Capítulo 8

Al comienzo estuvimos demasiado excitados como para prestar atención y dormimos durante mucho tiempo. Pero, cuando me desperté, todavía era de noche. Observé el movimiento de estrellas con relación a los árboles. ¡Ah, qué lento era! La noche era allí mucho más larga que en la Tierra.

Aquel hecho turbó mucho a nuestra gente. El que no huyéramos (imposible seguir ocultando que era la traición más que el deseo lo que nos había llevado hasta allí) intrigó a los nuestros. Pero, por lo menos, contaban con tener algunas semanas para ejecutar lo que el barón hubiera podido decidir.

La impresión fue mucho mayor cuando los navíos enemigos aparecieron antes del alba.

—Valor —le aconsejé a John el Rojo, que temblaba en la bruma gris, rodeado por sus arqueros—. No tienen poderes mágicos. Ya os lo advertí en el consejo de capitanes. Pueden hablarse a través de centenares de millas y recorrer tales distancias en pocos minutos de vuelo. Los fugitivos habrán prevenido a los otros reinos, eso es todo.

—Pues, bien —replicó John el Rojo bastante sabiamente—, si decís que eso no es magia, ¿qué es?

—Si es magia, no hay que tener miedo —respondí—, pues las artes infernales no pueden nada contra los buenos cristianos. Pero dejad que os repita que no es más que habilidad mecánica y conocimiento de las artes de la guerra.

—Eso sí puede con los buenos cristianos —murmuró un arquero; John le hizo callar de un pescozón, mientras yo maldecía a mi suelta lengua.

En la débil y engañosa luz pudimos ver numerosos navíos girando por encima de nuestras cabezas. Algunos eran tan grandes como nuestro inútil El Cruzado. Me temblaban las rodillas bajo la sotana. Todos nos encontrábamos, naturalmente, dentro del escudo de fuerza del fortín, que no había podido ser cerrado. Nuestros cañoneros ya habían descubierto que las bombardas de fuego que habíamos tomado la víspera podían manejarse tan fácilmente como las de los navíos del espacio. Estaban listos para disparar. Sin embargo, yo también sabía que no podíamos plantar defensa de un modo eficaz. Podían lanzar contra nosotros uno de aquellos poderosos proyectiles explosivos de los que había oído hablar; o los wersgorix podían atacarnos en tierra firme y reducirnos con su número.

Sin embargo, los navíos se contentaban con planear en completo silencio bajo las desconocidas estrellas. Cuando la primera luz del pálido amanecer iluminó sus cascos, dejé a los arqueros y me fui junto a la caballería, que se mantenía en la hierba cubierta de rocío. Sir Roger estaba ya montado, con los ojos alzados hacia el cielo. Iba armado de pies a cabeza, con el yelmo en el brazo y, al verle, nadie habría podido imaginar lo mal que había dormido.

—Buenos días, padre Parvus —me dijo—. Qué noche más larga.

Sir Owain, a caballo junto a él, se pasó la lengua por los labios. Se le veía pálido, con los grandes ojos de largas pestañas enmarcados por obscuras ojeras.

—Ninguna noche de solsticio de invierno en Inglaterra resultó nunca tan larga —dijo, persignándose.

—Los días serán también más largos —dijo sir Roger; parecía de buen humor, una vez veía que contaba con enemigos ordinarios y no con mujeres altaneras y rebeldes.

La voz de sir Owain se dejó oír, seca como una rama rota.

—¿Por qué no atacan? —aulló—. ¿Por qué no hacen otra cosa que esperar revoloteando sobre nuestras cabezas?

—Me parece que resulta evidente. No habría ni que mencionarlo. ¿No tienen buenas razones para temernos? —replicó sir Roger.

—¿Qué? —dije—. Naturalmente, sire, somos ingleses, pero… —miré a nuestras espaldas, hacia las miserables tiendecillas plantadas alrededor de la fortaleza, a los soldados ennegrecidos por el humo, vestidos con harapos, a las mujeres y a los viejos reunidos atemorizados, a los lloriqueantes niños; vi el ganado, los cerdos, las ovejas, las gallinas, atendidos por los siervos con un juramento en los labios; vi las perolas en las que hervía la papilla de centeno del desayuno—… Pero, señor —continué—, por el momento, más parecemos franceses.

El barón sonrió.

—¿Qué saben ellos de franceses e ingleses? Además, mi madre estuvo en Bannockburn, donde un puñado de miserables escoceses armados con picas derrotó a la caballería de Eduardo II. Todo lo que los wersgorix saben de nosotros es que hemos llegado de ninguna parte y —si las bravatas de Branithar son ciertas— que hemos conseguido lo que nadie había logrado antes: conquistar una de sus fortalezas. ¿No avanzarías con prudencia si fueras su condestable?

Groseras risotadas se alzaron de entre los caballeros y no tardaron en alcanzar a los infantes, hasta que todo el campamento acabó por reír. Vi temblar a los prisioneros enemigos, acercándose los unos a los otros, cuando aquellos crueles sonidos llegaron hasta ellos.

Cuando el sol se alzó en el cielo, algunos navíos de Wersgor aterrizaron muy lentamente, con muchas precauciones, a una milla de nosotros. No les disparamos. Se animaron e hicieron salir a sus tropas, que empezaron a montar su campamento sobre el terreno.

