IV — HE DESCUBIERTO TIERRAS IGNORADAS…

Dejé la dirección técnica en manos de Jeans y sus oficiales, reservando para mí y para Miguel el mando general. Envié un mensaje a Cobalt. Después, aconsejado por Wilkins, intenté comunicar con New-Washington. Con gran sorpresa de mi parte, lo conseguí. Jeans les explicó sucintamente lo ocurrido, y nos transmitió el agradecimiento de su gobierno y una invitación.

— Sintiéndolo mucho, no puedo aceptar de momento — respondí—. No tenemos bastante carburante para recorrer los 10.000 kilómetros que nos separan de New-Washington. Primero pasaremos por Cobalt-City.

—¿Cómo es que vosotros, franceses, habéis bautizado así vuestra ciudad? — inquirió O'Hara.

— Pues, porque es idéntica a uno de los pueblos de vuestro «Far-West» por allá el 1880. ¡Al menos tal como nosotros lo imaginamos!

Apenas dejamos el río nos dirigimos hacia el Nordeste. Soplaba un fuerte viento, y el Temerario, con gran malestar de algunos estómagos, danzaba notablemente. Estuvimos hablando, medio en francés, medio en inglés. Cuando nos faltaba una palabra, Biraben hacía de intérprete. Nuestro primer día en el mar pasó sin incidentes. Por la noche, aunque el mar se había calmado, aminoramos la marcha. Me fui a dormir, dejando a Smith en el puente. Un cambio de oscilación del Temerario me despertó. Escuché, con la sensación de que ocurría algo anormal. Inmediatamente lo comprendí: los motores se habían parado. Me vestí a toda prisa y subí al puente. Pregunté a un hombre de servicio:

—¿Qué pasa?

— No lo sé, señor, acabamos de parar.

—¿Dónde está el comandante americano?

— A popa, con el ingeniero. Miguel sacó la cabeza por un tragaluz.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué hemos parado?

— No lo sé. Ven conmigo.

— Voy.

Al decir esto se produjo como una tromba de agua contra el casco; después una sacudida hizo vacilar el barco. Oí un sonoro Damn it! (¡Maldición!), después una exclamación de sorpresa y un grito, un grito terrible:

—¡Todo el mundo dentro!

Smith me cayó encima, proyectándose sobre el callejón. Wilkins se zambulló literalmente en el interior. Smith sacó la cabeza sobre el puente, comprobó que estaba desierto y cerró la puerta. A la luz de una lamparilla vi su rostro, lívido, descompuesto. Vi como la cubierta del puesto de tripulación se cerraba con violencia. Hubo otra sacudida, y el Temerario dio un bandazo a estribor. Yo tropecé y caí sobre el tabique.

—¿Puede saberse qué ocurre?

Wilkins, al fin, contestó:

—¡Calamares gigantes!

Quedé horrorizado. Desde mi primera infancia, cuando leía Veinte mil leguas de viaje submarino, estaba atemorizado por estos animales. Conseguí articular:

— Come with me (¡Ven conmigo!) Temblándonos las piernas subimos la escalerilla, que conducía a la cubierta. Lancé una ojeada a través de las claraboyas: el puente estaba desierto y relucía bajo las lunas. En la extremidad delantera, una especie de cable grueso oscilaba detrás del afuste de los lanzagranadas. A diez metros a babor, emergió, por un instante, una masa de un mar de tinta; después aquello fue un volteo de brazos, recortado por la luz lunar. Calculé la longitud de aquellos brazos en veinte metros. Miguel se unió al grupo y después los demás americanos. Smith explicó el incidente. Cuando las dos hélices se detuvieron a la vez, estaba a popa con Wikins, y vio a dos ojos enormes que relucían débilmente. El animal les lanzó un tentáculo. Fue entonces cuando oímos el grito.

Intentamos poner de nuevo en marcha el motor. Así lo hicimos, las hélices batieron el agua, el Temerario vibró y avanzó unos metros. Después los motores se calaron con una serie de sacudidas.

