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El cabaret de Chiriga se hallaba justo en el centro del Budayén, a ocho manzanas de la puerta Este y a otras ocho del cementerio. Resultaba muy útil tenerlo tan a mano. El Budayén era un lugar peligroso y todo el mundo lo sabía. Por eso, una muralla rodeaba tres de sus lados. A los viajeros se les advertía que no se acercasen al Budayén, pero iban a pesar de ello. Toda su vida habían oído hablar de él, y no se perdonarían regresar a casa sin haberlo visto por sí mismos. Algunos entraban por la puerta Este y recorrían la «Calle», presas de curiosidad; al cabo de dos o tres manzanas, empezaban a ponerse nerviosos, y tenían que buscar un lugar donde sentarse y beber algo, o tomarse una o dos píldoras. Después, se apresuraban a regresar por donde habían venido y se consideraban afortunados de poder volver al hotel. Otros no tenían tanta suerte, y se quedaban en el cementerio. Como he dicho, era un cementerio muy bien situado, y les ahorraba un montón de tiempo y de problemas a todos.

Entré en el club de Chiri, satisfecho por abandonar el bochornoso calor de la noche. A la mesa más cercana a la puerta se sentaban dos mujeres, turistas de mediana edad, con bolsas llenas de recuerdos y regalos para sus amigos. Una de ellas llevaba una cámara fotográfica y sacaba instantáneas holográficas de las personas que había en el cabaret. Los asiduos no estaban muy conformes con ello, pero solían ignorar a esa clase de turistas. Un hombre no hubiera podido sacar esas fotos sin pagarlas. Todos hacían caso omiso de las dos mujeres, excepto un hombre alto, muy delgado, que llevaba un oscuro traje de corte europeo y corbata; se trataba del traje más extravagante que yo había visto esa noche. Me pregunté qué se llevaría entre manos, y me quedé en la entrada un momento, para escuchar con disimulo.

—Me llamo Bond —decía el tipo —. James Bond.

Por si había alguna duda.

Las dos mujeres parecían asustadas.

— ¡Oh, Dios mío! —suspiró una de ellas.

Aquí, entro yo en escena. Me acerqué al moddy por detrás y le agarré de una muñeca. Deslicé mi pulgar sobre la uña del suyo y se lo apreté hasta la palma de la mano. Él lanzó un grito de dolor.

—Vamos, viejo cero cero siete —murmuré junto a su oído—, ve a dar la paliza a otro lado.

Le acompañé hasta la puerta y le propiné un fuerte empellón hacia la sofocante y húmeda oscuridad.

Las dos mujeres me miraron como si yo fuera el Mesías que volvía con su salvación personal en sobres separados.

—Gracias —dijo la de la cámara. Hablaba en francés—. No sé qué más decir aparte de gracias.

—No ha sido nada —contesté—. No me agrada ver a esa gente, con sus módulos de personalidad conectados, que molestan a todos menos a otro moddy.

La segunda mujer parecía perpleja.

—¿Un moddy, joven?

Como si no los hubiera en dondequiera que ella viviese.

—Sí. Lleva un módulo de James Bond, y se cree él. Estará toda la noche con la misma canción, hasta que alguien le sacuda y le haga saltar el módulo de la cabeza. Es lo que se merece. También debe llevar Alá sabe qué tipo de daddies. —De nuevo, vi aquella expresión de perplejidad, así que proseguí—: Daddy es lo que llamamos un potenciador. Un daddy proporciona conocimiento temporal. Digamos que te enchufas un daddy de sueco y, hasta que te lo quitas, entiendes el sueco. Los tenderos, abogados y otros «chorizos» usan daddies.

Las dos mujeres me miraron con expresión de sorpresa, como si estuvieran decidiendo si todo eso podía ser cierto.

—¿Se lo conectan en el cerebro directamente? —preguntó la segunda mujer—. ¡Qué horror!

—¿De dónde son ustedes? —inquirí. Se miraron entre sí.

—De la República Popular de Lorena —respondió la primera.

Eso lo explicaba todo: era probable que nunca hubieran visto a un loco con un moddy activado.

—Señoras, si no les molesta un pequeño consejo —dije —, creo que se han equivocado de barrio. De hecho, no se encuentran en el local adecuado.

