II — EL AVIÓN

Pasó más de un año, según la medida terrestre. Desde nuestra llegada a Telus habían ya transcurrido cuatro de nuestros antiguos años. Según los cálculos de Menard, esto correspondía a tres años telurianos. Cobalt-City tomaba forma. Era ya una animada población de más de 2.000 habitantes, con su central eléctrica, su fundición, su fábrica metalúrgica, rodeada de campos de labranza, donde crecían el trigo y el Skin, el cereal Sswis. Poseía un pequeño hospital, donde Massacre formaba a sus alumnos, una escuela e incluso un embrión de Universidad, en la que yo, por mi parte, enseñaba cinco horas semanales. El ganado pacía por las vecinas colinas, en las que la vegetación terrestre aumentaba de día en día entre las hierbas telurianas. Las minas de carbón, de hierro y otros metales eran explotadas de acuerdo con nuestras necesidades. Una vía férrea nos comunicaba con el caserío de Alumina, a 55 kilómetros al Norte, donde cuarenta hombres formaban el personal de la mina de tauxita. Puerto-León agrupaba a 600 habitantes. Animado por mis proyectos de exploración, mandé instalar un astillero naval, que estaba terminando un navío más rápido que el Conquistador. El primer esfuerzo de los ingenieros había sido para fabricar utilaje con el material de base que poseíamos.

Cada tres semanas partían hacia los pozos de petróleo dos camiones cisternas por una autopista de 700 kilómetros. El yacimiento se agotaba rápidamente y llegaba el momento de hacer regresar a los, sesenta hombres que permanecían allí. Teníamos decenas de millares de litros de combustible en reserva y ya había encontrado otros puntos petrolíferos a 100 kilómetros tan sólo.

En resumen, si de vez en cuando no hubiéramos encontrado a los Sswis, que se paseaban por nuestras calles, y sin los dos soles y las tres lunas, hubiéramos podido afirmar que estábamos de regreso en la Tierra. Fue entonces cuando aconteció el hecho más importante de nuestra historia después de la proyección sobre Telus.

Yo me había acostado tarde, aclarando mis notas y dibujando rudimentarios planos geológicos en mi gabinete de trabajo, que ocupaba la planta baja de nuestra pequeña casa. Antes de subir a dormir fui hasta el aparato de radio y llamé al contramaestre de guardia de los pozos de petróleo para darle instrucciones. Después olvidé cerrar el receptor. Martina me despertó al cabo de media hora.

—¡Escucha, están hablando abajo!

— Debe ser fuera.

Fui hasta la ventana y la abrí. Todo estaba obscuro y la calle desierta. El pueblo dormía y todas las luces estaban apagadas. Solamente el faro de la torre de guardia barría el espacio, iluminando las casas.

—¡Has debido soñar! — dije, y me acosté de nuevo.

—¡Se oye otra vez!

Puse atención, y, en efecto, pude oír vagamente unas voces. Luego, por un hábito terrestre:

— Debí dejar la radio abierta — dije medio dormido. E inmediatamente—: ¡Santo cielo! ¿Quién puede hablar a estas horas?

Bajé de un salto. El receptor, encendido, estaba mudo. Por la ventana veía la noche, claveteada de estrellas. Las luces se habían ocultado. De súbito saltó una voz del aparato:

«Here is W. A. calling New-Washington… Here is W. A. calling New-Washington…» (Aquí W. A. llamando a New-Washington.) Hubo un silencio. «Here is W. A….»

El sonido era muy claro. La estación emisora debía estar muy próxima.

—¡Escucha! — dijo de nuevo Martina. Yo estaba inmóvil, casi sin respiración. Se oía un ligero ronquido de motor.

—¿Un avión?

Me precipité hacia la ventana. Un punto luminoso se desplazaba por las estrellas. Volví al aparato de radio, maniobré febrilmente con las manecillas, buscando la longitud de onda receptiva del avión.

«W. A. Who are you?» — dije en mi pobre inglés. Al fin encontré la longitud de onda correcta.

«W. A. Who are you? Here New-France!» (W. A. W. A. ¿Quiénes sois? Aquí Nueva Francia.)

