IV — VIOLENCIAS

Un reconocimiento efectuado por doce guardias en el sector del castillo fue acogido por una ráfaga de ametralladora de 20 mm. Una prueba de ello fue un proyectil sin estallar.

— He aquí los hechos — dijo Luis—. Estos canallas tienen un armamento bastante más poderoso que el nuestro. Contra esto — mostró el proyectil— nuestras escopetas para conejos o una «cerbatana… En serio sólo tenemos un arma: el Winchester del viejo Boru.

— Y las dos ametralladoras — dije yo.

—¡Perfecto para el combate a treinta metros! ¿Y qué nos queda como munición apropiada? Por otra parte no podemos dejarles el campo libre. Por cierto, Miguel, tu hermana no está segura en el observatorio.

—¡Si estos canallas se atreven…!

— Se atreverán, muchacho. Disponemos de cincuenta hombres, sin buen armamento y poca munición. Ellos son más de sesenta bien armados. ¡Y estas carroñas de pulpos verdes, por en medio! ¡Si Constantino estuviera aquí!

—¿Quién es?

— Constantino, el ingeniero encargado de las espoletas. ¡Ah, claro! No estás al corriente. Entre otras cosas, la fábrica tenía que construir espoletas de explosivos para aviones. Tenemos un lote completo, pero solamente los cuerpos metálicos, no las cargas. Claro está que debe haber en el laboratorio de química lo necesario para cargarlas, pero nos falta el personal capaz de realizarlo.

Le cogí de las manos, dándole volteretas.

—¡Luis, muchacho, estamos salvados! ¿Sabías que mi tío es comandante de la reserva de artillería?

— Bien, pero no tenemos cañones.

—¡Efectuó su último período en antiaéreos! Estará al corriente de la cuestión. Todo marchará, si realmente encontramos los productos químicos necesarios. El y Beuvin se encargarán de esto. En caso necesario, podrán funcionar, para lo que nosotros queremos, con pólvora negra.

— Pero todo esto nos llevará diez o quince días, y mientras tanto…

— Sí, mientras tanto hay que tenerlos ocupados. Aguarda.

Corrí al hospital, donde estaba mi hermano convaleciente, acompañado de Breffort.

— Dime, Pablo. ¿Podrías reconstruir una catapulta romana?

— Sí, es fácil. ¿Por qué?

— Para atacar el castillo. ¿Qué distancia podemos alcanzar?

— Esto depende del peso que se desee lanzar. De treinta a cien metros con facilidad.

— Bien, traza los planos.

Volví con Luis y Miguel y les expuse mi plan.

— No está mal — observó Luis—, pero cien metros son cien metros y una ametralladora de 20 milímetros alcanza más lejos.

— Cerca del castillo hay una concavidad a la que se llega por un desfiladero, si no recuerdo mal. Se trata de instalar la catapulta en este hueco.

— Es decir — dijo Miguel—, tú quieres largarles cargas de explosivos y chatarra. ¿De dónde sacarás el explosivo?

— Tenemos trescientos kilos de dinamita en la cantera. Se renovó la provisión, antes de ocurrir el cataclismo.

— Así no tomaremos el castillo — dijo Miguel, moviendo la cabeza.

— Pero no se trata de esto, sino de ganar tiempo, de hacerles creer que desperdiciamos munición en fútiles ataques. Para entonces las granadas estarán listas.

Expliqué a Miguel lo que Luis me había contado.

Por orden del Consejo, Beuvin mandó unas patrullas a sondear las defensas del enemigo. Igualmente, llegado el caso, estas patrullas debían señalar la presencia de las hidras. Fueron equipadas con un pequeño emisor de radio, fruto de los ocios de Estranges. Después, iniciamos la construcción de la catapulta. Se sacrificó a un fresno joven, que fue transformado en resorte. Se llevó a término la arboladura y se ensayó el aparato con bloques de roca. Su alcance se reveló satisfactorio.

Nuestro pequeño ejército, bajo el mando de Beuvin, se encaminó hacia el castillo, con tres camiones y tres tractores remolcando la catapulta. Durante ocho días no hubo más que escaramuzas. En la fábrica se trabajaba febrilmente. Al noveno día, me fui al frente, con Miguel.

— Y bien — preguntó Beuvin—, ¿está listo?

— Las primeras granadas llegarán hoy o quizá mañana — repuse.

— ¡Uf! Debo confesarle que no estaba tranquilo. Si llegan a hacer una salida…

Fuimos a los puestos de vigilancia.