—Gracias, señor —repuso la segunda mujer.

Con gran revuelo, recogieron sus paquetes y sus bolsas, dejaron sus bebidas sin terminar y salieron a toda velocidad. Espero que abandonaran el Budayén sanas y salvas.

Esa noche, Chiri trabajaba sola detrás de la barra. Me gustaba, éramos amigos desde hacía tiempo. Era una mujer alta y magnífica; su negra piel estaba tatuada con dibujos geométricos de escarificaciones que sus lejanos antepasados llevaban. Cuando sonreía, gesto que no prodigaba en exceso, sus dientes brillaban con un blanco turbador, y producían esa sensación porque, al hacerlo, mostraba unos afilados caninos, tradicionales de los caníbales, ya me entienden. Cuando un extraño entraba en el club, sus ojos se volvían inquisitivos y sombríos, tan carentes de interés como dos agujeros de bala en la pared. Al verme, me dirigió esa amplia sonrisa de bienvenida.

—¡Jambo! —gritó.

Me apoyé sobre la estrecha barra y le di un beso fugaz en la decorada mejilla.

—¿Qué pasa, Chiri? —pregunté.

—Njema —dijo en suajili, en un intento de ser amable. Luego sacudió la cabeza—. Nada, nada, el mismo maldito y aburrido trabajo.

Yo asentí. No hay cambios en la «Calle», sólo los rostros. En el club había doce clientes y seis chicas. Yo conocía a cuatro de ellas, las otras dos eran nuevas. Debían llevar años en la «Calle», igual que Chiri, o, de lo contrario, ya se habrían largado.

—¿Quién es ésa? —pregunté, señalando a la chica nueva del escenario.

—Quiere que la llamen Pualani. ¿Te gusta? Dice que significa «Flor celestial». No sé de dónde es. Pero se trata de una tía auténtica.

Enarqué las cejas.

—Ahora tendrás con quien charlar —dije.

Chiri me dedicó la más dudosa de sus expresiones.

—Oh, sí. Intenta hablar un rato con ella, ya verás.

—¿Tan mal?

—Ya verás. No serás capaz de evitarlo. Qué, ¿has venido a hacerme perder el tiempo o tomarás algo?

Miré el reloj digital que destellaba sobre la caja registradora, detrás de la barra.

—Tengo una cita dentro de media hora.

Chiri arqueó las cejas.

—¿Negocios? Trabajamos de nuevo, ¿no?

—Demonios, Chiri, éste es mi segundo trabajo de este mes.

—Entonces, compra algo.

Yo intentaba pasar de drogas cuando sabía que debía reunirme con un cliente, así que pedí lo de siempre, una parte de ginebra y otra de bingara sobre hielo con lima. Me quedé en la barra, aunque el cliente estaba a punto de llegar, porque si me sentaba a una mesa, las dos chicas nuevas intentarían ligar conmigo. Lo harían a pesar de que Chiri las ahuyentase. Ya habría tiempo de sentarse cuando ese tal Bogatyrev apareciera.

Apuré mi bebida y observé a la chica del escenario. Era guapa, pero todas los son, el trabajo lo exige. Su cuerpo, perfecto, pequeño y ágil, era tan dulce que casi te morías de ganas de poner la mano sobre aquella maravillosa piel, brillante de sudor. Te morías de ganas, ésa es la verdad. Para eso estaban las chicas allí, para eso estabas tú, para eso estaba Chiri y su caja registradora. Comprabas bebidas a las chicas, contemplabas sus cuerpos perfectos, y pretendías gustarles. Y también ellas trataban de gustarte. En el momento en que dejabas de gastar dinero, se levantaban e intentaban agradar a otro.

No podía recordar cuál había dicho Chiri que era el nombre de aquella chica. Desde luego, tenía mucho camino andado: sus mejillas habían sido pronunciadas con silicona, su nariz enderezada y reducida, y su cuadrada mandíbula favorecida con un atractivo hoyuelo; injertos de senos de gran tamaño, silicona para redondear el culo… ; todo ello dejaba rastros reveladores. Ningún cliente lo notaría, pero, en los últimos diez años, he visto un montón de mujeres en un montón de escenarios. Todas parecen la misma.