Pude oír una exclamación ahogada, y una voz me respondió, en un francés excelente:

— Aquí W. A., avión americano. ¿Dónde estáis?

— Debajo de vosotros. Enciendo una lámpara exterior.

El avión nos sobrevolaba.

— Veo vuestra luz. Nos es imposible aterrizar de noche. Volveremos más tarde. ¿Cuántos sois?

— Unos cuatro mil. Todos franceses. ¿Y vosotros?

— En el avión, siete. En New-Washington, once mil, americanos, franceses canadienses y noruegos. Conservad vuestra longitud de onda. Volveremos a llamaros.

—¿Cuándo despegasteis?

— Hace diez horas. Estamos explorando. Por la mañana volveremos. Ahora vamos hacia el Sur. Cesad las llamadas, pero situad a un hombre de guardia a la escucha. Vamos a llamar a New Washington. Estamos muy contentos de saber que no estamos solos. Hasta pronto…

Después repitió la sintonía: Here is W. A. Siguió una larga conversación, que apenas comprendí. Anunciaban nuestro descubrimiento.

No pudimos aguantarnos. Fuimos a despertar a mi hermano, que habitaba, con Luis y Breffort, una casa a cien metros de la nuestra, y después a mi tío, Miguel, Menard y todos los dirigentes. Finalmente la efervescencia cundió en todas partes, y la noticia por teléfono llegó a Puerto-León, con la orden de activar la construcción del Temerario. Al fin amaneció. Hicimos los preparativos para recibir dignamente a los aviadores. Balizamos un vasto prado, de duro suelo, con una flecha blanca indicando la dirección del viento. Después volví a la emisora. Martina había cuidado de la vigilancia.

—¿Nada?

— Nada.

—¡No obstante, no lo hemos soñado! Aguardamos durante dos horas, rodeados de una multitud que se apretujaba sobre mi mesa de trabajo, mueble «tabú», de tal forma que incluso Martina habitualmente no la tocaba. En el Ayuntamiento, donde había la otra radio, el mismo espectáculo. De repente:

—¡W. A. llama a Nueva Francia! ¡W. A. llama a Nueva Francia!

— Aquí Nueva Francia, escucho…

— Estamos volando por encima de tierra ecuatorial. Dos de los cuatro motores nos fallan. No podemos volver. Nos es imposible comunicar con New-Washington. Os oímos muy mal. Para el caso de que perezcamos, he aquí la posición de New-Washington con relación a la vuestra: Latitud 41°, 32, Norte. Longitud 62°, 12, Oeste.

—¿Y vuestra posición actual?

— Con relación a la vuestra, unos 8 grados latitud Norte y 12 grados de longitud.

—¿Estáis armados?

— Sí. Ametralladoras de a bordo y fusiles.

— Probad de aterrizar. Venimos en vuestro socorro. Para llegar hasta allí tardaremos — calculé rápidamente— unos veinte o veinticinco días. Unos animales que se parecen a los rinocerontes son comestibles. ¡No comáis frutos sin conocerlos!

— Racionándolos, tenemos víveres para treinta días. Vamos a aterrizar, nos falla otro motor.

—¡Desconfiad de las hidras si las veis! ¡No dejéis que se acerquen!

—¿Qué son las hidras?

— Una especie de pulpos volantes. Los reconoceréis fácilmente. ¡Disparad en seguida!

— Entendido. Descendemos hacia la llanura, entre unas montañas muy altas y el mar. ¡Hasta pronto!…

La voz calló. Aguardamos, angustiados. A más de seis kilómetros de distancia, siete hombres luchaban por su vida. Nuestra espera duró una hora; después la voz continuó:

— Lo hemos conseguido. El avión ha quedado parcialmente destruido, pero todos estamos a salvo. Desgraciadamente nos vimos obligados a vaciar casi todo el combustible y nuestros acumuladores están poco cargados. Aunque muy espaciadamente, emitiremos para orientaros.

— Ya os advertiremos al marchar. Radiaremos cada veinticuatro horas terrestres. Aquí, ahora, son las 9 h. 37. ¡Animo y hasta pronto!

