I — EL JUICIO

Sin ninguna incidencia, los doce sobrevivientes se alinearon sobre el césped, con las manos detrás de la nuca y las armas al suelo. Los dos últimos habían llevado a Honneger, todavía inconsciente, que fue cuidadosamente vigilado. Con una ametralladora en la mano penetré con Miguel en el castillo, guiado por un prisionero. El interior estaba en un estado lastimoso. En las paredes del salón, telas de grandes maestros, suntuosamente enmarcadas, habían sido destrozadas por las balas. Dos extintores de gas carbónico, vacíos, testimoniaban que había sido sofocado un amago de incendio. En el vestíbulo, con el encerado y paredes llenas de metralla, encontramos, casi partido en dos, el cadáver de Carlos Honneger. Por una escalera de piedra en caracol, descendimos a la bodega, cuya puerta de hierro temblaba por golpes pegados desde el interior. Apenas entreabierta, salió Ida Honneger. Miguel la agarró por las muñecas.

—¿Adonde vas?

—¿Y mi padre? ¿y mi hermano?

— Tu hermano ha muerto. Tu padre… vive todavía.

—¿No iréis a matarlo?

— Señorita — dije yo—, diez de nuestros hombres han muerto por su causa sin contar los vuestros.

—¡Oh, es espantoso! ¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué? —dijo, echándose a llorar.

— Es todavía un misterio para nosotros — repuso Miguel—. ¿Dónde están las muchachas que se llevaron? Y la señorita… ¡en fin, la estrella!

—¿Magda Ducher? Aquí, en la bodega. Las demás están encerradas en la otra cava, a la izquierda me parece.

Penetramos en el subterráneo. Una lámpara de petróleo la iluminaba vagamente. Magdalena Ducher estaba sentada en un rincón, muy pálida.

— No debe tener la conciencia muy tranquila — dijo Miguel, y añadió—: Levántese y salga.

Libertamos a las tres campesinas. De nuevo en la planta, encontré a Luis, que había llegado con el resto del Consejo.

— El viejo Honneger se ha reanimado. Ven, vamos a interrogarlo.

Estaba sentado sobre el césped, con su hija al lado. Cuando nos vio llegar, se levantó.

— Os he menospreciado, señores. Debí pensar en tener a los técnicos conmigo. Habríamos dominado a este mundo.

—¿Para qué? —dije.

—¿Para qué? ¿No ve usted que era una ocasión única para dirigir la evolución humana? Dentro de unas generaciones hubiéramos producido superhombres.

—¿Con su material humano? — dije sarcástico.

— Mi material humano no estaba falto de cualidades: valor, obstinación, desprecio de la vida. Pero ustedes habrían jugado un gran papel en mis proyectos. Mi error ha sido creer que podía tomar el poder contra ustedes. Debí hacerlo con ustedes.

Se inclinó hacia su hija, que lloraba.

— No sean duros con ella. Ignoraba todos mis proyectos y ha intentado hacerlos fracasar, Y ahora, adiós, señores.

Con un gesto rápido se llevó algo a la boca.

— Cianuro — dijo, desplomándose.

— Bien, un hombre menos para juzgar — dijo Miguel, a guisa de oración fúnebre.

Nuestros hombres cargaban ya el botín en los camiones: 4 ametralladoras, 6 fusiles ametralladores, 150 fusiles, 50 pistolas y munición en abundancia. Esta casa era un verdadero arsenal. Hallazgo precioso: encontramos una pequeña imprenta, intacta.

— Me pregunto qué querían hacer en la Tierra, con todo este material.

— Según un prisionero, Honneger mandaba una liga fascista — dijo Luis.

— En definitiva, tanto mejor para nosotros. Así podremos luchar contra las hidras.

— A propósito, no se han vuelto a ver. Vandal está disecando, con la ayuda de Breffort, la pequeña hidra conservada en un tonel de alcohol. Es formidable, este muchacho. Ha enseñado ya, a unos cuantos chicos el arte de la alfarería, a la manera de los indios sudamericanos.

