IV—LOS SSWIS

En un aparte con Vandal, Miguel y Breffort, les mostré mi hallazgo.

—¿Estás seguro — preguntó Miguel— que no puede ser un juego de la naturaleza?

— En modo alguno. Considera la forma general, los retoques. Es exactamente la réplica de una punta solutrense.

— O de algunas piezas, igualmente en obsidiana, provenientes de América, que hubieras podido contemplar en el Museo del Hombre, de haberlo frecuentado — añadió Breffort.

— Por tanto — repuso Miguel—, es forzoso admitir que existen hombres en Telus.

— No necesariamente — dijo Vandal—. La inteligencia puede florecer bajo formas distintas de la nuestra. Hasta el momento, la fauna teluriana no tiene nada de terrestre.

— Cierto. El que mi primo y sus compañeros hayan encontrado humanoides en Marte, no es razón para que deban existir aquí también.

—¿No podría tratarse — repuso Miguel— de terrestres como nosotros, que no teniendo a su disposición nuestros medios, hayan retrocedido a la Edad de Piedra?

— No lo creo. En la Tierra conocía a muy pocos hombres capaces de tallar la piedra a la manera prehistórica. Y puedes creerme, la fabricación de semejante pieza supone una habilidad que no se adquiere más que por un entrenamiento de muchos años. ¡De todas maneras, abramos los ojos y pongamos al corriente a los demás!

Así se hizo. Mandé revisar los faros y el reflector conectado en la cúpula móvil. Para hacer frente a cualquier eventualidad se dobló la guardia de noche y yo tomé el primer turno con Miguel. Subió a la torre y yo me coloqué delante en la banqueta, y por un disparador pasé el cañón de un fusil ametrallador. Con los cargadores dispuestos, aguardé. Al cabo de un momento llamé a Miguel por teléfono.

— Es mejor que nos hablemos de vez en cuando; esto nos impedirá dormirnos. Si quieres fumar tu pipa, procura que la lumbre de tu encendedor no se filtre fuera.

— De acuerdo. Si observo alguna cosa, te lo advierto en seguida, y…

Ahora, muy cerca, retumbó un extraño y poderoso grito. Parecía un berrido gutural, que terminó por un silbido horrible que crispaba los nervios. Tuve una extraña impresión de rigidez. Los saurios gigantes del secundario deberían tener unas voces de este tipo. ¿Estábamos en una región poblada de tiranosauros? Miguel me susurró por el micro:

—¿Has oído?

— Claro que sí.

—¿Qué diablos puede ser? ¿Alumbro?

—¡No, por Dios! ¡Cállate!

El extraño grito se oyó de nuevo, más cercano aún. Detrás de una barrera de árboles vi, a la pálida luz de Selenio, una cosa enorme que se movía. Con el aliento entrecortado, puse un cargador en la ametralladora. El ruido que produjo me pareció ensordecedor. Con un ligero chirrido, la torre volteó. Sin duda, Miguel lo había visto también y apuntaba su arma. En el nuevo silencio pude oír los ronquidos de Vandal. ¡Debían estar muy fatigados todos para no haber despertado con estos gritos! Cuando me estaba preguntando si no era menester tocar la campana de combate, la forma se desplegó y salió de detrás de los árboles. Con tan poca luz, sólo entreví un dorso dentado, unas patas gordas y gruesas, una cabeza cornuda, chata, muy larga. En su marcha una cosa curiosa me llamó la atención: ¡El animal tenía seis patas! Debía medir 25 ó 30 metros de largo y 5 ó 6 metros de alto. Con el dedo tanteaba el seguro comprobando que mi arma estuviera dispuesta para el tiro, pero no me atreví a colocar el índice en el gatillo, temiendo lanzar una ráfaga con el nerviosismo.

— Atención. Dispuesto, pero no dispares — dije. — ¿Pero qué es esta porquería? — ¡No lo sé! ¡Atención!

El monstruo se movía. Estaba avanzando hacia nosotros. Su cabeza llevaba unos cuernos enramar dos como los de un ciervo, y relucían bajo la luna. A poca velocidad, medio deslizándose, medio trepando, se fue hacia la sombra de la barrera de árboles y le perdí de vista. Fueron unos minutos terribles. Cuando reapareció, estaba más lejos y se fundió gradualmente en la noche. Un ¡Uf! me llegó por el teléfono. Yo contesté de la misma manera.

— Echa un vistazo — dije.

Por el chirrido de los pedales, comprendí que Miguel obedecía. De repente, escuché un ¡ah! apagado.

—¡Ven acá!

Subí por la escalera hasta cerca de Miguel, al otro lado de la ametralladora.

— Enfrente tuyo, lejos.

Al atardecer habíamos visto, en aquella dirección, un acantilado. Ahora parpadeaban unos puntos luminosos, que a veces ante algún obstáculo desaparecían.

—¡Fuego en las grutas! ¡Es allí donde viven los talladores de la obsidiana!

Permanecieron allí hipnotizados, observando de vez en cuando. Cuando, algunas horas más tarde, se levantó el sol rojo, estábamos allí todavía.

—¿Por qué no nos habéis despertado? — se lamentó Vandal—. ¡Pensar que no he visto a este animal!

— No es muy amable de vuestra parte — añadió Martina.

— Pensé en ello — dije—. Pero mientras el animal estuvo allí no quise producir la confusión de un despertar sobresaltado, y luego, pues se marchó. Ahora Miguel y yo varaos a dormir un poco. Vandal y Breffort, encargaros de la guardia. Es innecesario recomendaros que estéis alerta. No disparéis más que en el caso de absoluta necesidad. Tú, Carlos — dije a Breffort—, toma el otro fusil ametrallador y sube a la torre. No uses la ametralladora más que como último recurso. Las municiones son relativamente escasas. Pero, si es necesario, no te detengas. Prohibición absoluta de salir Despertadme cuando salga Helios.

¡No dormimos más que una hora! Unos disparos y la brusca partida del camión me despertaron. En un abrir y cerrar de ojos estuve fuera de la cama, recibiendo a Miguel aún medio desnudo, encima de mi cabeza. A través de la puerta de comunicación vi a Pablo al volante y la espalda de Vandal inclinada sobre un fusil ametrallador. Detrás, Beltaire, con el otro fusil ametrallador, observaba, la vista pegada en el disparadero. La torre giraba en todas direcciones y la ametralladora pesada disparaba a ráfagas de cuatro o cinco balas.

