Ante todo, quién soy yo. Para vosotros, mis inmediatos descendientes, las precisiones son inútiles. Pero muy pronto vuestros hijos, y los hijos de vuestros hijos, olvidarán incluso mi existencia. ¡Cuan pocas cosas recuerdo de mi abuelo!
Era el mes de julio de 1975, cuando terminé mi primer año como ayudante en el laboratorio de Geología en la Facultad de Ciencias de Burdeos, una ciudad de la Tierra. Tenía entonces veintitrés años y, sin ser un Adonis, era un joven de buena presencia. Si mi estatura, ahora reducida por la edad, me empequeñece en este mundo de jóvenes gigantes, en la Tierra mis anchas espaldas y mi 1,83 m. imponían. ¡Para vosotros 1,83 m. no es más que una talla mediana! Si queréis conocer mi antiguo aspecto, contemplad a Juan, el mayor de mis nietos. Yo era, como él, moreno, de grandes manos, nariz acusada y ojos verdes. Estaba muy contento de mi nombramiento. Así, había vuelto al mismo laboratorio, donde años antes dibujaba mis primeros fósiles. Ahora, en cambio, me divertía con los errores de los estudiantes al confundir formas próximas, que una vista habituada distinguía inmediatamente.
Llegado el mes de julio, y habiendo terminado los exámenes, me disponía, con mi hermano Pablo, a pasar unas vacaciones en casa de nuestro tío Pedro Bournat, director del observatorio últimamente construido en los Alpes, cuyo espejo gigante de 5,5 m. de apertura iba a permitir a los astrónomos franceses luchar en pie de igualdad con sus colegas americanos. Mi tío era secundado en sus trabajos por su colaborador, Roberto Menard, un hombre de cuarenta años, algo apagado, pero de gran sabiduría, y por un ejército de astrónomos, matemáticos y técnicos, los cuales estaban ausentes, ya que se encontraban en comisión de servicio o en vacaciones, cuando se produjo el cataclismo. En aquel momento, no tenía a su lado más que a Menard y a sus dos alumnos Miguel y Martina Sauvage, a quienes yo todavía no conocía. Miguel murió hace seis años y Martina, vuestra abuela, me dejó, como ya sabéis, hace solamente tres meses. En aquella época, yo estaba muy lejos de imaginar los sentimientos que iban a unirme a ellos. A decir verdad, satisfecho de estar con mi tío y mi hermano — Menard no contaba en absoluto— y debido a mi temperamento solitario, les imaginé como huéspedes molestos, a pesar, o mejor quizá, a causa de su juventud: Miguel tenía entonces treinta años y Martina veintidós.
Fue exactamente el 12 de julio de 1975, a las cuatro de la tarde, cuando tuve noticia de los primeros signos anunciadores del cataclismo. Terminaba de hacer mis maletas, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y me encontré con la visita de mi primo Bernardo Verilhac, geólogo como yo. Tres años atrás, había formado parte de la primera expedición Tierra-Marte. El año anterior había vuelto a marchar.
—¿De dónde vienes ahora? — le pregunté.
— Hemos dado una pequeña vuelta, sin escala, más allá de la órbita de Neptuno. Como un cometa.
—¿En tan poco tiempo?
— Pablo ha perfeccionado positivamente nuestra vieja astronave, «Rosny». ¡Ahora alcanza con facilidad los 2.000 km. por segundo!
—¿Qué tal fue?
—¡Magnífico! Hemos tomado un montón de fotos espléndidas. Pero la vuelta ha sido difícil.
—¿Accidente?
— No. Nos hemos desviado. Pablo y Claudio Rommier, el astrónomo de a bordo, lo explican por la incursión de una enorme masa material, pero invisible, deslizada en el sistema solar. También es cierto que Sigurd no comparte esta opinión y que Ray Mac Lee, nuestro periodista, cree que los cálculos de la vuelta se realizaron después de celebrar con exceso el paso de la órbita neptuniana.
Consultó su reloj.
— Las 4 y 20. Debo marchar. ¡Felices vacaciones! ¿Cuándo vendrás con nosotros? Próximo objetivo: los satélites de Júpiter. Por cierto que habrá trabajo para dos geólogos, como mínimo. Allí tendrás un buen tema para la tesis, bastante nuevo al menos. Volveremos a hablar de ello. Tengo la intención de pasar a ver a tu tío este verano.
Cerró la puerta tras él. Jamás volveríamos a vernos. ¡Mi viejo Bernardo! Seguramente ha muerto. Tendría ya noventa y seis años. Sostenía, por cierto, que los marcianos poseen el secreto para doblar la vida de los hombres. Quizá vive aún, en algún lugar del Espacio. Si hubiera sabido lo que debía acontecerme, no me habría abandonado.
