II — SOLEDAD

Antes de pretender explorar el planeta se requería un establecimiento sólido sobre el rincón de tierra que nos había seguido y había que organizar allí una sociedad. Una buena noticia nos aguardaba en el pueblo: el pozo tenía agua de nuevo, que se reveló perfectamente potable, apenas un poco salobre, en el análisis que practicó Vandal. El censo estaba en marcha. Había sido fácil para los hombres, más difícil para el ganado, y andaba muy mal con referencia a las reservas materiales. Pues, como dijo mi tío: me conocen todos, pero yo no soy nadie, ni alcalde ni tan sólo concejal del Ayuntamiento.

Del recuento se desprendía que la población de la villa ascendía a 943 hombres, 1.007 mujeres y 897 niños menores de dieciséis años; un total de 2.847 almas. El ganado parecía abundante, en especial el bovino.

Luis dijo entonces:

— Es necesario, mañana por la mañana, tener una reunión general.

Mandó llamar al pregonero y le pasó un pedazo de papel con un texto en lápiz. He aquí exactamente su contenido. Tengo todavía en mi poder este papel, frágil y amarillento:

Ciudadanas y ciudadanos: mañana por la mañana, y en la plaza del pozo, asamblea general, El señor Bournat, astrónomo, os explicará la catástrofe. Luis Mauriere y sus compañeros os comunicarán el resultado de sus exploraciones. La reunión tendrá lugar dos horas después de la salida del sol azul. Habrá que tomar decisiones para el futuro. Asistencia indispensable.

Tengo un claro recuerdo de esta asamblea. Primeramente, Luis tomó la palabra:

«Antes que el señor Bournat os explique, dentro de lo posible, lo ocurrido, voy a deciros algunas cosas. Os habéis dado cuenta de que no estamos en la Tierra. Concluido el salvamento de los heridos, vamos a enfrentarnos con difíciles tareas. Antes que nada, hemos de organizamos. Ninguna comunidad humana puede subsistir sin leyes. Una parte de la tierra nos ha seguido: mide aproximadamente 30 kilómetros de largo por 17 de ancho, y tiene, a grandes rasgos, una forma romboidal con una superficie total de unos 300 kilómetros cuadrados. Pero no hay que hacerse ilusiones: sólo una cuarta parte será apta para el cultivo; el resto, no son más que montañas cabeza abajo. Yo creo que esta superficie será suficiente para alimentarnos, aun cuando nuestra población aumente con relación al censo actual. El verdadero problema no es el de las tierras, de las que habrá más que suficientes para que todo el mundo pueda poseer miles de hectáreas, ya que un planeta entero nos aguarda. El problema real es el de la mano de obra. A partir de este momento, todo el mundo es indispensable, y todo el mundo debe trabajar. Tenemos la suerte insospechada de tener entre nosotros a sabios y técnicos. Pero todos debemos considerarnos como pioneros y adoptar esta mentalidad. Aquel que en lugar de ayudar a su vecino le perjudique, es un criminal, y así debe ser considerado. ¡Lo queramos o no, ésta es, para el futuro, nuestra ley, y debemos respetarla o perecer! Ahora mismo, con la ayuda de voluntarios, voy a organizar un comité de inscripción por profesiones. Los que están aquí nos informarán acerca de los ausentes. Pasado mañana se reunirá la asamblea que va a elegir los diputados mandatarios para la constitución de nuestro gobierno, continuando la jurisdicción del consejo municipal sobre los asuntos ordinarios. Y ahora cedo la palabra al señor Bournat.»

Mi tío se levantó, apoyado en su bastón.