—¡Miguel, aprovisiona la ametralladora!

Pasé a la parte delantera.

—¿Qué ocurre! ¿Por qué estamos en ruta?

—¡Han prendido fuego en la hierba!

—¿Sobre quién disparáis?

— Sobre los que lo han encendido. ¡Mira, están allí!

A través de unas hierbas altas entreví una silueta vagamente humana que corría a toda marcha.

—¿Montados a caballo?

—¡No! ¡Centauros!

Como para confirmar la expresión que había usado Vandal, una de aquellas criaturas apareció a unos cien metros, sobre un cerro despoblado. A primera vista, evocaba claramente la leyenda: medía aproximadamente dos metros de alto, un cuerpo cuadrúpedo, con unas finas y largas piernas. Perpendicular a este cuerpo, crecía un torso casi humano, con dos largos brazos. La cabeza era calva. Un tegumento moreno relucía como una castaña de indias recién escabuchada. Aquel ser tenía en una mano un manojo de bastones. Cogió uno con su mano derecha, corrió hacia nosotros, y lo lanzó.

— Una azagaya — dije sorprendido.

El arma se clavó en el suelo, a unos metros, desapareciendo bajo las ruedas. Una exclamación de angustia llegó del fondo del camión:

—¡Más rápido, más rápido! ¡El fuego nos alcanza!

— Rodamos al máximo, 55 por hora — dije—. ¿Está lejos el fuego?

— A 300 metros solamente. ¡El viento lo empuja hacia nosotros!

Seguimos recto. Los «centauros» habían desaparecido.

—¿Qué ha ocurrido? — pregunté a Martina.

— Estábamos hablando del animal que habíais visto esta noche, cuando Breffort indicó a Vandal que habían aparecido unos cuerpos detrás nuestro. Apenas había dicho esto, cuando han aparecido un centenar de estos seres, que comenzaron a lanzarnos azagayas. Yo creo que algunos de ellos tienen incluso arcos. Respondimos al ataque y nos pusimos en marcha. Esto es todo.

— El fuego progresa — gritó Beltaire—. ¡Está a cien metros!

La humareda obscurecía, a nuestra derecha, el paisaje. Algunas chispas superaban al camión, encendiendo fuegos secundarios, que había que evitar. — Intenta forzar un poco, Pablo. — ¡Vamos a todo gas! Sesenta por hora. Y si un neumático revienta…

— Pues nos asaremos. ¡Pero aguantarán!

— A la izquierda, Pablo, a la izquierda — gritó Breffort ¡tierra seca!

Schoeffer viró, e instantes después rodábamos a través de una vasta y desnuda extensión de arcilla rojiza. Las montañas estaban cerca y Helios se levantaba. Consulté mi reloj; desde el momento en que me había acostado hasta aquel instante había pasado una hora y media.

Nuestra posición en aquel momento era buena. Nos encontrábamos sobre una superficie desolada, de varios kilómetros de circunferencia probablemente. Con nuestro armamento intacto éramos temibles. Desde nuestro camión no peligrábamos, exceptuados los neumáticos, ni por flechas ni azagayas. Poco a poco el fuego rodeó nuestro islote de salvación y nos sobrepasó por la izquierda. Delante corrían toda una serie de bestias curiosas. Vandal descendió a tierra y capturó a unas cuantas. Muy variadas en formas y tallas — desde la de una musaraña a la de un perro grande—, presentaban todas ellas un carácter común, la presencia de seis patas. El número de ojos oscilaba entre tres y seis.

A nuestra derecha, el fuego, encontrando quizá una vegetación más húmeda, se detuvo. A la izquierda nos había desbordado ligeramente. Alcanzó un racimo de árboles, que crepitaron y se inflamaron con violencia, como si estuvieran impregnados de bencina. Se oyó un rugido terrorífico. Una forma enorme salió de entre los árboles abrasados y cargó derecho hacia nosotros a gran velocidad. Se trataba del animal de la noche, o de un hermano de raza, que debía tener su escondrijo en aquel bosquecillo. A unos 500 metros de nosotros, en tierra limpia, se detuvo. Con los prismáticos pude examinarle con detalle. Su forma general — exceptuadas las seis patas— era la de un dinosauro. El dorso dentado se prolongaba a través de una larga cola erizada. Su tegumento verde brillante era calloso. La cabeza, de unos tres o cuatro metros, estaba dotada de numerosos cuernos, dos de ellos ramificados; poseía tres ojos, dos laterales y uno frontal. Se volvió para restregarse una herida. Y pude ver unos dientes enormes, agudos, y una larga lengua rojiza en una enorme fauce violácea.

Después aparecieron diez «centauros» armados con arcos. Comenzaron a acribillar al monstruo con sus flechas. El animal se lanzó sobre ellos. Con una maravillosa presteza, lo sortearon; sus movimientos eran vivos y precisos y su velocidad sobrepasaba la de un caballo al galope, lo cual les era absolutamente necesario, por cuanto el monstruo desplegaba una ágil actividad, muy notable con relación a su peso. Todos nosotros observábamos aquella apasionante caza épica, dudando en intervenir. Hubiera resultado difícil disparar sin alcanzar a los propios cazadores, danzando en torno a su presa. Iba a ordenar ponernos en camino, cuando el drama se presentó. Uno de los «centauros» resbaló. La enorme mandíbula lo agarró, triturándole.

—¡Adelante! ¡Dispuestos para hacer fuego!

Avanzamos, a velocidad moderada, para poder maniobrar mejor. Por extraño que pueda parecer, no creo que los «centauros» hubieran notado nuestra presencia hasta que estuvimos a cien metros de ellos. Entonces nos vieron, y abandonaron inmediatamente el ataque del monstruo, reagrupándose de tres en tres. A medida que avanzábamos, ellos retrocedían, dejándonos frente a frente con el animal. Había que evitar a toda costa un choque con él, que nos hubiera aplastado.

—¡Fuego! — grité.

El monstruo cargaba sobre nosotros. Aunque acribillado por las balas y por los obuses perforantes, no se detuvo. Schoeffer, con un violento golpe de volante, ladeó a la izquierda. Me pareció que el animal resbalaba hacia la derecha, cuando con un golpe de cola magulló el blindaje. Volviéndose inmediatamente, la ametralladora continuó disparando. La bestia quiso regresar hacia, nosotros, tropezó y se detuvo inmóvil, muerta. A distancia los «centauros» observaban.

