II — LA ORGANIZACIÓN

Por la tarde la Academia de Ciencias de Telus se reunió en la sala de la escuela. Menard iba a hacer su comunicación. Estaban presentes Miguel y Martina, Massacre, Vandal, Breffort, mi tío, los ingenieros, el señor cura, el maestro, Enrique e Ida, Luis, mi hermano, yo mismo, y algunos curiosos. Menard subió a la tribuna.

— Voy a explicaros el resultado de mis observaciones y cálculos. Nos encontramos, como todos sabéis en otro mundo. Llamémosle Telus, ya que este nombre ha prevalecido. Su Ecuador debe aproximarse a los 50.000 km. La intensidad de la gravedad en la superficie es de unos 0,9 g. terrestres; Telus posee tres satélites a unas distancias que no conozco todavía con precisión. A unos 100.000 kilómetros el menor de ellos, Febo, que nos parece el mayor. A 530.000 kms. Selenio, mayor que nuestra antigua Luna y a unos 780.000 km. Artemis, en realidad tres veces mayor. Yo creí al principio que nos encontrábamos ante un sistema de doble astro solar. Nada de esto. En realidad Sol, el pequeño sol rojo, no es más que un gran planeta exterior, todavía en estado estelar. Pero más allá, se sitúan aún otros planetas que giran alrededor de Helios y no de Sol. Por otra parte, éste posee al menos once satélites. De momento nos hallamos en un régimen de oposición: cuando Helios se pone, Sol se levanta. Pero dentro de un tiempo, quizás un cuarto de año de Telus, nos encontraremos en cuadrante. Tendremos entonces ya los dos soles simultáneamente, ya uno sólo, o ninguno, lo cual será más cómodo para las observaciones — terminó con satisfacción.

«Los días y las noches son, y permanecen, iguales. Estamos, pues, en un planeta cuyo eje está muy poco inclinado con relación al plano de su órbita. Como, por otra parte, la temperatura es moderada, creo que debemos estar situados hacia los 45° de latitud Norte. Admitiendo la hipótesis de una oblicuidad nula, la latitud del observatorio sería de 45° 12 minutos.

«Voy a comunicaros la única hipótesis, no demasiado absurda, que he conseguido montar. La idea junto con otra, la tuve en las horas que siguieron a nuestra llegada.

«Sabéis sin duda que ciertos astrónomos consideran al Universo como una hiperesfera (o mejor, un hiperesferoide) de cuatro dimensiones, curvo y espeso según la última de ellas, con el grueso de una molécula, flotando en un hiperespacio que no podemos concebir más que muy vagamente y por analogía. La mayoría de los técnicos consideran incluso que fuera del compuesto Espacio-Tiempo no existe nada, ni el vacío, pues el vacío pertenece al espacio. Esta concepción me había parecido siempre muy pobre y ahora, en cambio, creo tener la prueba de lo contrario. Según esta teoría, habría en el hiperespacio una multitud de hiperesferas-universos flotando, como lo harían en esta habitación unos cuantos globos infantiles. Tomemos dos de estos globos. Uno es nuestro viejo Universo, perdido en su inmensidad, con nuestra Galaxia y nuestro sistema solar. El otro es el Universo que comprende a Telus, en su propia galaxia. Por una razón desconocida estos universos chocaron. Hubo una interpenetración parcial de los dos compuestos, y Telus y la Tierra se encontraron en el mismo lugar, a la vez en ambos universos. Por causas, igualmente desconocidas, un fragmento de Tierra fue captado por el nuevo universo: puede ser que Telus perdiera también algunas plumas en el encuentro, y nuestros amigos terrestres estén a la caza de la hidra por las llanuras del Ródano. Existe una suposición cierta, que los dos universos estaban animados de una velocidad sensiblemente igual y del mismo sentido, como también eran aproximadamente iguales las velocidades en sus respectivas órbitas. Sin ello es poco probable que hubiéramos sobrevivido. Es lo que explica también, que la misión interplanetaria en la que figuraba el primo de Juan Bournat, aquí presente, pudiera sospechar el cataclismo por el lado de Neptuno, y ganarlo por velocidad en su regreso hacia la Tierra. Es posible que los planetas exteriores de nuestro antiguo sistema solar, hayan sido aspirados, en este universo, y en este caso me divierto pensando la cara que deben poner mis colegas de la Tierra. Pero no lo creo probable.