«Amigos míos: como sabéis, una catástrofe sin precedentes nos ha arrancado, me temo que para siempre, de nuestra vieja Tierra, y nos ha proyectado en este mundo desconocido. ¿Cuál es este planeta? No sabría decirlo. Habéis podido comprobar que hay dos soles y tres lunas. No os asustéis por ellos. El señor cura y el señor maestro, que han venido a verme a menudo en el observatorio, os dirán que esto es frecuente en el cielo. Por un azar providencial — aquí el párroco meneó la cabeza con aire de aprobación— hemos caído sobre un planeta que posee un aire respirable para nosotros, que en verdad apenas difiere del de la Tierra. Según mis primeros cálculos, este planeta debe ser ligeramente mayor que la Tierra. Luis Mauriere, hace un momento, ha precisado un esquema excelente de la próxima tarea a realizar. Tan pronto como sepa alguna novedad de este mundo, que ahora es el nuestro, os la comunicaré.»

La reacción de los oyentes fue, en general, buena. Los campesinos habían, evidentemente, aceptado el catalismo. Rutinarios y apegados a la tierra, la mayoría de ellos habían conservado todas sus familias. Entre la gente del pueblo la incredulidad fue mayor:

—¡Caramba con la historia del viejo y su nuevo mundo! No lo esperamos hasta después de muertos.

— Pero, ¿y los dos soles?

— Es muy pequeño el mundo. ¡Y después, hay que ver las cosas que pasan con su ciencia! Si queréis saber mi opinión, se trata de un nuevo experimento dentro del género de la bomba atómica.

Los dramas familiares fueron también muy frecuentes. Un muchacho estaba aterrado ante la idea de que nunca más volvería a ver a su novia, que estaba de viaje, en casa de una prima. Quería a toda costa ponerle un telegrama. Otros, tenían familiares soterrados bajo las montañas o las ruinas de sus casas.

El día siguiente era domingo. Por la mañana fuimos despertados por un carillón. El párroco, ayudado por sus fieles, había recuperado las campanas de entre las ruinas de la iglesia, y ahora las tocaba en pleno aire suspendidas de la rama central de un roble. Cuando llegamos, estaba terminando de celebrar una misa de campaña. Era un hombre excelente este sacerdote, y demostró más tarde que bajo su rechoncha persona ocultaba vastas posibilidades de heroísmo. Me acerqué a él.

— Y bien, Monseñor, le felicito. Sus campanas nos han recordado agradablemente la Tierra.

—¿Monseñor? — preguntó.

— Claro está, sois el señor Obispo, ahora. Más aún: el Santo Padre.

—¡Dios mío! no había pensado en ello. Es una terrible responsabilidad — dijo palideciendo.

— Estoy seguro de que todo marchará perfectamente.

Le abandoné muy asustado y alcancé a Luis, instalado en la escuela. Estaba asistido por el maestro y su mujer, los dos jóvenes.

—¿Tu registro avanza?

— Más o menos. Lo que unos callan, los demás lo dicen en su lugar. Aquí tengo un recuento provisional:


2 maestros

2 carreteros

3 albañiles

1 carpintero

1 aprendiz de carpintero

1 garajista

1 párroco y 1 clérigo

1 sacristán

3 cafeteros

1 panadero

2 camareros

2 merceros

3 tenderos de ultramarinos

1 herrero y 2 ayudantes

6 picapedreros

2 policías

5 contramaestres

350 obreros

5 ingenieros

4 astrónomos

1 geólogo, tú

1 cirujano

1 médico

1 farmacéutico

1 biólogo

1 historiador, tu hermano

1 antropólogo

1 veterinario

1 relojero y especialista en radio

1 sastre y 2 aprendices

2 modistas

1 guarda jurado


Los demás son campesinos. En cuanto al viejo Boru, quiere ser clasificado como «cazador furtivo». ¡Ah! me olvidaba: el dueño del castillo, su hijo, sus hijas, su amante y al menos doce esbirros. ¡Estos únicamente nos causarán complicaciones!

—¿Y los recursos materiales?

— Once coches en rodaje, sin contar el de tu tío y el 20 HP. de Miguel, que consume demasiado; 3 tractores, uno de ellos con cadenas; 18 camiones, de los cuales hay 15 de la fábrica; 10 motos y un centenar de bicicletas. Por desgracia, solamente disponemos de 12.000 litros de bencina y 13.600 de gas-oil. Pocos neumáticos de recambio.