El monstruo ya no rebullía. Con la metralleta al puño, bajé del camión con Miguel y Vandal. Martina quiso venir, pero yo se lo prohibí. Con razón. Apenas pusimos pie a tierra, que ya los «centauros» cargaban sobre nosotros, acompañándose de gritos sibilantes: «¡SSwis! ¡SSwis!» Un fusil ametrallador crepitó, callándose en seguida, atascado quizá. La ametralladora disparó por dos veces. Ya los asaltantes estaban sobre nosotros. Nuestras ráfagas fueron más eficaces. Tres «centauros», muertos, rodaron por tierra; dos más, heridos, huyeron. Una lluvia de flechas cayó a nuestro alrededor, fallando. Después aquello fue el cuerpo a cuerpo. Con nuestras ametralladoras descargadas, empuñamos las pistolas. Apenas tenía yo la mía en la mano, cuando me sentí apresado y arrastrado por la espalda. Había sido agarrado por unos brazos poderosos contra un torso oleoso, del que se desprendía un acre olor de grasa rancia. Yo tenía los brazos aplastados contra el cuerpo y mi pistola en la mano izquierda. Pude oír unos disparos, sin que pudiera revolverme. La tierra seca resonaba bajo los pies de mi atacante.

Me di cuenta de que si no me desprendía rápidamente estaba perdido. Una treintena de «centauros» acudían a la ayuda. Con un violento esfuerzo pude debilitar el abrazo de mi enemigo, volverme y soltar mi brazo derecho. Hice pasar mi pistola a la mano derecha y disparé cinco balas en la cabeza del ser que me estaba arrastrando. Rodé por tierra, maltrecho, casi desvanecido. Cuando me levanté, los demás no estaban más allá de trescientos metros, y el camión llegaba a toda velocidad, con las armas calladas. Me puse a correr hacia él sin grandes esperanzas de escapar. Estaba anegado de un líquido anaranjado y viscoso, la sangre del «centauro». Oía cada vez más cercano el galope de mis perseguidores. Mi respiración se entrecortó. Me dolía el costado. Por la abertura de la torre vi a Miguel hacerme signos con el brazo.

— Demasiado tarde — pensé—. ¿Por qué no disparan? — De repente lo comprendí: no podían tirar, sin riesgo de alcanzarme. Brutalmente, me lancé al suelo, volviéndome en la dirección del enemigo. Tenía todavía tres balas en mi arma. Apenas estuve en tierra cuando los primeros obuses silbaron sobre mi cabeza, alcanzando a una docena de enemigos. Se asustaron, deteniéndose. No obstante, dos de ellos continuaron hacia mí; yo les derribé a unos cien metros. Con un chirrido de los frenos, el camión se detuvo muy cerca, con la puerta abierta. Salté al interior. Un bandazo de flechas tecleó contra la puerta, rayando el plexiglás de la ventanilla. Uno de los proyectiles pasó a través de un disparadero, clavándose, vibrátil, en un respaldo. Nuestro fuego contestó y los sobrevivientes huyeron. Eramos dueños del campo de batalla. Miguel descendió de la torre.

—¡Bien, muchacho, de buena has escapado! ¿Por qué diablos no te has agachado antes?

—¡Si crees que estuve pensando! ¿No hubo desperfectos?

— Vandal ha recibido una flecha en el brazo, en mitad del alboroto. No será nada…, si no está envenenada. Breffort ha examinado la punta. Y asegura que no.

—¡Vaya seres infernales!

—¿Adonde vamos ahora?

— Volvamos a ver al Goliat que hemos abatido.

Miguel, Vandal y yo descendimos por segunda vez para examinar al monstruo, así como los cadáveres de los «centauros» que habían quedado en el primer campo de batalla. Según Vandal, la coraza del Goliat, como llamábamos al monstruo, era de una materia semejante a la quitina de los insectos terrestres, aunque distinta. En todo caso, era muy dura, y antes de conseguir arrancar uno de los cuernos ramificados, que Vandal quería llevarse, mellamos una sierra para metales. Fotografiamos al animal y a los «centauros» muertos. Teníamos todavía algunos carretes de mi «Leica», que usábamos con parsimonia.

Son realmente unos seres extraños estos «centauros», o como los llamamos con motivo de su grito — y todavía les denominamos hoy— «Sswis». Un cuerpo casi cilíndrico, cuatro patas finas, con unas pezuñas duras y pequeñas, y una cola callosa y corta. En la parte anterior, este cuerpo se acaba bruscamente, ofreciendo un torso casi humano, con dos largos brazos que terminan en unas manos de seis dedos opuestos e iguales por pares. La cabeza esférica, calva, desprovista de aparato auditivo externo — que es substituido por una membrana colocada en una concavidad—, posee tres ojos de un gris pálido, el mayor de los cuales está situado en la frente. Una boca amplia con unos dientes agudos, de reptil. La nariz larga, muelle, bailando como una trompa, cae sobre la boca. Vandal disecó sumariamente a uno de ellos. El cerebro es complicado y voluminoso, protegido por una cápsula quitinoide. El armazón óseo está mineralizado, pero es flexible. Aunque distintos, son mucho más próximos a nosotros que las hidras. Algunos cadáveres estaban más calientes. El torso no encerraba más que dos vastos pulmones, análogos a los nuestros, aunque más simples; el corazón con cuatro cavidades y el estómago. Las demás vísceras se albergan en la parte horizontal del cuerpo. La sangre, espesa, era de un color naranja.

— Son unos seres que estamos forzados a llamar humanos — dijo al fin Vandal—. Conocen el fuego, tallan la piedra, fabrican arcos. Son inteligentes en definitiva. ¡Qué lástima haber entrado en relación con ellos de esta forma!

Nos marchamos, no sin antes haber observado que además de sus armas — un arco o jabalinas con puntas de obsidiana finamente talladas— los Sswis llevaban alrededor de la parte vertical del cuerpo, una especie de cinturón de fibras vegetales artísticamente trenzadas, que sostenía unas pequeñas bolsas de la misma naturaleza, llenos de objetos de obsidiana, que recordaban notablemente los útiles de nuestro Paleolítico Superior humano.

