I — LOS ESCOMBROS

No puedo describir el alud de sentimientos que se abatió sobre mí. Inconscientemente, a pesar de toda su novedad, yo había asimilado la catástrofe según las normas terrestres: grandes olas, seísmos, erupciones y súbitamente me encontré ante este hecho imposible, enloquecedor pero real. ¡Me encontraba en un mundo iluminado por dos astros solares! No, no sabría explicar la turbación que se apoderó de mí. Intentaba negar la evidencia.

—¡Pero… a pesar de todo estamos en la Tierra, aquí está la montaña y el Observatorio, y allí abajo el pueblo!

— Estoy realmente sentado en un pedazo de Tierra — repuso mi tío—. Pero, a menos que yo sea tan ignorante como para desconocer un hecho de esta importancia, nuestro sistema terrestre no admite más que un Sol, y aquí hay dos.

— Pero entonces, ¿dónde estamos?

— Te repito que no lo sé. Estábamos en el Observatorio. Al vacilar éste, pensé que se trataba de un temblor de tierra y salimos Martina y yo. Encontramos a Miguel en la escalera y fuimos proyectados fuera. Perdimos el conocimiento y no vimos nada más.

— Yo sí —dije con un escalofrío—. Vi cómo las montañas desaparecían con el Observatorio en medio de un resplandor lívido. Después me encontré fuera también, ¡y el Observatorio estaba allí de nuevo!

— Y pensar que con cuatro astrónomos, ninguno ha sido testigo de ello — se lamentó.

— Miguel vio cómo comenzaba. ¿Pero dónde está? Tarda demasiado…

— En efecto — dijo Martina—. Voy a ver.

— No, me corresponde ir a mí. Tío, por piedad, ¿dónde piensa usted que hemos ido a parar?

— Te repito que todavía no lo sé. Pero con seguridad no en la Tierra. Incluso pudiera ser — musitó— que ni en nuestro Universo.

—¿Entonces la Tierra se acabó para nosotros?

—¡Me lo temo! En fin, ocúpate ahora de encontrar a Miguel.

Lo encontré escasamente unos pasos más allá. Dos hombres le acompañaban, uno de ellos moreno, de unos treinta años, y el otro aproximadamente diez años mayor. Miguel nos presentó, lo cual me pareció cómico, teniendo en cuenta las circunstancias. Se trataba de Simón Beuvin, ingeniero electricista, y de Jaime Estranges, ingeniero metalúrgico, director de la fábrica.

— Veníamos a ver lo que ha ocurrido — dijo Estranges—. Ante todo hemos bajado al pueblo, donde los equipos de socorro se han organizado inmediatamente. Hemos mandado a nuestros obreros como refuerzos. La iglesia se ha hundido. La alcaldía ha sepultado al alcalde y a su familia. Los primeros cálculos fueron de unos cincuenta heridos, algunos de ellos graves, y once muertos, además del alcalde y su familia. Por lo demás, la mayoría de las casas han resistido bien

—¿Y vosotros? — inquirió mi tío.

— Pocos estragos. Sabe usted, estas casas prefabricadas son ligeras y hacen bloque. En la fábrica, algunas máquinas arrancadas. Mi mujer tiene unos cortes poco profundos. Es nuestro único herido — contestó Beuvin.

— Tenemos entre nosotros un cirujano. Vamos a mandarlo al pueblo.

Después, volviéndose hacia Miguel y a mí:

— Ayudadme. Me voy a la casa. Martina, lleva a Menard. Señores, vengan con nosotros.

Cuando llegamos a la casa vimos que Vandal y Massacre habían trabajado con eficacia. Todo estaba nuevamente en orden. Mi hermano y Breffort reposaban en sendas camas. Massacre preparaba su maletín.

— Voy a bajar — dijo—. Debe haber trabajo para mí.

— En efecto — corroboró mi tía—. Estos señores vienen de allí; hay muchos heridos.

Me senté cerca del lecho de Pablo.

—¿Qué tal va, muchacho?

— Bien, apenas un ligero dolor en la pierna.

—¿Y Breffort?

— También mejora. Ha vuelto en sí. No es de la gravedad que se podía temer.

