VI — LA BATALLA DE LAS HIDRAS

Nos llamaba Luis. Llevaban tres días en constante lucha con las hidras. La víspera habían muerto tres hombres y dos bueyes. Se dejaban caer en orden disperso, atacando a ras de suelo, donde las granadas no podían alcanzarlas. La situación era crítica.

— Creo que la mejor solución será la evacuación de este rincón de tierra — repuse—. Fuera de la zona pantanosa no hemos encontrado trazas de hidras.

— No será fácil, pero, en fin… ¡Un momento, que vuelven!

A través del altavoz percibí claramente la sirena.

— Aguarda al micro — dijo Luis—. Intentaré teneros al corriente. Quizá sería mejor…

Una serie de violentas detonaciones ahogaron sus palabras, después las escopetas crepitaron. Salvo Miguel, que estaba al volante, y Breffort en la torre, todos estaban a mi alrededor cerca de la radio. El Sswis, muy admirado, escuchaba también. Al cabo de un momento no pudimos oír nada más que el silbido del receptor. Inquieto lancé una llamada. Hubo el ruido de una puerta al abrirse; después Luis habló jadeante:

—¡Forzad la marcha! Si es posible, llegad aquí antes del anochecer. Estas porquerías se están colando por las aberturas y es muy difícil sacarlas del interior de las casas. ¡Salir sería suicidarse! ¡Al menos hay tres mil! Marchando por las calles podréis cazarlas. ¡Daos prisa! ¡En algunos lugares incluso levantan las tejas!

—¿Has oído, Miguel? ¡Dale!

— A todo gas. ¡Sesenta por hora!

— Estaremos en el pueblo dentro de unas dos horas — anuncié—. ¡Animo!

— Es una suerte que estéis tan cerca. Tengo dos o tres por aquí sobre el techo, pero la cubierta del granero es sólida. La malo es que por teléfono no puedo comunicarme con todos los grupos.

—¿Estás solo?

— No, tengo a seis guardias conmigo y a Ida. De su parte, que Beltaire no se inquiete.

—¿Y mi tío?

— Encerrado con Menard en el Observatorio. No corre ningún peligro. Tu hermano está con los ingenieros en el refugio 7. Tienen una ametralladora ligera, y parece que la utilizan bien. Te dejo. Es necesario que tome contacto con los otros grupos.

—¡Sobre todo no salgas!

— No te preocupes…

Breffort se asomó y gritó:

—¡Alerta! ¡Hidras!

— Trepé hasta él. Delante nuestro, a un kilómetro aproximadamente, y a cinco o seis metros de altura, un centenar de hidras de la especie verde planeaban formando una nube.

—¡Rápido, las granadas, antes de que se dispersen!

Los tubos lanzagranadas se enderezaron. Agachándome, vi a Vandal y a Martina por un lado, y a Beltaire por otro, que introducían las granadas en las trampas móviles.

— Baja, Breffort. Ocúpate del control de las granadas. Yo me encargo de la ametralladora.

—¡Fuego!

Trazando su trayectoria, mis granadas se lanzaron sobre las hidras, seguidas por su estela blanca. Afortunadamente estallaron en mitad de las nubes. Los consabidos jirones cayeron, a contraluz, como una oscura lluvia. Las hidras se proyectaron sobre nosotros. A partir de este momento, tuve que actuar solo. Derribé a una docena. Las demás, circularon un momento a nuestro alrededor; después, dándose cuenta de su impotencia, se alejaron a ras del suelo.

Sin más incidentes, llegamos a la mina de hierro. Estaba desierta. Al cabo de un momento, la puerta de un refugio se abrió. Y un hombre nos hizo una señal. Miguel acercó el camión, y reconocí a José Amar, el contramaestre.

—¿Dónde están los demás?

— Se han marchado con el tren transformado en tanque, y todas las armas.

—¿Y usted?

— Me quedé para advertirles. El Consejo ha telefoneado que llegaban. Los muchachos del tren han construido una bomba de agua hirviente.

— Bien. Suba con nosotros. ¿Hace mucho que se fueron?

— Una hora.

—¡Adelante, Miguel!

Amar contempló a Vzlik con asombro.

—¿Quién es este ciudadano?

— Un indígena. Se lo explicaremos más tarde.