— Esperaremos el día — aconsejó Wilkins. La espera resultó larga. Al amanecer pudimos comprobar la extensión del peligro. Como mínimo estábamos rodeados de veinte monstruos. No se trataba de calamares, aunque a primera vista pudieran parecerlo. Tenían un cuerpo fusiforme, agudo por la parte trasera, sin aletas, de diez o doce metros de largo por dos o tres de diámetro. De la parte delantera partían seis brazos enormes de unos veinte metros de largo y cincuenta centímetros de diámetro. Estaban dotados de garras relucientes, aceradas, y terminaban en punta de lanza. Los ojos, igualmente en número de seis, se encontraban en la base de los tentáculos.

— Aparentemente son primos hermanos de las hidras — dije.

— Por el momento, muchacho, me importa un comino — replicó Miguel—. Si se echan encima del Temerario…

—¡Soy idiota! ¡Cómo no habré puesto lanzagranadas en los torreones!

— Es tarde ya. Pero ¿y si pasáramos una de las ametralladoras del avión por un ojo de buey? Sería necesario, también, esconder las hélices. ¡Si salimos de ésta!…

Grité a la tripulación.

— Llevad una ametralladora y cintas de munición. Sobre todo, no paséis por el puente.

—¡Atención! — gritó Miguel. Un monstruo se acercaba con gran revuelo de tentáculos. Con uno de ellos agarró la valla de estribor y la arrancó.

— Si pudiéramos matar a uno con la ametralladora, quizá los demás se lo comerían.

El tubo acústico de las máquinas susurró:

— Las hélices están libres, señor.

— Bien. Estad atentos. Cuando yo lo ordene marchad adelante, a toda velocidad.

Los marineros subieron una ametralladora. Bajé el cristal e hice penetrar el cañón del arma. En el momento en que iba a disparar, Miguel me golpeó la espalda.

— Aguarda. Es mejor que lo haga un americano Están habituados a sus armas.

Pasé la ametralladora a Smith, verdadero afuste viviente. Visó minuciosamente un calamar que se posaba entre dos olas y disparó. El animal dio un verdadero salto fuera del agua, después se zambulló. En el momento en que Smith se disponía a liquidar a otro, se desencadenó una tempestad. Una decena de brazos gigantescos despejaron el puente, arrancando los pasamanos, retorciendo la pequeña grúa y hundiendo la chapa de protección de la ametralladora pequeña. Se rompió un cristal y penetró un tentáculo por la toldilla reventando el marco del tragaluz. Se agitó furiosamente. Miguel cayó sobre el tabique. Wilkins y yo, horrorizados e inmóviles, no pudimos dar un paso. Jeans yacía por tierra, derribado. El primero en reaccionar fue Smith. Cogió un hacha fijada en el muro y con un magnífico golpe de carnicero cortó limpiamente el tentáculo. A través de la puerta entreabierta salté al aparato de radio que lanzaba un S. O. S. antes de que los mástiles fueran arrancados. El Temerario se inclinó notoriamente, y oí a un marinero que gritaba:

—¡Nos hundimos!

Por el ojo de buey vi el mar agitado de tentáculos. Después llegó el deus est machina que nos salvó.

A unos doscientos metros emergió una cabeza enorme y chata de más de diez metros, presidida por una boca inmensa con blancos y acerados dientes. El recién llegado se precipitó sobre el primer calamar y lo seccionó en dos. Después, él y dos de sus congéneres que corrieron a flanquearle y los calamares libraron un combate feroz. ¡No podría asegurar si duró una hora o un minuto! El mar se calmó y no quedó otra cosa que restos de carne flotando a la deriva. Necesitamos más de diez minutos para darnos cuenta de que estábamos salvados. Entonces, enfilamos hacia el Norte a toda marcha.

Por la noche avistamos a babor un archipiélago de arrecifes encrespados, como siluetas en ruinas enderezadas contra el sol poniente. Nos acercamos con precaución. A escasos cables de distancia, apreciamos entre dos rocas dentadas un bullicio sospechoso. Instantes después, reconocimos una banda de calamares, y, con el timón a estribor, y a toda velocidad, los dejamos detrás nuestro.

