II — EL CATACLISMO

Pasamos a la terraza para tomar el cate. El atardecer era suave. El sol poniente enrojecía las elevadas montañas, sobre el Este. Miguel hablaba del descrédito en que habían caído los estudios de astronomía planetaria desde que, según su expresión, la misión Pablo Bernadac había iniciado la marcha «sobre el propio terreno». Después Vandal nos puso al corriente de los últimos hallazgos en biología. Se hizo de noche. Una media luna brillaba encima de las montañas, las estrellas centelleaban.

El relente nocturno nos forzó a entrar en el salón. Las luces estaban apagadas. Yo estaba sentado frente a la ventana, al lado de Miguel. Todos los detalles de este atardecer los tengo grabados, a pesar de los años, en mi memoria. Veía la cúpula del observatorio destacando a contra luz, flanqueada de pequeñas torres, albergue de las lentes accesorias. La conversación se había escindido en apartes, y yo hablaba con Miguel. Sin saber por qué, me sentía feliz y ligero. Tenía la impresión de pesar muy poco y estaba tan cómodo en mi sillón como un buen nadador en el agua.

En el observatorio, se iluminó una pequeña ventana, se apagó, volvió a iluminarse.

— El jefe necesita de mí —dijo Miguel—. Voy para allá.

Consultó su reloj fosforescente.

—¿Qué hora es? — le pregunté.

— Las 11.36 horas.

Se levantó y, ante su estupefacción y la nuestra, este sencillo gesto le proyectó contra el muro, a unos tres metros largos.

—¡Pero… si no peso nada!

Yo me levanté también y, a pesar de mis precauciones, me fui de cabeza contra la pared.

—¡Estamos apañados!

Aquello fue un concierto de exclamaciones de sorpresa. Durante unos instantes, revoloteamos por la sala como polvo barrido por el viento. Todos percibimos la misma sensación angustiosa, un vacío interior, un vértigo, la pérdida casi total del sentido del equilibrio. Agarrándome a los muebles, llegué hasta la ventana. ¡Parecía una pesadilla!

Las estrellas bailaban una zarabanda desenfrenada, como cuando se reflejan sobre una agitada ola. Palpitaban, se agigantaban, se apagaban, reaparecían, se deslizaban de un lugar para otro.

—¡Mirad! — grité.

— Es el fin del mundo — gimió Massacre.

— Realmente parece el fin — me susurró Miguel. Y noté cómo sus dedos se incrustaban en mi espalda.

Bajé los ojos, fatigados por el baile estelar.

—¡Las montañas!

¡Las cimas de las montañas desaparecían! Las más próximas estaban aún intactas, pero las del fondo a la izquierda habían sido cortadas limpiamente, como el tajo de un cuchillo en el queso. ¡Y aquello se precipitaba sobre nosotros!

—¡Mi hermana! — gritó Miguel con una voz ronca, y se abalanzó hacia la puerta.

Le vi trepar torpemente, a grandes zancadas de más de diez metros cada una, por el sendero del observatorio. Con el cerebro vacío, más allá del mismo miedo, yo registraba el progreso del fenómeno. Era como una gran navaja que se nos echaba encima, una navaja invisible, debajo de la cual todo desaparecía. ¡Aquello duró, quizás, veinte segundos! Oía las exclamaciones apagadas de mis compañeros. Vi a Miguel arrojarse dentro del Observatorio. ¡De repente, éste desapareció! Tuve tiempo justo para ver cómo unos centenares de metros más abajo, la montaña cortada a pico mostraba sus estratos como en un diagrama geológico, iluminada por una extraña y lívida luz, una luz de Otro Mundo. Instantes después, con un ruido ensordecedor, el cataclismo nos alcanzó. La casa osciló, me agarré a un mueble. La ventana estalló, como empujada desde el interior por una rodilla gigantesca. Fui aspirado hacia fuera, arrastrado por un viento de una potencia inconcebible, agitado con mis compañeros, rodando por la pendiente, chocando con las piedras y los arbustos, trastornado, medio asfixiado, sangrando copiosamente por la nariz. Al cabo de unos pocos segundos, aquello terminó. Me encontré 500 m. más abajo, en medio de cuerpos esparcidos, de restos de muebles, vidrios y tejas. El observatorio había reaparecido y parecía intacto. Era de día, un curioso día correcto, ocre. Levanté la vista, observé un astro solar, rojizo, lejano. Me zumbaban los oídos, tenía hinchada la rodilla izquierda y los ojos inyectados. El aire olía de una manera especial.