Volvimos al pueblo. Eran las cuatro de la tarde. ¡La batalla había durado menos de un día! Agotado, me dormí. Soñé con mi viejo laboratorio de Burdeos, la cara del «patrón», deseándome unas buenas vacaciones. («Estoy seguro que habrá algunas pequeñas cosas para estudiar en el lugar donde usted va.» ¡Oh, ironía! ¡Todo un planeta!). La recia armazón de mi primo Bernard en la embocadura de la puerta, después, unos centenares de metros más abajo, la montaña cortada a pico. Hacia las seis de la tarde, mi hermano me despertó y fui a ver a Vandal. Estaba en una sala de la escuela; sobre una mesa, delante de él, la hidra apestando a alcohol, medio disecada. Dibujaba esquemas en la pizarra y, sobre el papel, Breffort y Massacre le ayudaban.

—¡Ah! ya estás aquí, Juan — me dijo—. Daría diez años de mi vida para poder presentar este espécimen en la Academia. ¡Una sesión extraordinaria!

Me condujo delante de sus esquemas.

— No he iniciado, más que muy primariamente, el estudio de la anatomía de estos animales, pero ya se deducen varias cosas importantes. Bajo ciertos aspectos, no puedo más que compararlos a animales muy inferiores. Tienen algo de nuestros celentéreos, aunque no sea más que por la multitud de nematocistos, de células urticantes, contenidas en su tegumento. Sistema circulatorio muy simple: corazón de dos válvulas, sangre azulada. Una sola arteria se ramifica, y el resto de la circulación es lagunar. Posee únicamente una gran arteria aferente al corazón. Las lagunas tienen una gran importancia. Incluso deshinchadas, la densidad de estas hidras es notablemente débil. Aparato digestivo de digestión externa, mediante la inyección de jugos digestivos a la presa, y aspiración por un estómago-faringe. Intestino muy sencillo. Pero existen dos cosas curiosas: 1a La dimensión y complejidad de los centros nerviosos. Tienen un auténtico cerebro, situado en una cápsula quitinosa, detrás de la corona de tentáculos. Estos son ampliamente inervados, como también un curioso órgano, situado bajo el cerebro, que se parece un poco al aparato eléctrico de un pez-torpedo. Los ojos son tan perfeccionados como los de nuestros mamíferos. No me extrañaría, por tanto, que este animal fuera en un cierto grado, inteligente. 2a Los sacos de hidrógeno. Pues es hidrógeno lo que contienen estos enormes sacos membranosos, que abotargan el sector superior del cuerpo, y ocupan las cuatro quintas partes de su volumen. ¡Y este hidrógeno proviene de la descomposición catalítica del agua a baja temperatura! El agua es conducida por un tubo hidróforo, de un tentáculo especial, donde debe realizarse la descomposición. Imagino que el oxígeno pasa a la sangre, pues este órgano está rodeado de múltiples arteriolas capilares. ¡Si un día domináramos el secreto de esta catálisis del agua!

«Una vez hinchados los sacos de hidrógeno, la densidad del animal es inferior a la del aire y flota en la atmósfera. La poderosa cola plana sirve de aleta, pero especialmente de timón. El principal sistema de propulsión reside en unos sacos contráctiles, que proyectan hacia atrás aire mezclado con agua, con una violencia inusitada, ¡a través de verdaderas tuberías! En el espécimen que hemos conservado, he excitado eléctricamente los músculos contráctiles; situé en el interior un anillo de hierro. ¡Mira cómo ha quedado!

Me tendió un gran anillo, plegado en forma de ocho.

—¡La potencia de estas fibras musculares es prodigiosa!

Al día siguiente, por la mañana, fui despertado por unos golpes en la puerta. Luis me prevenía de que el juicio de los prisioneros iba a comenzar y que, como miembro del Consejo, yo formaba parte del Tribunal. El Sol azul se levantaba.

El tribunal se había constituido en un gran hangar, transformado en sala de justicia. Comprendía al Consejo reforzado por algunas representaciones.

