Por aquel tiempo ultimé mi proyecto de exploración, a la vez que me di cuenta de que quería a Martina. Cada noche subíamos juntos a casa de mi tío para la cena. Miguel nos acompañaba, pero la mayoría de las veces se adelantaba. Yo confiaba a Martina mis proyectos, y ella se manifestaba como una excelente consejera. De esta forma nos comunicábamos nuestros puntos de vista sobre los respectivos trabajos, y poco a poco llegamos al intercambio de recuerdos personales. Me enteré entonces de que era huérfana desde los tres años, y Miguel la había educado. Como él era astrónomo, y como ella estaba, asimismo, muy bien dotada para las ciencias exactas, la había animado en este sentido. Por mi parte, yo había tenido la suerte, como primo hermano de Bernardo Verillae, de conocer a los miembros de la primera expedición Tierra-Marte, y le puede suministrar sobre ellos muchos detalles inéditos. Había sido incluso fotografiado por un periodista entusiasta, entre Bernardo y Segismundo Olsson, como el «miembro más joven de la expedición», lo que me valió muchas bromas en la Facultad. En cambio, cuando se trató de incluirme a bordo, para el segundo «raid», yo rehusé, en parte, con el fin de no afligir a mi madre, aún viva en aquel tiempo, lo que era honorable, y en parte por simple miedo, lo cual lo era menos. Encontré los periódicos de la época en la biblioteca de mi tío y enseñé a Martina la famosa fotografía. Ella me mostró otro cliché, que reproducía los asistentes a una conferencia del jefe de la misión, Pablo Bernadac. Con un ligero trazo a lápiz, encuadró en la quinta fila a un joven y a una muchacha.
— Miguel y yo. Tuvimos, en su calidad de astrónomo, un buen lugar. ¡Para mí fue una jornada gloriosa!
— Quizá me encontré contigo aquel día — dije—. Yo ayudaba a Bernardo a pasar los clichés en el aparato de proyección.
Con el auxilio de una lupa, pude reconocer el rostro de Martina, un poco aniñado.
Así charlábamos, noche tras noche. Un día en que Miguel nos aguardaba en el dintel de la puerta, llegamos cogidos de la mano. Cómicamente él colocó las suyas sobre nuestras cabezas.
—¡Mis queridos hijos, en tanto que jefe de familia, os doy mi bendición!
Nos contemplamos, incómodos.
— Y bien. ¿Me habré equivocado?
A un tiempo, contestamos:
— Pregúntaselo a Martina.
— Pregúntaselo a Juan.
Los tres rompimos a reír.
Al día siguiente, habiendo meditado concienzudamente mis proyectos, expuse al Consejo mi plan de exploración.
—¿Puede usted — pregunté a Estranges— transformar un camión en una especie de tanque ligero, blindado en duraluminio y armado de una ametralladora? Servirá para explorar una parte de la superficie de Telus.
—¿Es necesario? — dijo Luis.
— Ciertamente. No ignoras que nuestros recursos son bastante precarios y la bolsa mineral de hierro es apenas suficiente para dos años, sin forzarla demasiado. La llanura y los pantanos que nos rodean son muy poco propicios para el descubrimiento de yacimientos metalíferos. Sería necesario ir hacia las montañas. Quizá allí encontraríamos también árboles suficientes para proporcionarnos madera de construcción, sin que tengamos que destruir los bosques que nos quedan, de los que, por cierto, no estamos sobrados. Quizá allí descubriríamos animales útiles, hulla. ¿Quién sabe? Quizá también un lugar sin hidras. Es poco probable que se alejen de las marismas.
—¿Cuánto gas-oil piensas gastar?
—¿Qué consume el mejor camión?
— Veintidós litros los cien. Cargado, y en terreno desigual, puede llegar a treinta.
— Supongamos que me llevo 1.200 litros. Esto me proporciona un radio de acción de 2.000 kilómetros. No me alejaré tanto, pero hay que contar con los zigzags.
—¿Cuántos hombres te hacen falta?
— Siete, contándome a mí. Pienso tomar a Beltaire, a quien he enseñado a reconocer los principales minerales. Miguel, si quiere venir.
—¡Seguro! Me apunto. Al fin haré astronomía «sobre el terreno».
— Tú me serás útil, especialmente para marcar el lugar con los datos topográficos. Por lo que respecta a los otros miembros, ya veré.