Escogimos, para pasar la noche, una extensión de terreno completamente desprovisto de vegetación. Estos curiosos espacios desnudos eran bastante frecuentes, y me convencí de que eran debidos a la naturaleza del suelo, una especie de laterita completamente estéril. Sea cual fuera la causa, servía a nuestros designios. Detuvimos el camión en lo alto de una elevada pendiente, como precaución a una posible falla en la puesta en marcha del motor. Todas las precauciones fueron inútiles. La noche transcurrió sin alarma alguna, turbada apenas por el grito lejano de un Goliat. No obstante, por la mañana, Miguel me despertó con una cara preocupada.

— Mira — me dijo, enseñándome el barómetro.

Este marcaba exactamente 76 centímetros de mercurio, en lugar de los 91 que nos son habituales.

— Tengo la impresión de que vamos a disfrutar, dentro de poco, de un tiempo divertido.

—¿Estás seguro de que no es debido a la altura?

— Ayer noche señalaba 90.

Me llevó hasta el cristal de la izquierda.

— Mira las montañas.

Los «Montes desconocidos» desaparecían en la bruma. Al oeste, el cielo se cubría de unas nubes grises.

— No podemos permanecer aquí —decidí.

Adelante. Es necesario encontrar un refugio natural.

Pablo tomó el volante. Al instalarse, observó el horizonte y dejó escapar un silbido significativo.

—¡Contra! ¡No he visto nada igual después de aquel fregado en el Atlántico Sur!

El sector oeste aparecía de un gris plúmbeo, siniestro. Producía un contraste sorprendente, el sol naciente brillando con todo su esplendor y este tinte espantoso que ascendía con rapidez por el cielo.

— A la izquierda — dije—. A mayor elevación de las tierras, menos habremos de temer una inundación.

Marchamos hacia el Sudoeste, a través de la llanura desierta. Las nubes casi habían alcanzado el cénit. De súbito, cayeron las primeras gotas de lluvia, grandes y sonoras. El viento, que en lo alto arrastraba las nubes, era nulo a ras de suelo. Hacía un calor agobiante. Dejando a Miguel al lado del conductor, subí seguido de Martina a la torre, desde donde esperaba divisar un refugio. Con el objeto de acercarnos más aprisa a las montañas, derivamos de lleno hacia el Sur y luego al Sudeste. El sol ascendía lentamente. La lluvia, poco nutrida, persistía. La tempestad se desencadenaba al Oeste, con un rumor opaco. Estábamos llegando a un acantilado, que bajo aquella luz, cada vez más lívida, me parecía cuajado de cuevas. Aún nos faltaban dos buenos kilómetros. De repente, se desencadenó la tempestad. El viento alcanzó el camión, desviándolo. Pablo soltó una exclamación, a la vez que con un golpe de volante nos restablecía en nuestra dirección. La lluvia arreció, las flechas líquidas eran barridas por el viento, y el acantilado aparecía más lejano o próximo según la dirección del viento que separaba o precipitaba el telón de la lluvia. Retumbó un trueno con un ruido ensordecedor. La oscuridad era casi total, iluminada de vez en cuando por brillantes relámpagos de un violeta deslumbrante. Tuve que llevar la ametralladora al interior y cerrar el portillo. Muy pronto hubo que hacerse comprender a gritos, por causa del continuo fragor.

El camión avanzaba con dificultad. El suelo, viscoso, no ofrecía resistencia a los neumáticos, que resbalaban. El viento no era continuo, pero soplaba por ráfagas bruscas, dificultando la conducción. No podíamos sobrepasar sin peligro los diez kilómetros por hora. Los relámpagos parecían palpitar durante largos minutos; después aquello se convirtió en un espectáculo fantasmal de luz y tinieblas, de donde emergía y desaparecía a mi lado el rostro pálido y un poco asustado de Martina.

Cuando me agachaba, veía bajo mis pies el interior del camión. Sobre la mesa, Breffort escribía el diario de a bordo, y Vandal ponía en limpio sus anotaciones. No pude descubrir a Beltaire. Vi, al fin, una pierna colgar de la litera. Cuando alzaba la cabeza, el universo, por contraste con la calma del exterior, parecía aún más desencadenado. El viento y la lluvia arreciaban. Los relámpagos mostraban la capota y el techo chorreando, como si salieran del mar. La antena vibraba, tirante, con peligro de quebrarse. En el intervalo que dejaban los truenos percibí un agudo canto.

— Y bien — grité—, es una señora tempestad.

— Es magnífico — respondió Martina.

Era realmente un espectáculo magnífico, aunque pavoroso. Con anterioridad, en la Tierra, había sido sorprendido por tempestades en la montaña, pero jamás había visto nada que pudiera compararse a esto en violencia y belleza. Cayó un rayo, a 200 metros escasos, y yo grité a Miguel:

—¿Qué hace el barómetro?

—¡Todavía baja!

—¡Estamos llegando! Veo varios refugios. ¡Encended los faros.

El acantilado estaba muy cerca. Estuvimos rondando durante dos o tres minutos antes de encontrar una abertura capaz de albergar el camión, y de fácil acceso. Temiendo un nuevo encuentro con los Sswis — o con un Goliat—, dispuse la ametralladora en batería, y un soplo de aire frío y húmedo penetró con el rumor de la lluvia. La cueva estaba vacía, y muy pronto el camión estuvo en terreno seco, protegido por más de treinta metros de roca. Lo situamos de cara al exterior y descendimos. Beltaire, a quien le tocaba por turno, permaneció en la ametralladora. La cueva medía unos cincuenta metros de largo por veinte de alto y veinticinco de profundidad. El agua resbalaba por la bóveda formando goteras. No obstante el suelo estaba seco, gracias a los salientes de la roca, que hacían las veces de cornisas. En un rincón, cenizas, útiles de obsidiana y residuos de hueso, testimoniaban la reciente presencia de los Sswis. Por tanto, era menester vigilar. Encontramos también, cuidadosamente guardados en una anfractuosidad, bloques de obsidiana y reservas de madera seca. Quizá fuera una imprudencia, pero encendimos fuego detrás del camión. Tomamos cerca de él nuestra comida del mediodía, y las latas vacías de conserva aumentaron el montón de basura dejado por los Sswis.

