si lo que buscas es salir malparada con Abdulay… —Sí, ya lo sé.

A pesar de eso, no parecía muy contenta.

—Todo irá bien —dije, mientras la conducía hasta la oscura y fría barra.

Los ojos de Nikki se abrieron, al tiempo que levantaba las manos.

—Todo saldrá bien —dijo, con una risita—. Inshallah.

Su burla de Hassan sonó falsa. Se había desconectado el daddy de árabe.

Eso es lo último que recuerdo de aquella noche.

Ya sabéis lo que es una resaca. Conocéis el pesado dolor de cabeza, las vagas y persistentes náuseas en el estómago, la sensación de que sería mejor perder la consciencia por completo hasta que la resaca terminase. Pero ¿sabéis a qué se parece la resaca de una poderosa droga hipnótica? Te da la sensación de estar metido en el sueño de otro, no te sientes real. Te dices: «Esto no me está ocurriendo de verdad, me ha sucedido hace muchos años y sólo lo estoy recordando». A los pocos segundos, te das cuenta de que lo estás viviendo, que te encuentras aquí y ahora, y el desconcierto inicia un círculo de angustia y un sentimiento de irrealidad cada vez mayor. Algunas veces no estás seguro de dónde tienes los brazos y las piernas. Te sientes como si alguien te hubiera esculpido en un trozo de madera por la noche, y que si te portas bien, un día llegarás a ser un muchacho de verdad. «Pensamiento» y «movimiento» son conceptos desconocidos porque son atributos de los vivos. Para colmo, si a todo eso le añades una resaca de alcohol, te hundes en una depresión abismal, una fatiga que te quiebra los huesos, además de producirte náuseas, ansiedad, temblores y calambres debidos a todos los trifets tomados. Así era como me sentía cuando me desperté al amanecer. La muerte lo recalienta todo, ¡ja!, no me había recalentado en absoluto.

Todavía el amanecer. Los golpetazos en mi puerta empezaron antes de que el muecín gritase:

—«¡Venid a la oración, venid a la oración! Orar es mejor que dormir. ¡Alá es el más grande!»

De haber podido hacerlo, me hubiera reído de la parte «Orar es mejor que dormir». Me di la vuelta y miré la agrietada pared verde. En seguida me arrepentí de esa simple acción, que me hizo sentir como en una película a cámara lenta de la que se hubieran perdido el resto de fotogramas. El universo empezó a tambalearse a mi alrededor.

Los golpes en la puerta no cesaron. Después de unos minutos, me di cuenta de que varios puños trataban de derribarla para entrar.

—Sí, un momento —dije.

Salí con cuidado de la cama, tratando de no mover ninguna parte de mi cuerpo que todavía pudiera estar viva. Caí al suelo y me levanté muy despacio. Me puse en pie, un poco inseguro, esperando sentirme real. Al no lograrlo, decidí ir hacia la puerta como fuese. A medio camino, caí en la cuenta de que estaba desnudo. Me detuve. Tomar todas esas decisiones comenzaba a alterarme los nervios. ¿Debía volver a la cama y ponerme algo encima? Furiosos gritos se unieron a los puñetazos. «¡Al infierno con la ropa!», pensé.

Abrí la puerta y tuve la visión más espantosa desde que no sé qué héroe se enfrentó con la Medusa y las otras dos Gorgonas. Los tres monstruos que tenía frente a mí eran las «Viudas Negras»: Tamiko, Devi y Selima. Sus turgentes senos rellenaban sus finos suéteres negros, llevaban ceñidas faldas de cuero negro y zapatos negros de tacón: sus uniformes de trabajo. Mi perezosa mente se preguntó por qué se habían vestido así tan temprano. Amanecía. Nunca veo el amanecer, excepto si lo hago al revés y me voy a dormir después de la salida del sol. Supuse que las «hermanas» todavía no se habían acostado.