El proyecto fue adoptado por unanimidad, excepto un voto, el de Charnier. Al día siguiente, Estranges puso a los obreros manos a la obra para transformar el camión convenientemente. Se escogió un camión con dobles ruedas traseras, se reemplazaron los cristales demasiado frágiles por placas de plexiglás, provenientes de las reservas del Observatorio. El sistema de cierre de las puertas fue reforzado con planchas de duraluminio, pudiéndose, en caso necesario, obstruir las ventanas. Se comunicó la plataforma con la cabina de conducción siendo aquélla alargada y transformada en habitación. Los arcos de acero fueron recubiertos de espesas planchas de duraluminio. Una cúpula superior albergó una ametralladora de 20 mm., cuya abertura se obtenía por un sistema de pedales. Debíamos llevar, además: 30 cohetes de 1 m. 10 cm., de largo alcance, dos fusiles ametralladores y cuatro fusiles de repetición. La ametralladora fue aprovisionada con 800 cartuchos, los fusiles ametralladores con 600 y los fusiles de repetición con 400. Seis bidones suplementarios de 200 litros contenían nuestro gas-oil. Seis literas superpuestas en dos series de tres, una pequeña mesa plegable, unas cajas llenas de víveres, utilizables al mismo tiempo como sillas; instrumentos explosivos, útiles, un bidón de agua potable, un pequeño aparato de radio emisor-receptor, acababan de obstruir el reducido espacio desde el interior hasta el techo. El habitáculo estaba iluminado por dos bombillas y tres ventanas obturables. Unos disparadores permitían tirar desde el interior. En el techo, alrededor de la cúpula, se colocaron seis neumáticos nuevos. El motor fue enteramente revisado, y así tuve a mi disposición un vehículo temible, bien armado, capaz de desafiar a las hidras, poseyendo, en carburante, una autonomía de 4.000 kilómetros, y en víveres, de veinticinco días. En los ensayos por carretera obtuvimos fácilmente una media de 60 km. hora, En terreno desigual no se podía contar por encima de los 30.
Al mismo tiempo, me ocupé de la composición del equipo. Debía comprender:
Jefe de misión y geólogo: Juan Bournat.
Jefe de campo: Breffort.
Zoólogo y botánico: Vandal.
Navegante: Miguel Sauvage.
Examen de terrenos y minerales: Beltaire.
Mecánico y radio: Pablo Schoffer.
Este último, antiguo mecánico aviador, era un amigo de Luis.
No sabía cómo escoger el último expedicionario. Hubiera llegado gustosamente a Massacre, pero su presencia era igualmente indispensable en el pueblo. Dejé mi lista incompleta encima de la mesa. Cuando regresé la encontré concluida, con la atrevida letra de Martina:
Cocinero y enfermero: Martina Sauvege.
A pesar de todos mis ruegos y los de su hermano, fue imposible disuadirla. Como era robusta, valiente y excelente tiradora, no me molestó excesivamente tener que ceder. Por otra parte, yo estaba convencido de que nuestro «tanque» nos ofrecía un máximo de seguridad.
Realizamos nuestros últimos preparativos. Cada cual colocó como pudo algunos libros u objetos personales que quería llevarse. Tomamos posición de nuestra litera. ¡Había más de 60 cm. de separación entre ellas! Martina tomó la más alta a la derecha, yo la más alta a la izquierda. Yo tenía debajo a Vandal y a Breffort, y ella a Miguel y a Beltaire. Schoeffer debía acostarse en la banqueta del conductor, siendo la cabina lo suficientemente larga para sus 1 m. 60 cm. Instalamos además un ventilador, por causa de la temperatura, que prometía ser agobiante. Una trampa se abría a un lado de la cúpula, lo que permitía subir al techo. Pero, al menor peligro, todo el mundo debía entrar inmediatamente.
Cada uno tomó su lugar, una mañana, al alba azul. Yo empuñé el volante, con Miguel y Martina a mi lado. Vandal, Breffort y Schoeffer subieron al techo. Beltaire estaba en el puesto ametrallador, en la torre, en comunicación conmigo por teléfono. Me había asegurado de que cada uno de nosotros, Martina inclusive, era capaz de conducir, tirar con la ametralladora y reparar las averías más frecuentes. Después de haber estrechado la mano de nuestros amigos y abrazado a mi tío y a mi hermano, puse el motor en marcha. Rodamos en dirección al castillo. En la torre, Beltaire agitó largo tiempo la mano, en respuesta al pañuelo de Ida. Yo estaba exultante y feliz, cantando a plena voz. Sobrepasamos las ruinas, bordeamos la vía férrea y por la nueva carretera que habíamos construido — una pista, mejor— llegamos a la mina de hierro. Tuve la satisfacción de encontrar a los observadores en sus puestos. Algunos obreros iban y venían antes de comenzar el trabajo, otros tomaban un bocado. Cambiamos signos amistosos. Después empezamos a rodar en la llanura, entre las hierbas telurianas, Al principio, de trecho en trecho, vimos algunas plantas terrestres. Desaparecieron pronto. Una hora más tarde sobrepasamos las últimas huellas de mis reconocimientos Y nos adentramos en lo desconocido.