Diez minutos después, comenzamos a oír las detonaciones. Al fin, avistamos el pueblo. Todas las puertas y ventanas estaban fortificadas, y el tejado de algunas casas estaba plagado de hidras. Los monstruos revoloteaban a poca altura. El tren de la mina de hierro estaba detenido en la «estación», y su ametralladora pesada disparaba contra cualquier hidra que se separase de las casas.

—¡A los puestos de combate! Pablo al volante. Miguel, Braffort, a los puestos ametralladores. Martina, Vandal, pasadme las municiones. Beltaire y Amar, aprovisionad los fusiles ametralladores. Vzlik, en un rincón donde no moleste. ¿Estamos? Bien, Pablo, acércate al tren.

Los mineros habían trabajado con acierto. Con placas de metal, planchas y maderos, habían transformado el tren en una fortaleza. Un centenar de hidras, abotargadas, yacían por el suelo, a su alrededor.

—¿Cómo diablos, las habéis cazado? — pregunté al mecánico, que se encontraba al lado de Biron.

— Fue una idea mía. Las hemos hervido. Mirad, otras que vuelven a la carga. Va usted a verlo. No disparéis — gritó a los de la ametralladora situada en el primer vagón.

— No disparéis — repetí a los del camión. Unas treinta hidras se acercaban.

— Cuando te lo diga, pon la bomba en marcha — dijo Biron al conductor.

Cogió una especie de manguera, cuyo extremo de cuero, con un mango de madera, pasó a través de un boquete.

—¡Retroceded el camión!

Los monstruos estaban a treinta metros, aproximándose a toda velocidad. Fueron acogidos por un chorro de agua hirviendo que tumbó a una buena docena. Las demás se batieron en retirada. Entonces, la ametralladora del tren disparó, y yo me uní a su fuego.

— Como ve, es muy sencillo — dijo Biron—. Hubiéramos cazado muchas más, si la primera vez hubiera tenido la serenidad de aguardar a que estuvieran más cerca. Pero no me atreví, y ahora desconfían un poco.

—¿Quién tuvo esta idea?

— Yo, como le dije. Pero Cipriano, mi chófer, me ayudó a ponerla en práctica.

— Es una invención excelente, que nos permitirá economizar municiones. Sería necesario, quizás perfeccionarlo. Hablaré de ello al Consejo. Estoy seguro de que esto os valdrá la rehabilitación de vuestros derechos políticos. Ahora, nos vamos al pueblo. ¿En qué casa se encuentra Mauriere?

— En la emisora, me parece.

— Empezaremos por allí. ¿Todo el mundo en su puesto? Adelante, despacio. ¡Apuntad bien, y disparad poco!

Llegamos sin ser atacados a la plaza del pozo. El tejado de la casa que albergaba la emisora, estaba cubierto de hidras. Todos los disparos hacían blanco, pero se requería más de uno para derribarlas. Por el miedo de herir a nuestros amigos, no me atrevía a usar las granadas ni la ametralladora. Estúpidamente, los monstruos permanecían inmóviles sobre el tejado, removiendo las tejas. Su inmovilidad, dadas sus anteriores demostraciones de inteligencia, nos sorprendió un poco. Pudimos precisar nuestros tiros, apuntando al cerebro. Al cabo de un tiempo la casa estaba desembarazada de su cubierta viviente.

De vez en cuando sonaba en el pueblo una detonación. Dos o tres veces oí el silbido de la locomotora, saludando una nueva victoria del agua hirviente. Despejada la puerta, Luis salió y saltó al camión.

—¿Cómo va?

— Mejor, desde que estáis aquí. Pero estos cochinos animales han penetrado en tres casas. Hemos tenido una docena de bajas.

—¿Quién?

— Alfredo Charnier, su mujer, y una de sus hijas. Cinco más del pueblo, cuyos nombres no sé todavía. Magdalena Ducher, la actriz, y tres obreros. La comunicación telefónica está deteriorada en algún lugar entre la central y la fábrica. Probad de vigilarla. Ignoro como va por allí. Bien, yo vuelvo a la central.

Siguiendo el hilo telefónico, encontramos el punto de ruptura. A cincuenta metros, tres hidras se agazapaban sobre un techo. Salté a tierra con un hilo de cobre y reparé el conductor. Apenas había terminado, cuando la ametralladora disparó. Las hidras despegaban. Usando mi táctica habitual, me lancé al suelo, después, tan pronto como hubieron pasado, salté del camión. Dos veces recomencé este pequeño juego, juego singular, con riesgo de mi vida.