Con mi hermano tomé el tren aquella misma noche. Al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde, llegamos a la estación de… no importa el nombre, no lo tengo anotado y no puedo acordarme de él. Era una estación pequeña e insignificante. Nos aguardaban. Apoyado en un coche, un hombre joven, rubio y más alto que yo, hizo señas. En seguida se presentó.
— Miguel Sauvage. Vuestro tío se excusa de no haber podido venir, ya que se halla retenido por un urgente e importante trabajo.
—¿De nuevo con las nebulosas? — preguntó mi hermano.
— Con las nebulosas, no. Mejor en el Universo. Ayer noche, yo quise fotografiar Andrómeda, a causa de una «supernova» que habíamos descubierto. Hice el cálculo para enfocar el gran telescopio y, afortunadamente, por curiosidad, eché un vistazo por la mirilla, el pequeño anteojo que se regula paralelamente al gran «tele». ¡Andrómeda no estaba! ¡La encontré… a 18 grados de su posición normal!
— Es curioso — observé, vivamente interesado—. Bernardo Verilhac me dijo ayer…
—¿Ha regresado? — cortó Miguel.
— Sí, atravesaron la órbita de Neptuno. Me dijo que sus cálculos resultaron falsos, o que algo, a la vuelta, les había desviado de su ruta.
— Esto interesará mucho al señor Bournat.
— Bernardo pasará este verano por el observatorio. Entre tanto, voy a escribirle pidiendo detalles.
Mientras estábamos hablando, el coche corría con rapidez por el valle. Una vía férrea seguía la carretera.
—¿El tren llegará hasta el pueblo?
— No, es la línea construida recientemente por la fábrica de metales ligeros, que nos ha sido cedida. Afortunadamente toda la instalación es eléctrica. En otro caso, habría sido forzoso desplazarla, o desplazar el observatorio.
—¿Es importante esta fábrica?
— Trescientos cincuenta obreros, de momento. Su número doblará, como mínimo.
Tomamos la carretera en espiral que subía al observatorio, situado en la cima de un pequeño montículo. A sus pies, en el valle, el pueblo se encaramaba graciosamente. Algo más elevada se extendía la aglomeración de la industria y las casas prefabricadas del personal. Una línea de alta tensión se perdía a lo lejos, detrás de las montañas.
— Proviene de la presa construida especialmente para la fábrica. Nos suministra también la corriente — explicó Miguel.
En la base misma del observatorio se levantaban las casas de mi tío y sus ayudantes.
—¡Cómo ha cambiado en dos años! — observó mi hermano.
— Esta noche seremos muchos a cenar: vuestro tío, Menard, vosotros dos, mi hermana y yo, Vandal, el biólogo…
—¡Vandal! Nos conocemos desde niños. Es un viejo amigo de la familia.
— Está aquí con uno de sus colegas de Academia, el célebre cirujano Massacre.
— Un nombre curioso para un cirujano — bromeó mi hermano Pablo—. Francamente no me dejaría operar por él.
— Te equivocas. ¡Es el cirujano más hábil de Francia y probablemente de Europa! Tenemos también con nosotros a un amigo y discípulo suyo, el antropólogo Andrés Breffort.
—¿Breffort, el que ha investigado sobre los patagones? — pregunté.
— El mismo. Como veis, la casa es grande, pero bien poblada.
Tan pronto como llegamos, penetré en el observatorio y llamé a la puerta del despacho de mi tío.
—¡Entre! — gritó.
—¡Ah! eres tú —dijo, suavizando el tono de voz. Se levantó del sillón, desplegando su gigantesca estatura, y me estrechó en un feroz abrazo. Lo veo todavía, con su cabello y sus cejas grises, los ojos como carbón y su enorme barba de ébano en abanico sobre su chaleco.
Un tímido «Buenos días, Sr. Bournat» me obligó a dar media vuelta, Allí estaba de pie delante de su mesa, el insignificante Menard, con todos sus papeles plagados de signos algebraicos. Era un hombrecito con barba de chivo y una inmensa frente llena de arrugas. Bajo esta mezquina apariencia se ocultaba alguien capaz de hablar doce idiomas, de extraer raíces inverosímiles y para quien las más áridas especulaciones matemáticas y de física trascendental eran tan familiares como, para mí el contorno de las cercanías de Burdeos. En estas materias, mi tío, observador e investigador admirable, no le llegaba a la suela de los zapatos; pero compenetrados dominaban completamente la Astronomía y la Física Nuclear.
El teclear de una máquina llamó mi atención hacia otro ángulo.
— Es verdad — dijo mi tío—. Olvidé presentarte. Señorita, mi sobrino Juan, una mala pieza que jamás ha sabido sumar correctamente. ¡La vergüenza de la familia!
— No soy el único — protesté—. Pablo no es mejor que yo.
