V — EL PELIGRO

Unos días más tarde, llegamos a la desembocadura del Dordoña, sin más contratiempo que una avería en los motores que nos obligó a marchar un día a la vela. Avisados desde Cobalt por radio, no nos sorprendimos de encontrar en la confluencia de la isla a Martina, Luis y Wzlik, en una barca a motor. Subieron a bordo, siendo remolcada su embarcación hasta Puerto-León. Hacía más de un mes que estábamos fuera. Es inútil que diga que estuve contento de ver de nuevo a Martina. Muchas veces en el curso del viaje creí no regresar.

Luis me tendió el texto del último radiomensaje recibido desde New-Washington. Lo leí con asombro, y lo pasé a los americanos. Biraben se lo tradujo. Su contenido podía reducirse así: New-Washington se hundía lentamente en el mar, y de no modificarse la regresión, máximo dentro de seis meses, la isla habría desaparecido totalmente. El gobernador nos lanzaba, pues, un S. O. S.

El Consejo se reunió en presencia de los americanos. Jeans tomó la palabra en francés:

— En New-Washington tenemos un crucero francés, dos torpederos, un carguero y un pequeño petrolero. Tenemos también dieciséis aviones en estado de vuelo, entre los cuales hay tres helicópteros, pero en cambio no nos queda más combustible. ¿Podría usted vendérnoslo?

— No se trata de esto — repuso mi tío—. Acudir en vuestro socorro es un deber elemental. Pero el gran problema radica en el transporte. Como barco, no tenemos más que el Temerario, que es muy pequeño.

— Conservamos aún el casco del Conquistador — dije—, y especialmente las barcazas remolcables que podrían fácilmente ser transformadas en petroleros. ¿Qué opinan ustedes? — pregunté a nuestros ingenieros.

Estranges reflexionó.

— Diez o doce días de trabajo para construir los depósitos. Otro tanto como mínimo para los dispositivos de seguridad. En total, un mes. Dos depósitos de 10 x 3 x 2 m., con una capacidad para 122.000 litros. Mitad bencina mitad aceites pesados.

— Preferiríamos menos bencina y más aceites pesados.

— Es posible. ¿Cuál es la cifra exacta de vuestra reserva?

— Seis millones de litros — dije—. Detuve la explotación, falto de lugar para el almacenamiento.

—¿Cuánto hay de New-Washington a Puerto-León?

— Unos 450 kilómetros.

— Sí —dije—, pero en alta mar pueden ser más.

—¿Si le confiamos al Temerario y a algunos de nuestros hombres, podría usted conseguirlo? — preguntó mi tío a Jeans.

— Respondo de ello. Vuestro pequeño navío es excelente.

— De acuerdo. Intentémoslo.

Un mes después, el Temerario partió con un remolque cargado con 145.000 litros de carburante.

Como Miguel me contó más tarde, el viaje no tuvo historia. No encontraron calamares, ni monstruo alguno. New-Washington estaba situado sobre una tierra baja, con dos colinas sembradas de casas. Fueron acogidos por salvas de los cañones de los navíos de guerra. Toda la ciudad, situada al borde del mar, estaba adornada. La banda de música del crucero tocó el himno americano, y después la Marsellesa. Los oficiales observaban con asombro al pequeño Temerario, que se deslizaba por el puerto. Los aceites pesados pasaron directamente a los pañoles del petrolero argentino, el cual aparejó en el acto. La bencina fue transportada en camión al campo de aviación.

Miguel fue recibido por el presidente de New-Washington, Lincoln Donalson, y después a bordo del Surcouf, a cuyos oficiales y tripulantes les encantó poder saludar a un pedazo de Francia.

Los ciudadanos de New-Washington se entregaron a un trabajo encarnizado, desmontando y abarrotando los navíos con todo lo que podía ser salvado. Después, regresó el Porfirio Díaz; y el cargo noruego, el Surcouf y los dos torpederos partieron, cargados hasta los topes de material y de hombres. Miguel me anunció su salida por radio. Por mi parte, le informé de que habíamos obtenido de Wzlik, gran jefe de los Sswis, desde la muerte de su suegro, la concesión a los americanos de un territorio, que en realidad pertenecía a los Sswis negros, pero sobre el que su tribu tenía ciertos derechos, y una parte de otro que les pertenecía realmente, comprendido entre el Dron y los Montes Desconocidos. Para nosotros, había obtenido un pasadizo a lo largo del Dordoña hasta su desembocadura, cerca de la que queríamos construir un puerto, Puerto del Oeste. No estábamos inactivos.