Me fui inmediatamente hacia Puerto-León. El Temerario realizó las primeras pruebas aquel mismo día. Era un barco de pequeñas dimensiones, de 48 metros de largo por 5 de ancho, que desplazaba unas 140 toneladas. Dos Dieseis de la antigua fábrica, muy potentes, le permitían una velocidad máxima de 25 nudos. A 12 nudos podía recorrer más de 10.000 millas. Teniendo en cuenta nuestros limitados medios, era una obra maestra. Estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y, dado que las municiones eran relativamente escasas, con una artillería de lanzagranadas. Estas armas habían sido perfeccionadas desde los tiempos heroicos de la batalla de las hidras. A proa y a popa, cuatro tubos pareados lanzaban hasta cinco kilómetros, con una precisión aceptable, proyectiles de 12 kilos. A babor y a estribor, cañones de menor calibre alcanzaban hasta siete kilómetros.

Verificados con rapidez los ensayos — ida y vuelta hasta la desembocadura del Dordoña— mandé embarcar víveres y municiones. Partimos al día siguiente. La tripulación se componía de doce hombres. Miguel como navegante y Birón de mecánico. De entre aquéllos, cinco habían pertenecido a la marina. Por mi parte, yo había cruzado el Mediterráneo tres veces con un pequeño velero de un amigo mío y tenía algunas rudimentarias nociones de navegación. Llevábamos una camioneta equipada — una reducción de nuestro camión-tanque— y una emisora de radio.

A pequeña velocidad, descendimos por el río. Al salir del estuario lancé una llamada. Del avión respondieron brevemente. En aquel momento el Temario comenzó a bailar; acabábamos de entrar en el océano.

Al cabo de una milla ordené poner proa al Sur. La costa era plana y poblada. Según los pocos Sswis que consiguieron regresar del territorio enemigo, se trataba de una inmensa llanura que se extendía hacia el interior, hasta una elevada cadena de montañas invisibles desde el mar.

Yo estaba en el puente con Miguel. El barco marchaba a 12 nudos, los motores rodaban con plenitud, el mar estaba tranquilo. Como no tenía otra cosa en que ocuparme, saqué un poco de agua de mar y la analicé en el pequeño laboratorio. Era muy rica en cloruros. Reduciendo momentáneamente la marcha, dispusimos una chalupa, de grosera factura, al remolque. Capturó toda una fauna, de la cual ciertos elementos recordaban a los peces terrestres y en cambio otros eran completamente distintos.

Aquella noche el sol se ocultó con una demostración de púrpuras. A causa del mayor espesor de la atmósfera de Telus, las puestas de sol son más coloridas que en la Tierra, aunque Helios sea más azulado que nuestro viejo sol. Llegada la noche, nos pusimos a seis nudos de velocidad, a pesar de un brillante claro de luna. No me interesaba desvencijar al Temerario contra un escollo desconocido. Cuando amaneció, habíamos recorrido 450 kilómetros. Al Este, la costa continuaba siendo llana. Hacia el mediodía, nos encontramos ante un inextricable dédalo de islotes y de bancos de arena, y antes de aventurarnos en pasajes inciertos ordené la marcha mar adentro y perdimos la tierra de vista. Establecimos un turno de mando: yo tomé el primero, Miguel el segundo y nuestro jefe de tripulación, montañero de origen, pero que había servido quince años en la flota, el tercero.

Cuatro días después, sin haber desviado la proa del Sur, avistamos tierra, que de no tratarse de una isla, se flexionaba hacia el Sudoeste. Nos encontrábamos a los 32° de latitud Norte. La temperatura era cálida, pero soportable. Por la noche del propio día vimos a lo lejos una forma enorme y negra recreándose en el agua. Como precaución, mandé cargar las armas y dispuse a los hombres para hacer fuego, pero se alejó sin inquietarnos. Me puse en comunicación con Cobalt-City, y supe que, a pesar de todos sus esfuerzos, no habían conseguido ponerse al habla con New-Washington.