«Quedan muchas cosas en el misterio. ¿Cómo no hubo, así lo parece, interpenetración de los espacios al nivel del átomo, lo que habría probablemente originado una fantástica explosión? ¿Cómo ocurrió que el cataclismo se limitara a la transferencia de un fragmento de Tierra a este nuevo universo? No lo sabemos. ¿Lo sabremos, algún día? Asimismo, es otra circunstancia turbadora que, por un azar inconcebible, hayamos caído en un planeta donde la vida protoplasmática es posible. El señor cura ve en ello la mano de la Providencia. ¿Quién sabe?

«Os he dicho que por un momento yo había concebido otra hipótesis aún más fantástica. Pensé que hubiésemos realizado un viaje a través del tiempo y que hubiésemos caído en el propio pasado de nuestro planeta, en el precámbrico, por ejemplo. Que se hubiese practicado como un nudo en el tiempo, y el Sol fuera Júpiter. Pero aparte el hecho de que esta hipótesis levantaba múltiples dificultades físicas y metafísicas, las características de Telus y de otros planetas lo desmienten categóricamente.

«Puede ser también, como han imaginado Miguel y Martina Sauvage, que hayamos topado con nuestro viejo universo a causa de un sencillo repliegue en la cuarta dimensión. En este caso, podríamos encontrarnos en el sistema de una estrella de la nebulosa de Andrómeda, por ejemplo, o simplemente al otro extremo de nuestra antigua galaxia. Quizá las observaciones futuras nos lo confirmarán.

«Para terminar y rendir homenaje al espíritu profético de determinados novelistas recordaré que J. H. Rosny, padre, había previsto en su «Fuerza misteriosa», un cataclismo análogo. Pero se trataba de un universo de una materia distinta a la del nuestro. Aquellos a los que interesen las ampliaciones matemáticas, pueden venir a verme.

Descendió de la tribuna, y al instante trabó una viva discusión con mi tío, Miguel y Martina. Me acerqué a ellos, pero al oír hablar de tensores, de campos de gravitación, etcétera, me batí rápidamente en retirada.

Luis me arrastró hacia un rincón.

— La teoría del señor Menard es totalmente apasionante, pero desde el punto de vista práctico no nos resuelve nada. Es evidente que debemos vivir y morir en este planeta. Se trata de organizarse. Muchas cosas están por hacer. Me decías el otro día que podría haber hulla no lejos de aquí. ¿Es cierto?

— Es posible. Me sorprendería mucho, si la subversión no hubiera traído a la superficie hulla estefaniana o westfaliana; no te asustes, se trata simplemente de estratos hulleros que podemos encontrar en nuestra región. ¡De todas maneras no va a ser cosa del otro jueves! Algunas venas de cinco centímetros, o quizá hasta treinta, de hulla débil o antracita.

—¡Algo es algo! Es capital para nosotros que la fábrica pueda suministrar electricidad. Ya sabes que la fabricación de las granadas ha devorado casi toda nuestra reserva de carbón. Afortunadamente, tenemos algunas partidas de aluminio y duraluminio. A falta de acero…

Los días siguientes fueron para mí un período de actividad intensa. En el Consejo tomamos una serie de medidas de protección. A algunos kilómetros del pueblo se instalaron seis puestos de vigilancia, cubiertos por un refugio hermético. Fueron aprovisionados como para un asedio, comunicados por un teléfono rudimentario con el puesto central y encargados de dar la alarma a la menor tropa de hidras. Los habitantes de cuatro granjas excesivamente aisladas fueron evacuados al pueblo con su ganado. Los trabajos del campo se efectuaron bajo la protección de camiones armados con ametralladoras. Para economizar carburante eran arrastrados al lugar del trabajo por los propios animales que debían proteger. Perfeccionamos nuestras granadas y tuvimos así una artillería antiaérea que hizo sus ensayos con motivo de una incursión de unas cincuenta hidras, de las cuales treinta fueron abatidas.

Una mañana, me fui con Beltaire y dos guardias armados a la búsqueda de carbón. Como había imaginado el yacimiento hullero estaba cerca. Una parte en zona intacta y el resto en la zona muerta, aflorando el carbón en algún lugar.

— Aquí será más cómodo para empezar — dijo Beltaire.

— Sí, pero las vetas serán imposibles de seguir, en este caos. Veamos el sector no dislocado.

Como ya había previsto, pocas vetas pasaban de los 15 cm. de espesor. Sin embargo, una de ellas alcanzaba los 55 cm.

— Mal trabajo en perspectiva para los mineros — dije.