Entre ellos, Vandal, Breffort, mi hermano, Pablo, Massacre, cinco campesinos, Beuvin, Estranses y seis obreros. Nosotros ocupamos un estrado ante una mesa, y las representaciones se sentaron a ambos lados, a continuación. Delante, un espacio vacío para los acusados, y después un lugar con bancos reservado para el público. Todas las salidas estaban custodiadas por hombres armados. Antes de introducir a los acusados, mi tío, que por su edad y ascendiente moral había sido designado presidente, se levantó y dijo:

— Ninguno de nosotros tuvo nunca que juzgar a sus semejantes. Formamos un tribunal marcial extraordinario. Los acusados no tendrán abogados, pues no tenemos tiempo que perder en discusiones interminables. Por otra parte tenemos el deber de ser tan justos e imparciales, como sea posible. Los dos criminales principales han muerto. Y yo debo recordaros que los hombres son preciosos en este planeta. Pero no olvidemos tampoco que doce de los nuestros han muerto por causa de los acusados, y que tres de nuestras jóvenes han sido odiosamente maltratadas. Introducid a los acusados.

Yo le susurré:

—¿Y Menard?

— Trabaja con Martina en una teoría sobre el cataclismo. Es muy interesante. Ya volveremos a hablar de esto.

Uno a uno, entre guardias armados, entraron los treinta y un sobrevivientes, Ida Honneger y Magdalena Ducher los últimos. Mi tío tomó de nuevo la palabra:

— Sois colectivamente acusados de asesinatos, raptos y ataques a mano armada. Subsidiariamente de atentado contra seguridad del Estado. ¿Existe un jefe entre vosotros?

Dudaron un momento, después, empujado por los demás, un enorme pelirrojo avanzó.

— Yo mandaba en ausencia de los «patronos».

—¿Tu nombre, edad y profesión?

— Biron, Juan. Treinta y dos años. Antes, yo era mecánico.

—¿Reconoces los hechos de los cuales sois acusados?

— Que los reconozca o no, da lo mismo, van a fusilarnos igualmente.

— No es seguro. Podéis haber sido engañados. ¡Haced avanzar a los demás! ¿Cómo habéis podido actuar de esta forma?

— Bien, pues después de la hecatombe, el patrón nos hizo un discurso, diciendo que el pueblo estaba en manos (excúseme) de una chusma, que era necesario defender la civilización, y — dudó un momento— que si todo marchaba bien, nosotros seríamos como los señores de otros tiempos.

—¿Habéis participado en el ataque al pueblo?

— No. Pueden preguntar a los demás. Todos los que tomaron parte han muerto. Eran los guardaespaldas del hijo del patrón. Por cierto, que el patrón se puso furioso. Carlos Honneger pretendió haber capturado a unos rehenes. En realidad, hacía mucho tiempo que quería a esta muchacha. El patrón no estaba de acuerdo. Yo tampoco. Fue Levrain quien le animó.

—¿Y cuáles eran los objetivos de vuestro patrón?

— Ya lo dije. Quería ser el dueño de este mundo. Tenía un montón de armas en el castillo (en la tierra hacía contrabando de armas) y después nos tenía a nosotros. Intentó el golpe. Nos tenía cogidos. En otro tiempo, todos habíamos hecho muchas tonterías. El sabía que ustedes no tenían apenas armamento. ¡No imaginaba que iban a fabricarlo tan aprisa!

— Bien. ¡Retírese! El siguiente.

El siguiente fue el muchacho rubio que había agitado la bandera blanca.

—¿Tu nombre, edad y profesión?

— Beltaire, Enrique. Veintitrés años. Estudiante de ciencias.

—¿Qué diablos ibas a hacer en este lío?

— Conocí a Carlos Honneger. Una noche había perdido todo el sueldo del mes al póker. El pagó mis deudas. Me invitó al castillo y durante una excursión por la montaña me salvó la vida. Después ocurrió el cataclismo. Yo no aprobé nunca los proyectos de su padre, ni su conducta. Pero no podía abandonarle. Le debo la vida. ¡No disparé una sola vez contra ustedes!

— Lo comprobaremos. Otro. ¡Ah! una pregunta más. ¿Cuáles eran tus proyectos?

