I — EL ÉXODO

Unos días después partí en el «tanque», seguido por tres camiones cargados de material. Otro llevaba el carburante que tenía que accionar el motor de la perforadora. Nos pusimos inmediatamente al trabajo. Como había imaginado, la bolsa de petróleo no era muy profunda; la encontramos a 83 metros. Llenamos, no sin dificultad, un camión cisterna. En el pueblo se había instalado una rudimentaria refinería, que nos proporcionó un combustible de suficiente calidad. Permanecí ausente dos meses y medio. Vzlik, que había venido conmigo, hacía grandes progresos de francés, y yo hablaba con él como con un compatriota. Como explorador, me fue muy útil. Su resistencia era extraordinaria, y a toda marcha sobrepasada los 90 km. por hora. Todas las noches me ponía en contacto con el Consejo por radio. Los planos del barco estaban terminados e iniciada la ejecución de las piezas. En el pueblo llevaban una vida de infierno. Las incursiones de hidras eran continuas, difíciles de rechazar, y perdimos diecisiete hombres y una gran cantidad de ganado. Asimismo, teníamos noticias y cartas por medio de los conductores de los camiones-cisternas, los cuales maldecían todas las veces que era menester regresar a la zona terrestre.

Al cabo de un tiempo volví al pueblo con Vzlik, dejando la explotación bajo la dirección de un contramaestre. Muchas cosas habían cambiado durante mi ausencia. En los campos de labranza, como una orla, se habían construido refugios ligeros, pero sólidos, con el fin de llevar a término las faenas de la cosecha, sin demasiado riesgo. La fábrica producía grandes cantidades de raíles. No eran laminados— no teníamos laminadores de raíles—, sino moldeados. Eran algo primarios, pero bastaban. Una nueva vía conducía hasta la costa. Allí se alzaba el astillero naval. La quilla del navío estaba ya en su lugar. Tendría 47 metros de largo por 8 de ancho. Estranges opinaba que podría marchar a 7 u 8 nudos. Cerca se habían construido los depósitos de carburante; por el momento teníamos 40.000 litros. En medio de una actividad febril, pasaron ocho meses. La botadura, terminado el casco del navío, tuvo lugar en buenas condiciones. Hubo que terminar las instalaciones interiores y construir un dique de carga. Realizamos las primeras pruebas cuando tocaba a su término el segundo año de nuestra estancia en Telus. Se sostenía bien, pero marchaba con lentitud, pues no pasaba de los seis nudos de velocidad de crucero.

Miguel y Breffort realizaron una rápida incursión a la región del cobalto, llevándose semillas de plantas gramíneas terrestres, con el fin de que nuestro ganado, al llegar, encontrase pastos convenientes. Se llevaron también a Vzlik, encargado de negociar con su tribu. Debía aguardarnos en la confluencia del Dron y del Dordoña. Antes de partir nos hizo una interesante revelación: un río profundo, aunque estrecho, que se unía al Dron, pasaba a treinta kilómetros escasos del emplazamiento que habíamos escogido. Miguel comprobó que era navegable hasta cincuenta kilómetros del mismo.

Construimos también una barcaza remolcable. Veintinueve meses terrestres, después de nuestra llegada, el primer convoy tomó la ruta del Sur. El barco transportaba a setenta y cinco hombres, armas, útiles, placas de aluminio, acero y raíles. Yo lo dirigí, ayudado por Miguel y Martina. La barcaza llevaba una locomotora, una grúa desmontable y carburante. Navegamos con prudencia, y la mayor parte del tiempo con la sonda. A veces hubo que alejarse de la costa. El mar estaba en calma.

Preferentemente, me colocaba en la proa o sobre el puente. El agua era muy verde. Alrededor del barco navegaban formas imprecisas. No estaba tranquilo, ignorando qué clase de monstruos podía ocultar este océano. El Conquistador — así se llamaba nuestro barco— estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y otra de 7 mm. Pero me sentí aliviado cuando penetramos en el estuario del Dordoña.

Remontamos el río a pequeña velocidad. Buena la hicimos. A pesar de la débil corriente, nos quedamos estancados por dos veces en el estuario, con marea baja, por suerte. Con excepción de Miguel, Martina y yo mismo, ningún miembro de la tripulación conocía otra fauna teluriana que las hidras. Su admiración no tenía límites. Una noche, un tigrosauro consiguió saltar sobre el puente desde la orilla, hiriendo a dos hombres, antes de ser derribado por una ráfaga de ametralladora. Cuando llegamos a unos kilómetros de la confluencia del Dron, de las hierbas secas de la orilla salieron dos Sswis a toda velocidad. Minutos más tarde se elevaron tres columnas de humo; era la señal convenida con Vzlik.