Gracias a mi cargo de ministro de minas, me hice con treinta hombres y les mandé despejar la vía férrea que conducía en otro tiempo a la estación próxima, así como la de la cantera de arcilla que suministraba el material de aluminio. Merced al descubrimiento de Moissac y Wilson en 1964 se extraía el aluminio de la arcilla y no sólo de la bauxita como anteriormente. Ahora hemos vuelto a este viejo procedimiento, cómodo para nosotros, que poseemos en Telus yacimientos enormes de bauxita de una pureza admirable. Todo esto no se practicó sin que Estranges protestara.

—¿Cómo queréis que lleve el mineral a la fábrica?

— Primero, yo le cedo una de las dos vías. Segundo, por el momento no tenemos necesidad de una gran cantidad de aluminio. Tercero, ¿cómo va a marchar la fábrica sin carbón? Y cuarto, fundimos hierro, cuando haya encontrado el mineral. Entre tanto, tenemos un montón de chatarra que usted puede transformar en raíles. ¡Es su oficio!

Requisé igualmente dos pequeñas locomotoras, de las seis de que disponía la fábrica y vagones en número suficiente. En las canteras de arcilla tomé tres perforadoras y un compresor.

Días después, la mina estaba en funcionamiento y el pueblo disponía de electricidad. Empleaba diecisiete «forzados» con guardias, cuya misión era no tanto la de vigilarlos como protegerlos contra las hidras. Ellos dejaron muy pronto de considerarse como prisioneros, y nosotros dejamos de considerarles como tales. Se convirtieron en los «mineros» y, bajo la dirección de un antiguo capataz de minas, fueron muy pronto capaces de socavar las galerías.

De esta forma, pasaron sesenta días, ocupados en trabajos de organización. Miguel y mi tío, ayudados por el relojero, fabricaron unos péndulos telurianos. Estábamos muy fastidiados por el hecho de que el día bisolar comprendía 29 horas. Cada vez que consultábamos nuestro reloj, había que librarse a complicados cálculos. Se fabricaron dos tipos de reloj, los unos divididos en 24 «horas grandes» y los otros en 29 horas terrestres. Finalmente, años más tarde, adoptamos el sistema todavía hoy en uso, y el único que os es familiar: división del día en 10 horas de 100 minutos, y cada minuto, a su vez, en 100 segundo de diez décimas cada uno. Estos segundos difieren muy poco de los antiguos. Entre paréntesis, uno de los primeros resultados del cataclismo fue el de desregular los relojes de péndulo, ante el pasmo de los campesinos, por causa de la debilitación del valor de «g».

Nuestra reserva de provisiones, sumando las encontradas en las bodegas del castillo, nos habría permitido sostenernos durante unos diez meses terrestres. Nos encontrábamos en la zona temperada de Telus, la zona de la primavera eterna y podíamos contar con varias cosechas por año, si el trigo se aclimataba. La superficie del valle que permaneció cultivable bastaría en tanto la población no aumentara demasiado. El suelo de Telus parecía fértil.

Habíamos reparado un gran número de casas, y no estábamos ya amontonados. La escuela había abierto sus puertas y el gran Consejo habíase establecido en un hangar metálico. Ida reinaba en la sala de los archivos, y yo estaba seguro de encontrar allí a Beltaire cuando tenía necesidad de él. Habíamos iniciado la redacción de un embrión de Código, cambiando lo menos posible el derecho usual en la tierra pero simplificándolo y adaptándolo. Este Código ha estado siempre en vigor. Había allí también una sala común y una biblioteca.

El ferrocarril de la mina de hulla funcionaba, como también el de la cantera de arcilla, la fábrica marchaba a la medida de nuestros deseos. Estábamos todos ocupados, pues la mano de obra no era abundante. El pueblo era activo, y uno hubiera podido imaginar que se encontraba en una animada villa terrestre y no en la superficie de un mundo, perdido en el espacio infinito. ¿O es mejor decir: los espacios?

Tuvimos nuestras primeras lluvias, en forma de tempestades que embrollaban el tiempo por una docena de días. Tuvimos también las primeras noches totales, aun breves. No puedo describir la impresión que me produjo el ver con claridad las constelaciones que iban a ser las nuestras para siempre.