La noche, muy clara, nos permitió avanzar bastante aprisa. Rozamos un calamar aislado, medio dormido, que fue fulminado por nuestras granadas. Por la mañana estábamos ante una isla.

O'Hara subió al puente, llevando el mapa que había dibujado, según las fotografías con rayos infrarrojos, tomadas desde el avión. Pudimos identificar la isla que teníamos delante con una tierra muy abrupta orientada Este-Oeste, situada entre el continente ecuatorial de donde veníamos y el continente boreal. La fotografía, tomada desde mucha altura, no precisaba detalles, pero se podía distinguir una cadena montañosa y grandes bosques. Al Sudeste, más allá de un estrecho, se podía observar la punta de otra tierra. Decidimos alcanzar el extremo Este de la primera isla, el poniente de la segunda y la gran península, al sur del continente boreal.

Recorrimos la costa Sur de la primera isla. Era rocosa, abrupta e inhospitalaria. Las montañas no parecían muy elevadas. Al atardecer llegamos al extremo Este y bajamos anclas en una pequeña bahía.

Al alba roja, el río se dibujó llano y monótono, con algo de vegetación. Cuando Helios se levantó divisamos con claridad una sabana que moría en el mar por una estrecha playa de arena blanca. Nos acercamos, e hicimos el feliz descubrimiento de que la playa terminaba de súbito, de manera que la costa distaba pocos metros de fondos de diez brazas. Nos fue fácil colocar el puente móvil y desembarcar el coche, en el cual habíamos substituido el lanzagranadas por una de las ametralladoras del avión, más manejable. Miguel, Wilkins y Jeans se instalaron en él. No fue sin aprensión que los vi desaparecer en lo alto de una pendiente. Las hierbas aplastadas trazaban la pista del coche, lo cual, llegado el case, facilitaría su búsqueda. Con la protección de las armas de a bordo bajé a tierra y visité los alrededores. Entre las hierbas, puede recoger una docena de especies distintas de curiosos «insectos» telúricos. Unas pisadas indicaban la presencia de fauna más voluminosa. Dos horas más tarde, el ronquido de un motor anunció el retorno de la camioneta. Miguel bajó solo.

—¿Dónde están los demás?

— Se quedaron allí.

—¿Dónde, allí?

— Ven, ya lo verás. Hemos hecho un descubrimiento.

—¿De qué se trata, pues?

— Ya lo verás.

Intrigado pasé el mando a Sinitb, y ocupé un lugar en el coche. La sabana ondulada, entrecortada de bosques. Cerca de uno de ellos erraba una manada de animales parecidos a los Goliats, pero sin cuernos. Después de una hora aproximada de camino vi un dolmen de varios metros de altura, y derecho, encima de él, a Jeans. Miguel se detuvo al pie. Bajamos, y por el otro lado entramos en un abrigo, debajo de la roca.

—¿Qué piensas de esto? — me preguntó Miguel.

Sobre la pared habían sido grabados una serie de signos; signos que se parecían curiosamente a los caracteres primitivos. Primero imaginé que se trataba de una broma, pero la pátina de la piedra me convenció muy pronto de mi error. Quizá habían tres o cuatrocientos signos.

— Hay más. Ven a verlo.

— Espera, voy a tomar un arma.

Fuimos para allá, ametralladora en mano. A doscientos metros el suelo descendía hacia un valle silencioso, en cuyo fondo se encontraba un amontonamiento de placas de metal y vigas torcidas, todo lo cual, sin embargo, había conservado un aspecto general fusiforme. Wilkins rodaba por entre los destrozos.

—¿Qué es esto? ¿Un avión?

— Quizá sí. ¡Pero no terrestre, esto es seguro!

Me acerqué, me adentré por el embrollo de restos. La chapa descansaba sobre la fina arena. Era de un metal amarillento, que no reconocí, pero del que Wilkins aseguró que era una aleación de aluminio.