— No te preocupes por la bencina, los haremos marchar con gasógeno.

—¿Y cómo los construirás estos gasógenos?

— En la fábrica.

— No hay electricidad. Tenemos generadores auxiliares a vapor, pero hay poco carbón y no mucha madera.

— Habrá hulla no muy lejos de aquí, en las montañas. Debió «seguir». Difícil de explotar, ciertamente, pero no tenemos dónde escoger.

— Encuéntrala. Es tu oficio. En cuanto a víveres, estamos abastecidos, pero será necesario cuidar de ello hasta la cosecha próxima. Probablemente serán precisas las cartillas de racionamiento. ¡Me pregunto cómo les haremos aceptar esto!

Las primeras elecciones en Telus tuvieron lugar al día siguiente. Se realizaron sin programa definido: los electores fueron completamente advertidos de que iban a elegir un comité de Salud Pública. Debía componerse de nueve miembros, elegidos por mayoría relativa, votando cada elector en favor de una lista de nueve nombres. El resultado fue una sorpresa. El primer electo con 987 votos sobre un total de 1.302 votantes, fue el primer alcalde adjunto, Alfredo Charnier, un rico campesino. El segundo fue el maestro, su primo lejano, con 900 votos; el tercero el señor cura, con 890 votos. Después venían Luis Mauriere, con 802 votos; María Presle, campesina ilustrada, ex consejera municipal, con 801 votos; mi tío, 798 votos; Estrangers, 780 votos, y, ante nuestra sorpresa, Miguel, con 706 votos —¡era muy popular entre el elemento femenino! — , y yo, con 700 votos. Supe después que Luis había hecho campaña en mi favor, alegando que yo sabría encontrar el hierro y carbón necesarios. ¡El dueño del Café Principal, con gran despecho suyo, sólo obtuvo 346!

Lo que más nos sorprendió fue la insignificante proporción de campesinos elegidos. Quizá, en aquellas extrañas circunstancias, los electores se fijaron en los que por sus conocimientos serían más capaces de sacar partido de todo; puede ser también que desconfiasen los unos de los otros, y optaran por elegir a hombres ajenos a las querellas del pueblo.

Como se imponía, ofrecimos la presidencia a Charnier. Este rehusó, y, finalmente, se designó por turno al maestro y al párroco. Por la noche, Luis, que compartía una habitación con Miguel y conmigo, nos dijo:

— Es necesario formar bloque. Vuestro tío vendrá con nosotros. Creo que podemos contar con el maestro. Seremos cinco, es decir, la mayoría. Será menester imponer nuestros puntos de vista, lo que no siempre será fácil. Tendremos el apoyo de los obreros, quizá el de los ingenieros, y aún el de una parte de la gente del pueblo. No hablo de esta forma por ambición personal, pero creo sinceramente que somos los únicos que claramente sabemos lo que hace falta para dirigir este fragmento de tierra.

— En realidad — dijo Miguel—, tú nos propones una dictadura.

—¿Una dictadura? No, pero sí un gobierno fuerte.

— No veo muy clara la diferencia — dije yo—, pero creo, en efecto, que es necesario. Tendremos oposición…

— El señor cura… — aventuró Miguel.

— No es seguro — cortó Luis—. Es inteligente, y como nosotros no vamos, en modo alguno, a meternos con la cuestión religiosa, podemos tenerle incluso con nosotros. ¿Los campesinos? Tendrán tanta tierra como puedan cultivar. No hay nada en el colectivismo moderado que estoy proyectando, exclusivamente para la industria, que pueda inquietarles. No, las dificultades van a provenir del espíritu de rutina. Al menos en un futuro próximo. Más tarde, dentro de algunas generaciones, el problema podrá ser otro. Hoy se trata de subsistir. Y si comenzamos a pelearnos o a permitir que reine el desorden…

— Conforme, estoy de acuerdo.

— Yo también — dijo Miguel—. ¡Si me hubieran dicho que formaría parte de un Directorio!