Los miembros del Consejo habíamos tomado la costumbre de reunimos en sesiones privadas en casa de mi tío, ya en su casa del pueblo, o más a menudo en la del observatorio, de nuevo restaurado. Allí encontrábamos a Vandal y a Massacre, absorbidos en el estudio de las hidras, con Breffort de ayudante, Martina, Beuvin, su mujer, mi hermano y Menard, cuando podíamos arrancarle de su máquina de calcular. Si en los Consejos oficiales Luis llevaba la batuta en las cosas prácticas, aquí, donde se hablaba mucho más de ciencias o de filosofía, mi tío, con su amplia erudición, era el jefe indiscutible del grupo. Menard, de vez en cuando, hablaba también, y todos quedábamos asombrados por la amplitud de las concepciones que desarrollaba ese hombrecito con barba de chivo. Guardo un excelente recuerdo de estas reuniones, pues es allí donde realmente conocí a Martina.

Una tarde, yo regresaba muy satisfecho, pues a unos kilómetros de la zona muerta, en el suelo teluriano, había encontrado en el fondo de un barranco excelente mineral de hierro. A decir verdad, no lo descubrí por mí mismo. Uno de los hombres de mi escolta me trajo un pedazo, preguntándome lo que era. En una curva del camino encontré a Martina.

—¡Precisamente venía a buscarte!

—¿Vuelvo con retraso?

— No, los demás están en el Observatorio, donde Menard les explica un descubrimiento.

—¿Y tú has venido a buscarme? — pregunté, halagado.

—¡Oh! No tiene gracia. Aquello no me interesa, fui yo quien lo descubrió.

—¿De qué se trata?

— Se trata de…

Aquel día no debía enterarme. Mientras hablaba, Martina había levantado la vista. Quedó con la boca abierta y un indecible horror en su rostro. Me volví: ¡una hidra gigantesca se nos echaba encima!

En el último instante recobré el control de mí mismo, aplasté a Martina contra el suelo, arrojándome a su lado. La hidra nos rozó, pero falló el golpe. Llevada por su velocidad, voló aún más de cien metros antes de poder girar. Me puse en pie de un salto.

—¡Corre al pueblo! ¡Hay árboles a lo largo de la carretera!

—¿Y tú?

— Voy a distraerla. La alcanzaré, seguramente, con mi pistola.

—¡No, me quedo!

—¡Santo Dios, corre!

Era demasiado tarde para huir. Yo sabía que con mi pistola tenía muy pocas probabilidades de matar al monstruo. En una roca se abría una cavidad. Empujé fuertemente a Martina hacia allí, y me puse delante de ella. Antes de que la hidra tuviera tiempo de proyectar su dardo, disparé cinco balas: debieron surtir efecto, pues el animal onduló con un silbido, apartándose. Me quedaban tres balas y mi cuchillo, un largo cuchillo sueco, que yo conservaba afilado como una navaja. La hidra se colocó frente a nosotros: sus tentáculos se removían como los de un pulpo, sus seis ojos glaucos y fijos nos observaban. A una ligera contracción del cono central, tuve la sensación de que el dardo iba a partir. Hice uso de mis tres últimas balas, y después, cuchillo en mano, la cabeza agachada, cargué por entre los tentáculos. Desde la parte inferior del monstruo agarré uno de los brazos y tiré con fuerza. A pesar de la atroz quemadura en una mano, me sostuve. Desequilibrado, el animal, lanzó su dardo que no alcanzó a Martina, y su extremo córneo se despuntó contra la roca. Al instante, pegado al flanco del monstruo, lo estuve mechando a golpes de cuchillo. Después mis recuerdos son confusos. Me acuerdo de mi rabia creciente, de los jirones de carne innoble contra mi rostro, la sensación de perder tierra, fina caída, un choque. Esto es todo.

Me desperté en una cama, en casa de mi tío. Massacre y mi hermano me cuidaban. Mis manos estaban rojas e hinchadas y el costado izquierdo de mi cara me escocía.

—¿Y Martina? — pregunté.

— No tiene nada. Una ligera conmoción nerviosa — repuso Massacre—. Le he administrado un soporífero.

—¿Y yo?

— Quemaduras, el hombro izquierdo dislocado, no tienes grandes contusiones. Un arbusto ha amortiguado el choque. Te he colocado el hombro durante tu desvanecimiento, lo cual te ha reanimado. ¡Como máximo tienes para quince días!

—¡Quince días! ¡Con tantas cosas que hacer! Acababa de encontrar mineral de hierro.

Un violento dolor me atravesó las manos.

— Oiga, doctor, ¿no tiene usted nada contra este veneno? Esto me quema mucho.

La puerta se abrió con violencia. Y Miguel se precipitó dentro de la habitación. Vino hacia mí con las manos tendidas. Cuando vio las manos vendadas, se detuvo en seco.

—¿Doctor…?

— No será nada.

—¡Querido amigo! ¡Sin ti habría perdido a mi hermana!