Devi, la refugiada de Calcuta, me empujó hacia dentro de la habitación. Las otras dos nos siguieron y cerraron la puerta. Selima, «paz» en árabe, se volvió, levantó el brazo derecho y, con un grito, me golpeó en el estómago con el codo, justo debajo del esternón. Expulsé todo el aire de mis pulmones y caí de rodillas, sin aliento. El pie de alguna de ellas me pateó violentamente la mandíbula y caí de espaldas. Una de ellas me levantó y las otras dos me sacudieron, despacio y a conciencia, sin olvidar ni uno solo de mis puntos débiles e indefensos. Al principio me sentí aturdido; después de unos cuantos golpes, diestros y severos, perdí la noción de lo que sucedía. Me dejé caer en los brazos de una, agradecido de que aquello no estuviera sucediéndome a mí en realidad, de que sólo estuviese recordando una terrible pesadilla, a salvo, en el futuro.

No sé durante cuánto tiempo me golpearon. Cuando recobré el conocimiento, eran las once. Yacía en el suelo y respiraba; pero debía tener algunas costillas rotas porque cada inhalación me provocaba una auténtica agonía. Intenté ordenar mis ideas, al menos la resaca de las drogas había cedido un poco. Mi caja de píldoras. Necesitaba mi maldita caja de píldoras. ¿Por qué nunca puedo encontrarla? Me arrastré muy despacio hacia la cama. Las «Viudas Negras» habían hecho un buen trabajo, me daba cuenta de ello cada vez que me movía. Estaba magullado por todas partes, pero no habían vertido ni una sola gota de mi sangre. Se me ocurrió que si hubieran querido matarme, con sólo un travieso mordisco lo hubiesen logrado. Se suponía que todo eso significaba algo. Se lo preguntaría la próxima vez que las viera.

Me arrastré hasta la cama y pasé por encima del colchón hacia donde se hallaba mi ropa. La caja de píldoras estaba en los téjanos, donde yo solía guardarla. La abrí a sabiendas de que tenía unos calmantes de acción rápida en ella. Vi que todo mi almacén de bellezas — butacuálido HC1— había desaparecido. Eran ilegales como el demonio en todas partes, y por eso abundaban. Yo tenía ocho al menos. Debí haberme tomado un puñado para poder dormir con los delirantes trifets. Nikki cogió el resto. Ahora no me preocupaban. Quería opiáceos, cualquier opiáceo, rápido. Tenía siete tabletas de soneína. Cuando las tragara, sería como si el sol saliera entre nubes sombrías. Me calentaría en un susurrante y cálido sosiego, una sensación de bienestar fluiría por todas las partes heridas y lastimadas de mi cuerpo. La idea de ir al cuarto de baño a buscar un vaso de agua me pareció demasiado ridícula para tenerla en cuenta. Uní saliva y coraje y me tragué las soneínas una a una. Tardaron veinte minutos en hacerme efecto, pero el anticipo fue suficiente para aliviar un poco el acuciante tormento.

Antes de que las soneínas empezaran a arder, alguien llamó a mi puerta. Di un pequeño e involuntario grito de alarma. No me moví. El golpe, educado pero firme, se repitió.

Yaa shabb —respondió la voz.

Era Hassan. Cerré los ojos y deseé creer lo suficiente en algo como para rezar.

—Un minuto —dije. No podía gritar—. Deja que me vista.

Hassan empleó un saludo más o menos amistoso, pero eso no significaba nada. Fui hacia la puerta lo más de prisa que pude, llevando sólo mis téjanos. Abrí la puerta y vi que Abdulay se encontraba allí con Hassan. Malas noticias. Les invité a entrar.

—Bismillah —dije, invitándoles a entrar en nombre de Dios.

Era sólo una formalidad y Hassan la ignoró.

—A Abdulay Abu-Zayd se le deben tres mil kiam —dijo con toda sencillez, al tiempo que abría los brazos.

—Es Nikki quien se los debe. Id a molestarla a ella. No estoy de humor para vuestras pringosas gilipolleces.

Ese fue mi error. El rostro de Hassan se ensombreció como el cielo del oeste durante un simún.