— Es cierto — admitió—. ¡Y pensar que su padre hacía malabarismos con las integrales! La raza pierde. En fin, no seamos injustos con lo que son. Juan será un excelente geólogo y espero que Pablo realizará un buen estudio sobre los asirios.
—¡Los hindúes, tío, los hindúes!
—¡Es igual, son de la misma ralea! Juan, te presento a Martina Sauvage, la hermana de Miguel, nuestra ayudante.
—¿Cómo está usted? — me dijo, tendiéndome la mano.
Algo embobado, yo se la estreché. Esperaba encontrar una rata de laboratorio, con lentes y nariz puntiaguda. En cambio, allí estaba una muchacha bien formada, como una estatua griega, cabellos largos y tan negros como rubio era su hermano, la frente algo caída quizás, pero con unos ojos espléndidos gris-verde y un rostro de una regularidad desesperante, tanta era su perfección. No podía decirse que fuera bonita. No, era bella, más guapa que ninguna mujer que yo hubiera visto nunca.
Me estrechó familiarmente la mano y se enfrascó de nuevo en sus cálculos. Mi tío me llevó aparte.
— Veo que Martina ha causado impresión — bromeó—. No falla nunca. Imagino que se debe al contraste con este lugar. Y ahora excúsame, pero es necesario que termine el trabajo antes de cenar, para estar preparado para las observaciones de esta noche. Como ya sabes, carezco todavía de personal. Cenamos a las siete y media.
—¿Es importante este trabajo? — pregunté—. Miguel me ha informado de que ocurren extraños fenómenos…
—¡Extraños fenómenos! ¡Querrás decir que toda la Ciencia se va por los suelos! Escucha esto: ¡Andrómeda, a 18 grados de su posición normal! Una de dos: o bien esta nebulosa se ha desplazado, en cuyo caso, dado que anteayer estaba en su sitio, habría alcanzado una velocidad físicamente imposible: o bien — y ésta es mi opinión al igual que la de mis colegas de Monte Palomar— su luz ha sido desviada por algo que anteayer no estaba allí. Y no solamente la suya, sino la de las estrellas situadas en la misma dirección, la de Neptuno y quizá también… Existe una hipótesis, no del todo absurda; tú sabes, o mejor dicho, tú ignoras que la luz es desviada por los campos de gravitación intensa. Todo ocurre como si una enorme masa hubiera hecho su aparición entre nosotros y Andrómeda, en el interior del sistema solar. ¡Y esta masa es invisible! Parece una locura, un imposible, pero es cierto. — Bernardo me explicaba que a la vuelta de su última expedición…
—¿Le has visto? ¿Cuándo?
— Ayer.
—¿Qué día regresó?
— Anteayer por la noche, precisamente después de atravesar la órbita de Neptuno. Y me dijo que se habían desviado al regresar. — ¿Cuánto? ¿Y cómo?
— No se lo pregunté. Su visita fue una exhalación. Vendrá por aquí este verano.
—¡Este verano! ¡Conque este verano! Prepara un telegrama ordenándole que venga inmediatamente con sus compañeros y el diario de a bordo. El hijo del jardinero lo llevará a Telégrafos. ¡Esto puede ser la solución del enigma! ¡Este verano, tiene gracia! ¡Vamos, muévete! ¿Aún estás por aquí?
Me eclipsé y redacté el telegrama, que Benito llevó corriendo, al pueblo. Nunca sabré si Bernardo lo recibió.
Después me fui a la casa de mi tío, donde encontré a los invitados. Primero a Vandal, de quien yo había sido alumno cuando preparaba mi licenciatura: alto y encorvado, de plateada cabellera, aun cuando apenas contaba con cuarenta y cinco años. Me presentó a su amigo Massacre, pequeño y moreno, de gestos elocuentes, y a Breffort, de buena planta, huesudo y taciturno.
Puntualmente, a las siete y veinte, llegaron mi tío y su comitiva. Y a las siete y media estábamos en la mesa.
Exceptuando a mi tío y a Menard, visiblemente preocupado, todos estábamos alegres incluso Breffort, que nos explicó con ironía las dificultades que tuvo para evitar un matrimonio realmente honorífico, pero poco agradable, con Ona, la hija de un jefe de la Tierra de Fuego. Por mi parte, estaba fascinado a causa de Martina. Cuando estaba seria, su bello rostro reposaba como un mármol frío, pero cuando sonreía, sus ojos centelleaban, sacudía su abundante cabellera inclinando ligeramente la cabeza y, en verdad, que estaba aún más guapa.
No gocé mucho tiempo de su compañía aquella noche. A las 8.15 horas, mi tío se levantó y le hizo una seña. Salieron con Menard y, a través de la ventana, vi cómo se dirigían hacia el observatorio.