Se habían construido unas casas para los americanos cerca de las montañas, en la parte propiamente Sswis de su territorio, justamente al otro lado del Dron, enfrente de nuestra factoría del «Cromo».

Poco tiempo después llegó el primer convoy. Lo anunció una mañana el vigía situado en la desembocadura del Dron. El Surcouf y el carguero, demasiado grandes, no pudieron ir más lejos, y bajaron anclas. Los torpederos remontaron el Isla. Los emigrantes arribaron a sus nuevas tierras por medio de pequeñas embarcaciones remolcadas. Por el momento, se decidió que los americanos se contentarían con el territorio propiamente Sswis, dejando para más tarde la conquista — pues una conquista sería necesaria— del sector Sslwip.

Miguel regresó por avión poco antes del séptimo y último convoy. La isla estaba casi sumergida totalmente, pero ya Nueva América contaba con una ciudad y siete pueblos, e iban a recolectarse las primeras cosechas. Nuestra población se incrementó con seiscientos hombres del Surcouf, sesenta argentinos que prefirieron vivir en un «país latino» y unos cincuenta francocanadienses, a quienes aunque al principio desagradó nuestro colectivismo, reducido por otra parte a las instalaciones industriales, se apercibieron muy pronto de que nada les impedía la práctica de su religión. Los noruegos, en número de doscientos cincuenta — cuando el cataclismo habían recogido a los sobrevivientes de un paquebote de su nacionalidad— se establecieron, a petición suya, en un enclave de nuestro territorio, cerca de la desembocadura del Dordoña. Crearon allí un puesto de pesca. En realidad, la segregación nacional no fue absoluta, ya que hubo matrimonios internacionales. Afortunadamente, entre los americanos las mujeres eran mayoría, y muchos de los marinos del Surcouf se habían casado ya en el viejo New-Washington. Un año después de este éxodo, cuando acababa de nacer mi primer hijo Bernardo, Miguel se casó con una linda noruega de dieciocho años, Inge Unset, hija del comandante dei carguero.

Ayudamos a los americanos a establecer sus fábricas. En contrapartida, nos cedieron el utilaje de cuatro aviones. Con dos colegas americanos encontré en su territorio, pero en país Sslwip, importantes yacimientos de petróleo.

Cinco años más tarde tuvo lugar la fundación de los Estados Unidos de Telus. Pero antes debo consignar la conquista del territorio Sslwip. ¡Y que nosotros estuvimos a un paso de la guerra con los americanos!

Fueron los Sslwips quienes desencadenaron la batalla. Una noche, un centenar de ellos sorprendió a un pequeño puesto americano, destrozando a diez de los doce hombres que componían la guarnición. Los dos restantes lograron escapar en coche. Tan pronto fue conocida la noticia, despegaron dos aviones a la caza de los asesinos. Fue imposible encontrarlos, pues los bosques cubrían extensiones inmensas y las llanuras aparecieron solitarias. Una columna ligera en misión de represalia sufrió grandes pérdidas sin resultados positivos. Entonces los americanos acudieron a nosotros, que teníamos mayor experiencia, y a nuestros, aliados Sswis.

¡Fue la guerra más extraña que se pueda imaginar! Los americanos y nosotros, montados en camiones, con cuatro o cinco aviones evolucionando encima de nuestras cabezas, un helicóptero observador, y rodeados por seres de otro mundo, armados con arcos y flechas. La campaña fue dura, y tuvimos nuestras derrotas. Comprendiendo rápidamente que en combate abierto, tendrían desventaja, los Sslwips comenzaron a hostigar nuestras fronteras, a envenenar los pozos y las fuentes, a hacer incursiones sobre Nueva América, en territorio Sswis e incluso a través de las montañas, sobre Nueva Francia. Fue en vano que los torpederos descubrieran y bombardearan a dos pueblos de la costa. Igualmente que los aviones destruyeran otros poblados. Cuando nos adentramos en territorio enemigo, más allá de la futura frontera de Nueva América, los Sslwips creyeron practicable el asalto definitivo. Al amanecer, una banda que sobrepasaba los cincuenta mil se precipitó de todas partes sobre nuestro campo. Inmediatamente, Jeans, jefe de la expedición, lanzó una llamada a los aviones que despegaron de New-Washington y de Cobalt. A 1.000 kilómetros por hora, iban a llegar dentro de poco, pero ¿podríamos aguardar? La situación era crítica: éramos 500 americanos y 300 franceses, ciertamente bien armados, y 5.000 Sswis, contra 50.000 enemigos armados con arcos que alcanzaban a cuatrocientos metros. Era imposible aprovecharse de la movilidad de los camiones: el enemigo nos rodeaba a treinta de fondo. Dispusimos un círculo con nuestros vehículos, salvo nuestro viejo camión blindado y, con las ametralladoras dispuestas, aguardamos.