— Me pregunto qué cara pondrán nuestros amigos los «centauros» cuando encuentren estos curiosos recipientes — dije.

— Especialmente si observan las ilustraciones — añadió Miguel.

Un bote de salchicha llevaba una efigie policromada de la «Tía Irma», representación de una opulenta cocinera.

— Van a llevarse una pobre impresión de nuestro arte — intervino Martina.

Nos hablábamos a gritos, para dominar el ruido tempestuoso de las aguas.

Con Beltaire, relevado por Miguel, y Breffort, abrimos una pequeña zanja para escrutar el suelo de la cabaña. Quería saber si había sido habitado en otras épocas. Nuestro trabajo se vio recompensado por el descubrimiento, en la tierra arenosa, de dos capas de cenizas y residuos, cada una de ellas de un espesor de veinte centímetros. Las dos nos mostraron labores idénticas; distintas por lo que pudimos apreciar de las que realizaban los Sswis actuales. Eran más primarias; talladas solamente por una sola cara, y no en forma de hojas de laurel. Encontramos también el esqueleto de un Sswis bien conservado, pero no pudimos comprobar si había sido voluntariamente amortajado. Descubrimos igualmente una buena cantidad de variados esqueletos, algunos de los cuales podían haber pertenecido a los Goliats.

Tres de estos animales, de una envergadura relativamente pequeña — no pasaban de unos diez metros de largo— vinieron a hacernos una visita al atardecer. Con muy poca amabilidad nos negamos a recibirles, mandándoles de nuevo bajo la lluvia. Insistieron, disparamos derribando a uno, y los demás huyeron.

La lluvia, con ciertas intermitencias, duró seis días. No pudiendo hacer nada más, los dedicamos a nuestras búsquedas. Ahondé en mi zanja. En vez de la arena de las capas superiores, me encontré con lechos de escombros calcáreos formados en un clima distinto, bastante más frío. Telus debió haber conocido, como la Tierra, períodos de glaciar, y me propuse buscar en las montañas antiguas pellizas protectoras. Subimos al camión con una buena cantidad de huesos y piedras talladas, germen de un futuro museo.

Al tercer día, por la mañana, el sol se levantó en un cielo despejado. Sin embargo, era menester aguardar. La tierra baja estaba encharcada, y la lluvia la había convertido en un barrizal. Afortunadamente se levantó un fuerte viento, que aceleró la evaporación. Aprovechamos este forzado reposo para ponernos en comunicación, por radio, con el Consejo. Establecimos contacto. Fue mi tío quien respondió. Le comuniqué el descubrimiento de la existencia de los Sswis, y los indicios de petróleo. Por su parte me dijo que desde hacía unos días las hidras volaban con frecuencia sobre el territorio, sin atacar. Las granadas habían abatido a más de cincuenta. Advertí rápidamente al Consejo que íbamos a marchar aún un poco más hacia el Sudoeste, para regresar después. El camión estaba en buen estado, nos quedaba más de la mitad del carburante y las municiones y los víveres eran aún abundantes. Habíamos recorrido 1.070 kilómetros.

Cuando el suelo fue lo bastante seco, partimos. Poco después encontramos otro río, que yo llamé «Vecera». Menos importante que el Dordoña, se encogía, a trechos, hasta unos cincuenta metros. El problema de atravesarlo era difícil, pues sus aguas, agitadas por el reciente temporal, corrían rápidas y profundas. No obstante debíamos franquearlo, pero en unas condiciones que producían escalofríos.

Siguiendo su curso nos encontramos con una catarata. El Vecera se precipitaba desde más de treinta metros de alto. El examen de los alrededores me hizo pensar en una falla del terreno, que se traducía en la topografía, además del salto de agua, por un acantilado. Tuvimos la suerte de encontrar a unos kilómetros una pendiente practicable para nuestro vehículo, y volvimos perpendicularmente al río, justamente encima de la catarata. Nos preguntábamos qué hacer para franquearla. Entonces, una idea,» audaz y horripilante, germinó en el cerebro de Miguel. Indicándome una amplia roca plana que emergía, a diez metros de la orilla, y otras más que llegaban hasta el otro borde, espaciadas de cinco a seis metros, me dijo:

— Aquí tienes los sillares del puente. No falta más que colocar la pasarela.

Le miré, aturdido.

—¿Con qué?

— Por aquí hay árboles de diez a veinte metros de alto. Tenemos hachas, clavos y cuerdas. Algunos arbustos son bastante flexibles para servir de lianas.

—¿No crees que es un poco arriesgado?

—¿Y nuestra expedición, no lo es?

— Bien, consultemos a los demás.

Breffort opinó que la cosa era factible.

—¡Hace falta valor, ciertamente, pero cosas peores hemos hecho!

Con la protección del camión, con Vandal en la ametralladora y Martina al volante, nos convertimos en leñadores. Los troncos abatidos, limpios y groseramente igualados, fueron arrastrados por el camión a unos cincuenta metros más allá del salto.

Se trataba de alcanzar con los extremos la primera roca. Estaba buscando la manera, cuando vi a Miguel desnudarse.

—¿No pensarás ir a nado?

— Si. Atadme con una cuerda. Voy a lanzarme aquí y dejarme derivar hasta la roca.

—¡Estás loco! ¡Vas a ahogarte!

— No te asustes. He sido campeón universitario de los 100 metros en 58» 4. Rápido, antes de que me Vea mi hermana. Estoy seguro de mi mismo, pero no es necesario proporcionarle emociones inútiles.

Ya en el agua, nadó vigorosamente, hacia el centro, hacia unos diez metros de la orilla. Después, se dejó llevar. Breffort y yo sosteníamos el extremo de la cuerda que le ataba por la cintura. A pocos metros de la roca, luchó enérgicamente con la corriente, que le aspiraba hacia la sima. Sin embargo, y sin gran esfuerzo, logró agarrarse. Se izó con una sacudida.

—¡Brrr! Está fría — vociferó, a causa del estrépito del agua—. ¡Ligad el tronco por un extremo de mi cuerda, y el otro con una cuerda que aguantaréis vosotros! ¡Esto es! ¡Ahora, lanzadlo al agua! ¡Sostenedlo, no lo dejéis escapar!

