Sir Roger estableció su cuartel general en el planeta que denominamos Nueva Avalón. Los nuestros necesitaban reposo y él, tiempo para arreglar muchas cuestiones. Tenía que asegurarse del poder necesario para poder guardar el vastísimo reino que había caído en sus manos. El barón emprendió, igualmente, conversaciones secretas con el gobernador wersgor de un grupo de estrellas que quería ceder su jurisdicción a cambio de vituallas y garantías suficientes. El trato se cerraba lentamente, pero sir Roger confiaba en los resultados.
—Por aquí, apenas saben cómo encontrar y utilizar a los traidores —observó un día en mi presencia—, de modo que puedo comprar a ese cara azul por menos de lo que vale una ciudad italiana. Nuestros aliados nunca habían intentado hacerlo, pues se imaginaban que la nación Wersgor era tan sólida como las suyas. Y, sin embargo, ¿no era lógico que tan vastos dominios separados unos de otros por días y semanas de viaje fuesen parecidos a los países europeos? Aunque quizá sean más corruptibles…
—Naturalmente, pues no poseen la fe verdadera —dije.
—Hum, sí, sin lugar a dudas… Aunque nunca me he encontrado con ningún cristiano que rechazase un frasco de vino por razones religiosas.
Lo que quería decir es que el gobierno wersgor no pide ni fe ni homenaje alguno.
Sea como fuese, disfrutamos de algunos instantes de paz, acampados en un valle bajo acantilados de vertiginosa altura. Una cascada caía recta como una flecha en un lago más claro que el cristal, totalmente rodeado de árboles. Nuestro campamento inglés, desordenado, ruidoso, no conseguía romper tanta belleza.
Me encontraba yo sentado en una silla rústica plantada ante mi tiendecilla. Había abandonado por el momento mis difíciles estudios y me entregaba a la lectura de un libro muy apreciado entre nosotros, una incansable crónica de los milagros de san Cosme. Oía, desde muy lejos, los sonidos producidos por los ejercicios de tiro, los silbidos de los arcos, el alegre estrépito de la esgrima con bastón. Casi estaba dormido cuando un ruido de pasos apresurados me sobresaltó.
Parpadeé y vi ante mí a un escudero del barón, de aspecto aterrado.
—¡Hermano Parvus! ¡En el nombre de Dios, venid inmediatamente!
—¡Eh… qué…! —exclamé, somnoliento.
—Todo ha terminado —gimió.
—Me levanté la sotana y corrí tras él. La luz del sol, los maravillosos prados floridos, los cantos de los pájaros, todo aquello me pareció de repente muy lejano. No oía otra cosa que los sordos latidos de mi corazón al descubrir lo débiles y lo lejos que estábamos del hogar.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondió el escudero—. Ha llegado un mensaje por el hablador de distancia, enviado desde el espacio por uno de nuestros patrulleros. Sir Owain Montbelle ha pedido hablar en privado con el barón. No sé lo que se habrán transmitido mediante las ondas. Pero sir Roger ha vuelto tambaleándose como si se hubiera quedado ciego y ha rugido que fuesen a por vos. ¡Oh, hermano Parvus, era un espectáculo horrible!
Me dije que nada quedaba sino rezar, si la fuerza y la inteligencia del barón no podían ya sostenernos. Y me apiadé de él plenamente. Había soportado demasiadas cosas durante mucho tiempo sin un alma amiga que le ayudase a llevar su cruz. Ojalá le apoyen todos los santos valientes, rogué.
John Hameward el Rojo montaba guardia ante el refugio portátil, regalo de los jairs. Vio a su amo volver en terrible estado y se apresuró a regresar él mismo del campo de tiro. Con el arco en la mano, aullaba a la multitud que se apretujaba a su alrededor, murmurando:
—¡Idos! ¡Volved a vuestros puestos! ¡Por los clavos de Cristo, atravesaré al primer miserable que ose importunar a mi señor y le romperé el cuello al segundo! ¡Idos! ¡Atrás!
