Capítulo 12

Los nuestros se pasaron la mañana descansando merecidamente. Yo ya sabía leer los relojes wersgor, pero no estaba muy seguro de que sus unidades de tiempo concordasen con las terrestres. A mediodía, monté mi palafrén y me dirigí al encuentro de sir Roger para acompañarle a la conferencia. Estaba solo.

—Creía que seríamos una veintena —le dije, con el corazón turbado.

Su rostro era firme.

—No hace falta. Si Huruga se ha enterado de nuestra expedición, la conferencia será como una trampa. Lamento poneros en peligro.

Yo también, pero decírselo sería perder un tiempo precioso que podía dedicar a recitar el rosario.

Detrás de las cortinas color perla nos esperaban los mismos oficiales wersgor que viéramos la vez precedente. Huruga pareció sorprenderse cuando entramos.

—¿Dónde están los otros negociadores? —preguntó secamente.

—Rezan —contesté, lo que estaba muy cerca de ser verdad.

—Otra vez esa palabra —murmuró uno de los caras azules—. ¿Qué significa?

—Esto —lo ilustré recitando un Ave y pasando una de las perlas del rosario.

—Tengo la impresión de que se trata de una máquina de calcular —opinó uno de los wersgorix—. No puede ser tan primitiva como parece.

—Pero, ¿qué ha calculado? —murmuró un tercero, con las orejas de punta a su pesar.

Huruga nos miró molesto.

—Basta ya —dijo con voz seca—. Habéis trabajado toda la noche alrededor del campamento. Si estáis preparando alguna trampa.

—Preferiríais prepararla vosotros —le corté, con mi voz más cristiana.

Aquella insolencia, como había esperado, le cortó el aliento. Nos sentamos.

Tras un instante de meditación, Huruga exclamó:

—Hablemos de vuestros prisioneros. Soy responsable de la seguridad de todos los que viven en este planeta. No puedo tratar bajo ningún concepto con criaturas que mantienen wersgorix prisioneros. La primera condición para cualquier negociación posterior es que sean puestos en libertad inmediatamente.

—En ese caso, no podremos negociar —dijo sir Roger por mi mediación—. Y, sin embargo, no tengo ganas de destruiros.

—No saldréis de este lugar hasta que no me sean entregados los cautivos —dijo Huruga; me costaba trabajo tragar saliva; sonrió fríamente—. En caso de que tuvierais pensado algo por el estilo, tengo a mis soldados preparados —se llevó la mano a la túnica y sacó de ella una pistola lanzadora de plomo.

Cerré la boca y estuve a punto de sofocarme.

Sir Roger bostezó. Se frotó las uñas en la manga de seda.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

Traduje.

—Traición y perfidia —dije, medio gimoteando—. Nadie debía venir armado.

—Recordad que nadie prestó juramento ni se prometió nada. Pero decidle a ese bribón de Huruga que me esperaba algo parecido y estoy protegido —el barón oprimió el sello del anillo que le adornaba el dedo y apretó el puño—. Acabo de armarlo. Si abro el puño por lo que sea antes de haberlo desarmado, la piedra estallará con fuerza suficiente para enviarnos a todos a reunimos con san Pedro.

Castañeteándome los dientes, traduje aquel engañoso mensaje. Huruga se puso en pie de un salto.

—¿Es cierto? —bramó.

—S-sí —dije—. Lo juro por Mahoma.

Los oficiales azules se apretujaron. Por sus agitados murmullos, deduje que, en teoría, era posible tener una bomba tan pequeña como aquella piedrecilla. Pero ninguna raza conocida por los wersgor había sido hasta entonces lo bastante hábil como para construirla.

Al fin, se restableció la calma.

—Bien —dijo Huruga—, parece que hemos llegado a un punto muerto. A mi entender, mentís, pero no quiero arriesgar mi vida —se volvió a guardar el fusil bajo la túnica—. Sin embargo, debéis comprender que estamos en una situación imposible. Si no puedo obtener por mí mismo que soltéis a los prisioneros, tendré que informar al Imperíum de Wersgorixan.

—No nos precipitemos —le dijo sir Roger—. Trataremos bien a nuestros rehenes. Podéis enviar a vuestros médicos para que velen por su salud. En garantía de buena fe, os vamos a pedir que guardéis todas vuestras armas. A cambio, nosotros montaremos guardia contra los sarracenos.

—¿Los qué? —preguntó Huruga, con su ósea frente arrugada por la sorpresa.

—Los sarracenos. Los piratas paganos. ¿Todavía no los habéis encontrado? Apenas puedo creerlo, pues sus expediciones llegan hasta muy lejos. En este mismo instante, un navío sarraceno podría lanzarse contra esta planeta y saquearlo y arrasarlo.

Huruga se sobresaltó. Llamó aparte a uno de sus oficiales y le murmuró unas palabras. No pude entender lo que se decían. El oficial salió precipitadamente.

—Dime algo más sobre todo esto —pidió Huruga.

—Con mucho gusto —el barón se aplastó confortablemente en el respaldo de la silla y cruzó las piernas.

Yo hubiera sido incapaz de fingir una calma tan grande. En la medida en que podía juzgarlo, el navío de sir Owam ya debía haber llegado a Stularax; recordad, por favor, que la conversación era infinitamente más larga y lenta de lo que escribo, pues hay que contar con la traducción, las detenciones para explicar alguna palabra mal comprendida o las búsquedas de frases concretas.