— No hubieras querido que nos dejáramos comer por aquella especie de pulpo que se equivocó de ambiente, ¿verdad? — dije intentando bromear—. Por cierto, ¿está muerta?

—¿Muerta? ¡Ya lo creo que sí! ¡La hiciste papilla! ¡Realmente no sé cómo agradecértelo!

— No te inquietes. En este mundo, tendrás ciertamente ocasiones para corresponderme.

— Y ahora — dijo Massacre—, dejadle dormir Probablemente tendrás un poco de fiebre.

Salieron dócilmente. Cuando Miguel estaba franqueando la puerta le pedí:

— Envíame a Beltaire, mañana por la mañana. Caí en un sueño agitado, del cual salí unas horas más tarde, agotado pero sin fiebre. Volví a dormirme apaciblemente y me desperté muy tarde la mañana siguiente. El dolor de mis manos y de mi cara había disminuido mucho. En la silla, Miguel dormía, plegado en dos.

— Te ha velado toda la noche — dijo la voz de mi hermano, desde la embocadura de la puerta.

—¿Cómo sigues?

— Mejor, mucho mejor. ¿Cuándo crees tú que podré levantarme?

— Massacre ha dicho que dentro de dos o tres días, si la fiebre no reaparece.

Detrás de Pablo, apareció de súbito Martina, trayendo una fuente donde humeaba una cafetera.

—¡Esto para Hércules! ¡El doctor ha dicho que podías comer!

Dejó su fuente, me ayudó a sentarme y, acomodándome la espalda con unos almohadones, me dio un beso rápido en la frente.

— He aquí una insignificante prueba de agradecimiento. ¡Y pensar que sin ti yo sería un cadáver informe! ¡Brr!

Sacudió a Miguel.

— Querido hermano, en pie. Luis te está esperando.

Miguel se levantó, bostezó y, después de haberse informado de mi salud, se marchó con Pablo.

— Luis vendrá por la tarde. Y ahora, señor Hércules, voy a haceros comer.

—¿Porqué, Hércules?

—¡Señor! Cuando uno combate las hidras cuerpo a cuerpo…

— Y yo que creí que se trataba de mi desarrollo físico — dije con tono cómicamente dolorido.

— Bien, bromeas, estarás bueno muy pronto.

Me hizo comer como a un chiquillo y después tomamos una taza de café.

— Es excelente — dije.

— Muy cortés porque lo preparé yo misma. ¿Me creerás si te digo que he debido dirigirme al Consejo para obtener una insignificante ración de café? ¡Está clasificado como medicamento! Me temo quesera indispensable acostumbrarnos a prescindir de él. La existencia de plantas de café en Telus es improbable. ¡Y lo que es aún más grave es el azúcar!

—¡Va! Con seguridad que encontraremos una planta azucarada. Si no… tenemos colmenas. Utilizaremos la miel.

— Sí, pero aunque en nuestro rincón de tierra tenemos flores, la vegetación teluriana me parece, hasta el momento, completamente desprovista de ellas.

— Ya veremos. Por mi parte soy optimista. ¡Teníamos una posibilidad de salir con vida y aquí estamos!

Unos golpes en la puerta la interrumpieron. Eran los dos inseparables Ida y Enrique.

— Veníamos a ver al héroe — dijo ella.

—¡Oh! ¡Héroe! ¡Cuando uno se encuentra entre la espada y la pared el heroísmo es inevitable!

— No lo creo. Me imagino que yo me hubiera dejado comer — dijo Enrique.

—¿Y si hubieses estado con Ida?

—¿Cómo? Me ruboricé.

— No. No quise decir esto. Supongamos que te encontraras con Martina u otra muchacha.

— Francamente, no lo sé.

—¡Te calumnias! Pero no es por esto que te mandé llamar. Vas a ir con los dos hombres que me escoltaban, a reconocer con detalle el yacimiento de hierro. Y me traerás diversas muestras. Como cuando lo encontramos ya era tarde, no hice más que echar un vistazo. Asimismo si el yacimiento vale la pena, levanta un trazado para una vía férrea. Y desconfía de las hidras: ¡No vuelan siempre en bandada! ¡Aquí tienes la prueba! Dos o tres pueden caerte encima. Toma, además, diez hombres de escolta y un camión. Y tú, Ida, ¿cómo va tu trabajo?

— He comenzado a codificar vuestros decretos. Es curioso estudiar este derecho naciente. Vuestro Consejo se ha arrogado poderes dictatoriales. Espero que será provisional. ¿Hay alguna novedad?