La primera reunión del Consejo se dedicó a la distribución de «carteras».

— Comencemos por la de Educación Nacional — dijo Miguel—. Propongo que el señor Bournat sea nuestro ministro. No podemos, a ningún precio, dejar que nuestra herencia se pierda. Cada uno de nosotros, «los científicos», deberá escoger entre los alumnos de la escuela aquellos que nos parezcan más aptos. Les enseñamos, primero, el aspecto práctico de nuestras ciencias respectivas. La teoría se enseñará a los más capaces, si los hay. Será menester, también, escribir los libros necesarios para completar la biblioteca del observatorio, que es, afortunadamente, vasta y ecléctica, y la de la escuela.

— Muy bien — dijo Luis—. Propugno para la Industria al señor Estranges; el señor Charnier, Agricultura; tú, Juan, te haces cargo de las Minas, puesto de mucha importancia. El señor cura tendrá la administración de Justicia y de Paz, y el señor maestro las Finanzas, ya que el estudio de la economía política era su pasatiempo. Sería necesario establecer una moneda o cualquier medio de cambio.

—¿Y yo? — preguntó Miguel.

— Tú puedes dirigir la policía.

—¿Yo, «poli»?

— Sí, un lugar difícil: el censo y empadronamiento, requerimientos, Orden Público, etc. Tú eres popular, esto, te ayudará.

—¡No voy a durar mucho tiempo! Y tú, ¿de qué te haces cargo?

— Un momento. María Presle se ocupará de la Sanidad Pública, asistida por el doctor Massacre y el doctor Julio. Para mí, si os parece bien, el Ejército.

—¿El Ejército? ¿y por qué no la Flota?

—¿Quién sabe lo que este planeta nos reserva? ¡Y me sorprendería mucho si nuestro habitante del castillo no hace muy pronto alguna de las suyas!

Luis no creía ser tan exacto. Al día siguiente, numerosos ejemplares de un cartel «impreso» apareció por nuestras calles. Su texto era:

Ciudadanos y campesinos: un pretendido comité de Salud Pública ha empuñado el poder bajo una apariencia de democracia. ¿Quiénes componen este Consejo? ¡Cinco extranjeros sobre nueve miembros! Un obrero, tres intelectuales, un ingeniero y un maestro. Total seis votos contra tres votos campesinos y el del señor cura, arrastrado, a pesar suyo, en esta aventura. ¿Qué puede saber esta Junta de vuestras legítimas aspiraciones? ¿Quién, en cambio, mejor que yo, gran propietario rural, podría compartirlas? ¡Venid conmigo y pondremos en la calle a toda esta pandilla! Podéis encontrarme en el Vallan.

Firmado: JOAQUÍN HONNEGER

Luis cantó victoria.

— Os lo había dicho, hay que tomar medidas.

La primera de ellas fue la de requisar todas las armas y distribuirlas a una guardia seleccionada entre los elementos de confianza. Se organizó con cincuenta hombres, bajo el mando de Simón Beuvin, teniente de la reserva. Este embrión de ejército era, a pesar de todo, una fuerza apreciable.

Por aquel tiempo, tuvimos la confirmación de nuestra soledad. Los ingenieros, ayudados por Miguel y mi tío, lograron montar un aparato emisor de bastante potencia, Radio Telus. Habíamos designado a nuestro nuevo mundo Telus, en recuerdo de la Tierra, de la cual era el nombre latino. La luna mayor fue Febo, la segunda Selenio y la tercera Artemis. El sol azul fue Helios, y el rojo, Sol; bajo estos nombres, vosotros los conocéis.

Con emoción, Simón Beuvin lanzó las ondas al espacio. Quince días seguidos repetimos la experiencia en una gama muy variada de longitudes de onda. No llegó ninguna respuesta. Dado que escaseaba el carbón, fuimos espaciando nuestras llamadas hasta una sola por semana. Hubo que resignarse: alrededor nuestro no había más que soledad. Quizá algunos pequeños grupos sin radio.

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