— En este caso, voy a bajar al pueblo — dije.

— Esto es — dijo mi tío—. Miguel, Martina y Vandal id también con él. Menard y yo cuidaremos de aquí.

Nos marchamos. Por el camino pregunté a los ingenieros.

—¿Se conoce la extensión de la catástrofe?

— No, hay que aguardar. Primeramente ocupémonos del pueblo y algunas granjas vecinas. Después, si acaso, podemos ir más lejos.

La calle principal era intransitable, a causa de las casas derruidas. Las otras calles, perpendiculares, en cambio se conservaban prácticamente intactas. Los mayores daños culminaban en la Plaza Mayor, donde la alcaldía y la iglesia no eran más que un montón de escombros. Mientras llegábamos, estaban liberando el cuerpo del alcalde. Entre los que prestaban auxilio observé a un grupo, cuya acción era la mejor coordinada. Al instante un hombre se separó de ellos y vino hacia nosotros.

—¡Refuerzos, al fin! — dijo alegremente—. ¡Con lo que nos hacían falta!

Era joven, vestido con un mono azul, más bajo que yo, de robusta complexión; debía poseer una fuerza poco común. Bajo sus cabellos negros, unos ojos grises, agudos, brillaban en un rostro de rasgos acusados. La simpatía que entonces sentí por él debía transformarse más tarde en amistad.

—¿Dónde están los heridos? — preguntó Massacre.

— En el salón de fiestas. ¿Es usted médico? ¡Su colega no va a dolerse de que le eche usted una mano!

— Soy cirujano.

— Es una suerte. ¡Eh! Juan Pedro, acompaña al doctor a la enfermería.

— Voy con usted — dijo Martina—. Le ayudaré.

Miguel y yo nos juntamos a los que despejaban el terreno. El joven a que antes me referí hablaba con animación a los ingenieros. Después volvió con nosotros.

— Fue difícil convencerles de que su primer trabajo debía consistir en suministrarnos, si era posible, agua y electricidad. ¡Querían trabajar en los escombros! Si ahora no utilizan sus conocimientos, ¿cuándo lo harán? Por cierto, ¿cuál es vuestra profesión?

— Geólogo.

— Astrónomo.

— Perfectamente, esto puede sernos muy útil más tarde. De momento hay cosas más urgentes. ¡A, trabajar!

— Más tarde, ¿por qué?

— Imagino que sabéis que no estamos ya en la Tierra. ¡No es necesario estar doctorado para darse cuenta! No deja de ser divertido. Ayer eran ellos que me daban las órdenes; hoy, en cambio, soy yo quien fija la tarea a los ingenieros.

—¿Cómo te llamas? — preguntó Miguel.

— Luis Mauriere, contramaestre de la fábrica. ¿Y vosotros?

— Este es Miguel Sauvage; yo, Juan Bournat.

— Entonces tú eres familia del viejo. ¡Es un buen elemento!

Mientras estábamos hablando comenzamos a despejar los escombros de una casa. Se nos unieron dos obreros.

— Atención — dijo Miguel—. Oigo algo.

Bajo el montón de ruinas se percibían débiles llamadas.

— Dime, Pedro — preguntó Luis a uno de los obreros—. ¿Quién ocupaba esta casa?

— Madre Ferrier y su hija, una bonita chavala de dieciséis años. Aguarda; un día fui a su casa. Aquí tenían la cocina. ¡Ellas deben estar en esta otra habitación!

Nos indicaba una pared mitad destruida. Miguel se inclinó, gritando a través de los intersticios:

—¡Animo! Venimos a buscaros.

Todos escuchábamos con ansiedad.

—¡Rápido! ¡Rápido! — contestó una voz joven y angustiada.

A toda prisa, pero metódicamente, escarbamos un túnel entre los destrozos, apuntalándolo con los objetos más inverosímiles: una escoba, una caja de herramientas y un receptor de radio. Media hora más tarde las llamadas cesaron. Continuamos, redoblando nuestros esfuerzos, aceptando el riesgo, y pudimos al fin salvar a tiempo a Rosa Ferrier. Su madre había muerto. Hablo con detalle de este salvamento, entre tantos otros realizados aquel día, con éxito o sin él, porque Rosa, aunque involuntariamente, debería personificar más tarde el papel de Helena de Esparta y ofrecer el pretexto de la primera guerra en Telus.