— Más allá de esta cresta — nos dijo el viejo Boru, que en su calidad de ex sargento, veterano de la guerra del 1939-45, mandaba los pelotones de vanguardia—, caemos bajo el fuego de las ametralladoras. Que yo sepa hay cuatro: dos de 20 mm y dos más de 7,5 mm. Probablemente tienen también fusiles ametralladores.

—¿Fuera del radio de las catapultas?

— No hemos probado de alcanzarlas. Nos hemos guardado cuidadosamente de revelar las posibilidades de nuestras armas — dijo Beuvin.

—¿Y al otro lado del castillo?

— Han fortificado el lugar con troncos de árboles. Además, la carretera cae bajo su fuego. Imposible llevar allí material pesado.

— Aguardemos.

Trepando, llegamos hasta la cresta. Una ametralladora pesada la vigilaba.

— Podríamos intentar alcanzarla — dijo Miguel.

— Si, pero no atacaremos hasta que hayan llegado las granadas. Imagino que en la próxima alba azul.

En aquel momento llegó un camión del pueblo, con mi tío, Estranges y Breffort. Descargaron varias cajas.

— He aquí las granadas — dijo Estranges.

Estaban formadas por un tubo de fundición, armado de un detonador.

— Y las espoletas — dijo mi tío—. Las hemos ensayado. Alcance: 3 km. 500 m. Precisión bastante buena. Su cabeza contiene un kilo de residuos de fundición y la correspondiente trilita. Sigue un camión, con los caballetes de lanzamiento, y más cajas. Hay 50 espoletas de este modelo. Fabricamos otras más potentes.

—¡Nuestra artillería en marcha! — dijo Beuvin.

En aquel momento un hombre bajó por la pendiente.

— Agitan una bandera blanca — dijo.

—¿Se rinden? — pregunté, incrédulo.

— No. Quieren parlamentar.

— Contestad — ordenó Beuvin.

Del bando enemigo se levantó un hombre y avanzó, agitando un pañuelo. Boru le señaló un lugar a media distancia, en la «no man's land», y lo escoltó. Era Carlos Honneger, en persona.

—¿Qué queréis? — preguntó Beuvin.

— Hablar con vuestros jefes.

— Aquí hay cuatro.

— Para evitar sangre inútil, os proponemos lo siguiente: vosotros disolvéis el Consejo y entregáis las armas, y nosotros tomamos el poder. Nada os ocurrirá.

— Exacto, queréis reducirnos a la esclavitud — dije yo—. He aquí nuestra contraproposición: Devolvéis las jóvenes que habéis raptado y deposición de armas. Vuestros hombres serán puestos bajo vigilancia, y tú y tu padre, en presidio, para ser juzgados.

—¡No te falta cinismo! Ya vendrás otro día con tus historias.

— Os advierto — dijo entonces Miguel— que si os vencemos y nosotros tenemos muertos, seréis colgados.

—¡Me acordaré!

— En este caso, ya que no queréis entregaros — dije—, propongo poner a cubierto a las muchachas, al igual que tu hermana y la señorita Ducher, bajo aquella armella, por ejemplo.

—¡Ni hablar! Mi hermana no tiene miedo, como tampoco Magdalena. Si las demás se mueren, yo me río. Habrá otras, después de la victoria; tu hermana, por ejemplo…

«Se encontró por el suelo, con la cara tumefacta. Miguel había sido más rápido que yo.

Se levantó.

— Habéis pegado a un parlamentario — dijo lívido.

— Tú no eres un parlamentario, sino un cerdo. ¡Venga, en marcha!

Fue conducido «manu militari». Apenas había franqueado la carena, cuando llegó el segundo camión. Los caballetes de lanzamiento fueron montados rápidamente.

— Dentro de diez minutos abriremos fuego — dijo Beuvin—. ¡Lástima no tener un observatorio!

— Este montículo — observé, designando, cien metros atrás, un desnivel de unos cincuenta de altitud.

— Está bajo el fuego enemigo.

— Sí, pero desde allí debe verse hasta el castillo. Tengo una vista excepcional. Voy a llevarme este teléfono. El hilo parece lo bastante largo.

— Voy contigo — dijo Miguel.

Partimos, desenrollando el hilo. A media altura, chasquidos de piedras saltando por todas partes, nos indicaron que habíamos sido descubiertos. Nos echamos al suelo y, contorneando el cerro, llegamos a la vertiente abrigada.