— Luis está furioso contra los observadores que han dejado pasar a tu hidra sin señalarla, bajo el pretexto de que era aislada. Son los del puesto 3.

—¡Los muy sinvergüenzas!

—¡Luis habla de hacerlos fusilar!

— Es excesivo. Y no estamos sobrados de hombres.

De hecho, la primera vez que salí, cinco días después, apoyándome en Miguel y Martina, me enteré de que habían sido simplemente expulsados de la guardia y condenados a dos años de trabajos en las minas. Poco a poco, me reincorporé a la vida normal.

Construimos una vía férrea hasta el yacimiento de hierro y alto horno rudimentario. El mineral — de óxido de hierro— era rico, pero poco abundante, aunque era suficiente para nuestras reducidas necesidades. A pesar de los conocimientos de Estranges la primera colada se produjo con dificultad. La fundición de mala calidad, falta de carbón susceptible de ser transformado en coque, fue refinado con acero. A decir verdad, fue con el fin de medir nuestras posibilidades por lo que empezamos aquella primera colada, ya que, para el futuro inmediato no estábamos faltos de hierro. Fundimos raíles y ruedas de vagón. Cerca de la mina, construimos garitas de obra, para los trabajadores, en caso de ataque de las hidras. Se modificaron las cabinas de las locomotoras, con el fin de que pudieran cerrarse herméticamente, a voluntad.

La temperatura era siempre la misma en un dulce clima de primavera cálida. Las «noches negras» aumentaban singularmente de duración. En el Observatorio, mi tío y Menard habían descubierto ya cinco planetas exteriores, de los cuales, el más próximo aparecía con una atmósfera jaspeada de nubes. A través de los claros, se podían contemplar mares y continentes. El espectroscopio indicaba la presencia de oxígeno y vapor de agua. Era de unas dimensiones sensiblemente iguales a las de la Tierra y poseía dos satélites. El deseo de extender los dominios está anclado tan profundamente en el corazón humano, que nosotros, pobre fragmento de humanidad, incierta todavía de su supervivencia, nos alegrábamos de tener como vecino un planeta habitable.

Cerca de la mina, bajo la protección de la guarnición, una hectárea aproximada de suelo telúrico había sido roturada para experimentación. Era una tierra ligera, rica en humus, formado por la descomposición de las plantas grisáceas. Inmediatamente mandé sembrar trigo de diferentes variedades, a pesar de la desaprobación de los campesinos que argumentaban «que no era la época». Miguel tuvo que emplear toda su elocuencia para convencerles de que en Telus no había épocas en el sentido terrestre de la palabra y que daba igual ahora que más tarde.

En el curso del desbrozamiento, tuvimos que luchar contra las serpientes planas, de las que ya habíamos encontrado un cadáver, cuando nuestra primera exploración. Los campesinos las llamaron «víboras» y este nombre les quedó, aun cuando no tenían ningún punto de contacto con las víboras terrestres. Su talla oscilaba entre 50 cm. y 3 m., y aunque no eran venenosas, hablando con propiedad, sí eran muy peligrosas. Sus poderosas mandíbulas cóncavas, inyectaban en la presa un líquido digestivo muy activo, que causaba, si el socorro no era inmediato, una especie de gangrena con licuefacción de los tejidos que producía la muerte o al menos pérdida del miembro atacado. Afortunadamente, estos animales muy agresivos y ágiles eran raros. Un buey resultó picado y murió, un hombre debió su salvación a la presencia de Massacre y Vandal que practicaron inmediatamente la amputación del pie atacado. Fueron las únicas víctimas.

Los primeros animales que emigraron a la superficie de Telus fueron las hormigas. Vandal descubrió un nido de grandes hormigas morenas de las que he olvidado el nombre, cerca de la mina de hierro. Se apasionaron por una goma que exudaban las plantas grisáceas. Las colonias se multiplicaron rápidamente, y nuestro trigo sacaba apenas su verde cabeza cuando las encontrábamos por todas partes. En la lucha que las opuso a los pequeños «insectos» telusianos, ganaron con facilidad.

Fue aquélla una temporada apacible después de nuestro áspero comienzo. El trabajo absorbía nuestras jornadas. Pasaron varios meses. Tuvimos nuestra cosecha de trigo, magnífica, en la hectárea roturada en Telus, buena en los campos terrestres. El trigo pareció aclimatarse muy bien. Nuestro ganado aumentaba, y el problema de los pastos no se había producido aún. Las plantas terrestres parecían ganar la partida a las autóctonas. Existían ya, praderas mixtas, y era algo muy curioso ver a nuestras plantas rodear un arbusto polvoriento, de hojas de cinc.