La llevamos a la enfermería y luego nos sentamos a tomar un bocado, porque estábamos hambrientos. El Sol azul alcanzaba su cénit cuando mi reloj marcaba las 7 h. 17 m. Se había levantado a las 0 h. El día azul tenía, pues, aproximadamente, 14 h. 30 m.

Trabajamos toda la tarde de un tirón. Por la noche, cuando el Sol azul se escondió detrás del horizonte, y el Sol rojizo, minúsculo, nació en el este, no quedaba ningún herido bajo las ruinas. En total su número ascendía a 81. Entre ellos se contaban 21 muertos.

Alrededor del pozo, seco por cierto, se levantó un pintoresco campamento. Trapos tendidos sobre unas estacas hicieron las veces de tiendas de campaña para aquellos que habían quedado sin techo. Luis mandó montar una para los obreros que habían participado en el salvamento.

Nos sentamos delante de una tienda y tomamos una cena fría a base de carne y pan, regado con vino tinto, que me pareció el mejor de mi vida. Después me llegué hasta la enfermería, con la esperanza vana de ver a Martina: dormía. Massacre estaba satisfecho; pocos casos graves. Había ordenado el descenso en camilla de Breffort y mi hermano. Los dos marchaban bien.

— Excúsame, me caigo de sueño — dijo el cirujano—, y mañana tengo una operación, que en las condiciones presentes será delicada.

Volví a la tienda y no tardé en amodorrarme yo también, encima de una gruesa cama de paja. Me desperté a causa del zumbido de un motor. Era «de noche» todavía, es decir, este semidía púrpura que conocéis por el nombre de «noche roja». El coche se detuvo detrás de una casa dormida. Di la vuelta y vi a mi tío. Había bajado con Vandal para conocer las novedades.

—¿Qué tal? pregunté.

— Nada. La cúpula está inmovilizada por falta de electricidad. He pasado por la fábrica. Estranges me ha dicho que por algún tiempo no podremos disponer de corriente. La presa no nos ha seguido. Cambiando de tema, puedo ya anunciarte que nos encontramos en un planeta que gira sobre sí mismo en 29 horas, y cuyo eje está muy poco, o nada, inclinado con relación al plano de su órbita.

—¿Cómo lo sabes?

— Muy sencillo: el día azul ha durado 14 h. 30 m. El Sol rojo ha invertido 7 h. 15 m. para alcanzar el cénit, Por tanto, la duración total del día bisolar es de 29 horas. Por otra parte, los días y las «noches» son iguales, y con certeza no estamos en el ecuador; más bien alrededor del grado 45 de latitud Norte. Por consiguiente, yo deduzco que el eje del planeta está muy poco inclinado, a menos que hayamos caído justamente en el equinoccio. El Sol rojo es exterior a nuestra órbita y gira probablemente como nosotros alrededor del Sol azul Este es un momento en que los dos soles y nosotros mismos estarnos en situaciones opuestas. Pasado el tiempo necesario, no deberemos extrañarnos de ser iluminados simultáneamente, a veces, por los dos o por ninguno. Entonces habrá noches negras o, mejor dicho, con luna.

—¿Con luna?

—¡Mira el cielo!

Levanté la vista. Pálidas, en un cielo rosa, había dos; una algo mayor que nuestra vieja luna terrestre, la otra aproximadamente igual.

— Hace un instante había otra más — continuó mi tío—. Es la menor de las tres y ya está escondida.

—¿Cuánto nos queda de «noche»?

— Apenas una hora. En la fábrica hemos visto algunos granjeros de los alrededores. Hay pocas víctimas. Pero más lejos…

— Será menester ir a verlos — dije—. Voy a tomar tu coche con Miguel y Luis Mauriere. Tenemos que saber la extensión de nuestro territorio.

— Vengo con vosotros.

— No, tío. Tienes un pie torcido, podemos tener avería o vernos obligados a andar. Daremos una vuelta ultrarrápida. Otro día…

— De acuerdo; ayúdame a bajar y llévame a la enfermería. ¿Viene usted conmigo, Vandal?