Desde arriba, veíamos perfectamente las líneas enemigas. El pequeño fortín de la ametralladora pesada comunicaba detrás por una trinchera y estaba flanqueado de nidos de fusiles ametralladores. De trecho en trecho se observaba a los hombres rebullir dentro de pequeñas aberturas.

— Cuando lo del sastre, debían ser cincuenta o sesenta. Pero ahora, con su sistema de fortificaciones, serán más numerosos — observó Miguel.

A un kilómetro, a vista de pájaro, a media pendiente, se levantaba el castillo. Pequeñas formas negras entraban y salían.

—¡Es una pena que Vandal rompiera sus prismáticos!

— Ahora no tenemos más que telescopios. ¡Son potentes, pero poco manejables!

— Hubiera debido desmontar una pequeña «mirilla».

— Tendrás tiempo de hacerlo. Me extrañaría que nos apoderáramos hoy del castillo.

—¡Atención! ¡Atención! — se oyó por el teléfono—. Dentro de un minuto, abrimos fuego contra el castillo. Observad.

Eché una vista sobre nuestro campo. La mitad de los hombres se desplegaban, justo detrás de la carena. Otros estaban atareados alrededor de las catapultas. Estranges y mi tío ultimaban cuidadosamente las plataformas de lanzamiento. Los camiones habían regresado.

A las 8 h. 30 m., exactamente, seis flechas de fuego salieron de nuestro atrincheramiento. Alcanzaron altura, dejando un rastro de humo, que se perdió. Las espoletas consumieron su carga explosiva. Seis pequeños relámpagos iluminaron el césped del castillo, transformándose en seis pequeñas nubes de humo. Segundos más tarde, unas secas detonaciones llegaron hasta nosotros.

— 30 metros, corto — señalé.

Allá arriba, cuatro figuras negras hicieron su aparición en la blanca escalinata.

De nuevo, otras seis cargas se levantaron. Una de ellas estalló en mitad del portal del castillo, y las cuatro personas cayeron. Tres se levantaron, vacilantes, y arrastraron a la otra hacia el interior de la casa. Uno de los explosivos desapareció por una ventana. Los restantes percutieron los muros, sin producir graves daños, en apariencia.

—¡Tanto! — grité.

Una tras otra se esparcieron dieciséis granadas; una dio con el coche de Honneger, a la derecha de la casa, y lo incendió.

— Basta de granadas — telefoneó Beuvin—. Observad las catapultas.

Se levantaron tres cargas. Fallaron, por poco, el fortín.

— Un poco largo — señaló Miguel.

Le empujé al suelo. No pudiendo alcanzar a nuestros hombres, escondidos detrás de la cresta, la ametralladora tiraba sobre nosotros. Durante algunos minutos, no osamos menearnos. Las balas silbaban encima de nuestras cabezas. Obuses de 20 mm. hollaban la tierra, algo más abajo.

—¡Afortunadamente, carecen de morteros!

— Habrá que acondicionar este puesto de observación. Descendamos un poco.

La ametralladora y los fusiles ametralladores enmudecieron.

— Tiro de hostigamiento sobre territorio enemigo. Observad.

Los proyectiles cayeron al azar o desaparecieron entre los abetos, sin otro resultado visible que el incendio de un pajar.

Los disparos recomenzaron, pero en esta ocasión apuntaban la cresta. Uno de nuestros hombres, herido, se dejó caer por la pendiente. Había llegado otro camión, llevando cargas de mayor calibre. Massacre descendió.

—¡Atención! Fuego de catapultas.

Esta vez, una carga dio de lleno sobre el fortín enemigo. Hubo gritos de dolor, pero la ametralladora continuó su tiro.

— Superioridad de las armas de tiro curvo sobre las de tiro rasante, para la guerra de trincheras — hizo notar Miguel—. Tarde o temprano destruiremos su guarida, y ellos, en cambio, no pueden alcanzarnos.

— Me pregunto por qué no han ocupado la cresta.

— Demasiado fácil de rodear. ¡Mira qué te decía! Atención a la izquierda — telefoneó—. Seis hombres trepan por allí.

Cuatro guardias acudieron al lugar amenazado. La cima de la cresta, batida por las armas automáticas, era para nosotros insostenible, y el viejo Boru se había replegado con sus hombres.

De las trincheras enemigas surgieron una treintena de hombres. Corrieron y se agacharon.

—¡Ataque de frente!