El ingeniero me dejó curioseando el trasfondo de las placas, y se dirigió hacia la punta de aquel amasijo. Oímos una exclamación; después nos llamó. El extraño ingenio había sufrido allí menos desperfectos, conservando su forma de punta de cigarro. En un tabique intacto había una abertura. Reinaba una semiobscuridad en la cabina troncocónica en que penetramos, y al principio no pude ver nada más que la silueta imprecisa de mis dos compañeros. Después, mis ojos se habituaron a la penumbra y distinguí una especie de tabla de a bordo, con unos signos parecidos a los de la inscripción, unos signos metálicos, estrechos, unos cables de cobre, rotos y colgantes, y crispada sobre una palanca de metal blanco, una mano momificada. Enorme, negra, aún musculada a pesar de su desecamiento, no tenía más que cuatro dedos dotados de garras que debían ser retráctiles. La muñeca estaba cortada.

Por instinto, nos miramos. ¿Cuánto tiempo haría que esta mano se estaba momificando en esta isla perdida, en una última maniobra? ¿Quién era aquel ser que había pilotado aquel ingenio? ¿Provenía de otro planeta del sistema de Helios, de otra estrella, o como nosotros, había sido desalojado de su propio universo? Preguntas a las que hasta mucho tiempo después no hallaríamos más que una respuesta incompleta.

Estuvimos escudriñando hasta la noche, entre los restos del aparato. Nuestros hallazgos fueron mediocres. Algunos objetos de metal, cajas vacías, fragmentos de instrumentos, un libro de páginas de aluminio, pero por desgracia sin ninguna ilustración, un martillo de forma muy terrestre. Detrás, donde debieron colocarse los motores, bloques informes y enmohecidos, y en un espeso tubo de plomo, un fragmento de metal blanco que analizado en New-Washington resultó ser uranio.

Tomamos fotografías y volvimos. Era normal que nuestros hallazgos fueran escasos: algunos pasajeros de aquella máquina habían sobrevivido, como lo probaba la inscripción, y debieron llevarse todo lo que podía ser de utilidad. No teníamos tiempo de registrar la isla. Después de haberla bautizado como «Isla Misterio» partimos hacia la situada al Nordeste. Desembarcamos con dificultad, y no pudimos pasar el coche a tierra. La pequeña parte que visitamos era árida, poblada únicamente de «víboras» salvo algunos «insectos». Sin embargo, encontramos algunos útiles sswis, en obsidiana. Más movida y fructífera resultó la exploración de la punta Sur del continente boreal.

Al amanecer llegamos a una pequeña cala rodeada de altos peñascos, fantásticamente recortados. El desembarco del coche fue laborioso, y el sol estaba alto cuando partí con Miguel y Smith. No sin dificultad, llegamos hasta una meseta que se extendía hacia el Norte y el Este hasta perderse de vista. Al Sur se elevaban pequeñas montarías. Nos dirigimos hacia ellas, a través de la sabana manchada por pequeños bosques. El país estaba extremadamente poblado de variados animales: Goliats, elefantes, formas más pequeñas, aisladas o en rebaño. A nuestro paso, despertamos a una pareja de tigrosauros que no nos atacó, afortunadamente, pues nuestra camioneta no hubiera resistido el choque. A las tres de la tarde, cuando terminábamos de comer, apareció en la lejanía una nutrida manada. Se acercó, y reconocimos a los Sswis de la raza grande y roja, la raza de Wzlik. Me acordé que este último me había dicho en repetidas ocasiones que su tribu provenía del Sur, y que pocas generaciones antes se habían separado de su pueblo por razones que continué ignorando. Este encuentro nos incomodaba, pues nos cerraba el camino de las montañas, y si avanzábamos, dado su temperamento belicoso, la batalla parecía inevitable. Pero quizá no nos vieron, el caso es que torcieron a la izquierda y desaparecieron en el horizonte. Rápidamente, tuvimos consejo de guerra. Yo me incliné por el retorno inmediato, pues nos habíamos alejado del Temerario y estábamos en un país desconocido. Pero Miguel y Smith eran de la opinión de seguir adelante, y no regresar hasta el día siguiente. Continuamos, pues, hacia las montañas, y a las cuatro estábamos ante un acantilado que se levantaba delante de la cadena montañosa. A unos treinta metros de altura me pareció ver unas colmenas. Cuando estuvimos más cerca, pudimos observar unas fortificaciones constituidas por unas torres espaciadas a unos veinte pasos entre sí, y de una altura de diez metros. Al pie del acantilado, en una franja de cinco o seis metros, no había ni un árbol ni un matorral. Los Sswis galopaban entre las torres. Parecían muy agitados, y con los prismáticos vimos que nos señalaban con el dedo. Dudando, reduje la marcha.