—La protegida ha huido —me informó—. Tú eres su representante. Tú te hiciste responsable de la deuda.

¿Nikki? No podía creer que Nikki me hubiera hecho eso.

—Todavía no es mediodía —dije.

Se trataba de una burda maniobra, pero fue lo único que pude imaginar en ese momento.

Hassan asintió.

—Nos pondremos cómodos.

Se sentaron en el borde de la cama y me miraron con ojos fieros y una expresión voraz que no me gustó nada. ¿Qué podía yo hacer? Se me ocurrió que debería llamar a Nikki, mas eso no tenía sentido. Seguramente, Hassan y Abdulay ya habían visitado el edificio de la calle Trece. Entonces fui consciente de que la desaparición de Nikki y la paliza que las «Viudas Negras» me habían propinado guardaban una cierta relación. Nikki era su mascota. Aquello tendría algún sentido, pero no para mí, todavía no, al menos. «De acuerdo —pensé —, tendré que pagar el dinero de Abdulay y sacárselo a Nikki cuando la agarre».

—Escucha, Hassan. —Me humedecí los labios, hinchados y partidos—. Puedo darte dos mil quinientos, todo lo que tengo en el banco por el momento. Mañana te pagaré los otros quinientos. Es lo mejor que puedo hacer.

Hassan y Abdulay intercambiaron una mirada.

—Pagarás los dos mil quinientos hoy —dijo Abdulay—, y los otros mil mañana.

Otro intercambio de miradas.

—Rectifico, otros mil quinientos mañana.

Me lo gané. Quinientos para pagar a Abdulay, quinientos para resarcirle y quinientos para resarcir a Hassan.

Asentí de mala gana. No había elección posible. De repente, todo mi dolor y mi furia se concentraron en Nikki. Tenía ganas de encontrarla. No me importaba que estuviera frente a la mezquita de Shimaal, iba a hacerle pagar cada fíq de cobre por el infierno que me había causado, con las «Viudas Negras» y esos dos bastardos gordos.

—Pareces algo incómodo —dijo Hassan, afable —. Te acompañaremos al banco. Iremos en mi coche.

Le observé durante bastante rato, deseando que existiera un modo de borrar de su rostro aquella sonrisa condescendiente.

—No tengo palabras para expresar mi agradecimiento —dije al fin.

Hassan me respondió con un descuidado ademán de su mano.

—No se dan las gracias cuando uno cumple con su obligación. Alá es el más grande.

—Alabado sea Alá —dijo Abdulay.

—Sí, tienes razón —respondí.

Al abandonar mi apartamento, Hassan se pegó a mi hombro izquierdo y Abdulay a mi derecho.

Abdulay se sentó delante, junto al chófer de Hassan. Yo lo hice detrás, al lado de Hassan, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la tapicería de piel auténtica. Nunca en mi vida había subido en un coche como aquél y no me hubiera importado uno peor en ese momento. El dolor aumentaba y se hacía más agudo. Sentía gotitas de sudor que resbalaban despacio por mi frente. Debí quejarme.

—Cuando terminemos nuestra transacción —murmuró Hassan—, nos ocuparemos de tu salud.

Realicé el resto del trayecto al banco sin una palabra, sin un pensamiento. A medio camino, las soneínas me hicieron efecto y, de repente, pude respirar con toda placidez y aligerar un poco mi carga. El flujo persistió, incluso creí que iba a desmayarme, y se convirtió en una maravillosa y radiante aura de esperanza. Casi no oí a Hassan cuando llegamos al cajero automático. Utilicé la tarjeta, confirmé mi saldo y extraje dos mil quinientos cincuenta kiam. Eso me dejó con un total de seis kiam en mi cuenta. Le di veinticinco de los grandes a Abdulay.

—Mil quinientos mañana —dijo. —Inshallah —contesté con sorna.