Nos aguardaba solo en el extremo de la lengua de tierra. Cien metros atrás estaban, formando un grupo triangular, unos cincuenta Sswis de su raza.

— Salud — dijo con su voz silbante.

— Salud, Vzlik — respondí.

El Conquistador se inmovilizó, sin lanzar anclas de todas maneras, pues una traición siempre era posible.

— Sube a bordo — continué.

Se lanzó al agua y trepó por la escalerilla de cuerdas.

En aquel momento, el mecánico lanzó un vistazo por el ojo de buey de la sala de máquinas.

— Entonces, ¿es con estos ciudadanos que vamos a vivir? — dijo.

Vzlik se volvió y repuso:

— Ya verás como no son malos.

Me sería imposible describir el estupor que se pintó en la cara del mecánico.

—¡Cuernos! ¡pero si habla francés!

Su admiración me sorprendió. Después recordé que la mayor parte de los habitantes del pueblo solamente habían entrevisto al Sswis, quien durante su estancia estuvo conmigo casi siempre de expedición.

Miguel y Martina nos alcanzaron.

— Y bien, Vzlik — dijo ella—, ¿cuál es la respuesta a nuestras proposiciones?

— Hemos escogido la paz. Os cedemos en plena propiedad el Monte-Señal, que nosotros llamamos Nssa, y el territorio comprendido entre el Vecera, el Dordoña y el Dron, hasta los Montes Desconocidos, a los que llamamos Bsser, salvo el derecho de paso permanente para nosotros. En contrapartida, vosotros debéis comprometeros a suministrarnos hierro, en cantidad suficiente para nuestras armas, y a prestarnos ayuda contra los Sswis negros — los «Sslwips»—, los tigrosauros y los Goliats. Disfrutaréis de derecho de paso sobre nuestro territorio, como asimismo para perforarlo; en cambio os será prohibida la caza, a no mediar acuerdo con el Consejo de las tribus.

— Aceptamos — dije—. En cuando al hierro, necesitaremos tiempo para fabricarlo.

— Lo sabemos. He explicado a los Sswis cómo lo explotáis. El Consejo de los jefes quisiera veros.

— De acuerdo, vamos.

Se botó al agua un piraucho. Yo bajé con Miguel y Vzlik. Martina se quedó sobre el puente, y, discretamente, se acercó a la ametralladora.

— Be quiet but careful (permanece tranquila, pero alerta) — le dije en mal inglés, para que Vzlik no pudiera enterarse.

Con cuatro golpes de remo llegamos a la orilla. Doce Sswis se habían adelantado, y nos observaban Para nuestros ojos terrestres se parecían extraordinariamente, y si Vzlik se hubiese mezclado entre ellos hubiésemos sido incapaces de reconocerlo. Después nos hemos habituado a su aspecto, y ahora les distinguimos con facilidad, aunque, a decir verdad, son mucho menos diferentes entre sí que nosotros.

Vzlik, en cuatro palabras, les comunicó nuestra aceptación de sus condiciones. Contestaron, dándonos la bienvenida, en términos concisos, muy distintos del florido lenguaje que las novelas de aventuras de mi infancia atribuían a los salvajes terrestres. Entonces entregué a cada uno, en prenda de amistad, un excelente cuchillo de acero, semejante al que Vzlik poseía. Sus palabras de agradecimiento demostraron que el regalo les había gustado, pero su rostro permaneció impasible.

Volvimos al barco con Vzlik, y lentamente comenzamos a remontar la corriente. Llegamos a la gran curva del Isla — así había bautizado al nuevo río—, más allá del cual la navegación no es posible, por la existencia de rápidas corrientes. Era una gran extensión de agua, de una anchura superior a los doscientos metros. En la orilla norte se abría una pequeña rada, como un puerto. Decidí efectuar allí el desembarco.

Al caer la noche lanzamos el ancla. Dedicamos la jornada del día siguiente a derribar árboles, destinados a la construcción de un desembarcadero. Se terminó ocho días después. Instalamos los raíles y se inició la delicada maniobra de colocación de la grúa. Aunque estaba desmontada, era muy pesada. Al filo del mediodía nos sobrevino un trágico accidente: un joven obrero de veinticinco años, León Bellieres, fue aplastado por un andamio. Como teníamos prisa, lo enterramos en seguida. Y el puerto, en su memoria, se llamó «Puerto León».