Un ligero viento del Oeste ondulaba la vegetación que pasaba bajo el camión con un suave rumor. El suelo era firme y muy llano. La sabana gris se extendía hasta el infinito. Algunas nubes blancas — nubes «ordinarias», hizo notar Miguel— flotaban hacia el Sur.
—¿En qué dirección vamos? — preguntó Miguel, que había dispuesto sobre una pequeña repisa los instrumentos de que precisaba para su cometido de navegante. Aunque inverso, con respecto al de la Tierra — la punta del compás que en la Tierra indicaba el Norte, apunta aquí al Sur—, el magnetismo de Telus es constante, y nuestras brújulas funcionaban perfectamente.
— Primero recto. Al Sur, después al Sudeste. Con ello rodearemos la marisma. Al menos así lo espero. Después hacia las montañas.
Al mediodía hicimos alto. Tomamos nuestra primera comida «a la sombra del camión», dijo Pablo, sombra apenas existente. Afortunadamente, soplaba un suave viento. Mientras bebíamos alegremente un vaso de buen vino, las hierbas ondularon, y una enorme «víbora» apareció. Sin dudarlo un momento, marchó recta y hundió sus mandíbulas en el neumático izquierdo delantero, que emitió el silbido característico.
—¡Santo Dios! — exclamó Pablo, que saltó hacia el camión, saliendo con un hacha. Perseguido por los «¡no la descuartices!» de Vandal, asestó a la bestia un golpe tan furioso que la partió en dos y el hierro del hacha se hundió en el suelo hasta la empuñadura. Nos moríamos de risa.
— No sé si habrá encontrado esta presa jugosa — dijo Miguel, esforzándose en abrirle las mandíbulas.
Fue necesario emplear una pinza. Desmontado el neumático, nos encontramos con que los jugos digestivos del animal eran tan poderosos que la cámara estaba disuelta y el caucho corroído.
— Mis excusas — dijo Miguel, volviéndose hacia los restos del animal—. ¡Creo que habría podido comer el caucho!
De nuevo en marcha, rodamos a 25 ó 30 de promedio. Cuando atardeció, todavía estaba yo al volante, habíamos hecho 300 km., y unos picos situados a la izquierda nos habían convencido de que la marisma continuaba. No fue hasta el cabo de tres horas del día siguiente, después de una buena noche, cuando pudimos cambiar de dirección sin haber encontrado otra cosa que hierbas grises, raros arbolillos y algún barranco que tuvimos que evitar. A lo lejos se perfilaban las montañas hacia las que marchábamos. Poco antes de las diez el tiempo cambió, y al mediodía la lluvia tamborileaba sobre los cascos de duraluminio. Comimos, prietos en el interior. La lluvia era tan violenta que dificultaba la visión, y decidí detenernos hasta que cesara. Entreabrimos las ventanas para dejar pasar el fresco, y los unos estirados en las literas y los demás montados en la mesa, estuvimos discutiendo. Yo estaba en una postura intermedia, alargado en la banqueta delantera, con Miguel y su hermana a mi lado, sentados en el dintel de la puerta de comunicación. Miguel y yo fumábamos nuestras pipas, y los demás cigarrillos. Gracias a Dios o al azar, había plantas de tabaco en el pueblo, además de una abundante provisión, y habíamos podido plantarlas. ¡Al abrigo de las incursiones de los inspectores de la Tabacalera!
La lluvia duró diecisiete horas. Cuando nos despertamos persistía aún, aunque más débilmente, y los turnos de guardia afirmaron que no había cesado un instante. Toda la llanura estaba cubierta por una película de agua, absorbida lentamente por el humus. Cuando Miguel lo puso en marcha, el camión resbaló antes de avanzar. Al finalizar el tercer día, habiendo recorrido 650 kilómetros, llegamos cerca de las montañas. Las colinas, orientadas SO-NO, reducían el horizonte, y entre dos de ellas yo haría un descubrimiento capital. Era de noche. Nos habíamos detenido al pie de un montículo rojizo, donde la vegetación permitía ver una tierra desnuda, arcillosa. Llevando mi arma, me había alejado un poco. Vagabundeando, vigilando el cielo de vez en cuando, reflexionaba. Me preguntaba si las leyes de la Geología terrestre eran aplicables a Telus. Acababa de decidirme por la afirmativa, cuando noté que desde algún tiempo experimentaba una sensación indefinible, pero conocida. Me detuve. Estaba delante de un pequeña marisma oleosa, donde la vegetación era muy pobre, apenas unos manchones amarillentos rodeados de irisados reflejos. Tuve un sobresalto: ¡aquello olía a petróleo!