Aparté al gigante y entré. En el refugio hacía calor. La luz del sol se filtraba a través de sus paredes traslúcidas con un color casi cegador. La alcoba estaba amueblada con cosas que eran casi todas nuestras, cuero, tapices, armaduras. Pero, en una estantería, se veían artefactos de naturaleza extranjera, y un gran aparato de hablar a distancia estaba colocado en el suelo.
Sir Roger se encontraba en un sillón, con el mentón clavado en el pecho y sus grandes manos colgándole entre las piernas. Me acerqué a él sin hacer ruido y apoyé una mano en su hombro.
—¿Qué pasa, sire? —pregunté con tanta suavidad como pude.
—Idos —dijo sin hacer siquiera un movimiento.
—Me habéis hecho llamar.
—No sabía lo que hacía. Es un asunto entre yo y… Idos.
Su voz carecía de cualquier expresión y necesité todo mi escaso coraje para hacerle cara y decir:
—Presumo que vuestro receptor habrá grabado el mensaje como de costumbre…
—Sí, sin duda. Mejor borrarlo.
—No.
Levantó hacia mí su gris mirada. Me recordó la de un lobo que había visto en una trampa y los ojos de la multitud que se aprestaba a matarlo.
—No querría haceros daño, hermano Parvus —dijo.
—Entonces, no me lo hagáis —respondí bruscamente, agachándome para pulsar el botón que repetía los mensajes.
Sir Roger pareció reunir todas sus fuerzas, como si se recuperase de un inmenso cansancio.
—Si oís el mensaje, habré de mataros para salvar mi honor.
Pensé en mi infancia. Recordé que solía emplear palabras cortas y concretas, muy inglesas, en tales casos. Elegí una y se la espeté. Con el rabillo del ojo, en cuclillas delante de los cuadrantes, vi cómo caía su mandíbula. Se hundió en el sillón. Para poner más énfasis, dije algo más en inglés.
—Vuestra felicidad es la seguridad de los vuestros —le aseguré—. No podéis juzgar ecuánimemente algo que os quebrante en tan gran medida. Quedaos sentado y dejadme escuchar.
Se encogió. Moví un interruptor. El rostro de sir Owain saltó a la pantalla. Vi que su rostro se mostraba desfigurado, que era de belleza menos aparente y que tenía los ojos secos y ardientes a causa de la fiebre.
No puedo recordar las palabras que empleó, pero carecen de importancia. Le decía a su señor lo que había pasado. Que se encontraba en el espacio a bordo de una nave robada. Que se había acercado a Nueva Avalon para enviar su mensaje y que había huido tras hablar. No cabía esperanza alguna de encontrarle en aquella inmensidad. Si nos rendíamos, decía, arreglaría las cosas para que llevasen a los nuestros hasta la Tierra; Branithar aseguraba que el emperador de Wersgor prometería no atacar nuestro planeta. Si no nos entregábamos, el renegado acudiría a Wersgorixan y revelaría toda la verdad sobre nosotros. En ese caso, si era necesario, el enemigo reclutaría los mercenarios suficientes, bien franceses, bien sarracenos, para destruirnos. Pero era probable que la desmoralización de nuestros aliados cuando se enterasen de nuestra debilidad bastase para hacerles pactar con el enemigo. En todo caso, sir Roger no volvería a ver ni a su mujer ni a sus hijos.
Lady Catalina apareció en la pantalla. Me acuerdo de sus palabras, pero prefiero no consignarlas aquí. Cuando el mensaje terminó, yo mismo borré la grabación.
Mi señor y yo nos quedamos en silencio durante un instante.
—¿Y bien? —preguntó con la voz de un viejo.
Mantuve la vista clavada en mis pies.