Tuve entonces ocasión de reflexionar sobre mi nuevo destino. Inmediatamente después del cataclismo, quedé sumido en la más absoluta confusión, tuve la impresión de haber sido exilado para siempre, separado de mis amigos por unas distancias al lado de las cuales las terrestres no eran absolutamente nada. Después el horror de haber caído en un mundo desconocido, y poblado de monstruos. La urgencia de la acción, la guerra civil, la necesaria organización, el papel de dirigente que me había visto forzado a asumir, habían ocupado enteramente mi ánimo. Y ahora, me apercibía de ello con estupor, lo que dominaba dentro de mí era la alegría de la aventura, un deseo frenético de ir a ver detrás del horizonte.

Explicaba todo esto a Martina un día yendo al Observatorio. Miguel y ella, no trabajan ya mucho allí. Distribuían su tiempo entre los «trabajos sociales» y la enseñanza de las ciencias a un pequeño pastor, Jaime Vidal, que se había revelado de una inteligencia muy por encima de la normal. Por mi parte yo le enseñaba geología, Vandal biología y mi hermano la historia de la Tierra. Después llegó a ser un gran sabio. Y, como sabéis, vicepresidente de la República. Pero no nos anticipemos.

— Y pensar — dije—, que mi primo Bernardo quería llevarme en su proyectil interplanetario y que yo rehusé siempre, alegando que antes quería terminar mis estudios. ¡En realidad tenía miedo! Yo, que me hubiera ido hasta el fin del mundo para buscar un fósil, experimentaba un verdadero horror ante la idea de salir de la Tierra. Y heme aquí en Telus, y tan contento. Es curioso.

— En cuanto a mí, todavía es más curioso. Ya estaba intentando refutar en mi tesis, la teoría del espacio curvo. ¡Y he aquí que he sufrido una prueba aplastante de su veracidad!

Estábamos a mitad de camino, cuando sonó la sirena.

—¡Cuidado! Todavía estos cochinos animales. ¡Al refugio!

Habíamos construido refugios un poco por todas partes. En esta ocasión yo tenía además de mi pistola y mi cuchillo, una ametralladora. El refugio más próximo estaba a unos treinta metros. Corrimos hacia allá sin falsa vergüenza. Obligué a Martina a entrar, permaneciendo yo junto a la puerta, dispuesto a tirar. Rodaron unas piedras y una silueta curva, vestida de negro, apareció: el señor cura.

—¡Ah! ¿Es usted señor Bournat? ¿de dónde vienen las hidras?

— Creo que del norte. La sirena no ha sonado más que una vez. Entre usted.

— Dios mío… ¿cuándo vamos a desembarazarnos de estos animales del infierno?

— Me temo que no va a ser pronto. ¡Ah! ya están aquí. Pase. No va usted armado.

Encima nuestro, a mucha altura, una nube verde se desplegaba. Cerca, pero ligeramente bajos, unos pequeños copos negros aparecieron en el cielo: las granadas.

—¡Demasiado corto! ¡Ah, ahora está mejor!

La salva siguiente había acertado de lleno. Segundos más tarde unos jirones de carne verde cayeron como una lluvia, alrededor del refugio. Dejando la puerta entreabierta, volví a entrar. Aun cuando estaban muertas el contacto de las hidras era urticante. En el interior, Martina, observando por la mirilla de vidrio grueso, hablaba con el señor cura. Comprendiendo el peligro que corrían si permanecían agrupadas, las hidras se dejaban caer por paquetes de dos a tres. Desde mi puerta, las vi circular alrededor de una locomotora cerrada herméticamente. Solté una carcajada: el mecánico había dejado escapar el chorro de vapor ante el espanto de las hidras.

Estaba riendo todavía, mientras miraba alrededor. Al sur, en el pueblo, los disparos crepitaban y en la plaza del pozo algunas hidras muertas yacían por tierra. De súbito pareció que el cielo se obscurecía: salté hacia el interior, cerrando la puerta. Una hidra pasó rozando el techo. Antes de que tuviera tiempo de introducir el cañón de mi escopeta en el disparadero, el monstruo estaba lejos. Un grito de Martina me sobresaltó. —¡Juan, aquí, aprisa!

Salté hacia la ventana. Fuera, a ciento cincuenta metros, un chiquillo de unos doce años corría con todas sus fuerzas hacia el refugio. Una hidra le perseguía. El chico, a pesar del peligro de muerte, no estaba asustado, y utilizaba con inteligencia los árboles, que molestaban a su perseguidor. Vi la escena y me precipité fuera, a su encuentro. La hidra había tomado altura y se zambullía. — ¡Agáchate!