El enorme tablón se estrelló en punta contra la roca. El otro extremo, que nosotros agarrábamos, roía el ribazo. Lo levantamos con dificultad. Después Pablo, Breffort y yo atravesamos; Pablo y yo a caballo del madero y las piernas en el agua; Breffort de pie, a cinco metros de la catarata. Tenía, nos dijo, horror de mojarse los pies. Fijamos un extremo del árbol sobre la roca, con ganchos de acero. Habíamos puesto la primera viga de nuestro puente.

Recomenzamos la maniobra para la segunda. Al atardecer habíamos colocado tres. El crepúsculo interrumpió nuestros esfuerzos. Yo estaba fatigado, Miguel y Pablo deshechos; en cambio, Breffort se encontraba relativamente fresco. Tomé la primera guardia con él hasta medianoche. La segunda Vandal y Beltaire, y la tercera Martina sola, después del alba. Por la mañana volvimos al trabajo. Al fin, todas las vigas fueron colocadas en su lugar, y pudimos pisar el suelo de la otra orilla. Precisamos de cuatro días para situar la pasarela. Era sumamente pintoresca. Hacía un tiempo excelente, fresco. La luz era joven y viva, incluso en el crepúsculo. Estábamos alegres. El último día, durante la comida, destapé dos o tres viejas botellas, lo cual extremó el optimismo. Estábamos en los postres, comiendo sobre la hierba gris, lejos del camión, cuando nos cayó encima una bandada de flechas. Afortunadamente, nadie resultó herido, pero en cambio fue alcanzado un neumático. Yo tenía un fusil ametrallador a mi lado y me eché al suelo. Lancé un fuego de infierno en la dirección de las flechas: una hilera de árboles a unos cuarenta metros. Tuve la satisfacción de ver cómo un buen número de Sswis, que salieron de allí, estaban heridos. El ataque acabó en seguida. No tan alegres — pues hubiéramos podido perecer todos— terminamos rápidamente la pasarela, y el camión, pilotado prudentemente por Pablo, se puso sobre el puente. No hubo jamás ingeniero, después de haber construido el mayor viaducto del mundo, que estuviera tan orgulloso de sí mismo como nosotros al desembarcar en la otra orilla… ¡Ni tan aliviado!

Llegó la noche sin más incidencias. Antes de ponerse el sol, escogí la ruta del día siguiente. Marcharíamos de lleno al Sur, hacia una montaña que, aunque de mucha menor altura que el Monte Tenebroso, alcanzaba los 3.000 metros. A medianoche, mientras montaba la guardia, divisé un punto luminoso cerca de la cumbre. ¿Era un volcán? La luz se apagó. Al encenderse de nuevo, algo más baja, comprendí su significado. ¡Era una señal de fuego! Me volví. Detrás del Vecera, en las colinas, brillaba otro fuego. Inquieto, comuniqué mis observaciones a Miguel, que me reemplazó.

— Es realmente molesto. Si los Sswis hacen una movilización general nos encontraremos en una mala situación, a pesar de nuestro superior armamento. ¿Has observado que no temen a las armas de fuego? Y nuestras municiones no son inagotables.

— Sin embargo, insisto en que hay que llegar hasta este «Monte-señal». Solamente en la montaña, o cerca de ella, encontraremos mineral. Haremos un «raid» rápido.

Por la mañana, antes de ponernos en marcha, tuvimos que cambiar el neumático, atravesado la víspera por una flecha, y cuya hendidura aumentaba. Una vez ya en ruta — el sol subía insensiblemente— el terreno se onduló, cortado por pequeños arroyos, que franqueamos penosamente. En una pequeña hondonada advertí en un roquizal algunos filones verduscos. Se trataba de la garnierita, un buen mineral de níquel. El valle se reveló de una prodigiosa riqueza minera, y, por la noche, tenía muestras de níquel, cromo, cobalto, manganeso y hierro, al igual que, cosa inestimable, excelente hulla que afloraba en espesas vetas.

— Es aquí que estableceremos nuestro centro metalúrgico — dije.

— Hay los Sswis — objetó Pablo.

— Haremos como los americanos en los tiempos heroicos. El suelo parece fértil. Si es preciso combatiremos, mientras cultivamos la tierra y explotamos las minas. De todas maneras, desde el segundo día de nuestro viaje no hemos visto más hidras. Esto compensa lo otro.

— De acuerdo — dijo Miguel—. ¡Hurra por «Cobalt City»! La dificultad radicará en transportar todo nuestro material aquí.

— Todo llegará. Primero, será menester explotar el petróleo, y esto no será fácil.

Viramos al Norte, y después al Oeste. A 60 kilómetros de allí descubrí un yacimiento de bauxita. — Decididamente esta región es el paraíso de los buscadores — dijo Martina.

— Tenemos suerte. Esperemos que dure — respondí, pensando en otra cosa.

Toda la mañana me estaba preguntando si no sería posible concertar una alianza con los Sswis, o al menos con algunos de ellos. Era probable que si existían varias tribus, se hicieran la guerra. Podríamos aprovechar estas rivalidades. Era cuestión de entrar en contacto de otra forma que no fuera a escopetazos.

— Si tenemos que combatir a los Sswis — dije en voz alta—, necesitaríamos al menos un prisionero.

—¿Por qué? —preguntó Pablo.

— Para aprender su lengua o enseñarle la nuestra. Esto podría servirnos.

—¿Creéis que vale la pena arriesgar nuestras vidas? — preguntó Vandal, que evidentemente no deseaba otra cosa.

Expuse mi plan. El azar sirvió a mis designios. Al día siguiente tuvimos que detenernos a causa de una avería, poco después de nuestra partida. Mientras Pablo la estaba reparando, asistimos a una escaramuza entre tres Sswis rojos y morenos, de la especie que ya conocíamos y otros diez más pequeños, de una epidermis negra y reluciente. A pesar de una defensa heroica que costó la vida a cinco de los atacantes, los rojos sucumbieron bajo el número. Los vencedores se dispusieron, ignorando nuestra presencia, a despedazarlos. Con una batida del fusil ametrallador les puse en fuga, dejando tres muertos. Atravesé la vegetación que disimulaba nuestra presencia. Uno de los Sswis rojos, que vivía aún, intentó huir. Cayó de nuevo: tenía cinco flechas clavadas en los miembros.

—¡Intente salvarlo, Vandal!