Y, sin embargo, sir Roger se dedicaba a sus historias como si tuviera todo el tiempo del Mundo. Explicó que nosotros, los ingleses, nos habíamos lanzado contra los wersgonx con tanta ferocidad porque su ataque sin provocación nos había hecho creer que eran los nuevos aliados de los sarracenos. Supusimos que, con el tiempo, Inglaterra y Wersgorixan podrían aliarse para llegar a un acuerdo contra la común amenaza…

El oficial azul entró como una flecha. A través de la cortina que ocultaba la puerta, vi soldados que corrían a sus puestos en el campamento extranjero; el gruñido de las máquinas llegó a mis oídos.

—¿Y bien? —le preguntó Huruga a su subordinado.

—Dicen los transmisores de palabras que se ha visto un gran brillo… Stularax destruida… un proyectil superpoderoso —contestó el pobre hombre, sin aliento.

Sir Roger intercambió conmigo una mirada mientras se lo traducía. ¿Stularax destruida? ¿Completamente destruida?

Sólo habíamos pretendido conseguir armas ligeras y portátiles para nuestros soldados. Pero si todo se había convertido en humo…

Sir Roger se pasó la lengua por los labios secos.

—Decidles, hermano Parvus, que los sarracenos deben haber aterrizado.

Pero Huruga no me dio tiempo. Con el pecho sacudido por la cólera y los ojos amarillos de color rojo sangre, temblando de pies a cabeza, se levantó, volvió a sacar el fusil y aulló:

—¡Basta de farsas! ¿Quién más ha venido con vosotros? ¿Cuántos navíos del espacio tenéis?

Sir Roger se levantó lentamente, con cierta gracia. Dominaba al rechoncho y bajo wersgor como si mi señor fuese un roble de las landas. Sonrió, tocó el anillo intencionadamente y dijo:

—¿No esperaréis que os revele todo eso? Más vale que vuelva a mi campamento, donde esperaré a que os hayáis calmado.

Me fue difícil resultar tan cortés con mis frases pobres y entrecortadas. Huruga contestó fieramente.

—¡Oh, no, os quedaréis aquí!

—Me voy —Sir Roger sacudió la cabeza de cortos cabellos—. A propósito, si por una u otra razón no volviera a mi campamento, mis hombres han recibido órdenes de matar a todos los prisioneros.

Huruga me escuchó hasta que acabé. Con un dominio de sí mismo que no pude dejar de admirar, replicó:

—Bien, marchad. Pero en cuanto lleguéis a vuestro campamento, os atacaremos. No quiero que me cojáis entre vuestras tropas y las fuerzas aéreas.

—Los rehenes —recordó sir Roger.

—Atacaremos —repitió Huruga obstinadamente—. Con fuerzas de tierra, únicamente… en parte, para salvar a esos prisioneros, en parte porque los navíos aéreos van a ponerse en marcha para perseguir a los agresores de Stularax. Tampoco emplearemos armas de gran poder explosivo, por miedo a matar a los cautivos… Pero… —dio un puñetazo en la mesa—. A menos que vuestras armas sean infinitamente más poderosas de lo que creo, os aplastaremos aunque no sea más que por el número. No creo que tengáis ni un solo carro acorazado; sólo contáis con los pocos vehículos ligeros que habéis encontrado en Ganturath. Y recordad que después de la batalla, si sobrevive alguno de los vuestros, será como prisionero. Si habéis tocado a uno solo de los prisioneros wersgorix, los vuestros morirán, muy lentamente. Si vos mismo sois apresado con vida, sir Roger de Tourneville, les veréis morir a todos antes de morir vos mismo.

El barón escuchó mientras le traducía el discurso. Sus labios se veían pálidos en su rostro de bronce.

—Bien, hermano Parvus —dijo con voz débil—, parece que todo esto no ha ido tan bien como esperaba… pero no tan mal como había temido. Decidle que si nos deja volver sanos y salvos al campamento, tendrá su combate en el suelo y que, si no utiliza armas explosivas, nuestros rehenes no tendrán nada que temer más que su propio fuego.

Tras una mueca, añadió:

—De todos modos, habría sido incapaz de asesinar cautivos indefensos. Aunque es inútil decírselo.

Huruga le dirigió un glacial gesto con la cabeza cuando le transmití el mensaje. Nosotros dos, dos pobres humanos, pudimos volver a montar y regresar al campamento. Dejamos que los caballos fuesen al paso para prolongar la tregua y sentir durante un rato más el sol en la cara.

—¿Qué habrá pasado en el castillo de Stularax, sire? —murmuré.

—No lo sé —replicó sir Roger—. Pero apostaría a que los caras azules dijeron la verdad —¡y eso que no les creí!— cuando afirmaron que uno de sus proyectiles más poderosos podía destruir nuestro campamento. Las armas que esperábamos conseguir se han volatilizado. Sólo puedo rezar para que nuestros pobres soldados no hayan muerto con la explosión. Ahora no tenemos nada con que defendernos.

Levantó la cabeza, cubierta con su yelmo emplumado. Los ingleses siempre han peleado mejor con la espalda apoyada en la pared.

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