—¿Vais a dejarles construir un castillo ante nuestros ojos? —gritó Thomas Bullard.

—Hay menos oportunidades de que nos ataquen si se creen seguros —respondió el barón—. Quiero que comprendan claramente que deseamos parlamentar —su sonrisa se hizo algo amarga—. Recordad, amigos míos, que nuestra mejor arma es nuestra lengua.

Los wersgorix no tardaron en hacer aterrizar numerosos navíos en formación circular, como los grandes menhires que habían erigido los gigantes en Inglaterra antes del Diluvio. Formaron un campo amurallado con la extraña vibración casi invisible de la pantalla de fuerza. Vigilado por bombardas móviles, estaba cubierto por navíos de guerra que no dejaban de sobrevolarlo. Cuando terminaron, enviaron un heraldo.

La forma delgada avanzó con bastante audacia a través de los pastos, aunque sabía perfectamente que podíamos abatirle. Sus ropas metálicas brillaban bajo el sol de la mañana, pero vimos que nos presentaba las manos vacías. Sir Roger acudió ante él en persona; le acompañé sobre un palafrén, murmurando Padre Nuestros.

El wersgor hizo una ligera reverencia, mientras que el enorme semental negro y la torre de hierro que lo remataba se acercaban amenazantes. No tardó en recobrar el aliento y la palabra.

—Si te portas bien, no te mataré; así podremos discutir.

Sir Roger se echó a reír cuando se lo traduje desmañadamente.

—Dile —me ordenó— que no emplearé mis propios rayos, tan poderosos que no puedo jurar que no se vayan a disparar solos y destruir su campamento si hace algún gesto demasiado rápido.

—Pero no tenéis tales rayos, sire —protesté—. No sería honesto pretender lo contrario.

—Hermano Parvus, traducid lo que os he dicho fielmente, sin la menor emoción, o tendré que enseñaros algunas cosas de mis látigos.

Obedecí. En todo lo que sigue, prescindiré de las dificultades de la traducción. Mi vocabulario wersgor era limitado y me atrevería a decir que mi gramática resultaba grotesca. Sea como fuese, yo no era más que el pergamino en el que los dos poderes escribían y borraban para escribir de nuevo. A decir verdad, me sentí como un palimpsesto antes de que pasase una hora.

¡Lo que me hicieron decir! Venero más que a cualquier hombre a aquel dulce y valiente caballero, sir Roger de Tourneville. Sin embargo, cuando habló sin recato de sus dominios ingleses —los más pequeños de los cuales ocupaban tres planetas—, cuando explicó cómo había defendido personalmente Roncesvalles contra cuatro millones de infieles, cuando relató cómo había tomado Constantinopla como resultado de una apuesta y el modo en que, cuando le habían invitado a Francia, había aceptado el derecho de pernada sobre doscientas doncellas el mismo día, sin contar otras mil cosas, aquellas palabras a punto estuvieron de estrangularme, y eso que conozco las novelas de caballerías y las vidas de los santos. Mi único consuelo fue que pocas de aquellas mentiras pudieron sobrevivir a las dificultades del idioma; el wersgor comprendió simplemente (tras varias tentativas de impresionarnos) que se había encontrado con alguien que podía reponerse en un instante y ganar en una carrera de baladronadas.

Acabó por aceptar una tregua en nombre de su señor, mientras se discutía todo el asunto en un refugio que se alzaría entre los dos campos. Los dos adversarios podrían enviar veinte hombres sin armas al mediodía. Durante la tregua, ningún navío volaría.

—¡Ya está! —exclamó sir Roger alegremente mientras volvíamos al trote—. No me las he apañado tan mal, ¿verdad?

—A decir verdad… —contuvo el paso e intenté hablarle—. A decir verdad, sire, San Jorge, o más probablemente San Dimas, patrón de los ladrones, me temo que ha velado por vos. Y, sin embargo…

—¿Qué? —me dijo para empujarme a hablar—. No temáis decir lo que pensáis, hermano Parvus —con inmerecida bondad, añadió—: A menudo pienso que vuestros delgados hombros sostienen más seso que los de todos mis capitanes juntos.

—Bien, señor —le espeté—, habéis conseguido, por el momento, algunas concesiones. Como habíais predicho, son prudentes, nos estudian. Pero, ¿durante cuánto tiempo podremos engañarles? Desde hace siglos, son una raza imperial. Deben tener mucha experiencia con pueblos y condiciones extrañas. Al ver lo pocos que somos, reconociendo nuestras armas como antiguas y pasadas de moda, y el hecho de que no tengamos más navíos que los suyos, ¿no acabarán por deducir la verdad y atacarnos con fuerzas invencibles?

Apretó los labios y miró hacia el pabellón que albergaba a su mujer y a sus hijos.

—Cierto —dijo—. Sólo espero detenerles durante algún tiempo.

—¿Y luego?

—No lo sé —se volvió hacia mí con un movimiento brusco, feroz, como un halcón que se lanza sobre su presa, y añadió—: Pero éste es mi secreto, ¿comprendido? Os lo digo en confesión. Si se descubre y nuestra gente averigua hasta qué punto estoy desamparado y sin planes… estaremos muertos.

Asentí con la cabeza. Sir Roger espoleó a su caballo y galopó hacia el campamento aullando como un joven adolescente.

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