— Me hubiera gustado participar en esta excursión — dijo el biólogo—. Imagino que la parte terrestre no será muy extensa y que tenéis la intención de seguir su contorno.

— Mientras encontremos caminos practicables. Bien, venga con nosotros. Puede que nos tropecemos con fauna inédita. Esta salida corre el riesgo, por otra parte, de no ser demasiado reposada, en cuyo caso su experiencia de Nueva Guinea puede sernos muy útil.

Desperté a Miguel y a Luis.

— Bien — dijo éste—, pero antes quisiera hablar con vuestro tío, señor Bournat. ¿Querría usted, durante nuestra ausencia, verificar un censo de la población y de los recursos existentes en víveres, armas, útiles, etcétera? Después de la muerte del alcalde, usted es aquí el único a quien todos escucharán. Usted está en buenas relaciones tanto con el señor cura como con el señor maestro. No veo más que a Julio, el dueño del bar, que quizá no le quiera a usted demasiado, seguramente porque no es cliente suyo. Pero yo ya me encargo de éste. Aunque, claro está, estaremos de vuelta antes de que termine con todo.

Subimos al coche, un viejo modelo descapotado, muy sólido. Me había sentado al volante, cuando mi tío me llamó:

— Toma lo que llevo en la cartera.

La abrí y saqué una pistola de reglamento, calibre 45.

— Es mi arma de oficial de artillería. Tómala. Quién sabe qué vais a encontrar. En la bolsa del coche hay cargadores.

— Es una buena idea — dijo Luis—. ¿No tiene usted otra arma?

— No, pero me parece que debe haber escopetas de caza en el pueblo.

— Cierto. Nos detendremos en casa de Boru. Es un ayudante retirado de la «Colonial» y un cazador empedernido.

Despertamos al viejo, y, a pesar de sus protestas, nos hicimos con buena parte de su arsenal: un «Winchester» y dos escopetas de caza, con sus municiones. Con el alba, partimos hacia el Este. Mientras fue posible seguimos la carretera, que de vez en cuando aparecía ligeramente seccionada, aunque siempre conseguimos seguir adelante. Un hundimiento nos detuvo durante una hora. Tres después de nuestra partida, caímos en una zona caótica: no se veían más que montañas derruidas, amontonamientos de tierra, de piedras, árboles y, por desgracia, escombros de casas.

— Debemos estar cerca del límite — dijo Miguel—. Vayamos a pie.

Abandonando el coche sin vigilancia, quizá un poco imprudentemente, tomamos nuestras armas, algunas provisiones y alcanzamos la zona devastada. Estuvimos avanzando durante más de una hora penosamente. Para un geólogo el espectáculo era fantástico: un espeso caldo de rocas sedimentarias, un magma de las eras primaria, secundaria y terciaria en tal estado de agitación que yo recogí en pocos metros un trilobite, un amonite cenomaniano y numulites.

Luis y Vandal, que marchaban en cabeza, tropezaron con una pendiente mientras yo me retrasaba espigando fósiles. Llegaron a la cima y pudimos escuchar sus exclamaciones. En pocos instantes, Miguel y yo nos juntamos a ellos. Tan lejos como alcanzaba nuestra vista, se extendía una marisma de aguas oleosas, pobladas de una vegetación de hierbas rígidas, grisáceas, como cubiertas de polvo. El paisaje era siniestro y grandioso. Vandal tomó sus prismáticos y echó una ojeada sobre el horizonte.

— Montañas — dijo.

Me prestó los gemelos, Lejos, al Sudoeste, una línea azulada se destacaba en el cielo.

Alrededor del promontorio que formaba la zona terrestre, el limo se había deslizado, amontonándose en collera, sepultando y destruyendo la vegetación. Con precaución, descendimos hasta el borde de las aguas. De cerca era casi transparente; el pantano parecía profundo y era salobre.

— Esto es un desierto — observó Vandal—. Ni peces ni pájaros.

— Mirad allí —dijo Miguel.

