III — LA MUERTE VIOLETA

Con la mirada puesta en la brújula, tomé la dirección Sudoeste. El suelo rocoso se prolongó durante dos o tres kilómetros; después el terreno tornóse blando. Etienne tuvo que bajar para colocar las cadenas a los neumáticos. A pesar de mi prohibición, quiso coger una especie de amiba de cuarenta centímetros de diámetro, y quedó con la mano quemada como por un ácido. Los animales pululaban. Algunos de ellos alcanzaban un metro de longitud. Se libraban a feroces combate al ralenti, en los que el vencido resultaba englobado por los seudópodos del vencedor, y digerido. Avanzábamos con dificultad. A trechos, el agua chorreaba bajo las ruedas. Afortunadamente, los vegetales eran escasos y flexibles, y se curvaban bajo el coche. Un hedor a huevos podridos, proveniente de la descomposición de estas hierbas, y quizá también de los animales gelatinosos, nos incomodaba terriblemente. Al fin, dos horas después de nuestra salida, vimos en la lejanía una columna de humo.

El sol ascendió, y los repugnantes seres fluctuantes desaparecieron. La tierra se endureció; aumentamos la velocidad y pudimos sacar las cadenas. Lejos percibí la silueta de un avión con las alas destrozadas. Cuando nos vieron los americanos, olvidándose de toda prudencia, corrieron hacia nosotros. Con la excepción de uno de ellos, equipado de aviador, todos llevaban el uniforme de la «U. S. Navy». Abrí la puerta trasera y les hice entrar. La camioneta resultaba incómoda para nueve. Con los saludos casi me desmontaron el brazo. Sacando una botella de debajo de mi asiento, les ofrecí el coñac con agua, quizá no muy fresca, pero que fue muy apreciado.

El de más edad, que podía contar treinta y cinco años y era comandante, hizo las presentaciones. Comenzó por una especie de gigante rubio, que me pasaba la cabeza: el capitán Elliot Smith. Después un hombre moreno rechoncho: capitán Donald Brewster. Un pelirrojo desgarbado se llamaba Donald O'Hara, y era teniente. El ingeniero Robert Wilkins, de treinta años, tenía el cabello castaño, ojos avellana y una amplia frente. El sargento John Pardy, gordo, era canadiense. Finalmente, designó el hombre vestido de aviador:

— Una sorpresa: Andrés Biraben, geógrafo, compatriota vuestro.

—¡Es curioso! Oí hablar a menudo de usted en la Tierra — dije.

— En fin, yo mismo, Artur Jeans.

Presenté a mi mecánico y añadí:

— Señores, hay que tratar de salvar todo lo posible de su avión, y marcharse. ¿Han vuelto a ver las hidras gigantes?

— No — repuso Jeans—. Los restos de las que abatimos podrá usted verlas al otro lado del avión.

Llegamos allí en la camioneta. Enormes masas acababan de pudrirse.

—¿Les han dado que hacer estos animales? — preguntó Biraben.

—¡Ya lo creo! Pero las nuestras eran verdes y más pequeñas, lo cual no les impedía ser peligrosas. ¿Vuestro avión es un buen refugio?

— Sí.

— En este caso, voy a tomar conmigo a cuatro de vosotros. Los otros tres se quedarán aquí con mi marinero. Desmontad las armas de a bordo. ¿Tenéis aún municiones?

— Estamos muy bien provistos.

— En este caso, las llevaremos en un tercer viaje.

Jeans designó a Smith, Brewster, Biraben y a Wilkins. Los demás se encerraron en el avión.

Tomé a Smith a mi lado. Yo hablaba mal el inglés, pero bien el alemán. Smith lo hablaba suficientemente, y pudimos informarnos. Supe, así, que New-Washington era un fragmento de los Estados Unidos caído en pleno océano teluriano. No había habido más que diez mil sobrevivientes y cuarenta y cinco mil muertos. La isla así formada se extendía sobre treinta y siete kilómetros de largo por siete de ancho. Había una fábrica de aviación casi destruida por el choque y que habían reconstruido, campos de labranza, grandes reservas de víveres y municiones y, cosa extraña, varias naves: el crucero ligero francés, el Surcouf, un destructor americano, el Pope, un torpedero canadiense y dos barcos mercantes: un carguero mixto noruego y un petrolero argentino. Yo tenía en el Surcouf a un amigo de la escuela y me enteré con pena que había desaparecido en la catástrofe. Todos los navíos se encontraban en alta mar, consiguiendo al cabo de un tiempo llegar a New-Washington, con las arboladuras destrozadas como después de un combate, navegando a veces con velas de ocasión, pero básicamente intactos. El cataclismo se les presentó bajo la forma de una gigantesca tromba de agua.