El chico comprendió y se aplastó contra el suelo y la hidra falló. Yo lancé una ráfaga de unas diez balas a cincuenta metros. El animal se sobresaltó, virando, y volvió a la carga. Yo apunté de nuevo, a treinta metros, esta vez. A la tercera bala el arma se encasquilló. El tiempo de cambiar el cañón por el de recambio que tenía en mi estuche, y el chico estaba perdido. Lancé mi arma y cargué mi pistola. La hidra llegaba.

Entonces, resoplando, sublime y ridículo, pasó el señor cura con la sotana arremangada. Y cuando la hidra se abalanzó, él estaba allí, brazos en cruz, haciendo de su cuerpo una protección para el muchacho. El fue quien resultó alcanzado. Con mi arma, al fin desencasquillada, acribillé desde diez metros al monstruo, que se abatió sobre el cuerpo de su víctima.

No había más hidras a la vista. Los disparos habían cesado en el pueblo. Algunas manchas verdes flotaban altas en el cielo. Aparté el cadáver del señor cura— un centímetro cúbico del veneno de la hidra mataba a un buey, y el animal inyectaba diez veces más—. Martina cogió entre sus brazos robustos al chico, desvanecido, y bajamos al pueblo. Los habitantes despejaban sus puertas. Cuando estábamos llegando, el muchacho se reanimó. Y cuando Martina lo devolvió a su madre ya podía andar.

Encontré a Luis, sombrío, en la plaza del pozo.

— Mal día. Dos muertos: Pedro Evreux y Juan Claudio Chart. No han querido esconderse, para poder tirar mejor.

— Tres muertos — dije.

—¿Cuál es el tercero?

Le puse al corriente.

— Y bien, no me gustan demasiado los curas.

¡Pero éste ha muerto como un hombre! Propongo que los tres hombres que han caído tengan unos funerales solemnes.

— Como quieras. ¡Qué más les da!

— Es menester remontar la moral. ¡Hay demasiados hombres que tienen miedo! ¡Aunque hemos derribado treinta y dos hidras!

Desde la sala del Consejo telefonee a mi tío para decirle que estábamos a salvo. Al día siguiente tuvo lugar el entierro. Luis pronunció un breve discurso sobre las tumbas, exaltando el sacrificio de los tres hombres. Yo regresé del cementerio con Miguel y Martina. Tomamos un sendero, campo a través, y nos encontramos el cadáver de una hidra que obstruía el camino. El animal era enorme, de unos seis metros de largo, sin los tentáculos. Lo contorneamos. Martina estaba muy pálida.

—¿Qué ocurre, pequeña? — le preguntó Miguel—. ¡Ya no hay peligro!

—¡Miguel, tengo miedo! Este mundo es despiadado, demasiado salvaje para nosotros. Estos monstruos verdes nos matarán a todos.

— No lo creo — dije—. Nuestro armamento cada día se perfecciona. Ayer, con un poco más de prudencia, no hubiera habido víctimas. En el fondo no corremos más peligro que los hindúes con los tigres y las serpientes…

— Para las serpientes hay los sueros. Los tigres, pues, son tigres, unos animales no muy diferentes de nosotros. Pero ser digerido dentro de la propia piel por estos pólipos verdes… ¡Oh, qué horror! — muy bajo repitió—: ¡Tengo miedo!

La reconfortamos como mejor pudimos. Pero al llegar al pueblo vimos que no era la única. El tren de mineral de hierro estaba parado, y el maquinista hablaba con un granjero.

— Tú —decía este último—, tú te ríes. Con tu cabina bien cerrada, asunto listo. Pero nosotros, antes que uno no ha desatado a los bueyes y entrado en un refugio, tiene tiempo de estar muerto diez veces. La sirena ya puede tocar, toca siempre demasiado tarde. Te aseguro que cada vez que voy al campo hago mis oraciones. No estoy tranquilo más que en casa. ¡Y aún!

Oímos no pocas conversaciones de este estilo, aquel día. Algunos elementos de la fábrica, que no obstante trabajaban a cubierto, flaqueaban. Si las hidras llegan a atacar cada día no sé cómo hubiéramos terminado. Afortunadamente, antes de la gran batalla, no hicieron más incursiones, y poco a poco la tensión de los espíritus se relajó, hasta el punto que debimos castigar a algún observador negligente.

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