Nos indicaba en una bancada de barrizal un ser verdoso, de poco más de un metro. En una extremidad tenía la boca rodeada de una corona de seis tentáculos blandos; en la base de cada tentáculo se fijaba un ojo glauco. En el otro extremo del cuerpo una potente cola se aplastaba en forma de aleta. No pudimos examinarlo de más cerca por su situación inaccesible. Mientras montábamos de nuevo la pendiente, un animal idéntico corrió por la orilla a gran velocidad, con los tentáculos a lo largo del cuerpo. Apenas entrevisto, se lanzó a las aguas.

Antes de regresar al coche, verificamos una última observación. Fue entonces cuando por primera vez desde nuestra llegada a este mundo divisamos una nube. Era de un tono verdoso y flotaba muy alta. Días después conoceríamos su terrible significado.

Encontramos el coche con los faros encendidos.

— Y no obstante — dije—, estoy absolutamente seguro de haberlos apagado. Alguien ha debido venir a curiosear el coche.

Sin embargo, a su alrededor, en el polvo de la carretera, no había más huellas que las nuestras. Apagué los faros, lanzando una exclamación: la manecilla estaba bañada de una substancia viscosa y fría, como la baba de los caracoles.

Volvimos hasta un ramal que se dirigía hasta el Norte y, muy pronto, fuimos detenidos por las montañas desmoronadas.

— Lo más práctico — dijo Luis— será regresar al pueblo y tomar el camino de la carretera. Aquí estamos muy cerca de la zona muerta.

Encontramos a mi tío sentado en un sillón, con el pie vendado, charlando con el cura y el maestro. Les anunciamos que no debían aguardarnos hasta el día siguiente y nos largamos hacia el Norte. La carretera subía primero un pequeño desnivel y luego descendía hacia un valle paralelo. Hallamos algunas granjas que no habían sufrido demasiado; los campesinos cuidaban de sus animales y sus labores, como si nada hubiese ocurrido. Algunos kilómetros más lejos nos vimos obligados de nuevo a detenernos. Pero aquí la zona destruida era más estrecha y en su mitad se levantaba intacto un montículo. Subimos a él, y pudimos darnos cuenta del aspecto general de aquellos lugares. Allí, también, un aguazal bordeaba la «tierra». Estaba llegando la noche roja y nos acostamos en una finca, agotados por nuestras escaladas. Después de seis horas de sueño marchamos hacia el Oeste. En esta ocasión no fue una marisma que nos detuvo, sino un mar desolado.

Fuimos después hacia el Sur. La «tierra» alcanzaba unos doce kilómetros antes de la zona muerta. Por un milagro, la carretera se conservaba casi intacta en medio de la destrucción, lo que facilitó enormemente nuestra exploración. Con todo, nos vimos obligados a rodar a poca velocidad porque de vez en cuando los peñascos obstruían nuestro camino. De súbito, después de una curva, desembocamos en un rincón resguardado. Estaba rodeado de bosques y pastos, en un valle menor, en el que se había formado un lago, a causa de los desprendimientos que habían detenido el torrente. A media subida se alzaba un pequeño castillo. Una avenida de árboles conducía a la entrada. Penetré con el coche, aunque observé un cartel: «Entrada prohibida, propiedad privada».

— Creo — dijo Miguel— que dadas las circunstancias…

Apenas llegados ante el castillo, en la entrada comparecieron un joven y dos muchachas. Los rasgos del primero expresaban una sorpresa encolerizada. Era bastante alto y bien parecido, moreno y robusto. Una de las jóvenes, de aspecto agradable, era evidentemente su hermana. La otra, de más edad, presentaba un cabello excesivamente rubio para ser natural. El joven bajó con rapidez las escaleras.

—¿No sabéis leer?

— Pensé —comenzó Vandal— que en estas circunstancias…

—¡Aquí no hay circunstancias que valgan! Esto es una propiedad privada y no quiero ver a nadie que no haya sido invitado.

En aquellos tiempos yo era joven, vivaz y no muy cortés.

— Vamos a ver, joven fiero; nosotros veníamos a ver si por azar este glorioso castillo, que no es probablemente de tus antepasados, no se habría desplomado sobre esto que te sirve de cabeza. ¿Te parece bien recibirnos de esta forma?