Después emprendimos la limpieza de los tejados. Metódicamente, comenzamos por la plaza del pozo, que estuvo lista una hora después. Atacamos, entonces, la calle principal. Apenas hicimos los primeros disparos, todas las hidras se levantaron, como obedeciendo a una señal. Inmediatamente, aquello fue un alud de hombres y mujeres saliendo de las casas, armados de lanzagranadas. En los dos minutos siguientes, al menos se elevaron ciento cincuenta de ellas. El cielo estaba repleto de manchas verdes — las hidras— y negras — la explosión de las granadas—. Reagrupadas como una nube, muy alta, las hidras huyeron.

— He comprobado un hecho curioso — dijo Luis. Desde que llegaron las hidras, oía con mucha dificultad tus mensajes. Una algarabía formidable.

— Es curioso, yo observé algo similar, cuando estábamos rodeados por las pequeñas hidras obscuras — dije—. ¿Será que estos animales emiten ondas hertzianas? Esto podría explicar su extraordinaria precisión de movimientos. Habrá que hablar con Vandal.

El consejo se reunió la misma noche. Por causa de la muerte del señor cura y Charnier no éramos más que siete. Di cuenta de la misión y presenté a Vzlik, en presencia de los otros miembros de la expedición, que estaban allí a título consultivo. Luis nos puso entonces al corriente de los problemas que se habían planteado en nuestra ausencia, de los cuales el más grave era la nueva técnica de las hidras. Llegaban de noche y se emboscaban por entre la maleza, atacando a los paseantes. No se podía salir más que en grupos armados.

— Por radio tú nos has propuesto — añadió— emigrar hacia la región del Monte-Señal. No deseo nada mejor. Pero, ¿cómo? Si hay que hacer el trayecto en camión, nuestra reserva de combustible no será suficiente, y si hay que hacerlo a pie están las hidras y los Sswis… ¡Y debiéramos, además, abandonar nuestro material! Incluso con los camiones, no sé de qué forma podríamos transportar las locomotoras, las máquinas, utensilios, etcétera. — No es así cómo había proyectado la cosa. — ¿Cómo, entonces? ¿Quizá en avión? — No, en barco.

—¿Y de dónde lo sacarás este barco? — He pensado que Estranges podría hacernos los planos. No le pido un superdestructor de 30 nudos de velocidad. No, un carguero pequeño conviene mejor a nuestra empresa. Estamos cerca del mar. Por otra parte, hemos seguido el Dordoña desde un punto situado a doscientos kilómetros de Cobalt-City hasta su desembocadura. Es perfectamente navegable. Cada vez que pude verificar una sonda encontré más de diez metros. El mar parece tranquilo. A fin de cuentas, no sería más que un viaje de setecientos kilómetros escasos por mar y doscientos cincuenta por el río.

—¿Y cómo marchará este barco? — preguntó mi tío.

— Con un gran Diesel de la fábrica o una máquina de vapor. ¡Si tuviésemos material de sondeo para ver si el petróleo es profundo!

— Esto lo tenemos — dijo Estranges—. Todo el que haga falta, El material que se empleó en los sondeos de la segunda presa que debía construirse quedó depositado en la fábrica. Cuando se produjo el cataclismo, acababa de recibir una carta advirtiéndome que vendrían a llevárselo.

—¡Esto tiene más gracia que lo del Robinsón suizo! ¿Hasta qué profundidad se puede llegar con vuestras máquinas?

— Llegaron hasta 600 ó 700 metros.

—¡Caramba! ¡Esto es mucho para una presa!

— Tengo la impresión de que la compañía que los efectuó buscaba algo más. En fin, no podemos quejarnos. Además, tengo entre los obreros a tres hombres que, en otro tiempo, trabajaron en los petróleos de Aquitania.

— Mejor que mejor. A partir de mañana todos al trabajo. ¿Todo el mundo está de acuerdo en que abandonemos este lugar?

— Solicito una votación — dijo María Presles—. Comprendo que es difícil permanecer aquí, pero ir a un país con esta gente… — Designó el Sswis, que escuchaba silencioso.

— Me imagino que podremos entendernos con ellos — intervino Miguel—. Pero es mejor que votemos.

El resultado del escrutinio fue de dos votos en contra — María Presles y el maestro— y cinco votos a favor.

— Sabe usted, tío, no le garantizo que podamos trasladar el Observatorio — dijo—. Al menos inmediatamente.

— Lo sé, lo sé. Pero si nos quedamos aquí vamos a perecer todos.

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