— Quería ser técnico en aeromodelismo.

— Esto podría servir más adelante. ¡Quién sabe!

— Quisiera decir también… que Ida Honneger… ha hecho todo lo posible para prevenirles.

— Lo sabemos y lo tendremos en cuenta.

El desfile continuó. Estaban mezcladas todas las profesiones. La gran mayoría de los acusados habían pertenecido más o menos a una liga fascista.

Yo no sé lo que pensaban los demás en aquel momento, pero por mi parte estaba confuso. Muchos de aquellos hombres tenían un aspecto sincero, e incluso algunos, honesto. Era evidente que los principales culpables habían muerto. Beltaire me había sido simpático en su fidelidad a su amigo. Ninguno de los otros acusados le hizo cargo alguno. Al contrario, habían confirmado, en su mayoría, que no había tomado parte en el combate. El acusado número veintinueve entró. Declaró llamarse Julio Levrain, periodista, de 47 años de edad. Era un hombre de talla reducida, delgado, de rasgos duros. Luis consultó sus papeles.

— De las declaraciones de los testigos se desprende que usted no formaba parte de los hombres de Honneger. Usted era un invitado, y algunos suponen que fuera incluso el gran jefe. Usted no puede negar haber disparado contra nosotros. Además, los testigos se lamentan de… en fin, digamos violencias de su parte.

—¡Es falso! No les veía jamás. Y yo era ajeno a toda esta cuestión. No era más que un simple invitado.

—¡Hace falta desvergüenza! — exclamó el guardia de la puerta—. Le vi en la ametralladora del centro, la que mató a Salavin y Roberto. ¡Le apunté tres veces sin poder liquidarle! ¡Este canalla!

En la sala muchos guardias reunidos como espectadores, aprobaron sus palabras. A pesar de sus protestas, fue conducido fuera de la sala.

— Introducid a la señora Ducher.

Entró con un aire abatido, a pesar del maquillaje. Parecía inquieta, desorientada.

— Magdalena Ducher, veintiocho años, actriz. ¡Pero yo no he hecho nada!

— Usted era la amante de Honneger, padre, ¿no es cierto?

— Sí —clamó una voz en la sala, que desencadenó una tempestad de risas—, de los dos.

— Es falso — exclamó ella—. ¡Oh, es odioso! ¡Permitir que me insulten de esta forma!

—¡Está bien, está bien! ¡Silencio en la sala! Ya veremos. La siguiente.

— Ida Honneger, diecinueve años, estudiante.

Sus ojos enrojecidos no le impedían eclipsar completamente a la actriz.

—¿Estudiante de qué?

— De Derecho.

— Temo que esto no va a serle muy útil aquí. Sabemos que ha hecho todo lo posible para evitar el drama. Por desgracia no lo consiguió. Al menos pudo suavizar la cautividad de nuestras tres jóvenes. ¿Puede usted informarnos sobre los que vamos a juzgar?

— A la mayoría no les conozco. Biron no era mala persona. Y Enrique Beltaire merece vuestra indulgencia. Me ha dicho que no había disparado. Y le creo. Era amigo de mi hermano… Reprimió un sollozo.

«Mi padre y mi hermano no eran malos, en el fondo. Eran violentos y ambiciosos. Cuando yo nací éramos muy pobres. La riqueza vino de un golpe y les perdió. ¡Oh, es este hombre, este Levrain, quien fue la causa de todo! El fue quien hizo leer Nietzsche a mi padre, que se creyó un superhombre. ¡El es también quien le puso en antecedentes de este proyectó insensato de conquistar un mundo! ¡Es capaz de todo! ¡Le odio!

Se deshizo en lágrimas.

— Siéntese, señorita — dijo gravemente mi tío—. Vamos a deliberar. No tenga ningún temor. La consideramos más bien como un testigo.

Nos retiramos, detrás de un telón, asistidos por el cuerpo de representantes. La discusión fue prolongada. Luis y los campesino eran partidarios de penas severas. Miguel, mi tío, el párroco y yo mismo defendíamos la moderación. Los hombres eran escasos. No comprendiendo lo que había ocurrido, los acusados habían, como es lógico, seguido a sus jefes. Finalmente llegamos a un acuerdo. Mi tío leyó el veredicto a los acusados reunidos.