—¡Salid de mi casa! — vociferó— o mando que os echen a ti y a tu comparsa.

Iba a saltar a tierra, cuando Vandal intervino:

— Es inútil que disputemos. Nos vamos de todos modos. Pero permite que te advirtamos que nos encontramos en otro planeta y que vuestro dinero corre el peligro de quedar sin curso legal.

—¿Qué ocurre?

Un hombre en la plenitud de la edad, de notable envergadura, acababa de aparecer, seguido de una docena de individuos de aspecto poco tranquilizador.

— Ocurre, padre, que esta gente ha entrado sin permiso de nadie y que…

—¡Cállate, Carlos!

Se dirigió a Vandal:

— Usted hablaba de otro mundo, ¿qué hay de todo esto?

Vandal le informó.

—¿Así, no estamos ya en la Tierra? Esto es muy interesante. ¿En un país virgen?

— De momento, a este respecto, no hemos visto más que una marisma que cierra por las dos direcciones y un mar por otra. Nos falta por explorar el último lado, el de ustedes, siempre y cuando su hijo nos lo autorice.

— Carlos es joven e ignoraba estos acontecimientos. No habíamos comprendido absolutamente nada. Primeramente creí que se trataba de un temblor de tierra. Pero cuando vi los dos soles y las tres lunas… En fin, muchas gracias de habernos explicado la situación. Tomarán algo con nosotros…

— Gracias, pero no tenemos tiempo.

—¡Claro que sí! Ida, manda preparar…

— Sinceramente, no tenemos tiempo — dije—. Es menester que lleguemos hasta el límite y estemos en el pueblo por la noche.

— En este caso, no insisto más. Vendré mañana, para conocer el resultado de sus exploraciones.

Nos marchamos.

— No son excesivamente simpáticos esta gente — dijo Miguel.

—¡Vaya tipos! — dijo Luis—. ¿No sabéis quiénes son? Los Honneger, suizos, o así lo afirman, millonarios, que se han forrado con el tráfico de armas. El hijo es peor que el padre. Está persuadido de que todas las chicas van a caer en sus brazos a causa de su dinero. ¡No hay suerte! En lugar del alcalde, hubieran podido quedar ellos bajo las ruinas.

—¿Y la rubia?

— Es Magda Ducher — dijo Miguel—. Una actriz de cine, más célebre por sus aventuras escandalosas que por su trabajo artístico. Su foto andaba por todos los periódicos.

—¿Y la docena de individuos patibularios?

— Probablemente guardaespaldas para su sucio negocio — dijo Luis.

— Temo que esta gente nos darán que hacer — manifestó pensativo Vandal.

Nos adentramos en otra zona muerta que nos llevó cuatro horas de marcha para atravesarla, pero en esta ocasión tuvimos el placer de verla terminar en tierra firme. Yo estaba emocionado. De pie sobre un bloque calcáreo, medio enterrado en una vegetación desconocida, dudé un momento antes de hollar el suelo de otro mundo. Luis y Miguel, menos impresionables, me habían aventajado. Recogimos algunas muestras de plantas. Eran unas hierbas verdosas, duras y cortantes, sin inflorescencias, arbustos de tallo muy tieso, de corteza gris metálica. Pudimos examinar también un representante de la fauna. Fue Luis quien lo descubrió. Tenía una forma de serpiente aplastada, de unos tres metros de largo, ciego e invertebrado. La «cabeza» armada de dos grandes mandíbulas aceradas y tubulares, análogas a una larva de dítico, como nos dijo Vandal. No tenía ninguna semejanza con la fauna terrestre. Parecía desecado. Observé con interés que su tegumento tenía una abertura desmenuzada, alrededor de la cual había solidificado una baba brillante. Vandal hubiera querido llevarse este ejemplar. Pero examinándolo más de cerca, vimos, y sobre todo percibimos, que solamente el tegumento era seco y que el interior estaba en plena descomposición. Nos contentamos con fotografiarle. Como los altos hierbajos podían ocultar otros especímenes, éstos vivos y peligrosos, nos batimos en retirada, volviendo a la carretera del pueblo.

El llano se perdía a lo lejos, y en el cielo flotaba una nube verde.

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