Montada la grúa, el trabajo fue más fácil. Penosamente, desembarcamos la pequeña locomotora y los tres vagones. Lo demás fue muy sencillo.

El Conquistador retornó bajo el mando de Miguel. Quedamos allí sesenta, y comenzamos la edificación de un fortín de madera para estar al abrigo de los trigosauros, como también de una posible traición de los Sswis. Una emisora de radio nos mantenía en contacto con el Consejo. Después edificamos unos almacenes, recubiertos con placa de duraluminio. Allí abarrotamos todo el material que habíamos llevado. Entre tanto un equipo había comenzado los trabajos de la vía férrea, de cincuenta kilómetros de longitud, que debía conducir a Cobalt-City.

Estábamos en el kilómetro 4, y habíamos empleando ya toda la reserva de raíles, cuando llegó el Conquistador con un nuevo cargamento, veintitrés días más tarde. Transportaba grandes cantidades de carburante, raíles, provisiones y una pequeña excavadora. Llevaba cincuenta hombres de refuerzo. Al tercer viaje desembarcaron las primeras mujeres con los niños. En el pueblo la situación había mejorado un poco, pero las hidras continuaban apareciendo todos los días. En viajes siguientes nos mandaron ganado bovino y lanar, a los que encerramos en un terreno vallado, sembrado de hierbas terrestres. Todas las noches los conducíamos dentro del fortín, pues merodeaban los tigrosauros, y antes de que perdieran la afición a visitarnos hubo que matar a cinco o seis.

Conforme iba llegando la gente se construían nuevas cabañas. Cada familia disponía de dos habitaciones, durmiendo en común los solteros, que por cierto disminuían notablemente. Puerto-León iba tomando el aspecto de una población al estilo del Oeste americano, sin los «saloons» y los revólveres. La moral había aumentado: todos estaban contentos de haberse librado de la amenaza de las hidras. La vía férrea se iba prolongando. Alcanzó el kilómetro 20, después el 30 y el 40. En la extremidad del tendido, un pequeño pueblo interino se iba desplegando. Y llegó al valle, donde debía edificarse nuestra capital. En el pueblo «terrestre» no quedaban más que cincuenta hombres, encargados de desmontar la fábrica, bajo la dirección de los ingenieros. Mi tío y Menard estaban decididos a permanecer hasta el último barco: por el momento no había forma de desmontar el Observatorio. Quedaría cerrado con el mayor cuidado, en espera de que nuestros medios fueran más potentes. De todas maneras, debían seguirnos una lente de 50 cm. y un telescopio de 1 m. 80 cm. Transportar el gran reflector de 5,50 metros estaba por encima de nuestras fuerzas.

Guardo un recuerdo delicioso de este primer establecimiento. Nuestras casas, mitad obra mitad duraluminio, se desparramaban en desorden por las laderas del valle. Abundaban los animales, pero no había allí ni tigrosauros ni Goliats. Las formas que veíamos todos los días eran herbívoras o pequeñas fieras, análogas a nuestras zorras o nuestros gatos. Entre paréntesis, los gatos terrestres se multiplicaron, y nos fueron muy útiles, destruyendo a los pequeños roedores que amenazaban nuestras cosechas.

Un acantilado calcáreo nos suministró cemento. En primer lugar, construimos la fábrica metalúrgica, a trescientos metros de la mina de hulla. A medida que iban llegando las máquinas fueron colocadas en su lugar.

En la época en que la fábrica comenzó a funcionar, me casé con Martina. Fue una ceremonia muy sencilla. No tuvimos el honor de ser la primera pareja que se casara en Telus, Beltaire e Ida lo habían hecho en Cobalt dos meses antes que nosotros. Pero como se trataba, según la expresión de Vzlik, de «un matrimonio de jefes», los Sswis mandaron una delegación cargada de regalos. Como Vzlik les había explicado que yo apreciaba las piedras de una manera especial, me trajeron todo un montón, y entre ellas unos cristales variados y muy bellos y excelente mineral de cobre. Este último me interesó particularmente, por lo que pregunté el lugar en que había sido encontrado. Provenía de las colinas situadas al Sudeste del Monte Tenebroso, donde abundaba.