—Montbelle dice que volverán a estar al alcance de nuestras comunicaciones mañana a determinada hora para saber vuestra decisión —rezongué—. Podríamos enviar muchas naves sin tripulantes, cargadas de explosivos provistos de nariz magnética (así es como comprendía el invento) y capaces de seguir el rayo de la máquina de hablar a distancia. Podríamos destruirle.
—Ya habéis exigido mucho de mí, hermano Parvus —dijo sir Roger; seguía hablando con una voz muerta—. No me pidáis que asesine a mi mujer y a mis hijos… y que mueran sin confesión.
—Sí. ¿No podríamos capturar el navío? No —respondí yo mismo—. Es una imposibilidad práctica. Un solo disparo a cierta distancia de un navío tan pequeño bastaría para convertirlo en polvo y era imposible intentar alcanzar sólo los motores. Si el daño no fuese de importancia, huiría a mayor velocidad que la luz.
El barón alzó hacia mí un rostro que parecía una máscara inmóvil.
—Pase lo que pase, nadie debe saber el papel de mi dama en este asunto. ¿Me habéis comprendido? Ha de tener el alma destrozada. Quizá un demonio se haya apoderado de su mente. Está poseída.
Le miré con acrecentada piedad.
—Sois demasiado valiente para ocultaros detrás de tales tonterías —le dije.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —gruñó.
—Podéis combatir…
—Si Montbelle llega a Wersgorixan, sin esperanza…
—O aceptar sus condiciones.
—¿Y durante cuánto tiempo creéis que los rostros azules dejarían en paz a la Tierra?
—Sir Owain debe tener alguna razón para creerles —adelanté con precaución.
—Es un loco, un imbécil —Sir Roger golpeó con el puño en el brazo del sillón; se incorporó y la dureza de su voz fue para mí como una pobre muestra de esperanza—. O un negro Judas que quiere convertirse en virrey después de la conquista. ¿No veis que los wersgorix tendrán que invadir nuestro planeta por más motivos que por el aumento de sus territorios? Nuestra propia raza ha demostrado ser mortalmente peligrosa para ellos. De momento, en nuestro Mundo, los hombres no tienen defensa. Pero dadles algunos siglos para prepararse y podrían construir sus propios navíos del espacio y conquistar el Universo.
—Los wersgorix han sufrido mucho con esta guerra —intenté decir, débilmente—. Les hará falta mucho tiempo para recuperar lo perdido, aunque nuestros aliados renuncien a todos los mundos conquistados. Quizá encontrasen más cómodo dejar en paz a la Tierra durante uno o dos siglos.
—¿Hasta que todos hayamos muerto y estemos seguros? —Sir Roger sacudió la cabeza, agotado—. Esa es la mayor tentación. El mejor modo de comprarnos. Pero, si traicionamos a los niños que aún no han nacido, ¿no mereceríamos arder en el Infierno?
—Quizá es lo mejor que podemos hacer por nuestra raza —expresé—. Lo que no está en nuestro poder se encuentra en manos de Dios.
—No, no, no —se retorció las manos—. No puedo. Mejor morir ahora como hombres… Pero, Catalina…
Tras un pesado silencio, dije:
—Quizá no sea tarde para persuadir a Owain de que renuncie a su plan. Un alma nunca se pierde irremisiblemente mientras queda un instante de vida. Podríais apelar a su honor, mostrarle lo insensato que es contar con las promesas wersgor u ofrecerle el perdón y un alto rango…
—¿Y lo ocurrido con mi esposa? —preguntó, tenso.
Pero, tras un instante, añadió:
—Podríamos intentarlo. Pero preferiría hacer estallar su diabólico cerebro. Pero, quizá… una conversación… Intentaré mostrarme humilde, rebajarme… ¿Me ayudaréis, hermano Parvus? No quiero maldecirle ni injuriarle. ¿Intentaréis dar fuerza a mi alma? ¿Os atreveréis a darme valor?