Abdulay levantó la mano para golpearme, pero Hassan se la cogió y le detuvo; luego, le murmuró unas palabras que no entendí. Guardé los cincuenta restantes en mi bolsillo y entonces me di cuenta de que no llevaba más dinero. Debería tener algo, el dinero del día anterior más los cien de Nikki, descontando los que me hubiese gastado la noche anterior. Quizá Nikki los había cogido, o una de las «Viudas Negras». No tenía mucha importancia. Hassan y Abdulay se consultaban en voz baja. Por último, Abdulay tocó su frente, sus labios y su pecho y se marchó. Hassan me cogió por el hombro y me llevó hasta su lujoso y brillante automóvil negro. Intenté hablar, me costó un poco.

—¿Dónde…? —pregunté.

Mi voz sonó extraña, ronca, como si hiciera décadas que no la empleaba.

—Te llevaré al hospital —dijo Hassan —. Si me perdonas, te dejo aquí. Tengo obligaciones urgentes. Los negocios son los negocios.

—La acción es la acción —repuse.

Hassan sonrió. No creo que sintiera una animosidad especial contra mí.

—Salamtak —dijo.

Me deseaba paz.

Allah yisallimak —contesté.

Bajé del coche en el hospital para indigentes y fui a urgencias. Tuve que mostrar mis documentos de identificación y esperar hasta que sacasen mis datos de la memoria de su ordenador. Me senté en una silla plegable de acero gris, con una copia impresa de mis datos sobre el regazo y esperé a que me avisaran… durante once horas. Las soneínas se habían evaporado a los noventa minutos. El resto del tiempo fue un infierno delirante. Me senté en una habitación enorme, llena de enfermos y heridos, todos pobres, que sufrían. Los lamentos de dolor y los alaridos de los niños eran incesantes. El aire estaba viciado por el humo del tabaco, la peste de los cuerpos, de la sangre, de los vómitos y de la orina. Por fin, me atendió un doctor hostil, que murmuraba para sí mientras me examinaba, sin preguntarme nada en absoluto, vendaba mis costillas, extendía una receta y me echaba de allí.

Era muy tarde para que me vendieran lo recetado en una farmacia; pero sabía que podía conseguir algunas drogas caras en la «Calle». Eran las dos de la madrugada, estaría animada. Tendría que volver al Budayén, pero la rabia contra Nikki me dio fuerzas. Tenía una deuda pendiente con Tami y sus amigas.

Cuando llegué al club de Chiriga, lo vi medio vacío y extrañamente tranquilo. Las chicas y las travestís estaban sentadas, indiferentes, los clientes contemplaban sus cervezas. La música sonaba más fuerte de lo habitual, claro que la voz de Chiri superaba aquel volumen con su estridente acento suahili. Pero las risas desaparecieron en las conversaciones de doble filo. No había actividad. La barra olía a sudor seco, cerveza derramada, whisky y hachís.

—Marîd —dijo Chiri al verme.

Parecía cansada. Era evidente que había sido una noche larga, floja y en la que todos habían hecho poco dinero.

—Deja que te invite a una copa —dije —. Tienes aspecto de necesitarla.

Esbozó una sonrisa cansina.

—¿Cuándo te he dicho que no?

—Nunca, que yo recuerde —repuse.

—Ni lo haré jamás.

Se volvió y se sirvió una copa de una botella especial que guardaba debajo de la barra.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Tende. Una especialidad de África oriental.

Titubeé.

—Ponme una.

La expresión de Chiri fue de burla seria.

—El tende no es bueno para el bwana blanco. Afecta al mgongo de bwana blanco.

—Ha sido un día muy largo y fatal también para mí, Chiri —dije, dándole un billete de diez kiam.

Pareció compadecerse. Me sirvió un poco de tende y levantó su vaso.

—Kwa siha yako —brindó en suahili. Levanté mi bebida.

—Sahtayn —dije en árabe.

Probé el tende. Mis cejas se levantaron. Tenía un sabor fuerte y desagradable. Aunque sabía que si insistía, llegaría a gustarme. Vacié el vaso.

Chiri movió la cabeza.

—Esta negra teme por bwana blanco. Espera que bwana blanco vomite sobre su bonita y limpia barra.