Chiri volvió de servir a unos clientes lejos de la barra. Nos miramos.

—¿Busca dinero para que le hagan un trabajo en el cerebro? —pregunté.

—Sólo quiere daddies, creo —dijo Chiri—. Eso es todo.

—Se ha gastado mucho dinero en ese cuerpo, ¿crees que ha dado muchas vueltas?

—Es más joven de lo que aparenta, cielo. Vuelve dentro de seis meses y tendrá su moddy conectado. Dale tiempo y te mostrará la personalidad que más te guste; de putón, de trágica palomita deshonrada, o de algo intermedio.

Chiri tenía razón. Era toda una novedad que alguien trabajase en aquel club utilizando su propio cerebro. Me preguntaba si la nueva tendría aguante para seguir allí, o si el empleo la devolvería al lugar de donde había venido, satisfecha con su cuerpo transformado y con su, en parte, modificada mente. Una barra de moddies y daddies era un sitio duro para hacer dinero. Podías tener el cuerpo más despampanante del mundo, pero si los clientes estaban colgados y ponían más atención en su propia diversión intracraneal, lo mejor que podías hacer era volver a casa.

Una voz tranquila e imperturbable me habló al oído:

—¿Marîd Audran?

Me volví despacio y miré a aquel hombre. Supuse que se trataba de Bogatyrev. Un tipo pequeño, calvo, con un audífono y sin modificación alguna. Al menos, ninguna visible. Eso no significaba que no estuviera cargado con un módulo y potenciadores que yo no podía ver. Me he topado con unos pocos así a lo largo de los años. Son los más peligrosos.

—Sí —respondí—. ¿El señor Bogatyrev?

—Encantado de conocerle.

—Lo mismo digo. Tendrá que pagar una consumición o la chica de la barra empezará a calentar su gran olla de hierro.

Chiri nos ofreció aquella mirada caníbal.

—Lo siento —se excusó Bogatyrev—, no bebo alcohol.

—Está bien —respondí, y me dirigí a Chiri—: Ponle uno de éstos—pedí, levantando mi copa.

—Pero… —se quejó Bogatyrev.

—De acuerdo —dije —. Es para mí, yo la pagaré. Era cortesía por mi parte. Me la beberé también.

Bogatyrev asintió, sin expresión. Inescrutable, ¿saben? Se supone que los orientales se llevan la palma, aunque estos tipos de la Rusia Reconstruida tampoco lo hacen mal. Lo practican. Chiri preparó la bebida y se la pagué. Entonces, seguí al hombrecillo hasta una mesa del fondo. Bogatyrev no miraba ni a izquierda ni a derecha, ni prestó un instante de su atención a las mujeres semidesnudas. He conocido a varios como éste.

A Chiri le gustaba tener el club en penumbra. Las chicas tienden a mejorar con la oscuridad. Parecen menos voraces, menos depredadoras. Las sombras suaves las visten de misterio. Al menos, eso es lo que un turista debía pensar. Chiri apagaba las luces cualesquiera que fuesen las transacciones que tuvieran lugar en las garitas o en las mesas. Las potentes luces del escenario apenas atravesaban la penumbra. Se podía ver los rostros de los clientes de la barra, mientras observaban, soñaban o alucinaban. El resto del club permanecía en la oscuridad, e indiferencia-do. Me gustaba ese estilo.

Terminé mi primera bebida y retiré el vaso a un lado. Rodeé el segundo con la mano.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Bogatyrev?—¿Por qué me ha pedido que nos encontremos aquí? Me encogí de hombros.

—Este mes no tengo oficina —dije—, y estas personas son mis amigos. Yo velo por ellos y ellos velan por mí. Es un esfuerzo recíproco.

—¿Cree que necesita esa protección?

Estaba poniéndome a prueba, y he de decir que todavía no la había superado. No del todo. Se mostraba muy educado. También lo practican.

—No, no es eso.

—¿No tiene un arma? Sonreí.

—Yo no llevo armas, señor Bogatyrev. Por lo general, no. Nunca me he encontrado en situación de necesitarlas. Si el otro tipo tiene una, hago lo que me dice; si no la tiene, le obligo a hacer lo que yo digo.