Nos alejamos nuevamente de la costa. Una mañana, cuando iba a dar orden de virar hacia el Este, el vigía señaló una costa al frente. Decidí practicar un reconocimiento. Avanzando con la sonda, llegamos a doscientos metros de una playa desolada. La posición verificada por Miguel fue de 19°3′ 44» latitud Norte y 28°22′ longitud Oeste con referencia a Cobalt-City. Parecía tratarse del cabo de una isla. Abandonando el anterior proyecto de desembarcar, pusimos rumbo al Sudeste. Un mensaje lanzado al avión quedó, al principio, sin respuesta. Dos horas después nos llamaron ellos mismos y nos dijeron que acaban de rechazar un ataque de las hidras, que no eran verdes, sino obscuras y de un tamaño enorme: de doce a quince metros de largo.

Sin más incidentes que un poco de mar gruesa, que el Temerario salvó sin dificultad, llegamos a la vista del continente sobre el que había caído el avión, continente que, según decían los aviadores, estaba separado del que comprendía a Cobalt-City por un estrecho. Para encontrarlo nos fue menester tantear hacia el Norte. Después de haber contorneado una enorme península, recorrimos la costa por debajo los 10 grados de latitud. La temperatura era agobiante y tuvimos que ponernos amplios sombreros y regar con frecuencia el puente metálico. A veces el mar se cubría de una bruma cálida y sofocante, más penosa aún que la insolación cegadora de Helios.

Finalmente, una noche llegamos a un punto de la costa, que, según nuestros cálculos, nos dejaba más cerca del avión. Descorazonados, examinamos la orilla. Era un verdadero laberinto. Los árboles crecían hasta el mar, sobre una playa fangosa, muelle, crujiente de una vida indistinta, y que desprendía un hedor terrible. Me pregunté con ansiedad cómo lo haríamos para desembarcar. En segundo plano, lejos, una gigantesca cadena lanzaba sus picos a más de 15.000 metros.

Escrutamos la costa a la búsqueda de un lugar más hospitalario. Algunos kilómetros más allá encontramos el estuario de un río, por el que penetramos, a pesar de la violencia de la corriente. Con la sonda lo remontamos hasta 90 kilómetros. Aquí, unos bancos de limo nos detuvieron. Todas nuestras armas estaban cargadas y duplicada la vigilancia. Las orillas, casi siempre encharcadas, alimentaban una vida inmunda, casi protozoica. Extraños amasijos de jalea viviente, animada de un movimiento amiboide, trepaban por el limo, coloreados en gris o en verde ácido. El aire estaba saturado de un olor putrefacto, y el termómetro marcaba ¡48 grados a la sombra! Llegada la noche, toda la orilla se iluminó de móviles fosforescencias de diversos colores.

Después de mucho buscar, encontramos en la orilla derecha un banco de rocas, que parecían desnudas, y desprovistas de seres vivientes. Acercamos al Temerario, maniobrando con las dos hélices. Los cables fueron amarrados con piquetes de hierro, plantados en el blando esquisto. Fue colocado el puente de madera, que permitió a la camioneta ganar tierra.

—¿Quién se va? — preguntó Miguel— Tú, yo, ¿y quién más?

— Tú, no. Es menester que alguien capaz de conducir al Temerario se quede aquí.

— Entonces, te toca a ti quedarte. Tú eres el único geólogo; en cambio, hay un montón de astrónomos.

— El jefe soy yo, y te ordeno que te quedes. Irás en el segundo viaje. Ponte al habla con el avión. ¿En qué dirección se encuentra y a qué distancia?

— Unos treinta kilómetros al Sudoeste. Cuando supieron que estábamos tan cerca, gritaron de alegría:

— No teníamos más que dos litros de agua potable y hemos acabado los comprimidos para esterilizar más.

— Imagino que estaremos aquí antes de dos horas — repuse—. Preparaos. Si tenéis combustible, encended un fuego. El humo nos guiará.

Me senté al volante. Andrés Etienne, un marinero, se ocupó de la torre armada con dos lanzagranadas. Un poco emocionado, abracé a Miguel, saludé a los demás y partimos.

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