—Otra, Chiri. Venga.

—¿Tan malo ha sido el día? Querido, acércate a la luz.

Di la vuelta a la barra donde pudiera verme mejor. Debía tener una cara espantosa. Extendió la mano para acariciar los golpes de mi frente, alrededor de mis ojos, mis labios y mi nariz enrojecidos y partidos.

—Sólo deseo emborracharme con rapidez. Chiri —dije —, y estoy sin blanca.

—Le sacaste tres mil a aquel ruso, ¿no es lo que me dijiste? ¿O me lo ha contado alguien? Yasmin, tal vez. ¿Sabes?, después de que el ruso se tragara la bala, mis dos nuevas se largaron, y también Jámila.

Me sirvió más tende.

—Jámila no es una gran pérdida.

Era un travesti, un transexual que nunca intentó operarse. Empecé mi segunda copa. Cortesía de la casa.

—Para ti es fácil decirlo. Mira a los seductores turistas sin esas tetas desnudas moviéndose en el escenario. ¿Quieres decirme qué te ha pasado?

Agité el hielo del licor con cuidado.

—Otro día.

—¿Buscas a alguien en particular?

—A Nikki.

Chiri me dedicó una risita.

—Eso lo explica un poco, aunque Nikki no pudo pegarte de ese modo.

—Las «hermanas».

—¿Las tres?

Hice un a mueca.

—A nivel individual y en comandita.

Chiri miró hacia arriba.

—¿Por qué? ¿Qué les has hecho?

Solté un soplido.

—Todavía no lo sé.

Chiri irguió la cabeza y me observó de soslayo durante un instante.

—¿Sabes?, hoy he visto a Nikki. Ha venido a mi casa esta mañana, sobre las diez, para decirme que te diera las gracias. No me contó por qué, pero supuse que lo entenderías. Luego, fue a buscar a Yasmin.

Otra vez, la sangre me hirvió de rabia.

—¿Dijo adonde iba?

—No.

Me relajé de nuevo. Si alguien en el Budayén sabía dónde se encontraba Nikki, ésa era Tamiko. No me gustó la idea de enfrentarme a aquella puta loca, pero por todos los demonios que lo haría.

—¿Sabes dónde puedo comprar provisiones?

—¿Qué necesitas?

—Media docena de soneínas, media de trifets y media de butacuálidos.

—¿Y dices que estás sin blanca? —Alargó el brazo bajo la barra y cogió su bolso. Revolvió en él y sacó un tubo de plástico negro—. Llévate esto al lavabo de hombres y coge lo que necesites. Ya me lo devolverás. Lo arreglaremos, puede que te lleve a mi casa esta noche.

Era una idea excitante pero me amilanaba. He sido intimidado por pocas mujeres, transexuales, travestís u hombres. Quiero decir, que no soy una máquina de sexo sobrehumana, pero me las arreglo bien. La de Chiri, creo, era una proposición terrible. Esos maléficos dibujos de las cicatrices y sus afilados dientes…

—Ahora vuelvo —murmuré, mientras acariciaba el tubo con las pastillas.

—Precisamente tengo el nuevo moddy de Dulce Pilar —dijo Chiri a mi espalda—. Me muero por probarlo. ¿Nunca has deseado follar con Dulce Pilar?

Era una sugerencia muy tentadora, pero tenía asuntos pendientes para las próximas horas. Después… , con el módulo de personalidad de Dulce Pilar conectado, Chiri se convertiría en Dulce Pilar. Y lo haría como la Dulce Pilar hacía cuando el módulo fue registrado. Cierras los ojos y estás en la cama con la mujer más deseada del mundo, y tú eres el único hombre que quiere, que desea…

Cogí algunas tabletas y cápsulas del tubo de Chiri y volví al club. Por casualidad, Chiri miraba bajo la barra mientras yo colocaba el tubo negro en su mano.

—Nadie va a ganar pasta esta noche —dijo, con expresión aburrida—. ¿Otra copa?

—Tengo que irme. La acción es la acción.