A seiscientos metros, abrimos fuego; fue un error haber aguardado tanto, pues poco nos faltó para ser arrollados. Era en vano que nuestras armas automáticas derribaran a los Sslwips como el trigo en sazón, en vano que los Sswis lanzaran flecha tras flecha. En un momento tuvimos diez muertos y más de ochenta heridos, y los Sswis cien muertos y el doble de heridos. La bravura de los Sslwips era maravillosa, y su vitalidad fenomenal. Vi a uno que con el hombro destrozado por un proyectil de 20 mm. corrió hasta la muerte, y se derrumbó a dos pasos de un americano. Al tercer asalto llegaron los aviones. No pudieron intervenir, pues el barullo había comenzado de nuevo. En esta fase del combate, Miguel recibió una flecha en el brazo derecho, y yo otra en la pierna izquierda; heridas, por otra parte, sin gravedad. Tan pronto como el enemigo fue rechazado, los aviones entraron en combate con las ametralladoras, granadas y bombas. Fue la victoria. Cogidos en descubierto, los Sslwips se desbandaron, y nuestros camiones les persiguieron, mientras que Vzlik, a la cabeza de los Sswis, batía y despedazaba a los aislados. Hubo aún alguna ofensiva, y, por la noche, encontramos a uno de nuestros camiones con todos los ocupantes muertos, acribillados a flechazos.

Aprovechando la noche, los sobrevivientes escaparon. Tuvimos entonces que luchar con los tigrosauros, atraídos en gran número por la carnicería, que nos causaron seis bajas. Nuestras pérdidas totales ascendieron a 22 muertos americanos, 12 franceses, 227 Sswis, y a 145 americanos, 87 franceses y 960 Sswis heridos. Los Sslwips dejaron sobre el campo de batalla a veinte mil de los suyos, por lo menos.

Después de esta exterminación, los americanos construyeron una serie de fortines en su frontera, cuya defensa fue facilitada por una falla escarpada del terreno de más de setecientos kilómetros, que iba del mar a las montañas. Los dos años siguientes transcurrieron en silenciosa labor. Vimos con pena, que los americanos se acantonaban cada día más dentro de su territorio. Solamente nos frecuentábamos, salvo casos individuales — tales como la tripulación del avión y nosotros— para cambiar primeras materias y productos manufacturados. Los americanos abrieron explotaciones mineras, menos ricas que las nuestras, pero que bastaban ampliamente para sus necesidades.

Muy pocos de entre nosotros hablaban inglés y viceversa. Las costumbres eran distintas. Nuestro colectivismo, aunque muy parcial, les era sospechoso, y tachaban a nuestro Consejo de dictatorial. Tenían también tenaces prejuicios contra los «nativos», prejuicios que en modo alguno podíamos compartir, ya que doscientos pequeños Sswis frecuentaban nuestras escuelas.

En cambio, manteníamos excelentes relaciones con los noruegos. Les habíamos suministrado los materiales necesarios para la construcción de chalupas, y ellos nos aprovisionaban en abundancia de los productos del mar. Habían sobrevivido algunas especies terrestres que se multiplicaban en proporciones sorprendentes. Los peces telurianos son excelentes.