Por la izquierda crepitaban ya las detonaciones. Beuvin dejó aproximar al enemigo hasta quince metros, después mandó lanzar las granadas. Los tubos de fundición, rellenos de explosivos, cumplieron bien su misión. Once muertos y heridos quedaron sobre el campo. Antes de que el enemigo se replegara, el Winchester de Boru causó dos bajas. Por la izquierda, cuatro muertos y tres heridos, uno de los cuales fue capturado. Tenía el brazo derecho literalmente destrozado por los cartuchos de caza y murió, mientras Massacre intentaba la obturación con un vendaje.

Durante un cuarto de hora, las catapultas no descansaron. Al doceavo intento, una carga acertó el nido de la ametralladora, reduciéndola a un silencio definitivo. De los cuatro fusiles ametralladores, tres fueron neutralizados, y el último debió encasquillarse, pues cesó de tirar. Nuestros hombres atacaron, y a costa de dos heridos alcanzaron las líneas enemigas, capturando tres prisioneros. Los demás lograron escapar.

Mientras nuestros pelotones de reconocimiento avanzaban con prudencia, regamos el castillo de granadas. Hubo una decena de tiros acertados. Con curiosidad seguí la trayectoria de las seis primeras del modelo superior. Esta vez los muros cedieron y una ala se hundió.

Un rápido interrogatorio de los prisioneros nos informó de la fuerza enemiga. Sus pérdidas eran de 17 muertos y 20 heridos. Quedaban como defensores del castillo unos 50 hombres. Nuestra primera victoria nos aportaba dos fusiles ametralladores, una ametralladora de 20 mm. intacta y municiones en abundancia. Nuestro pequeño ejército cesó, en un momento, de ser una broma. Aguardando la vuelta de los exploradores, continuamos el riego del castillo, en el que se declaró un incendio.

Al fin, los exploradores regresaron. La segunda línea enemiga, a 200 m. del castillo, estaba compuesta de trincheras, con tres ametralladoras y un cierto número de fusiles ametralladores. El viejo Boru, después de su informe, añadió:

— Me pregunto qué querían hacer con todas estas armas. No podían prever lo que ha ocurrido. Será necesario informar a la policía.

—¡Pero, hombre, ahora la policía somos nosotros!

—¡Toma, es verdad! Esto simplifica las cosas.

Beuvin nos acompañó hasta la colina, estudió minuciosamente el paisaje y pidió a Miguel, excelente dibujante en sus ratos perdidos, un croquis de los alrededores.

— Vosotros permaneceréis aquí, con dos hombres y la artillería. Yo me llevo a los demás, con las catapultas y la ametralladora. Me llevo también tres proyectiles de señalamiento. Cuando los veáis, cesad el fuego. La línea enemiga está situada en esta pequeña altura, bordeando el jardín. ¡Tirad con acierto!

—¿Os lleváis a Massacre?

— No, se queda aquí. Es el único cirujano de este mundo.

— Bien. ¡Pero acuérdese de que usted es ingeniero!

Arrastrando la ametralladora y las catapultas, la tropa partió. Yo ordené a la artillería iniciar el fuego sobre las trincheras. Durante tres cuartos de hora, a la cadencia de dos granadas por minuto — era menester economizar las municiones, no teníamos más que 210 granadas, ¡y la fábrica había hecho prodigios! — , estuvimos salpicando al enemigo. Desde nuestro observatorio, faltos de prismáticos, no pudimos apreciar los daños con precisión. En general, el tiro era bien agrupado sobre la mitad y las dos extremidades, donde se nos había señalado la presencia de ametralladoras. Estábamos en la salva 33, cuando nuestra ametralladora comenzó a tirar. La granada 45 acababa de explotar justamente en la cima de la colina, cuando vi montar la columna de humo de una granada de señales. — ¡Alto el fuego!

Al otro lado del castillo se produjo un tiroteo. Los nuestros atacaban también aquel sector. Noté con alivio la ausencia de armas automáticas. Durante veinte minutos, la batalla se mantuvo al rojo vivo, acentuada por la explosión de las granadas y el rumor sordo de las cargas de catapulta. Al fin se hizo el silencio. Nos observamos, con ansiedad, en muda interrogación sobre el éxito del ataque y cuáles serían nuestras pérdidas.

Saliendo por el bosque, apareció un guardia, esgrimiendo una nota. Bajó la pendiente y llegó hasta nosotros.

— Esto marcha — nos dijo, jadeando.