Me acerqué. Unas burbujas negras subían a la superficie, por una pequeña grieta. Se inflamaron sin dificultad, lo cual no demostraba nada, pues podía tratarse de simple gas. Pero, ¿y las irisaciones? Según las apariencias, allí había un yacimiento petrolífero, probablemente a poca profundidad. Estudié el paraje con detención. La capa arcillosa que cubría la colina era substituida aquí por una roca negruzca, pizarrosa. A unos cien metros, esta roca tropezaba con una galga de calcáreo blanco. Todas las apariencias de una fisura. El petróleo podía remontar merced a esta fisura, en cuyo caso era probable que el yacimiento se perdiese. O bien permanecía próximo a la superficie. De todas maneras, había petróleo en Telus, y encontraríamos la manera de explotarlo.
Anotamos cuidadosamente aquel lugar en nuestro itinerario, y rodeamos por el Sur una cadena de montañas — sería mejor llamarlas altas colinas, pues no sobrepasaban los 800 metros de altura—. Eran elevaciones calcáreas, poco erosionadas, probablemente jóvenes. En un bloque desmoronado descubrí una concha fósil, muy parecida a un braquiópodo terrestre. Todos los seres de Telus no estaban, pues — no habían estado—, tan absolutamente desprovistos de armazón como las hidras. La vegetación continuaba igualmente monótona: hierbas grises y «árboles» verde grises. Durante los estacionamientos, Vandal transformaba la mesa en laboratorio, y el microtomo no dejaba de funcionar. Pero hasta el momento no había logrado ningún descubrimiento sensacional. Las células de las plantas eran análogas a las de los vegetales terrestres, aunque a menudo polinucleadas. Estas plantas no tenían inflorescencias, sino unos granos semejantes a los de los pteridospermos de la era primaria de la Tierra.
Tan pronto como hubimos rodeado las colinas vimos a lo lejos una poderosa cadena de montañas, coronadas de picos nevados. El más alto era particularmente bello. Chocaba a la vista por su altitud enorme. Se levantaba negro como la noche bajo su sombrero de nieve, cónico, regular, cayendo recto sobre la llanura. Era probablemente volcánico. Lo bautizamos «Monte Tenebroso».
Rodamos recto hacia él. Miguel tomó algunos datos, y con un sencillo cálculo dedujo su altura. Susurró:
—¡Aproximadamente, unos 12 km. 700 m.!
—¡Doce kilómetros! Le lleva al Everest…
— Más de 3.000 metros.
—¿Qué ocurre que se distingue tan claramente el pico? Debería estar por encima de las nubes.
— Ocurre que no hay nubes. Son bastante raras en Telus. ¡Pero cuando llueve! ¡Acuérdate de anteayer!
— Y, sin embargo, debe llover más a menudo de lo que crees. ¡Esta vegetación no vive sin agua!
Antes de llegar al pie del pico topamos con un difícil obstáculo. El suelo comenzó a descender. Y en el fondo de un amplio valle avistamos un río. Estaba rodeado de una vegetación dendriforme, que se mostró más cercana a los árboles terrestres que todo lo que nosotros conocíamos hasta aquel momento. Existían incluso inflorescencias que Vandal comparó con los conos de determinados gimnospermos.
¿Cómo atravesar el río? No era muy ancho — unos 200 metros—, pero rápido y profundo. Las aguas eran negras. En recuerdo de mi país natal, lo bauticé «Dordoña». Parecía poco probable que unas aguas tan rápidas pudieran convenir a las hidras, pero tomamos nuestras precauciones. Remontamos la corriente, con la esperanza de encontrar un vado más fácil. Por la noche nos pareció llegar al manantial. El río parecía saltar de un acantilado. No fue fácil pasar el camión por la especie de puente que formaba este paraje rocoso: estaba obstruido por la vegetación y bloques de piedra, y cortado por las torrenteras. Río abajo, por la otra orilla, seguimos hacia el «Monte Tenebroso». Por una ilusión óptica, nos había parecido que formaba parte de la cadena de montañas. En realidad, se levantaba mucho antes, como una gigantesca mesa recubierta de lava negra, basalto y otras rocas. Ello nos pareció la prueba de un cambio reciente en el origen profundo del magma expelido por el volcán, pues las lavas, fluidas, no tenían un relieve escarpado. Grandes coladas de obsidiana jalonaban la base. Cerca de una de ellas realicé un sorprendente hallazgo: en un montón de tasquiles encontré una punta finamente tallada, en forma de hoja de laurel, totalmente análoga a las que nuestros antepasados fabricaron en la Tierra a lo largo de la época solutrense.