— Haré todo lo posible. Pero mi conocimiento de su anatomía es muy rudimentario. Sin embargo — continuó después de un examen—, las heridas me parecen leves.

El Sswis estaba inmóvil, con los tres ojos cerrados. Únicamente la dilatación rítmica de su pecho nos indicaba que vivía. Vandal se dispuso a extraer las flechas con la ayuda de Breffort, quien antes do especializarse en antropología había sido estudiante de Medicina.

— No me atrevo a anestesiarlo. No sé si lo resistiría.

Durante la operación el Sswis no se movió. Solamente de vez en cuando se estremecía. Breffort limpió las heridas que se tiñeron de amarillo. Lo transportamos al camión. No pesaba mucho — quizá unos 70 kilos, comentó Miguel—. Le preparamos una especie de diván, con hierbas y mantas. Mientras lo transportamos permaneció con los ojos cerrados. Reparada la avería, partimos de nuevo. Al roncar el motor, el Sswis se agitó horrorizado y habló por primera vez. Eran unas sílabas sonoras, ricas en consonantes y labiodentales curiosamente rítmicas. Quiso incorporarse y tuvimos que aguantarle tres a la vez, tanta era su fuerza. Su carne daba la impresión de dureza y flexibilidad. Poco a poco se calmó. Le soltamos, y yo, sentándome cerca de la puerta, tomé algunas notas para mi diario personal. Tuve sed y me serví un vaso de agua. Me volví, al oír una apagada exclamación de Vandal; semiincorporado, el Sswis me tendió una mano.

— Quiere beber — dijo Vandal.

Le tendí el vaso. Lo observó un instante con desconfianza. Intenté un experimento. Vertí un poco más y dije:

— Agua.

Con una agilidad de espíritu sorprendente, me comprendió en seguida, y repitió:

— Agua.

Le mostré un vaso vacío.

— Vaso.

— Vaso — repitió.

Bebí un sorbo y dije:

— Beber.

— Beber — repitió él.

Me acosté en la litera. Simulé un profundo sueño, y dije:

— Dormir.

«Tormir» — dijo él, deformando la palabra.

Me señalé a mí mismo.

— Yo.

— Vzlik. — E imitó el gesto.

Quedé un poco confuso. ¿Quería darme una traducción de «yo» o se trataba de su nombre? Me incliné en favor de la segunda hipótesis. Debía pensar que me llamaba «Yo».

Entonces, queriendo llevar la experiencia más lejos, dije:

— Vzlik dormir.

— Agua beber — repuso.

Estábamos estupefactos. Este ser mostraba una inteligencia extraordinaria. Se bebió un vaso de agua que le serví. Hubiera continuado la lección, si Vandal no hubiera hecho observar que el Sswis estaba herido, y probablemente agotado. De hecho, él mismo dijo:

— Vzlik tormir — adormeciéndose poco después.

Vandal exultaba:

— Con la capacidad que tienen, pronto podremos enseñarles nuestras técnicas.

— Calma — dije—…¡Y dentro de cincuenta años se nos van a echar encima a tiros! Pero realmente nos serían muy útiles si pudiéramos pactar con ellos.

— A fin de cuentas — intervino Vandal— le hemos salvado la vida.

— Después de haber muerto no pocos individuos de su raza, quizá de su propia tribu.

—¡Nos habían atacado!

— Estábamos en su territorio. Si quieren la guerra nos encontraremos, mutatis mutandis en la situación de Cortés, si los aztecas no hubieran temido a sus armas ni a sus caballos. ¡En fin, cuidémosle bien! Representa una oportunidad que no podemos desperdiciar.

Pasé delante. Miguel conducía. Martina estaba a mi lado.

—¿Tú qué piensas, Martina?

— Que son terriblemente inteligentes.

— Esta es mi opinión. Pero por otra parte me siento aliviado. No somos ya los únicos seres pensantes de este mundo.

— A mí me da igual — dijo Martina—. No son hombres.

— Evidentemente. ¿Qué opinas, Miguel?

— No lo sé. Hay que esperar. A la izquierda tenemos otra cortina de árboles. Probablemente un río que atravesar.

— Por la derecha también. Se unen. Esto permite suponer una confluencia.

Nos encontrábamos, efectivamente, sobre una lengua de tierra, entre dos ríos. El de la izquierda, nuevo para nosotros, fue denominado el Dron. El de la derecha ¿era el Vecena o el Dordoña? A causa de su anchura, me incliné por la segunda hipótesis: trescientos metros, como mínimo. Parecía profundo. Las aguas bajaban perezosamente, grises y opacas. La noche se avecinaba.

— Acamparemos aquí. El lugar es fácil de defender.

— Puede también considerarse como una trampa — dijo Breffort.

— En efecto — añadió Vandal—, no hay salida alguna.

— Una fuerza capaz de cortarnos la retirada lo sería también para destruirnos. Aquí no habrá más que un lado para vigilar, lo cual, si llega el caso, nos permitirá concentrar el fuego de nuestras armas. Mañana estudiaremos las posibilidades de atravesar.

Aquella noche permanece en mi recuerdo como la más tranquila de nuestra expedición, al menos en su primera parte. Cenamos sobre la hierba antes de ocultarse el sol. El tiempo era apacible. Si no hubiéramos guardado las armas a nuestro lado, y sin la extraña silueta del Sswis podíamos creernos en la Tierra, en un camping. Como en nuestro planeta natal, el Sol, antes de desaparecer, desplegó su fantasía en oro, púrpura y ámbar. Algunas nubes rosas, muy altas, vagaban perezosamente en el cielo. Todos, Vzlik incluido, habíamos comido con excelente apetito. Sus heridas estaban en vías de curación. Particularmente, pareció apreciar los bizcochos y el buey asado; en cambio quiso probar el vino, y lo devolvió asqueado.

— No parece tener por él la afición de nuestros salvajes — observó Vandal.

El sol se ocultó. Las tres lunas, reunidas en el cielo daban luz suficiente para poder leer. Con una lona de la tienda, arrollada como un colchón, me estiré en el suelo con los ojos perdidos en las constelaciones que nos eran ya familiares. El cielo era mucho más rico en estrellas que el de la Tierra. Con la pipa encendida, dejé volar mi imaginación, escuchando distraído la lección de francés que Vandal y Breffort daban al Sswis. Martina se acostó a mi izquierda y Vandal a mi derecha. Beltaire y Schoeffer, que habían descubierto su coincidente pasión por el ajedrez, jugaban en un tablero dibujado sobre un cartón y unas piezas que ellos mismos habían tallado.