De repente, una cosa larga y negra salió de lo alto de una torre que estaba frente a nosotros. Silbante, una gigantesca jabalina que debía pesar sus buenos treinta kilos, se clavó en tierra, a pocos pasos de nosotros. Frené, y después, recuperando mi sangre fría, viré acelerando.

—¡En zigzag! — me gritó Miguel.

Me volví, y pude ver una docena de dardos por los aires. Vibrando, se clavaron en el suelo a nuestro alrededor, y yo con un golpe de volante tuve que evitar a uno. Nuestra ametralladora funcionó. ¡Smith estaba a sus anchas! Había sido campeón de tiro de la aviación americana. Miguel me contó después que en un abrir y cerrar de ojos había incendiado seis torreones. No pude ver nada de esta fase del combate. Estaba agachado sobre el volante, con el pie sobre el acelerador, fastidiado por un piso desigual, la cabeza hundida entre los hombros y temiendo a cada instante sentir cómo una jabalina se clavaba en mi espalda. ¡En realidad, faltó muy poco para ello! Al llegar a los primeros árboles que limitaban con la zona devastada, se produjo a mi espalda un choque violento, un ruido metálico. Yo alteré el rumbo con violencia. Cuando, minutos después, pasé el volante a Miguel, vi que una jabalina había atravesado el techo, pasado entre las piernas de Smith y terminando su carrera con la punta hundida contra una lata de buey asado, clavándose contra el suelo. El asta sobrepasaba el techo de más de dos metros. Sin detenernos, la aserramos, y puede examinar la punta: era triangular, dentada, ¡y de acero!

Por la noche hicimos una corta parada, y caminando discutimos nuestra aventura.

— Es curioso — dije— que estos Sswis conozcan el metal, y que sea además un acero de buen temple. Se trata, ciertamente, del pueblo de donde proviene la tribu de Vzlik, lo cual significa que pocas generaciones atrás estaban todavía en la edad de piedra. Los Sswis son realmente muy inteligentes, pero me sorprende tal rapidez de progreso.

Miguel reflexionaba.

— Quizá esto esté en relación con nuestro descubrimiento de la isla.

— Puede ser, tienen catapultas o, mejor dicho, ballestas que alcanzan a más de quinientos metros.

— En todo caso — dijo Smith en inglés—, al menos les he destruido seis torres.

— Si. Ahora marchémonos. ¡Este país no es seguro!

Rodamos toda la noche. En este planeta yo ya había vivido otras noches agitadas, ¡pero ninguna como aquélla! Las tres lunas se habían levantado, y toda la fauna de este mundo parecía haberse reunido en aquel rincón. Tuvimos que abrirnos camino a través de manadas de elefantes, atraídos por los faros. Después fue un tigrosauro al acecho quien, salvo un positivo pánico que nosotros compartimos ampliamente, salvó nuestro fuego, sin aparentes daños. Tres Goliats nos obligaron a cambiar de ruta, y dos de nuestros neumáticos sufrieron el mordisqueo de víboras. Sin embargo, antes de levantarse el día vimos ya los cohetes lanzados desde el Temerario, y al alba estábamos a bordo.

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