—Los negocios son los negocios —repuso ella—. Así es. Lo sería si estos cabrones baratos gastasen un poco de dinero. Recuerda lo que te he dicho sobre mi nuevo moddy, Marîd.

—Escucha, Chiri, cuando termine, si todavía estás aquí, lo probaremos juntos. Inshallah.

Me sonrió de esa manera que tanto me gusta.

Kwa herí, Marîd. —Assalam alaykum.

Me interné en la cálida y lluviosa noche, aspirando una profunda bocanada de la dulce fragancia de algún árbol en flor.

El tende me había levantado el ánimo y me había tragado un trifet y una soneína. Estaría bien cuando pusiera mis pies en el nido de ratas de esa falsa geisha de Tamiko. Ya había recorrido todo el camino desde la «Calle» hasta la Trece cuando descubrí que no iba a llegar. Suelo andar mucho más que eso. Decidí que no era la edad lo que me retrasaba, sino los malos tratos que mi cuerpo había recibido esa mañana. Sí, seguro que era eso.

Las dos y veinte, las tres de la madrugada y de la ventana de Tamiko salía música de koto. Llamé a su puerta hasta que la mano empezó a dolerme.

Por el sonido de la música o por su estado de drogadicción no podía oírme. Traté de forzar la puerta y comprobé que estaba abierta. Subí la escalera despacio y con sigilo. Casi todos los que me rodean en el Budayén tienen alguna modificación, módulos de personalidad y potenciadores conectados en el interior de sus cerebros, que les proporcionan habilidades, talento y entradas de información, o, como en el caso del moddy de Dulce Pilar, una personalidad nueva por completo. Sólo yo me movía entre ellos sin alteración, confiando en el valor, la cautela y el sentido común. Superaba a los buscavidas, enfrentándome con mi ingenio natural a su consciencia reforzada por ordenador.

En ese mismo momento, mi ingenio natural me avisaba de que algo iba mal. Tami no se habría dejado la puerta abierta, a no ser que Nikki hubiera olvidado su llave…

Al final de la escalera, la vi en la misma postura, más o menos, en que la había visto el día anterior. El rostro de Tamiko estaba pintado con el mismo blanco austero y los mismos horribles trazos negros. Desnuda, la palidez de su cuerpo artificial, mejorado por la cirugía, resaltaba sobre el suelo de madera. Su piel tenía una lánguida, enfermiza blancura, excepto en las marcas oscuras de quemaduras y moretones alrededor de sus muñecas y su garganta. Un gran corte, de oreja a oreja, había formado un enorme charco de sangre, en el que su maquillaje blanco se había corrido un poco. Esta «Viuda Negra» nunca más picaría a nadie.

Me senté a su lado sobre los almohadones y la observé mientras intentaba entender lo ocurrido. Puede que Tami se hubiera ligado al tipo equivocado y éste hubiese sacado su arma antes de que ella destapase la suya. Las marcas de quemaduras y los moretones indicaban tortura… , una larga, lenta y dolorosa tortura. Tami había pagado con creces lo que me había hecho a mí. Qadaa oo qadar. un juicio de Dios y del destino.

Estaba a punto de llamar a la oficina del teniente Okking cuando el teléfono de mi cinturón sonó. Estaba tan absorto en mis pensamientos, contemplando el cadáver de Tami, que el timbre me sobresaltó. Sentarse en una habitación con el cadáver de una mujer contemplándote es bastante aterrador. Contesté al teléfono.

—¿Sí? —dije.

—¿Marîd? Tienes que…

Luego oí colgar el teléfono. No estaba seguro de a quién pertenecía la voz, pero me pareció reconocerla. Parecía la de Nikki.

Me quedé sentado un poco más, preguntándome si Nikki trataba de pedirme algo o alertarme. Me quedé petrificado, incapaz de cualquier movimiento. Las drogas me hacían efecto, pero esa vez apenas las notaba. Respiré a fondo dos veces y dije el código de Okking por teléfono. Esa noche no habría Dulce Pilar.

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