—¿Por qué habéis tardado tanto en explorar?

—¡Había cosas muy urgentes! Enterrar a los muertos, despejar las ruinas, reconstruir. El poco combustible que poseíamos lo utilizamos para poner en funcionamiento a uno de los diecisiete aviones, no excesivamente perjudicados; es el que ha caído aquí.

—¿Habéis recibido nuestros mensajes?

— No, jamás. Y no obstante, permanecimos a la escucha más de un año.

— Es curioso. ¿Cómo os habéis mantenido?

— Teníamos muchas conservas. Cultivamos trigo; pudimos pescar bastante, y algunas formas terrestres sobrevivieron y se multiplicaron considerablemente. Por falta de leche hemos perdido muchos niños — añadió con tristeza.

Le puse al corriente de lo que habíamos hecho. Hacia las tres de la madrugada llegamos al Temerario. Dejé allí a los que habíamos rescatado, y a pesar de las protestas de Miguel, volví a marchar inmediatamente. Iba a presenciar un espectáculo que me heló la sangre.

Cuando avisté el avión observé, un poco a la derecha, a una enorme masa gelatinosa de un color violeta claro, que se desplazaba a una considerable velocidad, quizá a 30 ó 40 kilómetros por hora. Medía unos diez metros de diámetro por un metro de alto. Intrigado, me detuve. El animal no se preocupó de mí y continuó su ruta hacia el avión. El canadiense abrió la puerta y salió. Vio la camioneta detenida y vino hacia ella. Detrás de él aparecieron Etienne, O'Hara y Jeans. Me fijé de nuevo en el monstruo: su rico color violeta había desaparecido, convirtiéndose en gris opaco; parecía una roca cubierta de líquenes. Previendo el peligro me puse en marcha y toqué la bocina. El mecánico agitó la mano otra vez y aceleró su paso.

Yo di todo el gas. Llegué tarde. El monstruo, de nuevo violeta, se precipitó sobre él. Pary lo vio, dudó un momento y corrió hacia el avión. Entonces ocurrió algo extraño; resonó un ruido seco, y una especie de chispa alcanzó al canadiense, que se desplomó. Desapareció englobado por los seudópodos.

Horrorizado, frené en seco. El animal se volvió y vino recto hacia mí. Salté de mi asiento, trepando hasta la cúpula del lanzagranadas. Febrilmente apunté los tubos, cargados por la mañana. La centella azul saltó nuevamente, dando contra el radiador. Percibí una sacudida. No una sacudida eléctrica, sino como un frío glacial que me obligó a detenerme. Apreté el disparador. Las dos granadas dieron de lleno en el monstruo, a diez metros. Hubo dos explosiones sordas, una serie de crepitaciones violentas acompañadas de chispazos. Saltaron como unos jirones de gelatina. El animal se abarquilló y quedó inmóvil. Puse el motor en marcha y me acerqué con cuidado. Unas irisaciones recorrían aún la jalea viviente que todavía palpitaba. Del canadiense, ni rastro. Por la portezuela lancé dos granadas incendiarias. Con un calor intenso, se arrugó, se redujo y dejó de palpitar. Llegaron los demás.

— What an awful thing — dijo Jeans. Repitió en francés: ¡Qué cosa más horrible!

— Temo que no podamos hacer nada por nuestro mecánico. Enterrarlo, como máximo.

Pero cuando abrimos a hachazos la rígida gelatina, que se había vuelto más densa que la madera, ¡no encontramos más que un anillo de oro!

Apenados, subimos al coche, cargando las ametralladoras. Etienne volvió a su puesto con el lanzagranadas. Al día siguiente hicimos más expediciones para llevar el resto de las armas, las municiones, los motores eléctricos y todo lo que pudo ser salvado. La última, conducida por Miguel, tuvo que luchar con la «muerte violeta». Destruyeron cuatro de estos innobles animales.

Embarcada con rapidez la camioneta, partimos, saludando con una lluvia de granadas una hidra demasiado curiosa, que cayó destrozada. Yo estaba más confiado que en la ida, cumplida mi misión y pudiendo encargar la dirección del navío a unos hombres de los cuales, al menos dos, sabían realmente lo que era un barco.

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