— Julio Levrain: se os considera culpable de asesinato, rapto y violencias con premeditación. Sois condenado a muerte por la horca. La sentencia es ejecutiva dentro de la hora próxima.

El bandido mantuvo su apostura, pero palideció horriblemente. Un murmullo recorrió la fila de los acusados.

— Enrique Beltaire: se te considera inocente de toda actividad nefasta para la comunidad. Pero como no hiciste nada para prevenirnos…

— No podía de ninguna manera.

—¡Silencio! Repito: como no nos has prevenido, serás clasificado como ciudadano inferior, sin derecho a voto, hasta que, por tu condena, te hayas rehabilitado.

—¿Aparte de esto, soy libre?

— Sí, como todos nosotros. Pero si quieres permanecer en el pueblo, habrás de trabajar.

—¡No pido más!

— Ida Honneger: Se te reconoce inocente. Pero serás inelegible durante diez años.

— Magdalena Ducher: nada existe contra usted exceptuando una dudosa moralidad y relaciones, digamos sentimentales — risas entre el público—, con los principales criminales. ¡Silencio! Queda privada de todo derecho político y afectada al servicio de cocina.

— Los demás: sois condenados a trabajos forzados por un período de tiempo que no podrá exceder de cinco años terrestres, que podréis reducir por vuestra conducta. Quedáis privados a perpetuidad de todo derecho político, salvo destacada actuación en beneficio de la comunidad.

Se produjo una ola de alegría en el grupo de acusados, que temían ser castigados con, mayor dureza.

— Sois unos tipos formidables — nos gritó Biron.

— Se levanta la sesión. Conducid a los condenados.

El señor cura, fue al encuentro de Levrain, a petición de éste. Los espectadores, unos aprobatorios, otros furiosos, se dispersaron. Yo descendí del estrado, dirigiéndome hacia Beltaire. Le encontré que estaba consolando a Ida.

— Bien — dije a mi tío—. Ahora comprendo por qué se defendían tanto mutuamente.

—¿Dónde vas a alojarte? La Ducher irá a la cocina lo quiera o no. Para ti es distinto. No puedes ni soñar en volver al castillo, será destruido y a la merced de la hidras. Por aquí la habitación es escasa, con todas estas casas derruidas. Será menester también buscarte un trabajo. La ley ahora prohibe la pereza.

—¿Dónde está esta ley? — preguntó Ida—. Queremos ser buenos ciudadanos. Y para ello debemos conocerla.

—¡Ay, señorita! No está todavía redactada. Hay todo un montón de textos en los procedimientos verbales y sesiones del Consejo. Por cierto, ¿no eres jurista?

— Acababa de terminar mi segundo año.

— He aquí un trabajo hecho a la medida para ti. Tú redactarás nuestro Código. Hablaré de ello en el Consejo. En cuando a ti — dijo a Beltaire— te tomo conmigo. Me ayudarás en el trabajo de ministro de Minas. Con tu formación científica serás muy pronto un excelente perito. Notas: alimentación en la cantina y un techo, como el mío, sobre tu cabeza.

Miguel se unió a nosotros.

— Si quieres contratar a Beltaire, llegas tarde, acabo de hacerlo.

— Tanto peor. Tomaré a mi hermana. La astronomía tendrá que aguardar. Por cierto, que ha bajado con Menard. Nos va a explicar sus teorías esta noche.

Observé a Helios en lo alto.

— Queda tiempo, pues. Oye, Miguel, ¿le molestaría a tu hermana compartir su alojamiento con esta joven, en espera de que le encontremos otra cosa?

— Aquí está. Puedes preguntárselo.

— Hazlo por mí. ¡Me intimida el astrónomo que hay en tu hermana!

— Te equivocas. ¡Es una chica estupenda, y que te tiene mucha simpatía!

—¿Y tú qué sabes?

— Ella me lo dice muy a menudo.

Y marchó riéndose.

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