Mi primer pensamiento fue para mi hermano. Yacía, la espalda contra el suelo, a pocos metros. Me acerqué, admirado de gravitar de nuevo. Pablo tenía los ojos cerrados, y su pantorrilla derecha, lastimada por un residuo de vidrio, sangraba. Cuando le vendaba con el pañuelo, tornó en sí.

—¿Aún estamos vivos?

— Sí; estás herido, pero sin gravedad. Voy a ver a los demás.

Se enderezó:

—¡Vamos!

Vandal se incorporaba. Massacre tan sólo tenía los ojos algo descalabrados. Se dirigió hacia Pablo, para examinarlo.

— No es nada. El vendaje es casi inútil, porque no hay ninguna gran arteria afectada.

Breffort había sido alcanzado de más gravedad. Tenía una amplia brecha en la cabeza y estaba inconsciente.

— Precisa con urgencia una cura — dijo el cirujano—. Tengo todo lo necesario en casa de vuestro tío.

Observé la casa. Había resistido bastante bien. Faltaba una parte del techo, habían reventado postigos y ventanas, pero el resto parecía intacto. Entramos, llevando a Breffort y a mi hermano. En el interior, los muebles tumbados vomitaban su contenido sobre el suelo. A duras penas, enderezamos la mesa grande para colocar a Breffort. Vandal ayudó a Massacre.

Entonces me di cuenta que hasta aquel momento no me había preocupado de mi tío. La puerta del observatorio estaba abierta, pero nadie se movía.

— Voy a ver — dije, y me marché cojeando. Al dar la vuelta a la casa, apareció el jardinero, el viejo Anselmo, a quien habíamos totalmente olvidado. La cara le sangraba en abundancia. Le mandé a que le curaran. Subí la escalera del Observatorio. La cúpula estaba desierta, y el gran telescopio abandonado. En el despacho, Menard reajustaba, con aire sorprendido, sus lentes.

—¿Dónde está mi tío? — le pregunté.

Mientras frotaba sus cristales con un pañuelo, me contestó:

— Cuando aquello ocurrió, quisieron salir y no sé dónde están.

Me abalancé hacia fuera, llamando:

—¡Tío! ¡Miguel! ¡Martina!

Un «¡Hola!» me respondió. Detrás de unas rocas hundidas encontré a mi tío sentado, apoyado en un bloque.

— Se ha torcido un tobillo — aclaró Martina.

—¿Y Miguel?

A pesar de las circunstancias, estuve admirando la forma de su hombro, bajo la ropa destrozada.

— Ha ido a buscar agua a la fuente.

— Y bien, tío, ¿cómo se explica usted todo esto?

—¿Qué quieres que te diga? No sé ni una palabra. ¿Cómo están los demás?

Le puse al corriente.

— Va a ser necesario bajar al pueblo, para ver lo que ocurrió allí —observó.

— Por desgracia, el sol se pone.

—¿Se pone? Precisamente se está levantando.

— Se pone, tío. Hace un momento estaba más alto.

—¡Ah! ¿Estás hablando de este miserable lumiñón de cuero? Mira detrás tuyo.

Me volví y pude contemplar un radiante sol azulado detrás de las montañas segmentadas. Era preciso rendirse a la evidencia: estábamos en un mundo que poseía dos soles.

Mi reloj marcaba 0 h. 10 m.

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