Hacía tiempo que deseaba visitar la tribu de Vzlik, por lo que aproveché Ja ocasión y partimos en «viaje de bodas» en el camión blindado. Volví a pasar por el puente que habíamos tendido sobre el Vecera, y que los Sswis habían respetado y utilizaban. Por la noche llegamos a las cavernas. Se abrían sobre un alto acantilado, orientado hacia el Oeste, sobre el pico de una pendiente abrupta. Abajo corría un pequeño riachuelo. Los Sswis, avisados por Vzlik, nos aguardaban. Fuimos conducidos a la presencia del jefe, un Sswis muy viejo, cuya piel descolorida era de un gris verdoso. Estaba recostado sobre una gruesa litera de hierbas secas, en una gruta cuyas paredes estaban cubiertas de notables pinturas, que representaban Goliats o tigrosauros atravesados por flechas. Parecían haber sido utilizadas para ritos mágicos. Tuvimos la satisfacción de vernos representados con el camión, en forma bastante parecida; pero en este caso las flechas rituales habían sido cuidadosamente borradas. Quedé sorprendido por la limpieza de estas residencias troglodíticas. Las aberturas estaban casi enteramente cerradas por pieles tendidas sobre marcos de madera. Lámparas de aceite, un aceite vegetal, iluminaban las grutas.

— Su civilización es notablemente humana — dijo Martina.

— Sí. Tengo la impresión de que entre sus formas de vida y las de nuestros antepasados paleolíticos no debe existir otra diferencia que la de su limpieza.

El viejo Sliouk — tal era el nombre del jefe— se levantó al vernos. Nos dio la bienvenida, por medio de Vzlik. Detrás suyo, contra la pared rocosa, estaban sus armas: un gran arco, flechas, venablos. Salvo un gran collar de piedras relucientes, iba completamente desnudo. Yo le entregué un cuchillo, unas puntas de flecha de acero y un espejo. Quedó fascinado por este último, y durante la comida que siguió —entonces ya sabíamos que podíamos comer la carne teluriana— no cesó de manipularlo. Su hija estaba presente. Los Sswis son muy corteses con sus mujeres, y para un pueblo primitivo las tratan muy bien. Son más pequeñas que los machos, regordetas y de piel más clara. Tuve la impresión de que Vzlik y Ssonai se entendían muy bien, lo cual me alegró, pues si Vzlik, a la muerto de su suegro, llegaba a ser jefe de la tribu, nuestra posición resultaría reforzada.

Permanecimos ocho días con ellos. Tuve largas conversaciones con Vzlik, y le pregunté muchas cosas que hasta aquel momento ignoraba. Pude así hacerme una idea de su organización social. Los Sswis son monóganos, contrariamente a sus enemigos, los Sswis negros o Slwips. La tribu comprendía cuatro clanes, cada uno de ellos gobernado por un jefe secundario, que no se unían estrechamente más que en tiempos de guerra o caza. La tribu cuenta con ocho mil individuos, comprendidas las «mujeres» y los niños. En un grado más elevado, once de estas tribus estaban confederadas, pero su solidaridad estaba en función de una amenaza grave. Además de la caza, los Sswis tienen como recursos alimenticios un cereal que «cultivan», si es que puede emplearse esta palabra para designar un trabajo consistente en sembrar y cosechar dos veces por año. Conocen el arte de ahumar la carne, con lo cual pueden hacer provisiones.

Los Sswis están rodeados, excepto por el Norte, por sus enemigos negros. Otras de estas tribus viven más lejos hacia el Sur, donde la leyenda sitúa su origen.

Son ovíparos. Las hembras ponen dos huevos por año, del tamaño de un huevo de avestruz terrestre. Los hijos aparecen después de treinta días de incubación y son capaces de alimentarse inmediatamente. Los lazos familiares son muy relativos a partir del segundo grado de parentesco. Los Sswis viven bastante tiempo, entre 90 y 110 años terrestres, cuando no mueren en combate, lo cual no es frecuente. Generalmente son de una bravura extraordinaria y muy agresivos. Respetuosos de las alianzas, matan al enemigo por este solo hecho. El robo dentro de la tribu es desconocido. ¡Fuera, es otro asunto! Casi todos poseen una inteligencia semejante a la de los hombres y están bien dotados para el progreso.

Me doy cuenta de que estoy divagando al hablaros de cosas que todos conocéis. Ya que hoy muchos de ellos se han mezclado en nuestra vida, ¡hasta el extremo de trabajar como obreros o matemáticos!

A la vuelta, en lugar de regresar directamente, pasamos por Puerto-León. El Conquistador acababa de llegar de su último viaje, cargado de tejas, ladrillos, y con el telescopio de 1,80 m. Nos traía también a mi tío y a Menard.

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