—Pero, tal vez, si tuviera un arma y la mostrase primero, evitaría riesgos innecesarios.

—Y ahorraría un tiempo valioso. Mire, tengo mucho tiempo, señor Bogatyrev, y es «mi» pellejo lo que arriesgo. Todos necesitamos una descarga de adrenalina de vez en cuando. Aquí, en el Budayén, nos regimos por una especie de código de honor. Ellos saben que voy desarmado, yo sé que también ellos. Nadie que rompa las reglas vuelve a repetirlo. Somos como una gran familia feliz.

No sabía cuánto se estaba tragando Bogatyrev, tampoco me importaba. Yo exageraba un poco, y, mientras, trataba de hacerme una idea del carácter del tipo.

Su expresión se volvió un poco amarga. Creo que comenzaba a pensar en olvidar el asunto. Hay muchos guardaespaldas privados en las listas de los mensajes comerciales por cable. Tipos grandes y fuertes, armados hasta los dientes, para tranquilizar a personas como Bogatyrev. Agentes con brillantes armas bajo sus chaquetas, lujosos y cómodos trajes en vecindarios más atractivos, secretarias y terminales de ordenador conectados a todas las bases de datos del mundo conocido y fotografías enmarcadas de ellos estrechando la mano de gente que crees reconocer. Ése no era yo. Lo siento.

Evité a Bogatyrev la molestia de continuar con su prueba.

—Se estará preguntando por qué el teniente Okking me ha recomendado a mí, en lugar de a alguien de los gremios de la ciudad.

Bogatyrev ni siquiera parpadeó.

—Sí —admitió.

—El teniente Okking es parte de la familia —dije—. Él hace los negocios a mi manera y yo los hago a la suya. Mire, si acude a uno de esos agentes cromados, le harán lo que usted necesita, pero su tarifa le costará cinco veces más que la mía; le llevará más tiempo, se lo garantizo, y esos tipos rápidos tienen tendencia a formar gran estruendo con su equipo caro y armas que llaman la atención. Yo realizo el trabajo con mucho más silencio. Es menos probable que sus intereses, sean los que fueren, terminen decorados con fuego de láser.

—Ya veo. Ahora que el tema del pago ha sido mencionado, ¿puedo preguntarle cuál es su tarifa?

—Depende de lo que me encargue. Yo no hago cierto tipo de trabajos. Llámelo excusa. Pero aunque no acepte el caso, puedo indicarle a alguien competente que lo haga. ¿Por qué no empieza desde el principio?

—Quiero que encuentre a mi hijo.

Aguardé, pero Bogatyrev parecía no tener nada más que decir.

—Muy bien —dije.

—Necesitará una foto suya —afirmó más que preguntó.

—Por supuesto. Y toda la información que pueda ofrecerme: cuánto hace que desapareció, cuándo le vio por última vez, qué se dijeron, cree que se escapó o que fue obligado… Ésta es una gran ciudad, señor Bogatyrev, y resulta sumamente fácil hacer un agujero y ocultarse en él si se quiere. He de saber dónde empezar a buscar.

—¿Su tarifa?

—¿Quiere regatear?

Empezaba a fastidiarme.

Siempre he tenido problemas con estos nuevos rusos. Nací en el año 1550, el 2172 del calendario infiel. Unos treinta o cuarenta años antes de mi nacimiento, el comunismo y la democracia murieron en su lecho de agotamiento de recursos, de hambre y pobreza feroces. La Unión Soviética y los Estados Unidos de América se fraccionaron en docenas de pequeñas monarquías y Estados policiales. El resto de los países del mundo pronto siguieron su ejemplo. Moravia era ahora independiente, como Toscana, y la Commonwealth de la Reserva de Occidente: todos aislados y aterrorizados. No sabía de qué Estado de la Rusia Reconstruida procedía Bogatyrev. Aunque era probable que diese lo mismo.

Me observó hasta que me di cuenta de que no diría nada más si no fijaba un precio.

—Quiero mil kiam al día más gastos —dije —. Págueme tres días por adelantado. Le daré una factura detallada cuando encuentre a su hijo, inshallah.