El «período heroico» había pasado, y para cortar de raíz la crítica de los americanos reorganizamos nuestras constituciones, aunque dentro del estilo francés. Se decidió que Nueva Francia se compondría de: 1) El estado de Cobalt, de cinco mil habitantes, con Cobalt-City (800 h.) por capital, y la ciudad de Puerto-León (324 h.); 2) El territorio de Puerto del Oeste, con una capital del mismo nombre, de 600 habitantes; 3) El territorio de los pozos de petróleo, donde no quedaban más de 50 hombres; 4) El territorio de las minas, sobre el lago mágico, con Beaulieu (400 h.) y Puerto del Norte (60 h.). O sea, que en total, Nueva Francia contaba con 6.000 habitantes. Puerto-León, Puerto del Oeste y Beaulieu tenían Consejo municipal. El gobierno se compuso del Parlamento, elegido por sufragio universal, compuesto por cincuenta miembros, que tenía la función legislativa, votaba todas las decisiones y nombraba a los ministros; y del Consejo inamovible, de siete miembros, que en un principio fueron mi tío, Miguel, Estranges, Beuvin, Luis, el señor cura y yo mismo. Este Consejo tenía un veto suspensivo de seis meses, como igualmente la iniciativa de las leyes. En caso de urgencia, y por una mayoría de los dos tercios, podía arrogarse el poder, por un período renovable de seis meses. Se constituyeron tres partidos políticos: el partido colectivista, cuyo jefe fue Luis, y que tuvo veinte escaños; el partido campesino conservador, igualmente, con veinte escaños; el partido liberal, bajo la dirección de Estranges, que tuvo los diez restantes, y que de acuerdo con la buena tradición francesa, que otorga el gobierno a la minoría, proporcionó los ministros.

Nuestro cambio de Gobierno no transformó en absoluto nuestra manera de vivir. Si las fábricas y las máquinas, como también las minas y la flota, eran propiedad colectiva, la tierra pertenecía como siempre a los campesinos que la cultivaban. Desarrollamos nuestra red ferroviaria y de carreteras. Los americanos hicieron otro tanto. Tenían más máquinas de vapor que nosotros que, en cambio, conseguimos construir potentes motores eléctricos. La vía más larga iba de Cobalt-City a puerto del Oeste, por Puerto León.

Nuestras relaciones con los americanos se enfriaron aún más. El primer incidente fue el del destructor canadiense, servido por una mayoría de francocanadienses. Estos decidieron venir a vivir con nosotros, y quisieron, como era lógico, llevarse el barco. Aquello fue el origen de numerosas dificultades. Finalmente, cedimos el armamento a los americanos, transformando el barco en un carguero rápido. El segundo punto de fricción fue nuestra negativa a explotar en común los yacimientos petrolíferos, situados a poca profundidad, en territorio Sswis, al lado del Monte Tenebroso. Los americanos tenían petróleo, aunque más profundo, y nosotros sabíamos que los Sswis verían con muy malos ojos a los americanos en sus tierras. Pero el 5 de julio del año 9 de la era teluriana, se produjo el conflicto.

Aquel día, una docena de Sswis quisieron, usando la facultad que les reconocía el tratado, atravesar la punta del sector Este de Nueva América, situada en su propio territorio. Se dirigían a nuestro puerto de los montes de Beaulieu para intercambiar productos de caza por puntas de flecha de acero. Penetraron, pues, en América, y cuando estaban ya a la vista de nuestro puerto, a la otra orilla del alto Dron, fueron detenidos por tres americanos armados con ametralladoras, quienes les interpelaron brutalmente, ordenándoles volverse atrás, cosa perfectamente absurda, pues estaban a cien metros de vuelo de pájaro de Beaulieu, y a quince kilómetros de la frontera en sentido inverso. En francés, el jefe de los Sswis, Awithz, se lo hizo observar. Furiosos, dispararon tres ráfagas, matando a dos Sswis e hiriendo a dos, uno de ellos, Awithz, que fueron hechos prisioneros. Los demás atravesaron el Dron bajo una lluvia de balas. Comunicaron lo ocurrido al jefe de nuestro puesto, Pedro. Lefranc, el cual para percatarse mayormente de la situación, fue con ellos hasta la orilla. Una ráfaga desde el otro lado mató a otro Sswis e hirió a Lefranc. Fuera de sí los hombres del pueblo respondieron con una decena de granadas que demolieron e incendiaron una granja del sector americano. Quiso el azar que yo pasara por allí acompañado de Miguel, instantes más tarde. Montando a Lefranc y a los Sswis heridos en mi camión, corrí hacia Cobalt. Allí me personé rápidamente en la residencia del Consejo, quien convocó el Parlamento, que votó el estado de urgencia. Lefranc, acostado en una camilla, hizo su declaración corroborada por la de los Sswis. Estábamos dudando sobre qué decisión tomar cuando nos llegó un radiomensaje desde el puente de los Sswis sobre el Vecera. Desde el puesto se oían con claridad los tambores de guerra y se observaban numerosas columnas de humo en territorio Sswis. Por un procedimiento desconocido, Vzlik estaba ya al corriente y reunía a sus tribus. No cabía duda que ante tal circunstancia las tribus confederadas marcharían con él. Conociendo el carácter vindicativo y absolutamente despiadado de nuestros aliados, pensé inmediatamente en las granjas americanas existentes a lo largo de la frontera, y en lo que podría ocurrir dentro de pocas horas. Por helicóptero mandé un mensajero a Vzlik, rogándole que esperara un día, y, rodeado del Consejo, fui a la emisora de radio para tomar contacto con New-Washington.