Un poco adormecido, atraje la cabeza de Martina sobre mi brazo. Oía vagamente la voz silbante del Sswis repitiendo las palabras, las jugadas espaciadas de los jugadores de ajedrez y también los ronquidos de Miguel.

Resonaron unos ronquidos. Me levanté. A vinos metros, un numeroso grupo de animales, iba a beber. Sin alcanzar el tamaño de los Goliats, tenían sus buenos ocho metros de largo por cuatro de alto. Un hocico muy alargado y colgante, la curvatura de su dorso, la corta cola y, a pesar de su número, unas patas macizas sugerían, como sus gritos, a los elefantes. Se alinearon en la orilla y bebieron, plegando las patas delanteras. Vandal le señaló con el dedo, adoptando de cara al Sswis una actitud interrogativa.

«Assek» — dijo éste. Después, abriendo la boca, hizo el gesto de masticar.

— Imagino que quiere decirnos que son buenos para comer — dijo el biólogo.

Estuvimos contemplando como bebían. El espectáculo, bajo la luz de las lunas, era espléndido. Pensé que el destino me había ofrecido lo que había soñado a menudo, en la calma del laboratorio, la visión de las grandes energías primitivas. Martina observaba también, emocionada. Le oí susurrar: —Una tierra virgen…

Los animales se marcharon. Pasaron unos minutos.

—¿Quién es éste? — preguntó de repente Beltaire, abandonando por primera vez su ajedrez.

Me volví hacia el punto indicado. Una curiosa silueta paseaba por una colina. Por su andar poderoso, contenido, felino, parecía una fiera. De talla pequeña — quizá 1,50 m. de alto— daba la impresión de una extraordinaria fuerza. Lo mostré al Sswis. Al momento se puso a hablar excitado, presa de una febril agitación. Al ver que no le comprendíamos, simuló disparar su arco, a la par que señalaba nuestras armas, diciendo:

—¡Bisir! ¡Bisir!

De su mímica saqué la conclusión de que el animal era peligroso. Sin prisas — la fiera estaba aún a doscientos metros— coloqué un cargador en mi fusil ametrallador. Lo que ocurrió entonces, fue de una rapidez inconcebible. El animal saltó, o, mejor dicho, pareció volar. Del primer salto franqueó treinta y cinco metros, y ya se elevaba de nuevo derecho sobre nosotros. Martina gritó. Los demás se levantaron precipitadamente. Le disparé una ráfaga al azar, fallando mi objetivo. La fiera se preparó para un tercer salto. Cerca de mí crepitó otro fusil ametrallador. Disparé de nuevo sin éxito, vaciando el cargador. Miguel, que estaba a mi lado, lo cambió en seguida.

—¡Al camión, rápido! — grité, prosiguiendo el luego.

Entreví a Beltaire y a Vandal llevando a Sswis.

—¡Cuidado, Miguel!

Una ráfaga rasante de proyectiles de 20 mm. pasó encima nuestro, en la dirección del monstruo. Debieron alcanzarle, pues se detuvo. Estaba solo en tierra. Salté hacia el camión, cerrando la puerta trasera. Miguel me tomó el fusil ametrallador de las manos, y pasó el cañón por la rendija. Las cápsulas vacías tintineaban sobre el suelo. Observé el interior. Todos estaban allí, salvo Martina.

—¡Martina!

— Aquí —contestó entre dos ráfagas de la ametralladora.

Miguel retrocedió precipitadamente.

—¡Agarraos! — exclamó.

Un choque terrible sacudió el camión. Las lonas crujieron, abombándose hacia el interior. Fui proyectado sobre Vandal, recibiendo a mi vez sobre las costillas los 85 kilos de Miguel. La tabla inferior vaciló, y por un momento creí que nuestro refugio iba a volcar. La ametralladora se había callado y la electricidad apagado. Miguel, penosamente, se levantó y encendió una pila portátil.

—¡Martina! — gritó.

— Estoy aquí. Esto ha terminado, venid. La puerta trasera está bloqueada.

El cadáver del animal yacía contra el camión. Había recibido veintiún disparos de la ametralladora, cinco de ellos explosivos, y debió morir en pleno salto. La cabeza destrozada ofrecía un aspecto horrible, con brechas de treinta centímetros.

—¿Qué ha ocurrido? Tú has sido la única que lo has visto.

— Muy sencillo. Cuando tú entraste el último, el animal se había detenido. Le disparé copiosamente. Entonces saltó. Me encontré abajo de la escalerilla. Volví a trepar y le vi, muerto, contra el camión.

Vzlik se arrastró hasta la puerta.

— Vzlik — dijo—. Después fingió que disparaba un arco y mostró dos dedos.

—¿Qué? ¿Pretende haber muerto a dos de estos animales con sus flechas?

— No es del todo imposible, especialmente si las flechas han sido aliñadas con un veneno lo bastante fuerte — replicó Breffort.

—¡Pero si no emplean veneno! Por suerte, claro, pues si no Vandal quizá no estaría aquí.

— Puede ser que únicamente envenenen las flechas de caza. Existen tribus en la Tierra que consideran desleal el empleo de veneno para la guerra.

— Y bien — dijo Beltaire con un pie sobre el monstruo derribado—, me parece que si hay muchos como éste por «Cobalt City» tendremos algunas molestias. Aquí quisiera ver a nuestros cazadores de tigres. ¡Qué saltos y qué vitalidad! Esto sin mencionar los dientes y las garras — continuó, examinando las patas.

— No deben brillar precisamente por su inteligencia — dijo Vandal—. Me pregunto cómo puede caber un cerebro en este cráneo deprimido.

— Tú lo decías hace un momento — susurré a Martina—: una tierra virgen, con sus atractivos… y sus riesgos. A propósito, tengo que felicitarte por tu puntería con la ametralladora.

— Traslada el cumplido a Miguel, que fue quien me hizo practicar so pretexto de que siempre es útil, aunque no sea más que para educar los nervios.

— Nunca pude imaginar que tuvieras que utilizarlo en estas circunstancias — dijo sonriendo.

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