Nos entregó un mensaje. Febrilmente, Miguel lo desplegó y leyó en voz alta: «Hemos forzado las líneas, 5 muertos y 12 heridos. Fuertes pérdidas enemigas. Unos veinte hombres se han atrincherado en el castillo. Tomad un camión y llevadnos caballetes lanzagranadas y al doctor. Deteneos en la casa del guarda jurado. Tened cuidado, puede haber elementos enemigos emboscados».

Encontramos a Beuvin en la casa del guarda.

— El asunto ha sido breve, pero de interés. Sus granadas dieron un excelente resultado — dijo a mi tío—. Sin ellas… y sin sus catapultas… — añadió, volviéndose a mí.

—¿Quién ha muerto de los nuestros?

— Tres obreros: Salavin, Freux y Roberto. Dos campesinos, cuyo nombre todavía desconozco. Tenemos tres heridos graves en la habitación de al lado.

Massacre fue allí inmediatamente.

— Nueve heridos sin gravedad, entre los cuales estoy yo mismo — mostró su mano izquierda vendada—: una explosión en la base del pulgar.

—¿Y entre ellos?

— Muchos muertos y heridos. Las tres últimas salvas cayeron de lleno sobre sus trincheras. Vengan a verlo.

Realmente había sido un «buen trabajo». La artillería no lo hubiera hecho mejor (o peor). Al levantar la cabeza, una ráfaga de balas nos recordó la prudencia.

— Han conseguido llevarse una ametralladora ligera y un fusil ametrallador. Señor Bournat, enseñe usted a estos dos hombres el manejo de sus caballetes de lanzamiento.

— No es necesario, voy yo mismo.

—¡No voy a consentir que se exponga!

— Hice toda la campaña de Italia en el año 43. Estos no son peores que los «Fritz» de Hitler. En segundo lugar, hay plétora de astrónomos. Y tercero, soy comandante de la reserva, y usted no es más que teniente. Vamos, ¡puede usted retirarse! — terminó, bromeando.

— De acuerdo. Pero sea usted prudente.

Los lanzagranadas fueron dispuestos en batería, a unos 200 m. escasos del castillo. La temible residencia estaba muy maltrecha. Toda el ala derecha, incendiada. Puertas y ventanas habían sido protegidas con barricadas. Sobre el césped, un armatoste decrépito y ennegrecido era lo que quedaba del lujoso coche de Honneger.

—¿Qué ha sido de nuestras muchachas? — preguntó Miguel.

— Uno de los prisioneros afirmó que habían sido encerradas en una cava de recias bóvedas, desde el comienzo del combate. La señorita Honneger no parece compartir las ideas de su familia. Según parece ha sido también encerrada por haber intentado advertirnos de lo que tramaban su padre y su hermano. Apunte usted sobre la puerta y las ventanas — dijo, dirigiéndose a mi tío.

Saludados por una ráfaga cada vez que levantábamos la cabeza, apuntalamos los caballetes.

Mi tío puso el contacto eléctrico. Un suave deslizamiento, una explosión violenta.

—¡Diana!

Una segunda salva enfiló las aberturas así creadas; las granadas estallaban en el interior. La ametralladora se calló. Tres salvas siguieron. Detrás nuestro, las ametralladoras escupieron sus ráfagas entre las ventanas destruidas. Un brazo pasó a través de una escotilla, bajo el techo, agitando una tela blanca.

—¡Se rinden!

En el propio interior del castillo hubo una serie de disparos. Aparentemente, los partidarios de la lucha a ultranza y los de la rendición disputaban. La bandera blanca desapareció, después volvió a aparecer. Los fusiles callaron. Recelosos, no abandonamos las trincheras, pero cesamos el fuego. A través de la puerta destruida apareció un hombre con un pañuelo desplegado.

— Acércate — ordenó Beuvin.

Obedeció. Era rubio, muy joven, pero tenía los rasgos estirados y los ojos hundidos.

—¿Si nos rendimos, salvaremos la vida?

— Seréis juzgados. Si no os rendís, todos habréis muerto antes de una hora. Entregadme a los Honneger, y salid al jardín, brazos en alto.

— Carlos Honneger ha muerto. A su padre, lo hemos tenido que maniatar, pero está vivo. Ha disparado contra nosotros, cuando hemos izado la bandera blanca.

—¿Y las muchachas?

— Están en la casa, con Ida, la señorita Honneger y Magdalena Ducher.

—¿Sanas y salvas?

Sacudió los hombros.

— Bien. Comprendido.

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