Los acontecimientos se precipitaron. Cuando llegamos, el encargado de la radio me tendió un mensaje: El destructor americano bombardeaba Puerto del Oeste. El Temerario y el Surcouf respondían. Para estar dispuestos para cualquier eventualidad, se lanzó la orden de movilización. Los aviones debían estar atentos para despegar, con las armas cargadas y los depósitos llenos. Por radio suplicamos al gobierno americano suspender las hostilidades y aguardar la llegada de plenipotenciarios. Aceptaron, y nos enteramos que el bombardeo de nuestro puerto había cesado. Por otra parte el destructor había quedado maltrecho a causa de una granada teledirigida desde el Surcouf que lo había alcanzado a proa.

Miguel, mi tío y yo partimos inmediatamente por avión. Media hora después estábamos en New-Washington. La entrevista fue al principio tempestuosa. Los americanos adoptaron una arrogancia tal que Miguel tuvo que recordarles que sin nosotros a aquellas horas habrían sido presa de los monstruos marinos o derivarían, muertos de hambre, en sus navíos sin carburante. Finalmente se designó una comisión de encuesta, compuesta por Jeans, Smith, mi tío, yo y el hermano de Vzlik, Isszi. Los dos americanos jugaron con limpieza y reconocieron los errores de sus compatriotas. Los culpables fueron condenados a diez años de prisión. Los Sswis fueron indemnizados con 10.000 puntas de flecha.

Después de esos incidentes, cosa curiosa, las relaciones se distendieron. Al terminar el año 10, eran lo bastante buenas para que pudiéramos promover la fundación de los Estados Unidos de Telus. El 7 de enero del año 11, una conferencia reunió a los representantes americanos, canadienses, argentinos, noruegos y franceses. Se adoptó una constitución federal. Esta reconocía a cada estado una amplia autonomía, pero establecía un gobierno federal situado en una ciudad que se fundó en la confluencia del Dron y el Dordoña, en el punto en que habíamos derribado el primer tigrosauro. Fue «Unión». Doscientos kilómetros cuadrados fueron declarados tierra federal. Nos fue difícil reconocer a los americanos la inviolabilidad presente y futura de los territorios Sswis. Finalmente ésta se limitó a los de nuestros aliados actuales, o la de los Sswis que lo fueran en un plazo de cien años.

Las colonias que se fundarían en el futuro serían tierras federales hasta que su población llegase a 50.000 almas. Entonces adquirirían el rango de estados, con libertad de escoger sus constituciones internas. El 25 de agosto del año 12, el Parlamento federal se reunió por vez primera, y mi tío fue elegido presidente de los Estados Unidos de Telus. La bandera federal flotó por fin, azul oscura, con cinco estrellas blancas, simbolizando los cinco estados federados: Nueva América, Nueva Francia, Argentina, Canadá de Telus y Noruega. Las dos lenguas oficiales fueron el inglés y el francés. No voy a entrar en el detalle de las leyes que se votaron, pues están vigentes todavía. El gobierno federal fue el único autorizado para poseer una flota, un ejército, una aviación y fábrica de armas. Previendo el futuro, le reconocimos también la energía atómica, que un día, sin duda, llegaremos a poseer en Telus.

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