O sea, si es la voluntad de Alá. Había dicho una cifra diez veces superior a mi tarifa habitual. Supuse que regatearía.

—Me parece bien. —Abrió un maletín de plástico y sacó un paquete pequeño —. Aquí tiene unas cintas holográficas y un informe detallado de mi hijo: sus aficiones, vicios, aptitudes; es decir, su perfil psicológico completo, todo lo que usted pueda necesitar.

Le lancé una mirada furtiva a través de la mesa. Era extraño que tuviera ese paquete para mí. Las cintas del ruso hubieran bastado, lo que me dejaba atónito era el resto, el perfil psicológico. A menos que Bogatyrev fuera obsesivamente metódico, y un paranoico además, no entendía el porqué de reunir todo aquel material para mí. Entonces, tuve un presentimiento.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció su hijo? —pregunté.

—Tres años.

Le miré, sorprendido. No pensaba preguntarle por qué había esperado tanto. Era seguro que ya había visitado a los profesionales de la ciudad, sin que hubiera recibido ayuda de ellos.

Cogí el paquete.

—Tres años hacen que un rastro se enfríe un poco, señor Bogatyrev —dije.

—Le agradecería mucho que le dedicase toda su atención al asunto. Soy consciente de las dificultades y estoy dispuesto a pagarle hasta que usted lo consiga, o decida que no hay esperanzas de éxito.

Sonreí.

—Siempre hay esperanza, señor Bogatyrev.

—A veces no. Déjeme decirle uno de sus proverbios árabes: «La suerte está una hora contigo, y diez contra ti».

Sacó un grueso fajo de billetes de su bolsillo y separó tres de ellos. Se guardó el dinero antes de que los tiburones del club de Chiri pudieran olerlo, y me ofreció los tres billetes.

—Sus tres días por adelantado.

Alguien gritó.

Cogí el dinero y me volví para ver qué sucedía. Dos de las chicas de Chiri se habían arrojado al suelo. Me levanté de la silla. Vi a James Bond con una vieja pistola en la mano. Intenté distinguir si se trataba de una verdadera Beretta antigua o una Walther PPK. Hubo un solo disparo, pero, en el pequeño cabaret, resonó con tanta fuerza como la detonación de un mortero de artillería. Corrí por el estrecho pasillo que separaba las garitas de las mesas, aunque, al cabo de unos pocos pasos, me di cuenta de que nunca le alcanzaría. James Bond había abandonado el club. Detrás de él, las chicas y los clientes chillaban y se empujaban tratando de ponerse a salvo. No conseguí pasar a través del pánico. Esa noche, el maldito moddy había llevado su fantasía al límite al disparar una pistola en una sala abarrotada. Era probable que reviviera esa escena en su memoria durante años. Podía sentirse satisfecho con eso, porque si se dejaba ver de nuevo por la «Calle», le darían tal paliza que deberían modificarle y ajustarle otra vez hasta que volviese a parecer un ser humano.

El club recobró la normalidad poco a poco. Se hablaría mucho de esa noche. Las chicas necesitaron beber bastante para calmar sus nervios, y mucho consuelo. Lloraron en los hombros de los mamones, y los mamones les compraron cantidad de bebidas.

Chiri llamó mi atención.

—Bwana Marîd —dijo con suavidad—, guarda el dinero en tu bolsillo y vuelve a la mesa.

Me di cuenta de que estaba haciendo ondear los tres mil kiam por allí como un puñado de pequeñas banderas. Metí los billetes en un bolsillo de mis pantalones téjanos y regresé con Bogatyrev. No se había movido ni un ápice durante el alboroto. Hacía falta algo más que un loco con una pistola cargada para alterar a esos tipos con nervios de acero. Volví a sentarme.

—Siento la interrupción —dije.

Cogí mi vaso y miré a Bogatyrev. No me respondió. Una mancha oscura se extendía con lentitud por su camisa de seda blanca de campesino ruso. Le estuve observando largo rato mientras apuraba mi copa. Supe que los siguientes días iban a ser una pesadilla. Por último, me levanté y me dirigí a la barra. Chiri ya estaba junto a mí, con el teléfono en la mano. Se lo cogí sin decirle una palabra y murmuré el código del teniente Okking.

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